Dyona pensó que quizá debía hacerlo allí, en el puente de la Ayrion III, mientras el poderoso buque insignia sobrevolaba cielos alienígenas como en aquel instante, mientras su comandante se erguía ataviado con la vestimenta de su cargo, orgulloso y arrogante, a su lado.
Quizá aquel fuese el momento en el que debía matar a Gyrion.
Ya había escogido el arma del asesinato, aunque claro, el magnicidio no era un asesinato propiamente dicho… Un homicidio justificado, en el peor de los casos, y en el mejor, tal y como Dyona interpretaba la muerte que iba a tener lugar, un justo golpe en defensa de la libertad. Era apropiado que hubiese escogido la hoja de redención coriolana para asestar el golpe, también por el hecho de que Gyrion fuese a morir por el instrumento que representaba una civilización que había esclavizado.
Sabía de antemano que la puñalada sería sangrienta. Si iba a ocuparse de Gyrion en público, este llevaría armadura, así que tendría que atacar en el cuello y la garganta en vez de en el cuerpo. Pero claro, quizá la escena fuese mejor cuanto más sangrienta. ¿Hasta qué punto estaban manchadas de sangre las manos de Gyrion? Tenía previsto derramar copiosas cantidades de la suya como compensación.
También era consciente de que, si llevaba a cabo el asesinato ante los ojos de la tripulación del puente, no podría escapar con vida del lugar del crimen. Imaginó que, en cuanto la daga diese con su objetivo, los Corazones Negros, los más belicosos de entre los guerreros cosechadores, la abatirían con sus subyugadores, que desde luego no estarían programados para aturdir.
Pero el valor propagandístico de lo que iba a hacer compensaba con creces cualquier otra consideración. Que un comandante de la flota fuese asesinado en el puente de su buque insignia, el lugar en el que debería sentirse más poderoso, más invulnerable que en ningún otro lugar, era un acontecimiento sin precedentes que inspiraría a los disidentes de todo el imperio de los cosechadores y asestaría un golpe letal a la complacencia de su gente. Morir a consecuencia de ello era un grato añadido. Abandonaría la vida convertida en mártir, en líder, en un símbolo de resistencia. Moriría, al igual que Darion, con un propósito.
Y el dolor desaparecería.
Debió sonreír al contemplar la idea, ya que de pronto cayó en la cuenta de que Gyrion la estaba estudiando con atención, con afectuoso detenimiento. Casi como un padre.
—Hoy pareces encontrarte mejor, Dyona —dijo—. Así es como yo te recordaba.
—Creo que sí, mi señor —contestó Dyona, imaginando cómo se hundiría la hoja en el carnoso cuello de Gyrion, cómo manaría la sangre de su fea boca.
—Es evidente que la erradicación de Óxford ha tenido un efecto terapéutico en ti, querida.
—Ha fortalecido mi resolución de comportarme como una auténtica cosechadora, mi señor.
El comandante de la flota Gyrion estaba aliviado y satisfecho de oír aquellas palabras.
—Puede que un cambio de aires te haga mejorar aún más.
Si Dyona hubiera tenido labios, los hubiese fruncido.
—Sí, supongo que ver el erial que se extiende donde antes había una ciudad acaba volviéndose aburrido con el tiempo.
—En absoluto, querida. Al contrario, es vigorizante —afirmó Gyrion—. Al menos para un guerrero, la destrucción tiene su propia belleza, y una muerte adecuada posee un encanto cautivador.
—Desde luego, mi señor.
—En cualquier caso, incluso si el despreciable asentamiento de Óxford hubiese permanecido intacto, tendríamos que haber partido igualmente. De acuerdo al protocolo, el comandante de la flota responsable de esta zona de operaciones, es decir, yo —añadió con una modestia evidentemente falsa—, debe estar presente para supervisar la última fase de la cosecha de esclavos en ubicaciones como… ¿cómo se llamaba, Dyona?
—Londres, mi señor —contestó ella.
Gyrion gruñó.
—Estos nombres terrícolas son indistinguibles. Sus lenguas apenas son dignas de llamarse idiomas. Pero sí, Londres. La capital de esta isla y uno de los grandes asentamientos de la Tierra, según tengo entendido. El completo dominio de Londres será un momento clave en la campaña de esclavización.
