Travis y Antony se ofrecieron voluntarios para comprobar qué estaba ocurriendo fuera mientras el resto del grupo permanecía bajo tierra. No tuvieron que ir muy lejos. Lo esencial de la situación era tan evidente como escalofriante desde la entrada principal de la universidad.
La nave esclavista se extendía en el cielo matutino, monumental en tamaño y escala aunque se encontrase flotando sobre el extremo más alejado de la ciudad universitaria, tras las agujas que se extendían hacia el cielo como filas de lanzas formando un muro defensivo. En aquel momento más que nunca antes, la brillante cuchilla de la nave, curvada en un arco creciente, parecía una implacable y gigantesca guadaña. Los recolectores, más pequeños, manaban de ambos lados. De cada uno de los vehículos brotaban haces de energía, alcanzando a la ciudad con una tormenta de rayos imparable y despiadada. Los edificios no ofrecieron ninguna resistencia. Fueron pulverizados.
La Armada avanzó de forma lenta pero metódica, tan inevitable como la muerte.
—Dios mío. Dios mío. —Antony contemplaba la escena aterrorizado, articulando a duras penas.
—Están arrasando la ciudad entera. —Travis, pese a estar igual de impactado, conservó la calma—. Tenemos que largarnos. Ahora mismo.
Echó a correr hacia el proyecto Parangón para informar al resto de la imperante necesidad de huir. Antony le sujetó el brazo.
—¿Que nos larguemos? Pero Travis, no podemos… ¿No hay nada que podamos hacer?
—Espabila, Antony. En cuestión de horas esta ciudad no va a ser más que polvo y cenizas.
—Pero tienen que… Esta no es solo una ciudad, Travis. Es Óxford. Óxford significa algo.
Antony no podía separar sus ojos de la destrucción que se aproximaba, de los ladrillos, el cemento y la piedra saltando por los aires en una devastadora oleada. Obras de arte de la arquitectura, mantenidas durante siglos con cariño y respeto, hechas trizas en segundos. Templos al ingenio y la creatividad de la mente humana eran violados, destrozados por la fuerza bruta de la ignorancia, como un rostro hermoso y gentil siendo reducido a una pulpa sanguinolenta a puñetazos. Los alienígenas alcanzaron la sección frontal de la Universidad de Saint John y, en ese momento, Antony supo que el esplendor neoclásico del Ashmolean iba a ser reducido a escombros; sus magníficas e irremplazables exposiciones hechas pedazos o calcinadas.
—Iba a estudiar aquí. Me están arrebatando mi futuro. Me lo están quitando todo. —La desesperación se dibujó en los rasgos del muchacho rubio.
Travis ya había visto así a Antony antes, cuando el colegio Harrington se convirtió en objetivo de los cosechadores. Sintió un arrebato de compasión hacia su amigo, olvidando los recientes desacuerdos en el dolor del momento, en la adversidad compartida.
—Lo sé. Lo siento. Pero, Antony, tenemos que ponernos en marcha. Si nos quedamos, aquí será donde moriremos.
—Tienes razón. —Antony cerró los ojos con fuerza y asintió una única vez, haciéndose cargo de la situación—. Tienes razón.
Para entonces, los mismos cimientos de la ciudad parecían estar sacudiéndose. Tras el muro holográfico, los otros adolescentes esperaban con nerviosismo el regreso de Travis y Antony. Incluso entonces formaban dos grupos claramente diferenciados, los tres parangones por un lado y los cuatro chicos por el otro. Sin embargo, todos reaccionaron con alivio cuando sus exploradores regresaron sanos y salvos.
La sensación, sin embargo, no duró mucho.
—Tenemos que irnos de aquí. Ahora mismo. —El tono de voz de Travis dejaba claro que no aceptaba réplicas—. Los cosechadores están destrozando la ciudad. Tenemos que coger nuestras armas y marcharnos.
—Así se habla, Naughton. —Richie se dirigió rápidamente a por el arsenal.
—Será mejor que me asegure de que no se dispara a sí mismo por accidente —dijo Mel mientras lo seguía.
—Trav. —Tilo consoló a su novio con un abrazo.
Jessica se unió a Antony e hizo lo mismo.
—¿Estáis bien?
—Lo estaré cuando nos hayamos puesto en marcha. —Su tono se volvió más agresivo—. Vosotros tres, ¿es que os vais a quedar ahí mirando?
Los parangones no se habían movido en absoluto, aunque Ruth y Geoffrey parecían estar buscando respuestas en el liderazgo de Crispin.
—Ya os hemos dicho que no podemos irnos —dijo él—. Tendréis que traer ayuda.
—No hay ayuda que traer. —Travis se había quedado boquiabierto por la reacción de los parangones—. ¿Se puede saber qué puñetas os pasa?
—Un vehículo, al menos —solicitó Crispin—. Podréis encontrar un coche, ¿verdad que sí? No podemos correr mucho, no estamos acostumbrados a la actividad física.
—¡Pues más os vale iros acostumbrando ahora mismo! —gritó Travis—. Porque si creéis que os voy a dejar atrás cuando sois la mayor esperanza de derrotar a esos cabrones, es que vuestros excepcionales cerebros no funcionan tan bien como pensáis. Os llevaré a punta de pistola si hace falta.
—Por favor. —Antony no tenía previsto utilizar las palabras de Travis, pero no se le ocurría nada mejor que decir—. Si os quedáis, moriréis aquí.
—¿Crispin? —Ruth Bell se mordió el labio con ansiedad.
Richie y Mel entraron en la sala como una exhalación trayendo consigo las armas del grupo.
—Armados y listos para montarla —dijo Richie mientras sonreía, ya que siempre se sentía más seguro con una escopeta en las manos.
Mel repartió las armas.
—Entonces, ¿a qué esperamos?
—Crispin todavía no las tiene todas consigo —dijo Jessica.
—Entonces Crispin es idiota —espetó Mel, socarrona.
El parangón hubiese replicado ante aquella afirmación de no ser porque en ese preciso instante, las luces se apagaron. Temporalmente. Tras unos segundos de absoluta oscuridad, se restableció el sistema eléctrico. De todos modos, quizá la próxima vez aquel fallo fuese permanente. Quizá Wells no fuese tan seguro después de todo.
—Muy bien —decidió Crispin—. Iremos.
—Eso es todo lo que quería oír —dijo Travis.
Alcanzaron la calle que rodeaba la universidad antes que los cosechadores. El hecho de que los alienígenas fuesen tan minuciosos y metódicos a la hora de destruir la ciudad como con cualquier otra tarea jugó a su favor. La oleada de devastación estaba más próxima que hacía unos minutos, el suelo temblaba y la cacofonía de explosiones procedentes de los edificios era ensordecedora, pero Wells no estaría al alcance de los rayos de energía hasta pasados unos minutos.
Para entonces, los adolescentes ya se habrían alejado lo suficiente.
—Por lo menos, sabemos hacia dónde ir —dijo Tilo, con una sonrisa desganada.
