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—Pero no puedes ser Allerton. No eres… El doctor Allerton es un… —Travis estaba a punto de decir «adulto» cuando cayó en la cuenta de que hasta aquel momento, el doctor Crispin Allerton no era más que un montón de palabras escritas en una pantalla. Travis y el resto habían dado por hecho que su contacto era un adulto.

Se esforzó por que la decepción que se dibujaba en sus rasgos no se convirtiese en desesperación.

—Te aseguro que soy quien digo ser —afirmó el chico rubio—. Puede que, si bajáis las armas, podamos continuar de forma más civilizada y presentarnos debidamente. Gracias. Unas armas interesantes, por cierto —dijo, refiriéndose a los subyugadores de Travis y Antony.

—Pertenecieron a los alienígenas —dijo Antony.

—¿En serio? Vaya. —El chico rubio sonó casi impresionado—. Pero primero, las presentaciones. Doctor Crispin Allerton. Ruth Bell.

—Hola —dijo la chica.

—Y este es Geoffrey Thomas.

—Ya nos conocemos —dijo el chico de pelo enmarañado con una risita.

—Ahora quizá queráis contarnos quiénes sois y cómo habéis llegado a conocerme.

—Soy Travis Naughton. —Su nombre tenía un regusto a mentira.

—¿El capitán Travis Naughton? —Le tocaba al chico rubio sentirse engañado.

—Bueno, sí y no. Sí, soy Travis Naughton.

—Lo que está claro que no eres es un capitán del Ejército británico con cincuenta hombres al mando —dedujo Crispin Allerton—. Parece que has sido parco con la verdad, Naughton.

De pronto, Ruth Bell reaccionó tan animada como si le hubiesen pedido una cita.

—Estudios recientes sugieren que la propensión de ciertos individuos a recurrir a la falsedad de forma reiterada es el resultado de un desorden electroquímico en las sinapsis del lóbulo frontal del cerebro.

—Nada que un poco de cirugía no pueda curar —dijo Geoffrey Thomas mientras se frotaba sus sucios dedos.

—Eh, bichos raros, ¿habéis llamado mentiroso a Naughton? —Richie dio un paso al frente, combativo. Tilo estaba en lo cierto cuando el día anterior dijo que admiraba a Travis. De hecho, era algo más. Si Richie Coker volviese a nacer, querría ser Travis Naughton, y no solo porque Travis se acostase con Tilo. También era todo aquello que Richie no llegó a ser por las desafortunadas elecciones que había tomado en su vida, por lo que el antiguo matón no estaba dispuesto a cruzarse de brazos y dejar que le insultasen—. Como le faltes el respeto a Naughton, tío, aquí va a haber follón.

—Mmm. —Allerton le estudió con interés—. ¿Y quién es este espécimen tan agresivo?

—Richie Coker, ese soy yo —contestó, haciendo honor al adjetivo que le había dedicado—, y que no se te olvide.

—¿Por qué iba Crispin a olvidar tu nombre si precisamente te lo acaba de preguntar? —dijo Ruth Bell con curiosidad.

—No pasa nada, Richie —dijo Travis—. Gracias por el apoyo. —La atmósfera se relajó de nuevo y presentó al resto del grupo a aquellas tres personas que acababan de conocer—. Y sí, Crispin, mentí sobre lo de mi título cuando nos comunicamos… pensé que nos tomarías más en serio si pensabas que éramos adultos. Así que perdona. —Sin embargo, añadió algo a continuación—: Pero veo que no he sido el único.

—Pues en eso te equivocas, Naughton —dijo Crispin—. Efectivamente, soy el doctor Allerton. Soy doctor en genética por la Universidad de Óxford.

—¿Y cómo es eso posible? —preguntó Jessica—. ¿Cuántos años tienes, diecisiete?

—Dieciocho, aunque terminé mi doctorado a los dieciséis —dijo Crispin con modestia—. ¿Cómo? Sencillamente, porque soy un genio.

—Y una mierda, un genio —murmuró Richie.