Un momento que no vivirás para ver, juró Dyona. Pero agachó la mirada. Tenía que ser cuidadosa y no revelar sus verdaderas intenciones, como estuvo a punto de hacer en el pasado.
En cualquier caso, no tenía de qué preocuparse. Gyrion ya no estaba interesado en ella, sino que pensaba en el futuro con los ojos entrecerrados.
—Quiero llevar a cabo ese momento cumbre que supondrá el fin de la cosecha de esclavos en Londres —dijo, para sí mismo y para Dyona—. La Ayrion III acogerá un festejo en el que participaremos yo y los demás comandantes de la flota para conmemorar lo que hemos alcanzado hasta ahora y para determinar lo que aún nos queda por cumplir antes de empezar a pensar en volver a casa con nuestro botín, dejando esta bola de barro atrás para siempre.
No saldrás vivo de ese planeta, Gyrion, pensó Dyona y, de haber llevado encima en aquel instante la hoja de redención coriolana, tenía dudas acerca de si hubiese sido capaz de resistir el violento impulso de utilizarla sobre él en aquel instante y lugar. Sin embargo, estaba desarmada. Y el plan del festejo, organizado por Gyrion para su propia complacencia, le había dado una nueva idea.
Matar a un comandante de la flota sería lo suficientemente dramático. Pero matarlos a todos, al mismo tiempo, en el mismo lugar, no solo provocaría un daño terminal al proceso de esclavización de la Tierra, conduciéndolo a su abrupto final, sino que las consecuencias de aquel asesinato en masa sacudirían el mundo natal de los cosechadores, puede que incluso echando abajo los cimientos de la retorcida y repulsiva sociedad de su gente.
La hoja de redención coriolana permanecería en su vitrina.
Gyrion había recobrado su interés en la mujer.
—Dyona, ¿qué opinas de mi idea?
—Creo que es perfecta, mi señor —dijo Dyona.
* * *
Los adolescentes dieron con un puerto deportivo ideal para su objetivo en un elegante tramo del Támesis al oeste de Londres. En una zona privada del embarcadero había amarradas lanchas y pequeños barcos a motor, un par de grandes yates e incluso una gabarra, mientras que el abanico de barcos disponible para el público (cuando había existido tal público) incluía una lancha de recreo y una hilera de botes de remos apiñados bajo una lona, como si no quisiesen llamar la atención. Los vándalos habían pasado por allí. Varios de los botes estaban dañados, mientras que a otros les habían soltado las amarras, dejándolos vagar sin rumbo movidos por la corriente. De todos modos, había un número suficiente de barcos en buen estado como para que Antony pudiese elegir cuál iba a pilotar. Al ser el único miembro con experiencia naval (su padre era el dueño de una lancha motora de seis metros), Antony asumió una autoridad que, al menos de momento, Travis no podía desafiar.
Había conducido al grupo a la Universidad Wells y ahora los estaba conduciendo hacia el Enclave Cero. Travis solo los había llevado en círculos. Antony estaba disfrutando del momento.
—Es obvio que la lancha de recreo es demasiado grande. Y los botes de remos, demasiado pequeños. —Sonrió, satisfecho por sus observaciones, mientras recorría el embarcadero de arriba abajo—. Exceptuando esas dos opciones, cualquier cosa que pueda navegar entra dentro de nuestras posibilidades. Vamos a subirnos a unos cuantos barcos para asegurarnos de que están en buen estado y de que algún gamberro no se ha dedicado a hacer agujeros en el casco.
—Acuérdate de comprobar que no haya niños a bordo bajo la cubierta o algo así. —Mel había visto por el rabillo del ojo a algunos niños pequeños echando a correr hacia las tiendas y cafeterías que rodeaban el puerto deportivo. Los recién llegados parecían provocarles miedo, pues huían de ellos en vez de aproximarse, ya fuese de forma amistosa u hostil. En cualquier caso, hubiese dado lo mismo. No era el momento de hacer presentaciones.
Por supuesto, los parangones rechazaron participar en el proceso de selección. Se quedaron en el embarcadero a mirar con poco interés al río y a los barcos que se balanceaban sobre él.
—Me pregunto cómo será ahogarse —dijo Geoffrey Thomas—. Aguantar la respiración y seguir aguantándola hasta que te arden los pulmones y los ojos se te salen de las órbitas y sabes que nadie va a salvarte, que no puedes contener la respiración para siempre, y entonces tu boca se abre y…
—Cállate, Geoffrey —le exigió Crispin.