—Mis prismáticos —recordó Antony súbitamente—. Me los he dejado.
—Ni se te ocurra regresar para recuperarlos —le advirtió Jessica.
Richie apuntó con la escopeta hacia las naves.
—No te hacen falta los prismáticos para ver esos cacharros, Tony. Usa los malditos ojos.
—Eso mismo es lo que iba a hacer.
Y Antony observó por última vez la extinción de Óxford. Los preciados volúmenes de la biblioteca bodleiana, convertidos en cenizas. El teatro Sheldonian, donde tenían lugar las ceremonias de entrega de títulos, atomizado con las esperanzas y sueños de sus graduados. Tanto valor, desterrado de la existencia. Antony vivió el sufrimiento de la ciudad como suyo, pero de algún modo extraño, se encontraba más allá de la desesperación. Su corazón se estaba endureciendo por el odio, fortaleciéndose por la ira. Sabía lo que motivaba las acciones de los cosechadores: querían erradicar el patrimonio intelectual y cultural, quebrar el espíritu de cualquier resistencia humana que aún quedase en libertad. No funcionaría. No había funcionado hasta entonces. Antony sintió el coraje, fruto del desafío, vigorizando cada fibra de su cuerpo.
—¡Antony, vámonos! —Era Travis. El resto del grupo ya se estaba alejando.
—Antony. —Jessica le estaba esperando, visiblemente preocupada. No tenía por qué.
—No pasa nada —dijo él—. Ya voy.
Escaparían de la ciudad arrasada. Encontrarían un lugar seguro y desarrollarían el virus letal de los parangones. Contraatacarían.
Y vencerían.
* * *
Dyona se sentó sola en sus aposentos, inclinada sobre una mesa mientras contemplaba con desolación la daga que había colocado sobre ella. El cuchillo era una hoja de redención coriolana, cuyo mango ricamente enjoyado emitía un brillo opulento que distraía, brevemente, del destello mortal de su filo serrado de quince centímetros.
Dyona había aprendido, gracias a sus investigaciones en el mundo esclavizado de Coriola, que a todo miembro de la casta gobernante del planeta se le hacía entrega de una hoja de redención cuando alcanzaban la madurez. La naturaleza del regalo no era meramente ceremonial, aunque el cuchillo no estaba pensado para combatir a los enemigos de Coriola, que al parecer habían sido muy numerosos. No, no se esperaba que el dueño de una hoja de redención coriolana utilizase la daga contra una víctima que no fuese él mismo, y solo bajo circunstancias extremas, por supuesto. Si había fracasado en el cumplimiento de su deber. Si había decepcionado a su familia. Si había sido derrotado en combate o se había dejado llevar por la desesperación. Si se daban cualquiera de estas condiciones, los coriolanos veían con buenos ojos que el sufriente hundiese la hoja en su pecho hasta la empuñadura, o que se cortase las venas empezando por la muñeca hasta que el filo quedase teñido de rojo. El suicidio era una forma de compensación por los errores o los fracasos propios. Dyona sabía que, en la Tierra, los antiguos romanos también llegaban a quitarse su propia vida para morir con dignidad si el destino o el Senado habían conspirado contra ellos.
Se preguntaba si seguiría su ejemplo.
En sus aposentos sonaba un lamento de U’lau a un volumen superior al habitual, para ahogar los sonidos de la destrucción de Óxford. No podía soportar oír la violenta y discordante melodía de los rayos; no podía soportar la ruina que traían consigo. Dyona había aumentado la opacidad de las ventanas hasta sumir la estancia en una oscuridad casi absoluta. Bajo la penumbra, los artefactos que había preservado, procedentes de una docena de civilizaciones conquistadas y que ahora adornaban las paredes y vitrinas, parecían fantasmas, espectros de un pasado perdido e irrecuperable. ¿Qué reliquias terrícolas llegaría a conservar si no hubiese planeado dejar de vivir?
Los dedos de Dyona acariciaron el mango de la daga. En el pasado, encontraba divertida la ridícula noción de que ella podía rebelarse contra su pueblo hasta inspirar una revolución que liberase a los esclavos. Hasta qué punto parecía real aquel lamentable delirio mientras Darion vivía. Pero su amante había fallecido y Dyona sentía, a su pesar, que carecía del valor y la fuerza para resistirlo. Ya no podía seguir fingiendo, no podía continuar con aquella mascarada que estaba destrozando su alma, aquel disfraz de cosechadora fiel y comprometida.
Cogió el cuchillo.
La sangre de su especie corría por sus venas. Quizá pudiese expiar la culpa que la atormentaba y hallar su propia redención si la dejaba manar, que fluyese libre, si liberaba su cuerpo de la herencia de los cosechadores. Sería fácil hacerlo. La daga hundiéndose en la carne, un instante de dolor… y, al fin, paz.
Colocó uno de los lados de la hoja sobre el antebrazo que había descubierto primero. Era fría, como la muerte. Pero no más fría que su vida en aquel momento. Para atravesar la piel, solo necesitaría un poco más de presión. Podía conseguirlo. Podía…
—¡Mi señora! —El lamento de U’lau fue silenciado cuando Etrion apagó manualmente el sistema de sonido. Dyona no había oído llegar a su sirviente, que la observaba horrorizado e inmóvil.
Ella se ruborizó en la oscuridad y escondió la daga con la rapidez de un sospechoso.
—¿Cómo te atreves a invadir mi privacidad sin permiso, Etrion? Te dije que quería estar sola.
—¿Sola para qué, mi señora?
—Lo que yo haga o deje de hacer no es de tu incumbencia. Recuerda cuál es tu lugar.
—Oh, conozco mi lugar, mi señora. Mi linaje ha servido al suyo con fidelidad y orgullo durante generaciones. Mi lugar está aquí, y me incumbe todo cuanto haga. ¿Puedo hablar con franqueza, mi señora?
—Ya has sido lo bastante presuntuoso como para que te corten la lengua de la boca, si así lo desease. Así que será mejor que hables mientras puedas.
Etrion dio un paso al frente. Su voz no era la de un sirviente, sino más bien la de un amigo.
—Lo que estaba contemplando antes de que yo entrase, mi señora, no es la respuesta.
Dyona dejó escapar una risa nerviosa.
—¿Y qué crees que contemplaba, Etrion…?
—Quitarse la vida, mi señora, no es la solución.
—No iba a… Deja que te lo explique, Etrion, en la cultura coriolana…
—El suicidio es para los débiles, mi señora —dijo el sirviente, cínico—. El suicidio es para los cobardes. Y usted no es ninguna de las dos cosas.
—¿Conque no? —Dyona agachó la mirada—. Me tienes en muy alta estima, Etrion.
—No. Lo que tengo es una memoria excelente, pues recuerdo aquello que ha olvidado. El sueño de una revolución que compartía con lord Darion. Cómo arriesgó su vida para salvar a los jóvenes terrícolas en la mansión Clarebrook. La convicción y la determinación aún residen en su interior, mi señora. Búsquelos. Encuéntrelos. Y, entonces, no utilice esa daga sobre usted, sino contra los autores de su sufrimiento.