—Los tres somos genios —añadió Ruth Bell.

—Prodigios —dijo Geoffrey Thomas mientras asentía.

—Parangones. —Antony arqueó las cejas—. Así que también decíais la verdad sobre lo del proyecto Parangón.

—Por supuesto —dijo Crispin—. Creemos que somos lo único que queda de él.

—Entonces, ¿en qué consistía eso del proyecto Parangón? —quiso saber Mel—. ¿Son como clases de ciencia extraescolares para superdotados?

—Es algo más que eso, Patrick —dijo Crispin, desdeñoso.

—Mel.

—Como quieras. El proyecto Parangón fue desarrollado por ciertas agencias del Gobierno para identificar y localizar a jóvenes con talentos extraordinarios en los campos de la ciencia y las matemáticas y reunirlos a todos en un único grupo de élite, en un entorno dedicado al descubrimiento y el progreso, un lugar en el que sus habitantes podrían vivir y trabajar más allá de lo que podrían llamarse «las típicas distracciones adolescentes».

Tilo tradujo sus palabras.

—Así que os encerraron aquí abajo, os impidieron ver a otros chicos de vuestra edad y os obligaron a trabajar como esclavos en un laboratorio las veinticuatro horas del día. Me parece a mí que no está muy bien eso de ser un genio.

Los parangones se echaron a reír. Era la clase de carcajada que se escucha en los comedores escolares cuando un estudiante patoso tropieza y derrama el contenido de su bandeja de comida sobre el suelo. Desapegada. Displicente.

—¿Has visto algún candado en la puerta al entrar, Darroway? —preguntó Crispin—. De hecho, ¿has visto alguna puerta? Incluso antes de la enfermedad, éramos libres de abandonar el programa cuando nos apeteciese. Solo que no queríamos.

—Nadie nos obligaba a hacer nada, Tilo —dijo Ruth Bell—. Era el afán de conocimiento lo que nos mantenía aquí, la emoción que nos suscitaba aquello que podíamos lograr…

—Entonces, ¿no llegasteis a tener una… vida normal? —A Jessica parecía disgustarle el modo de vida de los parangones.

—¿Qué es una vida normal? —replicó Crispin Allerton—. ¿La de una familia acomodada de clase media en un bonito barrio residencial en Surrey? ¿O la de un niño africano o asiático sumido en la pobreza, obligado a trabajar desde los seis años o incluso antes simplemente para sobrevivir? La normalidad es un concepto carente de auténtico significado… sobre todo hoy en día.

—¿Y qué hay de vuestro hogar? ¿De vuestros padres? —insistió Jessica—. ¿No queríais volver con ellos?

—Escogimos venir aquí —dijo Geoffrey Thomas, orgulloso—. Somos una selecta minoría. Aquí se tenía en cuenta nuestra valía, se nos respetaba, no como en casa. En el proyecto no había normas que controlasen nuestro comportamiento, ni adultos diciéndonos qué hacer. Éramos nuestra propia autoridad, Jessica. Podíamos hacer lo que quisiéramos. Y, si no queríamos hacer algo, pues no lo hacíamos.

—Me da que a ti no te gustaba eso de lavarte, Geoffrey —comentó Mel.

El tono de Travis era más serio.

—Supongo entonces que el trabajo que llevabais a cabo era alto secreto, ¿no es así, Crispin? Laboratorios subterráneos. Muros holográficos. Explotación de menores, independientemente de vuestra capacidad.

—La existencia del proyecto Parangón no era de dominio público, Naughton, así es —admitió Crispin—. ¿Adónde quieres llegar?

—Pues a que en todas las películas que he visto, los proyectos secretos financiados por el Gobierno para la investigación y la ciencia suelen traer consigo malas noticias. Consideran que la vida es un experimento, que no hay normas. El doctor Allerton convertido en doctor Frankenstein. Si tenías permiso para comportarte como te viniese en gana, dudo que tu trabajo tuviese muchos límites.