—¿Tenemos que ir en barco por la fuerza, Antony? —le preguntó Ruth Bell, quejosa—. Creo que no me gusta el agua. ¿No podríamos quedarnos en el coche y conducir?
—Me temo que no, Ruth —dijo Antony y, como decía la verdad, Ruth se limitó a asentir con la cabeza y a aceptar su suerte.
Richie se alegraba mucho de haber abandonado el coche, aunque no porque prefiriese desplazarse en barco. Su único encuentro anterior con un medio marítimo había sido el bote de remos de un lago en Whitley Bay cuando tenía siete años, y el viaje duró menos de cinco minutos, ya que insistía en embestir las embarcaciones de los demás con la suya. No, simplemente, Richie no podía soportar un minuto más estar en un espacio tan cerrado con Tilo y Naughton al mismo tiempo. Que Tilo estuviese tan cerca cuando él la deseaba tanto, con semejante intensidad que apenas podía centrarse en cualquier otra cosa, le estaba, como dice la expresión, sacando de quicio. Si pudiese extender los brazos y tomarla… Pero Naughton se encontraba a su lado, como un contrapeso: confiaba en él, había depositado su fe en él, y Richie quería ganarse el respeto de Naughton, su aprobación, su amistad. Pero ¿cómo iba a conseguirlo cuando deseaba en secreto a su novia, cuando se había acostado clandestinamente con ella? La culpa y el deseo, la lealtad y la avidez, pugnaban en el cerebro de Richie Coker. No podía conciliar ambos impulsos: estaban trabados en un conflicto en el que uno habría de triunfar sobre el otro. Cuando el grupo se separó para explorar las embarcaciones, Richie sintió que ya había un ganador.
Se encontró con Tilo bajo la cubierta de una de las grandes motoras.
La pelirroja tenía una expresión de asco dibujada en la cara, aunque no, al menos en aquel momento, a causa de Richie.
—Aquí ha estado alguien antes que nosotros —dijo, sin poder evitar toser. Fuese quien fuese, había destrozado la cabina y dejado su apestosa y repugnante tarjeta de visita esparcida por el suelo—. Supongo que esto es lo que pasa cuando el váter químico está lleno. No podemos usar este barco. Vámonos.
—Todavía no. —Richie le cortó el paso.
Los ojos color miel de Tilo brillaron con rabia.
—Richie, si ya estamos otra vez con lo tuyo y lo mío, te he dicho que…
—Sí, ya me lo has dicho. —Por lo menos podía ir al grano—. Así que ahora soy yo el que te dirá algo a ti. Sé lo que quiero y yo consigo lo que quiero.
—Oh, por favor, Richie, ya he estado a punto de vomitar por la peste que hay aquí. No me lo pongas peor con chorradas.
—No son chorradas. Es mi última oferta.
—¿Tu última…? Por Dios, déjame pasar. —Richie extendió las manos para detener a Tilo, pero esta retrocedió—. Como me pongas las manos encima, Richie, gritaré y te mutilaré, aunque puede que no en ese orden.
—No gastes energía ahora, Tilo. Guarda un poco para la noche.
—¿Qué dices?
—Sí. Lo he decidido. No me interesa Naughton o lo que él piense. Me interesas tú.
—Lo tuyo no es interés, Richie.
—Lo que sea. Vas a acostarte conmigo, Tilo, cuando me apetezca, te guste o no… O de lo contrario le contaré todo a Naughton y mandaré vuestra preciosa relación al puñetero garete. Si yo no puedo tenerte, me ocuparé por las malas de que él no te quiera.
—¿Así que me estás chantajeando, Richie?
—Llámalo como quieras. Yo lo llamo…
Tilo le pegó semejante bofetada que lo dejó atontado.
—Así que eres exactamente lo que Mel y el pobre Simon decían de ti. Un pedazo de cabrón. Y pensar que hace no mucho estaba empezando a pensar que eras algo más de lo que aparentas. Me equivoqué, ¿a que sí? Eres todavía menos. Y voy a ver tu farol. Cuéntale lo nuestro a Travis… si de verdad tienes lo que hay que tener. Yo lo negaré. Y ¿a quién crees que va a creer? Será tu fin en el grupo, Richie, y creo que sería para mejor. Y ahora, aparta. —Empujó su cuerpo a un lado sin que este se resistiese—. Eres un mierda, Coker. —Tilo hizo un gesto de desprecio hacia la cabina que estaba dejando atrás—. ¿Por qué no nos haces un favor y te quedas aquí abajo? Te sentirás como en casa.