—Quiero creerte, Etrion. De verdad —dijo Dyona, sufriendo—. Pero hay demasiados monstruos como Gyrion. No puedo detenerlos. No puedo cambiar nada.
—Puede intentarlo, mi señora —la apremió Etrion—. Como lo intentó lord Darion. El auténtico camino hacia la redención es luchar por lo que uno cree aunque le cueste la vida. —Hizo un gesto despectivo hacia la daga—. No este. Mi señora, no es lo que lord Darion hubiese querido.
Dyona cerró los ojos y suspiró.
—Etrion, eres más sabio de lo que tu linaje debería permitir.
Por primera vez, el sirviente se permitió esbozar una sonrisa.
—La sabiduría está en el cerebro, no en la sangre, mi señora.
Dyona también sonrió, aunque con amargura.
—Tienes razón, Etrion. Y te debo mi agradecimiento por tu intervención. ¿Acaso, además de con sabiduría, también has sido bendecido con la capacidad de aparecer en mis aposentos en el momento preciso?
—Me temo que no, mi señora —admitió Etrion—. Solo me preguntaba si querría tomar algo.
—Creo que sí —dijo Dyona. Y, finalmente, se puso en pie—. Creo que he recuperado el apetito.
* * *
Dos coches se detuvieron en una carretera en el campo. Ninguno de los dos se molestó en hacerse a un lado, como si ambos asumiesen que no había peligro alguno de colisión con el tráfico que se acercase en dirección contraria. De aproximarse alguna amenaza, lo más probable era que esta llegase desde el camino que habían dejado atrás, donde una oscura cortina de humo flotaba aún sobre el horizonte y lo que quedase de Óxford, como un moratón en el cielo.
Travis, Antony, Tilo y Jessica salieron del vehículo que iba en cabeza; Mel, Richie y los tres parangones, del que iba tras él.
Mel había estado conduciendo el segundo coche y no parecía gustarle la idea de que le interrumpiesen la diversión.
—¿Por qué nos hemos parado? ¿Te has quedado sin gasolina, Travis? Pues sí que conducís bien los hombres, ¿eh?
—Nada de eso —dijo Travis—. Es que ya nos hemos alejado lo suficiente de Óxford como para dejar de pensar de dónde venimos y empezar a considerar adónde vamos.
Geoffrey Thomas subía y bajaba el torso, como era habitual en él, y miraba de un lado a otro como un animal que estuviese siendo cazado.
—No me importa adónde vayamos siempre y cuando lleguemos pronto. Esto no me gusta.
—¿Qué? —preguntó Mel—. ¿Qué es lo que no te gusta?, ¿cómo conduzco o el campo?
Tilo se fijó en que Ruth Bell parecía pálida y mareada, y que incluso Crispin parecía no encontrarse muy bien.
—Sí que os dejaban salir de vuestro precioso proyecto Parangón de vez en cuando, ¿eh? Quiero decir, no es que os hayáis pasado los últimos no sé cuántos años bajo tierra, ¿no?
—Podíamos entrar y salir según nos placiese, Darroway —respondió Crispin, ofendido—. No éramos prisioneros. Simplemente escogimos permanecer allí donde podíamos controlar nuestro entorno, donde podíamos centrarnos en nuestro trabajo.
—Estadísticamente —dijo Ruth Bell—, ¿sabéis lo impredecible que es la vida cuando tienes en cuenta todas las posibles variables personales y ambientales?
—No, pero se supone que la vida tiene que ser impredecible —replicó Tilo—. En eso radica su belleza. No saber lo que va a pasar es lo que hace que la vida sea fresca, novedosa, emocionante.
—Y peligrosa —añadió Ruth Bell mientras sentía un escalofrío.
—Eso sí, a veces —admitió Tilo—, incluso antes de la enfermedad y los cosechadores. Pero esa es la realidad a la que tenemos que enfrentarnos. No se puede vivir toda la vida en condiciones controladas, encerrada en un laboratorio o algo parecido.
—Habla por ti —dijo Geoffrey—. Yo esperaré en el coche.
—En lo que respecta a los laboratorios —intervino Crispin—, yo no sería tan crítico, Darroway. A menos que encontremos uno bien equipado pronto, puede que ni siquiera sigamos vivos.
—En eso tienes razón —reconoció Travis—, así que el problema acerca de adónde vamos ya lo tenemos solucionado, ¿verdad? Jessie, ¿dónde está el siguiente Enclave de la lista?
Richie refunfuñó.
—Ya estamos otra vez.
Antony explicó a los parangones las recientes y decepcionantes experiencias que había sufrido el grupo con respecto a los Enclaves.
—Pero ya sabéis lo que son, ¿verdad? ¿Habéis intentado contactar con ellos?
—Lo intentamos —dijo Crispin—, pero la única respuesta fue la vuestra.
—Así que puede que todos estén desiertos. —Travis se negaba a dar su brazo a torcer con respecto a los Enclaves—. Pero puede que uno de ellos aún contenga todos los materiales y recursos que necesitamos.
—Pero hasta ahora no ha sido así, ¿verdad que no, Travis? —dijo Jessica, precavida—. Hasta ahora, todos estaban desiertos.
—Conozco uno que estará completamente equipado —dijo Crispin.
Jessica echó un vistazo de cerca a la hoja de papel que había extraído de su bolsillo.
—¿Cuál?
—No estará en tu lista. No está en ninguna lista. El Enclave Cero no tiene un código de referencia, como los demás.
Mel se echó a reír, sarcástica.
—¿Enclave Cero? ¿Estás seguro de que tu doctorado no eran en escritura creativa, Crispin?
El parangón la ignoró.
—Un día estaba pasando el rato accediendo a los ficheros más secretos de los servicios de seguridad y descubrí su existencia. Y su ubicación.
La risa de Mel se convirtió en un gemido de desilusión.
—¿Por qué me da en la nariz que esto no va a ser nada bueno?
—El Enclave Cero se encuentra bajo Whitehall y el Parlamento.
Si Richie hubiese abierto más la boca, hubiese tenido que recogerla de la carretera.
—¿El Parlamento de Londres?
—No, el Parlamento de Chipping Sodbury,[3] Richie —se burló Tilo.
—Es un complejo parecido a un búnker que se creó durante la segunda guerra mundial y ha ido creciendo y expandiéndose desde entonces. Su función consiste en proteger a los miembros del Gobierno y otras figuras clave del servicio público en caso de un ataque sorpresa sobre Londres.
—Vale, vale —murmuró Richie—. Así que cuando todo se va a la mierda y empiezan a caer las bombas, nuestros maravillosos políticos se salvan los primeros, como de costumbre.
—Si queda algún Enclave con los recursos que necesitamos —concluyó Crispin—, ese será el Enclave Cero.
—Sí, y cero son nuestras posibilidades de salir de allí de una pieza, si te interesa mi opinión —dijo Mel—. Incluso si no te interesa.