—Ninguno —afirmó Crispin Allerton, triunfal—. Las convenciones son una celda, Naughton. La moralidad, una prisión. Hay que permitir que la genialidad trascienda ambos. La genialidad es un pájaro que debería volar libre, más allá de los límites y las restricciones, allá donde le placiese. La única norma que regía nuestra investigación era que no había normas. —El parangón sonrió, mostrando una dentadura perfecta—. Parece como si no lo aprobases, Naughton.

—No se puede decir que esté a punto de dar saltos de alegría —reconoció Travis—. Cuando un grupo piensa que está por encima de las normas, suele acabar causando problemas a otro grupo. Puede que rechaces la moralidad, Crispin, pero creo que es importante tener claro qué está bien y qué está mal.

—Me decepciona lo limitada que es tu mente, Travis —dijo Ruth Bell, conmiserativa.

—Ruth, por favor. —Crispin levantó un dedo, amonestándola—. Naughton y sus amigos son nuestros invitados. Pero Naughton, deberías estarnos agradecido. Los parangones fuimos entrenados para ser nada más que mente y, por ello, tú y el resto de los jóvenes de la Tierra seréis salvados.

—¿Qué? —No podía ser cierto, ¿verdad?—. ¿Estás diciendo que sabéis cómo derrotar a los cosechadores?

—Nunca he dado a entender otra cosa —dijo Crispin Allerton, asimilando la última palabra de Travis con detenimiento—. Así que los cosechadores. Mmm. Los alienígenas. Sí, podemos derrotar a los alienígenas.

—Entonces, ¿a qué estamos esperando? Podemos ayudaros. —Travis dio un paso al frente con tanta decisión que parecía querer abrazar al parangón—. Charlando sin hacer nada estamos perdiendo el tiempo.

Crispin lo mantuvo a distancia mostrándole la palma de la mano.

—Vas demasiado deprisa, Naughton. Te estás precipitando. Estábamos dispuestos a revelar nuestro plan al capitán Travis Naughton del Ejército británico, ya que para implementarlo hubiésemos necesitado a sus hombres y recursos. La naturaleza de tu auténtica identidad ha cambiado la situación de forma sustancial.

—No. —Travis se negaba a aceptar las reservas de Allerton—. No ha cambiado nada. Y la única situación que importa es la que está ocurriendo sobre nuestras cabezas, que los cosechadores estén esclavizando a chicos como nosotros. Si podemos hacer algo para ponerle fin, tenemos que hacerlo ahora, seamos soldados o no.

—Es muy apasionado, ¿verdad que sí, Crispin? —observó Ruth Bell.

—Travis, creo que tendremos que aceptarlo. —Tilo le estrechó la mano—. De todos modos, esta noche no podemos hacer nada. Sé realista.

—Mmm. Yo escucharía a Darroway, Naughton —le aconsejó Crispin Allerton—. No es una buena idea enfrentarse a un potencial benefactor. Y otra cosa más, para que pienses en ello cuando empieces a sentir una descarga de indignación moral: para ser alguien que afirma valorar lo que está bien y lo que está mal, ¿cuál de los dos ha sido más honesto con el otro? Interesante, ¿verdad?

* * *

Acompañaron al grupo de Travis hasta la sala de conferencias, que habían convertido en un improvisado dormitorio a base de apilar en un montón en el suelo sábanas y colchones, que habían traído del colegio mayor de la universidad.

A Richie no parecía gustarle mucho aquel lugar… ni nada que estuviese relacionado con la Universidad Wells y los parangones.

—Esos listillos me están poniendo nervioso —dijo con un escalofrío, arrugando la nariz—. ¿Os habéis fijado en cómo os miran? Como si fuesen visitantes de un zoo y vosotros estuvieseis en las jaulas, o algo así. Sobre todo el tal Geoffrey. Os digo yo que ese no las tendría todas consigo en un examen de salud mental.

—Son un poco raros, Richie, en eso te doy la razón —dijo Antony—. Son las consecuencias de haber pasado la vida enclaustrados.