Richie solo fue capaz de llevarse la mano a la mejilla en la que Tilo le había golpeado cuando esta se hubo marchado. Sus dedos temblaban de rabia y desprecio hacia sí mismo. Podría haberse desgarrado su propia carne con ellos.
Tampoco es que Tilo se sintiese mucho mejor. Tal y como había respondido al chantaje de Richie, había vuelto a traicionar a Travis. Si se daba el caso, negar lo que ocurrió aquella noche supondría volver a mentirle; si creía honestamente que Travis la amaba, podría decirle la verdad porque él sería capaz de perdonarla. Y, si no estaba convencida de ello, ¿cómo podía asegurar que su relación era auténtica?
Sí, había visto el farol de Richie. Pero rogó por que él no viese el suyo.
—¡Tilo! ¡Tilo! —Travis la estaba llamando desde el embarcadero—. Ya hemos encontrado un barco.
—Ya voy. —Corrió hacia él, sonriendo como si no pasase nada malo.
* * *
Antony había escogido un yate que los llevase río abajo. Era un barco de doce metros llamado Martín Pescador, con el casco pintado en un apropiado color turquesa como el azul de esas aves y la sección frontal, en la que se encontraba la cabina de proa, de blanco. Un pequeño tramo de escaleras a la izquierda del timón y los paneles de control conducía a las habitaciones, que se encontraban bajo la cubierta, aunque el puente de mando, que comprendía una gran sección en la popa del barco, era lo bastante espacioso como para acoger a los nueve adolescentes al mismo tiempo.
—Me parece —dijo Antony con orgullo— que está en perfectas condiciones.
—Ya, Tony, pues mira qué bien —dijo Richie, que había sido el último en unirse al grupo a bordo del barco—, pero a menos que tenga las llaves puestas, ¿cómo demonios piensas ponerlo en marcha?
—Oh, vaya, Clive no había pensado en ello —le susurró Crispin a Travis al oído—. Y él que cree ser mejor líder que tú.
—Bueno, en este armario hay herramientas de sobra, si las necesitamos —dijo Antony mientras abría el compartimento en cuestión—. Estoy seguro de que podremos hacerle un puente a un barco del mismo modo que a un coche. Eso se te da bien, ¿no es así, Richie?
Richie declaró, magnánimo, que vería lo que podía hacer.
Mientras se afanaba en ello, el resto del grupo arrastró al interior de la embarcación la lona bajo la cual se encontraban los botes de remos. Fue idea de Travis, una ocurrencia que sus compañeros encontraron inane hasta que este explicó por qué tenía todo el sentido del mundo. Después, nadie protestó.
El motor del yate rugió al volver a la vida. Todo el mundo vitoreó y aplaudió excepto Tilo, que apretaba los puños y tenía la boca cerrada, manteniendo un riguroso silencio.
—¡Jar, jar, marineros! —exclamó Richie, imitando a un pirata desde el timón—. ¿Soy el nuevo capitán Jack Sparrow o no lo soy?
—Parece que sí que lo podías hacer —dijo Antony—. Gracias. —Lo sustituyó al timón—. ¿Nos ponemos en marcha? No nos conviene que oscurezca mucho antes de llegar al puente de Westminster.
—¿Quién es el capitán Jack Sparrow? —preguntó Ruth Bell llanamente.
—En serio, tienes que salir más —dijo Mel.
Libre de sus amarras y con Antony a los mandos, manejándolo no como un experto pero sí de forma competente, el Martín Pescador se dirigió hacia el canal central del Támesis.
—¡Mirad! —dijo Mel mientras el barco zarpaba. Una serie de niños harapientos salieron de varios edificios y caminaron con dificultad hasta el embarcadero para verlos marchar. Movidas por una costumbre previa a la enfermedad, Mel y Jessica se despidieron con un ademán. Los observadores no les devolvieron el saludo. Sus rostros tenían la expresión vacía y desolada de quienes han perdido la esperanza, como si no esperasen volver a ver al Martín Pescador y a su nueva tripulación de regreso.
Todo el mundo se dirigió hacia el costado del barco, salvo Antony y Crispin Allerton, que se situó a su lado.