Tilo estaba de acuerdo.
—Las cosas ya estaban mal en Óxford, pero Londres…
—Sería todo un reto, eso desde luego. —Pero Antony parecía dispuesto a afrontarlo.
—Puede que los robots araña se hayan ocupado de todos los cuerpos —dijo Jessica—. No tendrían que preocuparnos las enfermedades.
Travis clavó su penetrante mirada azul en Crispin Allerton.
—¿Sabes exactamente dónde está el Enclave Cero, Crispin? ¿Y puedes llevarnos?
—Por supuesto. Los códigos de acceso estaban en los ficheros. Los memoricé.
—Qué suerte la nuestra, ¿eh? —dijo Mel, escéptica.
—Mmm. Lo recuerdo todo. Y no olvido nada —añadió Crispin, lanzando una fría mirada hacia Mel.
—Entonces, ¿qué opináis? —preguntó Travis al grupo—. Va a ser difícil llegar hasta allí, pero puede que ese Enclave Cero contenga todo lo que Crispin y Ruth necesitan para desarrollar el virus de transferencia genética.
—Es el lema de Harrington —dijo Antony—. «Evita el camino fácil».
Richie aplaudió, mordaz.
—Jo, pero qué bien suena eso. Va a quedar de cine en nuestras lápidas, Tony. «Aquí yacen todos: evitaron el camino fácil».
—A quien podríamos evitar es a ti, Richie —murmuró Tilo antes de volverse, asqueada.
Poco después, las puertas de los dos coches se cerraron. Un par de motores se pusieron en marcha. Con un total de nueve adolescentes a bordo, los vehículos retomaron su viaje.
Hacia Londres.
* * *
Hicieron una parada en un lugar que Mel describió como:
—Anda, una granja solitaria y aislada —dijo con falsa sorpresa—. Desde luego, es distinta a la típica casita solitaria y aislada.
Tenía la ventaja de que podían guardar los coches en el granero, escondiéndolos de los ojos de cualquier recolector que rondase la zona. La desventaja era que el granjero, su mujer y un anciano familiar de sexo indeterminado, dado el avanzado estado de putrefacción del individuo, aún estaban dentro de la residencia. Los chicos, con la excepción del maniático Crispin, pero con la exultante colaboración de Geoffrey, tuvieron que llevar los cuerpos hasta la bodega envueltos en sábanas. Aunque después de concluir la operación hubiese sitio de sobra en todos los dormitorios de la granja, a nadie sorprendió que todos prefirieran quedarse a dormir en la planta baja.
Mel abandonó el edificio y vagó hasta la tranquera mientras el sol empezaba a ocultarse. Después de asegurarse de que los demás no la seguían, Jessica fue tras ella. Quería hablar con su mejor amiga a solas.
—¿Tú también te escapas? —Mel sonrió al verla—. Como a Trav le dé por pasar lista, le entrará el pánico.
—No creo que se dé cuenta de que no estamos. —Jessica le devolvió la sonrisa—. Creo que está teniendo problemas acomodando a sus amigos los parangones. Todos quieren una habitación para ellos solos y creo que Crispin exige que las sábanas estén esterilizadas o algo así.
—Crispin es, para no andarnos con rodeos —dijo Mel—, gilipollas.
—Él también se deshace en halagos contigo.
Las dos chicas se inclinaron a ambos lados de la oxidada puerta y contemplaron cómo el sol se ocultaba tras las ondulantes colinas. Compartieron juntas el placer que proporcionaba la quietud y el silencio del atardecer.
—¿Sabes cuál es mi escena de película favorita de todos los tiempos? —dijo Mel al rato.
—No me lo digas: incluye zombis, decapitaciones, a Satanás y sus demonios o todo lo anterior.
—Se equivoca de pleno, señorita Lane —protestó Mel, fingiendo sentirse dolida—. Ninguna de las anteriores. Es esa escena de Chitty Chitty Bang Bang, después de que Dick Van Dyke les haya cantado Hushabye Mountain a sus hijos en el molino.
Jessica se echó a reír.
—Estás de broma. Mel, ni siquiera sabía que hubieses visto Chitty Chitty Bang Bang.
—Procuro no airearlo. No quiero dañar mi imagen. Pero ahora que no vamos a volver a ver una película en lo que nos queda de vida, creo que puedo permitirme revelar la impactante verdad. ¿Sabes a qué parte me refiero? Dick Van Dyke está triste y deprimido porque no tiene dinero para comprar ese coche viejo y destartalado para sus hijos… vamos, que no puede hacer realidad sus sueños, que es lo que quiere decir la escena. Y está solo y melancólico, mirando el campo, el atardecer, las aspas del molino, y todo es hermoso y triste al mismo tiempo. ¿Recuerdas esa parte?
—Por supuesto. En casa veíamos Chitty Chitty Bang Bang todas las navidades, era tan tradicional como abrir los regalos.
—Sí. Bueno, pues justo cuando Dick Van Dyke está a punto de tirar la toalla, cuando parece que no tiene ninguna oportunidad de hacer realidad los sueños de sus hijos, ve cómo se va acercando la feria ambulante, con la silueta de los carros y la gente recortándose contra el horizonte. Y puede oír el sonido de la música flotando en el aire. Y eso le inspira, ¿verdad? Es como si la feria estuviese acudiendo a su rescate y ya no se siente triste ni deprimido. Vuelve a tener esperanza. Me encanta esa escena. También solía hacerme llorar. —Mel echó un vistazo a la lejanía, sin resultado. Habló en voz baja—. Lo que daría por oír esa música de feria.
—Yo prefiero la canción Me Ol’ Bamboo.
—Jessie. —Mel esbozó una cariñosa sonrisa—. Bueno, ya he respirado suficiente aire puro. ¿Quieres volver?
—En un segundo. Antes quería preguntarte una cosa, Mel. —Jessica continuó con precaución, reflejando incomodidad en sus rasgos—. Un consejo.
—Oh, un consejo.
—Sobre Antony.
Mel hizo una mueca. ¿Por qué tenía que ser sobre Antony?
—Y sobre Ruth Bell. Creo… creo que le ha echado el ojo.
—No te preocupes, Jess —se limitó a decir Mel—. Antony solo tiene ojos para ti.
—Bueno, eso espero, lo espero de verdad, pero hace que me plantee que, si quiero conservarlo… —Jessica se sonrojó—. No me está presionando ni nada por el estilo, y le quiero, no es un rollo, y como Travis y Tilo ya lo han hecho, ya sabes, me preguntaba si debería… bueno, acostarme con Antony.
—Oh, Jessie, Jessie. —Mel levantó las manos y negó con la cabeza—. Quizá prefieras hablar de ello con Tilo. No estoy segura de ser la persona más adecuada para darte consejos sobre con quién deberías tener relaciones sexuales.
—¿Por qué no?
—¿Por qué no? —A veces, la inocencia de Jessica era de una ingenuidad casi criminal—. Porque, a menos que hayas reprimido el recuerdo, y no te culparía si lo hubieses hecho, hace no mucho intenté, y mira que me arrepiento de ello, convencerte de que tuvieses relaciones sexuales conmigo.