—Me importa un carajo cómo hayan vivido —contestó Richie—, aunque supiese qué significa eso de «enclaustrados». Pero creo que lo mejor sería que pasásemos de ellos.

—¿Qué quieres decir, Richie? —preguntó Mel.

—¿No es obvio, Morticia? Ahí tenemos la puerta. Pues la cruzamos. Luego buscamos ese maldito muro holográfico y lo cruzamos también. Y ponemos tierra por medio entre nosotros y el trío de bichos raros. Dan mal rollo. No son como nosotros.

—Normalmente me alegraría de que alguien no fuese como tú, Richie —dijo Mel—, pero esta vez haré una excepción. Estoy de acuerdo contigo. —Se volvió hacia el pensativo Travis—. Creo que Richie tiene razón, Trav. Me da mala espina cualquiera que se considere perfecto, y ese tal Crispin Allerton… perdón, el doctor Allerton, se cree el regalo de Dios a la creación. No me fío de él.

—Creo que ambos estáis exagerando —reflexionó Antony—. Asumiendo que nos creemos lo que nos han contado, y hasta ahora no hemos tenido motivos para hacer lo contrario, son prodigios, y todos los genios tienden a ser un poco excéntricos.

—¿También tienden a ser asesinos en serie, Tony? —gruñó Richie—. Porque el bicho raro de Geoffrey Thomas tiene todas las papeletas para convertirse en un asesino en masa el día de mañana.

—No seas ridículo. —Antony rechazó el comentario de Richie con un gesto de su mano—. Han estudiado en Óxford. Eso debe contar para algo. Y saben cómo derrotar a los cosechadores.

—O eso dicen —señaló Mel.

—Bueno, ¿y si realmente tienen todas las respuestas? No podemos marcharnos así como así. ¿Qué opinas, Jessie?

—He oído hablar de Ruth Bell —contestó la rubia—. Ya la había visto antes. Recuerdo que mis padres estaban viendo un programa en la tele, un documental sobre una niña. Tenía la misma edad que yo por aquel entonces, unos diez u once años. El caso es que esa niña era una de las personas más jóvenes en ingresar en una universidad, era un genio de las matemáticas o algo así, alguien excepcional. Era Ruth Bell. Estoy convencida.

—Menuda memoria que tienes, Jess —dijo Mel.

—Lo recuerdo porque el programa trataba de cómo se había ido de casa para ir a la universidad, y papá me dijo que yo también iría a la universidad y… bueno, ahora me da vergüenza reconocerlo, pero me eché a llorar porque pensé que se refería a que me iría pronto, al día siguiente, en ese mismo instante, como la niña de la tele, y yo no quería dejar mi casa atrás, abandonar a mis padres. —Jessica esbozó una débil sonrisa—. Supongo que no era la chica más valiente, que se diga.

—No te preocupes —dijo Mel.

—Yo tampoco —añadió Antony. Ambos extendieron sus manos para tocar la de Jessica. Antony llegó primero. Con el ceño fruncido, Mel desvió el curso de su mano hasta llevarla a su cabello negro y se rascó la cabeza vigorosamente.

—Pero sí, era Ruth Bell. —Jessica se mostró comprensiva con ella—. Ya entonces llevaba un vestido plisado. Recuerdo que parecía triste y perdida. Sus padres estaban abandonándola en un edificio inmenso, como en un orfanato. Sentí pena por ella. Todavía la siento.

—Yo también —convino Tilo—. Este proyecto Parangón no es más que maltrato infantil racionalizado. Eso de centrarse en la mente, en el cerebro, ignorando todo lo demás, es antinatural. ¿Qué fue lo que dijo Crispin? Que habían sido entrenados para ser nada más que mente, ¿no? Eso al final tiene que afectarte emocionalmente. Tienes que contener sentimientos que deberían ser expresados. Si las emociones no encuentran una salida natural, se revuelven en tu interior hasta convertirse en veneno. Somos seres humanos, no solo cerebros. También somos cuerpos y, si queremos llevar una vida sana, tenemos que utilizarlos, celebrar la naturaleza física…

—Por favor, Tilo —rio Mel—, déjalo ahí antes de que nos calientes a todos.