—Lo has hecho muy bien, Clive —lo elogió el parangón—. Sin ti, no hubiésemos tenido ninguna posibilidad de llegar al Enclave Cero. Naughton no lo hubiese conseguido. —Después, cuchicheó—: Supongo que por eso no está a buenas contigo.
—¿Qué… qué quieres decir?
—Oh, nada. —Crispin se encogió de hombros con inocencia—. O, por lo menos, imagino que no es nada. Solo le he oído murmurar que le estás quitando protagonismo, y que a ver quién se piensa Antony que es cuando el líder es él. —Dolido y furioso, Antony miró hacia Travis, que en aquel instante le estaba dando la espalda. Como si me estuviese evitando, pensó Antony—. Está claro que no aprecia lo que has hecho, Antony, pero no te lo tomes a pecho. El resto sí lo valoramos.
Por un capricho de la fortuna, en ese preciso momento Travis se volvió. Sus ojos y los de Antony se encontraron, pero ninguno de los dos fue capaz de aguantar la mirada del otro. Ambos apartaron la vista, con el ceño fruncido. Ninguno se percató de la lenta e insidiosa sonrisa de Crispin Allerton.
En la barandilla del yate, Jessica cerró los ojos.
—¿Sabes? —dijo, soñando despierta—. Si fuese posible, si pudiésemos olvidarnos de la enfermedad y los cosechadores por un momento, este podría ser un viaje de placer por el Támesis en una preciosa tarde de verano. Podríamos estar de vuelta en el viejo mundo. Lo único que tenemos que hacer es cerrar los ojos y no volverlos a abrir, no mirar.
—Jessie —dijo Mel, cuyos ojos siempre estaban abiertos—, eres mi mejor amiga y te quiero, pero te estás engañando a ti misma.
Ni siquiera Jessica podía seguir fingiendo por más tiempo. El Támesis había cambiado. Puede que nunca tuviese las aguas más limpias del país, incluso fuera de Londres, pero jamás había estado tan contaminado y lleno de basura como entonces. Primero aparecieron los restos de otras embarcaciones, hechos pedazos o volcados, amenazando el casco del Martín Pescador como si fuesen piedras que Antony tuvo que poner empeño en esquivar. Después encontraron coches sumergidos bajo las aguas pero todavía visibles, como peces de metal muertos.
—Debieron conducir deliberadamente hacia el río —dijo Mel, sombría—. ¿Por qué haría alguien algo así? ¿Es que querían suicidarse o qué? ¿Crees que los cuerpos seguirán en los coches?
—¿Podremos verlos? —Geoffrey Thomas estiró el cuello por encima del costado del barco.
Cuando pasaron por debajo de un puente, cayeron en la cuenta de que Mel había acertado. Los fantasmales coches moraban en las profundidades, en mitad del río, hacia donde se precipitaron desde el viaducto. Los adolescentes miraron hacia arriba y pudieron ver los agujeros abiertos en el parapeto del puente, demasiados como para haber sido causados por accidente. Los coches se habían arrojado hacia sus tumbas de agua como leminos.
Y había más basura en el río, las pertenencias de vidas que habían sido conducidas a un final prematuro por la violencia y la enfermedad: periódicos, libros, prendas de vestir, efectos personales, todos ellos vagando río abajo, hacia el mar, como si las minucias de una civilización derrotada se estuviesen yendo por el desagüe.
A medida que los obstáculos se volvían cada vez más abundantes y variados, Jessica y Mel asumieron el papel de vigías en la proa y en la popa respectivamente, advirtiendo de cualquier peligro flotante que amenazase cualquiera de las dos secciones. Jessica, no obstante, tuvo que pedirle a Tilo que la sustituyese cuando empezaron a aparecer cuerpos. Adultos y niños: los primeros se habían resistido a que fuese la enfermedad lo que acabase con ellos; los segundos fueron incapaces de afrontar la supervivencia en un mundo tras la pandemia. Cuerpos completamente vestidos bamboleándose sobre las aguas, bocarriba algunos, otros (por suerte), bocabajo. Solo Geoffrey parecía capaz de soportar sus vacías a la par que recriminadoras miradas. El Martín Pescador se abrió paso con gentileza a través de la multitud.
—Antony —dijo Jessica, que parecía mareada—, esto no es una buena idea. ¿Podemos dar la vuelta? Quiero volver. Quiero volver, de verdad.