—No lo he olvidado —dijo Jessica, y lo dijo con cariño, sin la sorpresa y el asco que caracterizaron su primera respuesta a la revelación de los sentimientos de Mel—. Pero pensé que lo habíamos arreglado, que lo habíamos dejado atrás. Que volvíamos a ser amigas como antes.
—Que volvemos a ser amigas, vale —dijo Mel—. Pero no como antes. Es imposible que tú y yo estemos como antes, Jess. Lo siento.
—Y yo. —Los ojos de Jessica se llenaron de lágrimas. En parte, quería sentirse de otro modo; quería haber respondido al amor de Mel tal y como su amiga deseaba que hubiese respondido, para hacer feliz a Mel en vez de desgraciada, pero no podía. Qué complicadas volvía las relaciones el sexo (pero a la vez, al menos en el caso de Travis y Tilo, qué maravillosas)—. Mel, ¿puedo hacerte una pregunta? ¿Todavía tienes… sentimientos por mí?
—Sabes exactamente qué preguntas hacerme, ¿eh, Jessica? —suspiró Mel—. Si digo que sí, lo más seguro es que vuelvas dentro a grito pelado.
—No lo haré. Sería una ridiculez.
—Pero si digo que no, estaré mintiendo.
—De modo que sí…
—Quiero estar contigo, Jessie, claro que sí. He intentado no querer. He intentado quitarme ese sentimiento de encima, como si estuviese sacando a unos niños revoltosos de clase, aislar mi mente de ellos, negarlos, convencerme de que lo que sentía era malo y que debía aclararme la cabeza de una vez y empezar a comportarme como una chica buena y normal que solo quiere casarse con un chico bueno y normal, asentarse y tener hijos para llevar una vida convencional, aceptable y heterosexual. Lo he intentado todo. Y nada ha funcionado. Si me arrancase el corazón, nada cambiaría. Lo que siento por ti está en mi alma, Jess, te quiero con mi alma y me temo que siempre lo haré. —Dejó escapar una risa desganada—. Pero no te preocupes. Me estoy conteniendo. No voy a asaltarte en mitad de la noche cuando menos te lo esperes. Se me da bien eso de controlarme. Sé que no estaremos juntas, Jessie. Simplemente, tengo que aprender a vivir con ello.
—Lo siento mucho —dijo Jessie—. Te estoy haciendo daño y no puedo remediarlo. Mel… —Extendió su mano hacia ella.
Pero Mel no la tomó, sino que se apartó de mala gana.
—No, Jessie. No me toques ahora que acabo de ponerme tan sentimental. No puedo… Hasta mi autocontrol tiene sus límites.
—Lo superarás, Mel —dijo Jessica, esperanzada—. No te pasarás la vida pensando en mí. Encontrarás a alguien y entonces ya no habrá sitio para mí.
—Sí, puede que Ruth esté interesada, así te haría un favor y ya no habría obstáculos entre Antony y tú.
—Hablo en serio, Mel. Tiene que haber alguien para ti.
—Y yo también hablo en serio, Jessie. No habrá nadie. —Mel esbozó una amarga sonrisa—. Pero bueno, ¿y qué? Hasta ahora, me he pasado la vida entera sola. Tampoco es que no me haya acostumbrado. Alguien tiene que vivir al margen, ¿verdad? —Miró hacia el cielo. El sol se había ido y la oscuridad había tomado su lugar—. Venga, volvamos a la casa mientras podamos verla. Ah, ¿y de verdad querías un consejo, Jess? Lo que dijese, si es que hubiese sido capaz de decir algo, sería inútil. Al fin y al cabo, eres tú la que tiene que decidir qué hacer con Antony.
* * *
Mientras Jessica y Mel discutían asuntos potencialmente románticos en la tranquera, el sujeto de la indecisión de la chica rubia daba vueltas a una lata de cola en la cocina de la granja. Sus padres siempre se habían opuesto a las bebidas carbonatadas, pero Antony las seguía bebiendo pese a ello, un hábito que constituía su única y modesta rebelión contra la autoridad paterna. Solo deseaba que su madre y su padre siguiesen vivos para amonestarle y advertirle, con mucho dramatismo, de que si no se acostumbraba a las bebidas sin azúcar y el agua embotellada, se le pudrirían los dientes. Nunca se creyó lo de los dientes, por supuesto, aunque no estaba en posición de confirmarlo o desmentirlo. Las reservas de bebidas con burbujas eran limitadas y estaban disminuyendo: con el tiempo, se acabarían. El fin de los refrescos de cola marcaría el fin del mundo tal y como lo conocían. Por ello, desde la llegada de la enfermedad, había saboreado cada lata como un sumiller cataría un buen vino, disfrutando los sabores que no volvería a disfrutar en años venideros.
Pero sus modales le impedían acaparar toda la reserva para sí.
—¿Quieres una lata? —le ofreció a Ruth cuando esta apareció, dubitativa, en el umbral de la cocina.
—Oh, Antony. ¿De verdad? —Se lanzó a por ella.
—Hum… claro. —Parecía como si le hubiese preguntado si quería casarse con él.
Y, de hecho, teniendo en cuenta que los parangones se habían quejado acerca de tener que compartir habitación, Ruth parecía súbitamente decidida a dejar a un lado la doctrina del espacio personal y se situó lo más cerca que pudo de Antony, casi pegada a él, de hecho.
—Bueno, pues aquí estamos —dijo Antony, prácticamente aplastado contra el fregadero, mientras la luz de la vela le hacía recordar, para su incomodidad, el ambiente íntimo y agradable de una cena para dos—. Brindemos. —Entrechocaron las latas. Ruth rio y se le quedó mirando a los ojos como una oculista—. Esto… no has visto a Jessica por aquí, ¿verdad?
—Oh, ahora me toca a mí hablar. Llevo queriendo hablar contigo todo el día.
—¿Ah, sí? Bueno, eso es muy, muy… esto, muy…
—Mel me contó en el coche que fuiste al colegio Harrington.
—Así es. —De hecho, deseaba encontrarse allí en aquel instante.
—He oído hablar de él. Tenía muy buena reputación. Debías ser una persona muy brillante para ser normal.
Antony no estaba seguro de si debía sentirse halagado o insultado por aquella afirmación.
—Era el delegado —le contó, esgrimiendo un logro que estaba más allá de cualquier crítica.
—¿De verdad? Debía ser muy emocionante eso de que todo el mundo te admirase —dijo Ruth, admirándolo.
—Esto… ¿y qué hay de tu educación, Ruth? —preguntó Antony—. ¿Los que llevaban a cabo el proyecto Parangón supervisaron algún aspecto de tu educación?
—Oh, el proyecto era nuestras vidas, Antony —le explicó Ruth con una sonrisa nostálgica—. Ya te lo dije en Wells, era nuestro hogar.
—Sí, pero no era tu verdadero hogar, ¿no? —Ruth reaccionó con perplejidad—. Quiero decir, no es donde creciste. ¿Qué hay de tus padres?
—¿Qué pasa con ellos? —dijo Ruth, con una falta de emoción tan absoluta que Antony quedó asombrado y consternado a la vez.
—Bueno, ¿no los echas de menos? Quiero decir, cuando descubriste lo que estaba haciendo la enfermedad, ¿no contactaste con ellos, o ellos contigo? ¿No querías estar a su lado? Ojalá yo hubiese estado con los míos al final.
Ruth inclinó la cabeza a un lado, como si no terminase de entender el idioma en el que le hablaba Antony.
—No —dijo ella.
Y Antony comprendió que lo decía en serio. Él sentía lágrimas en sus ojos, como siempre que pensaba en sus pobres padres, ya fallecidos, pero en los ojos de Ruth no había ni rastro de humedad. Sus ojos grises parpadearon, tan vacíos como el cristal.
—¿Ni siquiera te afecta?
—¿Lo de mis padres? No. —La idea parecía ridícula para Ruth Bell—. ¿Por qué? ¿Debería? La reproducción sexual es una necesidad biológica, nuestro deseo de participar en ella está programado en nuestros genes. Dar a luz y cuidar de los más pequeños son funciones rutinarias en la vida para perpetuar la especie. La paternidad no tiene nada especial o digno de alabanza, Antony. Mis padres, al traerme a este mundo, solo estaban cumpliendo con sus obligaciones físicas para con la raza humana.
Antony estaba estupefacto.
—Es algo más, Ruth. Los seres humanos no somos como robots controlados por nuestros genes. No nos reproducimos como… bueno, no somos animales.
—Somos animales que razonan, Antony —le contradijo Ruth, intentando apaciguarlo.
—Pero ¿y qué hay del amor? —Intentó escapar de entre la chica y el fregadero—. Estoy seguro de que tus padres no te tuvieron porque querían aportar su granito de arena a la supervivencia de la raza humana. Te tuvieron porque se amaban y deseaban formar una familia. ¿O acaso no te querían? ¿No les querías tú a ellos?
—Supongo que les estoy agradecida —admitió Ruth—. Por darme la vida. Pero cumplieron con su tarea y su tiempo concluyó. Es la naturaleza de las cosas: que la nueva generación reemplace a la anterior y, con la enfermedad y los cosechadores, ahora tenemos que estar más motivados que nunca. Somos los únicos que quedamos.
Pues que Dios nos ayude, pensó Antony.
—Por eso quería hablar contigo, Antony. —¿Estaba Ruth mirando hacia abajo, con timidez? ¿Eso que sonaba era una risita nerviosa?—. Puede que no seas rival para Crispin o Geoffrey a nivel intelectual, pero en lo que respecta al físico te encuentro impresionante. Atractivo.
—Bueno, me siento muy halagado, Ruth. —Antony intentó ganar tiempo—. Me siento, muy, muy… —Finalmente, consiguió hacerse a un lado y se volvió, quedando de espaldas a la puerta y la chica, de espaldas al fregadero—. El problema es que estoy con Jessica. Es mi novia. Somos pareja. No estoy interesado en nadie…
—Pero ella no es una pareja tan apropiada para ti como yo, Antony —dijo Ruth con un convencimiento absoluto—. No hay ninguna diferencia real a nivel físico y yo soy mucho más inteligente.
—Las relaciones no se basan en hacer una lista de ventajas, Ruth. No se basan en la razón. Se basan en las emociones, en los sentimientos. Amo a Jessica.
—Otra vez esa palabra —observó Ruth mientras negaba con la cabeza, lastimosamente—. El amor es un concepto sin correlación matemática, Antony. No puede medirse ni calcularse, por lo tanto, su valor está severamente limitado. Piensa en él como una distracción para los sentimentales y los inmaduros. Debemos dirigir nuestras vidas de una forma más inteligente que permitiendo que nuestras decisiones se vean influidas por un impulso insatisfactorio como el amor.
—Bueno, como ya has señalado —dijo Antony—, no estoy a la altura de los parangones en cuanto a inteligencia. Así que quizá no encajemos tan bien como piensas.
—Oh, no. Claro que encajamos. Solo estás tardando un poco en aceptarlo.
—Habla por ti, Ruth. No quiero ser brusco, pero creo que eres tú la que está tardando en aceptar que ya tengo novia y que se llama Jessica.
—¿Me llamabas? —Jessica asomó la cabeza en la cocina. Le pareció ver a Antony con Ruth, lo cual era preocupante, pero a juzgar por sus respectivas reacciones al verla (Antony esbozó una sonrisa y la parangón frunció el ceño), entendió que era Ruth quien estaba con Antony. Era una situación completamente distinta, e incluso más preocupante.
—Jessie, ¿dónde te habías metido? —Antony la estrechó entre sus brazos, lo que proporcionó un gran alivio a la chica.
—Estaba fuera. Con Mel. ¿Me echabas de menos? Porque parece que has encontrado otra compañía para compensar.
—Ruth y yo estábamos hablando.
—¿Sobre mí? ¿Qué estabais diciendo?
—Solo cosas buenas —dijo Antony.
Y Jessica le creyó, por supuesto. Se sentía segura en sus brazos. Confiaba en Antony. Pero entonces miró a Ruth Bell y, aunque la parangón también estaba sonriendo, Jessica cayó en la cuenta de que no confiaba lo más mínimo en ella.
* * *
A la mañana siguiente, Antony se levantó temprano y se ocupó él solo de subir el equipo del grupo a los coches. Por un lado, lo hizo para asegurarse de que todo estuviese listo y así poder ponerse en marcha después del desayuno. Por otro, para evitar a Ruth Bell.
No había compartido con nadie la verdadera naturaleza de la conversación que había mantenido aquella noche. Si aquel encuentro no hubiese sido más que la charla forzada más ridícula de la historia, se hubiese sentido tentado de hablar de ello con Travis, puede que incluso con Richie (eso sí, nunca con Jessica), pero finalmente concluyó que si algunas de las extrañas ideas de Ruth Bell (y sobre todo su actitud hacia los padres) pasaban a ser de dominio público, el grupo entero pasaría a tenerle manía. Richie y Mel ya sospechaban de los parangones y no confiaban en ellos. No quería arriesgarse a empeorar las cosas, no cuando la ayuda de aquellos genios adolescentes era tan vital en la guerra contra los cosechadores. Además, ser excéntrico nunca había sido delito, y aquellos tres prodigios no eran más que eso. Excéntricos. Un poco raros. Habían pasado demasiado tiempo en laboratorios secretos en vez de en el mundo real. No sabían comportarse en torno a gente normal, nada más. Aprenderían… y, en el caso de Ruth Bell, Antony esperó que pronto.
Alguien se aclaró la garganta tras él. Por favor, que no sea ella.
—¿No debería ser Naughton el encargado de revisar los coches? —dijo Crispin, vestido de un modo tan inmaculado como siempre—. Buenos días, Clive.