Antony retiró una mano del timón para atraerla a su lado. Estaba temblando. Lanzó una rápida mirada hacia Travis, que los observaba a ambos.
—No podemos volver, Jess. Ya hemos llegado demasiado lejos. Solo podemos seguir avanzando.
Hacia el cielo oscurecido por el humo. Sadiq no exageraba. Pudieron ver las densas y siniestras volutas mucho antes de llegar a los alrededores de la capital, y también detectaron el olor, asfixiante, rancio e incluso peor, un hedor enfermizo con un fondo de carne quemada.
Los fosos de fuego aparecieron en los parques Bushy, Hampton Court y Richmond, pero aunque aún vomitaban llamas y pese al opresivo y sofocante humo, aunque los adolescentes podían sentir el calor abrasador en sus propias carnes, parecía que aquellos infiernos habían completado su tarea. No se estaba llevando a cabo ninguna incineración en masa en los fosos, no había cadáveres ni contenedores, tampoco arañas de metal ni rastro de los cosechadores en las inmediaciones. Simplemente, los fuegos estaban dando sus últimos coletazos antes de extinguirse. Los campamentos de esclavos también estaban vacíos; abandonados como amargos recuerdos de los crímenes que allí se cometieron.
—Se han trasladado —dijo Tilo—. Ya han quemado todos los cuerpos y esclavizado a todos los jóvenes. No necesitan quedarse aquí por más tiempo. Sencillamente, se han trasladado.
—Cabrones —murmuró Richie entre dientes. Al menos en eso, Tilo sí estaba de acuerdo con él.
—Eso significa que aún no tenemos que poner en marcha la siguiente fase del plan. —Travis miró hacia las oscuras aguas que se extendían ante ellos—. Puede que incluso no sea necesaria.
Se aproximaron hacia el corazón de la ciudad. Teddington Lock estaba en ruinas, al igual que el puente Kew. Antony fue incapaz de evitar los restos que flotaban en el río; tenían que confiar en que el casco del Martín Pescador fuese lo bastante resistente mientras este se abría paso chocando violentamente con los obstáculos. El puente Chiswick. El puente Hammersmith. Las carreteras abarrotadas de vehículos silenciosos y desvencijados.
Aunque habían dejado los pozos de fuego de los cosechadores tras ellos, a medida que la ciudad se extendía a su alrededor aún podían ver incendios a ambos lados del Támesis. Daba igual que fuesen deliberados o accidentales. No había ningún servicio de bomberos para extinguirlos.
El puente Putney. A Antony, por absurdo que resultase, le vino a la cabeza la carrera de remos. En el pasado, una de sus más codiciadas ambiciones era formar parte del victorioso equipo de Óxford en la carrera de remos. Ya nunca podría hacerla realidad, incluso aunque supiese remar.
Incluso aunque siguiera vivo.
—Ahí delante. Cuidado. ¡Cuidado! —Cuando Jessica lo abrazó en aquella ocasión, seguía temblando.
Sobre el centro de Londres flotaban varios recolectores, algunos de los cuales estaban operando sus rayos tractores, que iluminaban las calles de la ciudad como lanzas brillantes. Las vainas de batalla revoloteaban como insectos. La posición de las naves de los cosechadores no era en absoluto aleatoria, eso resultó obvio a simple vista. Estaban trabajando en dos grupos separados, uno a cada lado del río, con movimientos organizados, sistemáticos e imparables.
—Aquí está —dijo Travis—. La primera línea de la cosecha. —Volvió sus brillantes ojos azules hacia el grupo—. Preparaos. Antony seguirá avanzando el tiempo que pueda, pero es posible que tengamos que apagar el motor. Ya sabéis lo que tenéis que hacer entonces.
Los cosechadores se habían empleado a fondo en el puente Battersea. Habían agrupado varios botes bajo él, formando una barricada custodiada por guerreros vestidos de negro. Era imposible seguir avanzando río abajo en dirección a Westminster.
—Supongo que tendremos que caminar hasta el Parlamento desde aquí. —Tilo esbozó una débil sonrisa mientras estrechaba la mano de Travis.
—Todo va a salir bien —le prometió su novio.
Antony apagó el motor.