—Buenos días. —Era la primera vez que Antony se alegraba de ver a Crispin—. ¿Y por qué dices eso? No me importa hacerlo.
—Seguro que no. —El chico rubio avanzó con parsimonia—. Solo pensaba que ocuparse de nuestros medios de transporte era una tarea lo bastante importante como para que el líder quisiese ocuparse de ella personalmente, y Naughton es nuestro líder, ¿no es así? —Crispin volvió la mirada hacia la granja, con gesto pensativo—. Aunque imagino que aún estará perdiendo el tiempo con la encantadora Tilo en alguna parte, ¿mmm? Supongo que no se le puede culpar por anteponer el deseo a sus responsabilidades de vez en cuando, sobre todo cuando hay otros dispuestos a hacer su trabajo.
El malicioso tono del parangón irritó a Antony.
—Hasta ahora, Travis no nos ha fallado nunca —respondió, aunque a decir la verdad, quizá Crispin tuviese algo de razón. Puede que Travis debiese estar allí, organizando el viaje.
—Ruth me ha contado que fuiste delegado del colegio Harrington.
—Así es. —Y Antony confió en que aquello fuese todo lo que le había contado.
—Podía haberlo imaginado. Enseguida comprobé que estabas acostumbrado a la autoridad y la responsabilidad. Estoy seguro de que fuiste un delegado excelente, Clive.
—Gracias, Crispin. —A Antony le gustaba pensar que así fue. Después de todo, había reunido a los estudiantes tras la enfermedad, ¿no? Había preservado la comunidad, al menos, hasta que aparecieron Travis y sus amigos. Entonces las cosas empezaron a ir mal: primero Rev y su banda de moteros atacaron Harrington por estar dando cobijo a Travis y después… Pero no. Nada de aquello era culpa de Travis. Rev era un matón y hubiese buscado pelea de un modo u otro, y la auténtica catástrofe había sido la llegada de los cosechadores, que nadie pudo haber previsto y ante la cual nada pudo haberse hecho.
—Es más —confesó Crispin mientras caminaba hacia Antony hasta quedar a una distancia de complicidad—, incluso antes de saber que habías sido delegado, me sorprendió que no estuvieses liderando el grupo. Desde un punto de vista racional y dada tu formación y experiencia, a mí me pareces la opción ideal.
—Travis es nuestro líder —dijo Antony, aunque le agradaban las alabanzas de Crispin.
—Oh, lo sé, lo sé. Naughton es nuestro líder. No quería faltar al respeto. Estoy seguro de que todos estamos muy contentos con la situación. Mmm. —Crispin entrecerró sus ojos claros—. Te dejo seguir con lo tuyo. Todavía no he desayunado. Puede que nuestro líder ya se haya despertado y todo, ¿tú qué opinas? —Ambos rieron.
Y mientras Crispin Allerton regresaba a la granja, Antony pensó que el mayor de los parangones era un buen tipo después de todo.
Por supuesto, hubiese llegado a una conclusión bien distinta de haberse encontrado en el interior de la granja unos minutos atrás, cuando Crispin y Travis lo habían visto dirigirse hacia el granero y los coches desde la ventana del salón.
—Será mejor que vaya a echarle una mano —dijo Travis—. Quiero asegurarme de que los coches funcionan bien y todo eso.
—Mmm, no hace falta —replicó Crispin—. Estoy seguro de que Clive puede apañárselas solo. Además, ahora que estamos tú y yo solos, Naughton, quería decirte que no te guardo rencor. Por lo de la elección —especificó.
—Bueno, me alegro, Crispin. Igualmente —dijo Travis, magnánimo—. Al menos ahora, cuando lleguemos al Enclave Cero, podrás centrarte exclusivamente en el virus de transferencia genética mientras yo me ocupo de las tareas aburridas, como organizar viajes para buscar comida.
—Exacto. Exacto. —Crispin era pura generosidad y comprensión—. Ganó el mejor. O al menos, eso creo. Mmm, es una lástima que otro que yo me sé… no. —Hizo lo correcto y se detuvo en mitad de la frase.
—¿Otro que yo me sé… no? ¿Qué quieres decir?
—Mmm, nada, nada.
—Creo que nunca hablas sin querer decir nada, Crispin.
El parangón dio media vuelta.
—No quiero sembrar cizaña en el grupo, Naughton, no ahora que estábamos empezando a llevarnos tan bien. —Se volvió—. Por otra parte, quizá tengas derecho a saberlo.
—¿A saber qué?
—Las cosas que ha estado diciendo Clive sobre ti. A tus espaldas.
Travis rio con desdén.
—No creo que Antony dijese nada malo de mí a mis espaldas. Somos amigos. Los amigos no hacen eso. —Aunque recordó que llevaban una temporada discutiendo con frecuencia. Travis pensó que ya lo habían superado antes de llegar a la Universidad Wells, pero quizá Antony aún estuviese resentido. Y le había desafiado directamente por el liderazgo del grupo en el último Enclave. Pero aun así, decir cosas a la espalda no era propio del estilo de Harrington—. Habrá sido un malentendido, Crispin.
—Mmm, eso pensaba. Estaba seguro de haberle entendido mal, o de haber sacado de contexto lo que dijo. No iba a ir diciendo que él debería ser el líder, ¿verdad?
—¿Eso fue lo que dijo? —Antony ya había afirmado eso antes.
—Porque «Travis cada vez está peor», creo recordar. Mmm. Pero no es posible que dijese eso, ¿verdad? Sois amigos, ¿no es así? Y los amigos son sinceros entre ellos. Estoy seguro de que le entendí mal.
Pero Crispin supo por el gesto que hizo su compañero que Travis no estaba seguro, no del todo, y una vez plantadas, las dudas tendían a crecer fuertes con rapidez. El día del parangón estaba empezando muy bien.
Mejoró todavía más cuando Travis y Antony optaron por recorrer el siguiente tramo en coches separados. No dieron ninguna explicación y a nadie pareció importarle, pero Crispin se sentó cómodamente en su asiento, felicitándose por el buen rumbo que estaba tomando su ardid, y se preparó para disfrutar del viaje.
* * *
—¿Qué demonios es esto?
Richie, que conducía el primer coche con Travis, Tilo y Geoffrey Thomas de acompañantes, echó un vistazo por el parabrisas. Desde que se pusieron en marcha no había dejado de caer una llovizna gris y plomiza, por lo que la visibilidad era mejorable, pero no cabía duda acerca de qué estaba recorriendo la carretera en aquel momento. Vehículos, más de una decena, un convoy de coches, furgonetas y camiones.
—¿Crees que pueden darnos problemas, Trav? —Tilo se inclinó desde el asiento trasero para dirigirse a Travis, que iba delante.
—¿Vamos a tener que disparar a alguien? —preguntó Geoffrey con una risita de júbilo.
Tilo sintió deseos de dispararle a él. En el pasado ya había tenido que soportar la desagradable experiencia de que los chicos la desvistiesen con la mirada, pero cuando Geoffrey Thomas la miraba (un buen número de veces aquella mañana, dada su desafortunada proximidad), era como si la estuviese diseccionando.