* * *
El recluta Varion quería acción. Su padre, que había servido en varias esclavizaciones, incluyendo las de Orsk y Mamamatou, le había dejado bien claro antes de su viaje a la Tierra que, si no regresaba a casa habiendo llevado a cabo alguna acción valiente y gloriosa en honor a su linaje, no debería molestarse en volver a su hogar. Era un desafío que el joven Varion estaba más que dispuesto a aceptar. Era valiente, eso ya lo sabía, mucho más valiente que cualquier primitivo alienígena. Ansiaba la gloria. Soñaba con reunirse con su familia convertido en un Corazón Negro. Eso sí que haría feliz a su padre e impresionaría a sus ancestros.
Pero hasta entonces, Varion no había tenido la oportunidad de distinguirse. El virus había hecho su trabajo demasiado bien. Los adultos terrícolas habían sido exterminados de un modo tan eficiente que no quedaba nadie con quien luchar, nadie contra quien demostrar su valor y su habilidad en la batalla. El proceso de esclavización terminaría pronto y ninguno de sus oficiales superiores habrían reparado en Varion. Era muy frustrante. Quería acción.
Pero dudaba que la fuese a encontrar en el lugar en el que había sido asignado. Él, Pyrion y Atrion habían sido destinados a una barricada en el río para asegurarse de que ningún esclavo potencial eludiese la cosecha a través del Támesis.
—Esto es un muermo —se quejó, irritado, a sus compañeros—. No deberíamos estar perdiendo el tiempo aquí. —Estaban patrullando la orilla norte del río, buscando refugiados en los pocos botes que no se habían hundido y que seguían amarrados al embarcadero. Varion deseaba encontrar a alguien. Al contrario que sus compañeros, no se molestaba en llevar puesto el casco, pero lo llevaba consigo y lo golpeaba con nerviosismo contra su muslo—. Tenemos que estar allá donde vaya la Ayrion III, para que el comandante Gyrion se fije en nosotros.
Pyrion se fijó en una gran embarcación que se dirigía hacia la orilla. Era azul y blanca, su casco estaba cubierto de basura y parecía a punto de chocar contra uno de los embarcaderos. Sugirió amarrarlo, abordarlo e inspeccionarlo. Atrion se mostró de acuerdo.
Varion no.
—¿Para qué? Está vacío. Salta a la vista. Está abandonado. Sería mejor que nos ocupásemos de cómo podemos llamar la atención del comandante de la flota Gyrion. —Siguió murmurando mientras sus compañeros amarraban la embarcación—. Deberíamos pedir que nos destinen al campo de esclavos de Regent’s Park, eso para empezar. Nyrion me ha dicho que ahí es donde va a estar la Ayrion III.
Pyrion y Atrion estaban subiendo al barco con los subyugadores desenfundados. Le preguntaron a Varion si iba a acompañarlos o si iba a pasarse el día entero quejándose.
—No, podéis ocuparos de vuestra inspección inútil vosotros solitos. ¿Para qué molestarse? No es que nos vayamos a hacer famosos por ello… Ah, qué más da. ¿Por qué no? —Abatido, Varion se puso el casco y se unió a sus compañeros a bordo del yate—. Pero ya os lo digo yo… ¿veis? Nada. No hay nada más que un pedazo de lona en la cubierta.
Pyrion propuso inspeccionar bajo la cubierta. Atrion respaldó la idea.
Varion no.
—¿Para qué? Ya os digo yo lo que va a haber bajo la cubierta. —Sus compañeros se volvieron hacia las escaleras—. Lo mismo que aquí. Nada. Lo máximo que encontraréis será un terrícola muerto y putrefacto… Ugh…
El terrícola que le había disparado en el pecho con el letal haz de un subyugador a través de la lona estaba bien vivo. El último pensamiento de Varion fue para su padre. Si pudiese regresar a casa cubierto de gloria…
Pero el recluta Varion no iba a regresar.
Travis apartó la lona y volvió a disparar. Tilo hizo lo mismo. La escopeta de Richie abrió fuego, lanzando a Pyrion hacia atrás por la potencia del cartucho.
Los cosechadores habían reaccionado con lentitud, pero Atrion aún tenía la oportunidad de eliminar a los tres adolescentes que se habían ocultado bajo la lona… hasta que un disparo del subyugador de Antony, que apuntaba desde la cabina a sus espaldas acompañado por Jessica y Mel, envió al guerrero de cara a la cubierta, para yacer al lado de sus camaradas caídos.
—Maldita sea, ha funcionado. Seguimos vivos.
—Lo dices como si te sorprendiese, Richie —dijo Travis con una amarga sonrisa—. ¿No confiabas en mí?
—¿Quién quiere subyugadores? —Mel estaba retirando uno de la mano sin vida de Varion.
—Nosotros no —declinó Crispin mientras los parangones asomaban por la cabina en último lugar—. Rechazamos la violencia física.
—A menos que haya alguien salvándoos el culo, ¿eh, Crispito? —gruñó Richie—. Quedáoslos vosotros, nenas. Yo estoy contento con lo que tengo. —Y dio unas palmadas al cañón de su escopeta.
—Dadles las armas que os sobren a Crispin, Geoffrey y Ruth —indicó Antony a las chicas—. Todos deberíamos ir armados, nos guste o no.
—Pues será mejor que nos vaya gustando —dijo Mel con sorna.
Porque los cosechadores que habían subido al Martín Pescador solo eran una patrulla. Desde la derecha, en dirección al puente Battersea, se oían gritos hostiles. Media docena de cosechadores abrieron fuego desde la calle que corría paralela al dique que se extendía sobre los adolescentes. Los letales rayos estuvieron a punto de dar en el blanco.
Ruth y Geoffrey chillaron.
—Aquí estamos a su merced. Vamos. —Travis echó un vistazo a los alrededores—. Por allí. —Unos peldaños de cemento conducían hacia el dique desde el río. Saltó al embarcadero y echó a correr inmediatamente, disparando fuego de cobertura mientras los demás lo seguían. Los cosechadores vieron cuál era el destino de los adolescentes e iniciaron una carga en la misma dirección. Travis saltó los escalones de dos en dos, y si al llegar al último tropezó o se tiró al suelo de forma deliberada, no importó. Los cosechadores, que avanzaban de forma implacable, solo podían disparar a su cabeza, hombros y brazos; Travis tenía cuerpos enteros en su punto de mira.
Aprovechó esa ventaja. Seis se convirtieron en cinco.
Antony se echó a su lado tras subir los escalones, después apareció Jessica y por último Mel, que se quedó al lado de la chica rubia. El rugido de la escopeta anunció la llegada de Richie a la izquierda de Travis. El pavimento que se extendía ante ellos chisporroteó como el pedernal por los disparos que se quedaron cortos, mientras otros haces volaban sobre las cabezas de los adolescentes, pero los alienígenas no fueron capaces de causar bajas.
Al contrario que Jessica. Cuando abrió fuego, ya solo quedaban tres objetivos. Al cabo de unos segundos, la batalla había terminado. Antony se la quedó mirando, asombrado.
—¿Qué? —dijo Jessica a la defensiva—. Pude practicar en el Enclave.
—Eres increíble —declaró Antony.
Ruth Bell no opinaba lo mismo, lo cual no resultaba muy sorprendente.
—Vale. —Travis se puso en pie—. Se acabó la discreción, ahora toca ponerse en marcha. Hacia la calle. Ahora. Y permaneced juntos. Ya.
Sabía que tenían que utilizar la ciudad a su favor. El fragor del combate había alertado a más cosechadores de la presencia del grupo, haciendo que nuevos perseguidores fueran tras él, pero estos se encontraban a mucha distancia y los adolescentes corrían como alma que lleva el diablo. Podían dejar atrás a los alienígenas, tenían que dejarlos atrás, perderse en el laberinto de calles llenas de coches en el que se había convertido Londres hasta quitarse de encima a los invasores; esconderse en las tiendas vacías y los bloques de oficinas con muchas entradas y pisos, pasar desapercibidos, esperar a que los cosechadores abandonasen la persecución y retomar la búsqueda del Enclave Cero por la noche.
Mientras corría a toda velocidad en medio de la carretera, sujetando a Tilo con una mano y su subyugador en la otra, disparando hacia atrás para disuadir a los alienígenas, Travis fue consciente de que las cosas pintaban bien, en principio. Todos estaban manteniendo el ritmo, incluso los jadeantes parangones. Todos permanecían unidos. Podían conseguirlo. Podían quitarse de encima a los guerreros cosechadores.
Una ráfaga de aire tras ellos, sobre sus cabezas, anunció la llegada de un nuevo peligro.
Sí, las cosas pintaban bien en principio, pero las reglas de la realidad son cambiantes. Travis protestó para sí.
No podrían dejar atrás una vaina de batalla.