—Frena poco a poco, Richie —le pidió Travis. Había visto al conductor y al copiloto del vehículo que iba en cabeza, un Land Rover machacado—. Son chicos, como nosotros.
—Rev también era un chico como nosotros —soltó Richie, recordando la emboscada—. ¿Quieres volver a jugártela?
Travis sonrió.
—Tienes que aprender a confiar en la gente, Richie. No todo el mundo es una decepción.
El chico de la gorra de béisbol no dijo nada pero obedeció, frenando paulatinamente hasta detener el vehículo. Travis abrió la puerta y asomó por ella.
—¿Vamos a llevar las armas, Travis? —preguntó Geoffrey, esperanzado.
—No, en absoluto. Solo queremos hablar.
—Esperemos que estos tipos que nos superan en seis a uno también —murmuró Richie.
El coche conducido por Antony se detuvo tras ellos y el resto del grupo se bajó. Siguiendo las indicaciones de Travis, dejaron las armas en el vehículo. A unos cincuenta metros de distancia, el convoy también frenó hasta detenerse por completo.
Mel echó a correr hasta llegar a Travis.
—¿Quién crees que son estos tíos, Trav? ¿Adónde crees que van?
—No lo sé, Mel. Pero quiero preguntárselo.
De los vehículos surgieron los miembros del convoy. Eran un grupo tan diverso como sus medios de transporte, de edades comprendidas entre los ocho o nueve hasta los dieciocho y diecinueve años, chicos y chicas, de diferentes orígenes étnicos. Ninguno de ellos iba armado. Travis pensó que era una buena señal.
—Bueno, ya que se nos ha olvidado traer una bandera blanca… —Levantó un poco la mano y avanzó—. Esperad aquí. —Después se dirigió hacia el convoy—. Buenos días. Vaya día para conducir, ¿eh?
—No teníamos elección. —El conductor del Land Rover, un chico asiático de la misma edad que Travis, avanzó hasta encontrarse con él—. Me llamo Sadiq.
—Travis.
A medio camino entre los dos grupos, Travis se detuvo y le extendió la mano. Sadiq se la estrechó. Cualquier tensión que pudiese haber existido hasta entonces se desvaneció cuando ambos chicos sonrieron y asintieron con la cabeza. Los dos grupos se unieron a sus líderes, se mezclaron y charlaron. Solo los parangones se mantuvieron al margen.
—Vais en dirección contraria, Travis —dijo Sadiq—. Hemos dejado atrás a los alienígenas.
—Nosotros también.
—Esos cabrones están por todas partes, ¿verdad? —Sadiq guiñó el ojo—. Pero bueno, hasta ahora no nos han cogido y, si puedo impedirlo, tampoco lo harán en el futuro.
—Llevas a bastante gente contigo —observó Travis con admiración.
—Sí, y nos vendría bien contar con más. La seguridad está en el número. —«Los números lo son todo», recordó haberle oído decir a Ruth Bell—. Así que si queréis uniros, sois bienvenidos.
—De hecho, puede que seáis vosotros los que queráis uniros. Nos dirigimos a Londres para…
—¿A Londres? ¿Londres? —Sadiq echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada de incredulidad—. Tío, ahora sí que te estás metiendo en dirección contraria. A Londres no hay que entrar ni por casualidad, y no lo digo por los peajes.
—¿Venís de allí?
—Vivía allí. En Peckham. Me marché durante la enfermedad. Ahora las carreteras están bloqueadas y no se puede conducir por ellas, pero he oído cómo está. —El tono de Sadiq dejó entrever preocupación y miedo—. Los alienígenas están en Londres ahora mismo. La ciudad está llena de enormes pozos de fuego en los que incineran los cuerpos de los muertos. He oído que el humo es tan denso que parece que siempre es de noche, y el olor…
—Ya. En Óxford las cosas están igual.
—El caso es que los alienígenas han dividido Londres en secciones, o sectores si lo prefieres, y están ocupándose de ellos uno por uno, rastreándolos en busca de prisioneros, esclavos o lo que quieran de nosotros.
—Quieren esclavos —dijo Travis—. O eso he oído.
—Ya, bueno, ahora todos los parques y zonas verdes de la ciudad son campamentos de prisioneros, y he oído que no les faltan chavales para llenarlos, así que a menos que quieras acabar como ellos, Travis, te sugiero que deis media vuelta y, vengáis con nosotros o no, os alejéis de Londres tanto como podáis.
—Me temo que no podemos hacerlo —dijo Travis con educación—. Tenemos… cosas que hacer en Londres.
—Entonces haced otras cosas. No estoy bromeando, Travis. Como os acerquéis a la ciudad, acabaréis en una jaula o bajo tierra.
* * *
—No le hablaste a Sadiq del Enclave Cero, Trav —observó Jessica mientras veían alejarse el convoy, desapareciendo en la distancia bajo la lluvia—. ¿Por qué no?
—No hubiese tenido sentido. No iban a venir con nosotros aunque se lo hubiese contado —dijo Travis—. A juzgar por la reacción de Sadiq cuando mencioné Londres… no va a regresar jamás.
—Tampoco le diste la oportunidad —objetó Antony—. Deberíamos haber discutido entre todos lo que estábamos dispuestos a revelar acerca de nuestras intenciones antes…
—No había tiempo para eso, Antony —le interrumpió Travis, irritado—. Y, en cualquier caso, ¿no te has fijado en lo jóvenes que eran algunos de los chicos? ¿Qué derecho tenemos a poner en juego su seguridad arrastrándolos hasta Londres?
—No hubiésemos ganado nada permitiendo que ese montón de imbéciles nos acompañase —dijo Crispin Allerton con altivez—. ¿No les habéis escuchado? Vagan sin rumbo. Como el ganado. No tienen ni idea de hacia dónde van. Solo nos hubiesen retrasado. Ahora, ¿podemos seguir conduciendo, o queréis pasar el día entero bajo la lluvia?
—No le falta razón. Nos estamos calando —dijo Richie.
—Vamos, Trav —lo apremió Jessica, que siempre había odiado mojarse el pelo y que, aunque semejantes trivialidades ya no importasen, seguía aborreciéndolo.
—Pero esperad un minuto —dijo Tilo—. Si todo lo que decía Sadiq era cierto, ¿cómo vamos a llegar al centro de Londres? Por carretera no, desde luego. Y además hay campamentos de prisioneros. Cosechadores. ¿Vamos a eludirlos a pie?
—No iremos a pie, Tilo —anunció Antony mientras una sonrisa de superioridad tomaba forma en su rostro.
—¿Tienes pensado hacerte con un recolector o algo así, Tony? —Richie se frotó la sien con el dedo índice para indicar su opinión sobre la cordura del chico rubio.
—No, no. Será muchísimo más sencillo que eso. —Antony no pudo resistirse a lanzar una mirada triunfal hacia Travis—. Iremos en barco.