Tilo se ruborizó un poco.

—Ya, bueno. Y otra cosa que no me gusta es eso de que vivan juntos en un grupo aislado del resto del mundo… eso no es bueno. Sobre todo si creen en una causa más grande que ellos. Tengo experiencia en grupos así, como los Hijos de la Naturaleza y unos pocos más. Crea una mentalidad de asedio, un síndrome de «nosotros contra ellos». Te aleja de los demás, limita tu habilidad para socializar más allá del grupo.

—Pues tú pareces haber conseguido superar todo eso muy bien, Tilo —observó Antony.

—Muchas gracias, caballero.

—Puede que los parangones también lo hayan conseguido.

—Esperemos que sí —intervino Travis—, porque independientemente de lo que pensemos de ellos como personas (y comparto todo lo que decís, estoy de acuerdo con todos vosotros), no podemos permitirnos marcharnos ahora mismo. Lo siento, Richie, Mel. Tenemos que valorar la situación en su conjunto, como si diésemos un paso atrás y viésemos un cuadro completo, un cuadro en el que los cosechadores siguen arrasando con todo a su paso. Si existe aunque sea la más remota esperanza de derrotarlos, tenemos que aprovecharla. Y si eso significa tolerar las extravagancias de los parangones durante una temporada, entonces eso es lo que tendremos que hacer. Os guste o no, mañana por la mañana volveremos a ver al doctor Allerton y sus amigos.

* * *

Dyona habría preparado su expedición alienológica a la Universidad de Óxford para partir de la Ayrion III al alba. Por lo tanto, poco después del amanecer estaba aporreando la puerta de los aposentos del comandante de la flota Gyrion, pidiendo entrar con una mezcla de rabia e incredulidad que a duras penas podía contener.

Gyrion estaba sentado a la mesa, desayunando. No se levantó para recibir a su rabiosa invitada ni se sorprendió por su llegada y sus modales. Esperaba ambos.

—¿Es cierto, mi señor? —Ignoró las formalidades que debían rodear su llegada—. ¿Se ha retirado el permiso de mi expedición?

—Eso me temo, Dyona —confirmó Gyrion, tranquilo.

—¿Por usted?

—Como comandante, soy responsable de todas las órdenes dadas a bordo de mi nave, querida, ya lo sabes. Entiendo tu decepción; pero ven, ¿por qué no te unes a mí? —Y señaló con un gesto la comida y bebida que se extendía ante él.

—No, gracias, mi señor. ¿Y es también cierto el motivo de la prohibición que se me ha comunicado?

—Imagino que eso depende del motivo que te hayan transmitido.

—¿La ciudad de Óxford va a ser arrasada hasta los cimientos?

—Efectivamente —afirmó Gyrion.

Si fuese posible, dada la pigmentación de los cosechadores, Dyona hubiese palidecido.

—Por sus órdenes.

—Así es.

—Pero no debe hacer algo así. No puede.

—Las últimas cosechas de esclavos se están volviendo poco provechosas, Dyona. Este asentamiento terrícola ha cumplido su función. Ya no lo necesitamos.

—Puede que ese sea el caso, mi señor, pero el protocolo habitual no incluye arrasar ciudades enteras después de que estas hayan sido cosechadas… especialmente antes de que concluya el trabajo de los alienólogos.

—En este caso —dijo Gyrion, poniéndose en pie al fin y observando la ventana que se extendía desde el techo hasta el suelo—, voy a hacer una excepción. —Se quedó mirando las lejanas agujas de la universidad—. Me esperaba una reacción tan airada por tu parte, Dyona. Estoy al corriente de tu dedicación a tu trabajo y siempre te he admirado por ello. Por supuesto, no necesito justificar mis decisiones ante nadie, pero dado que ostentas una posición privilegiada como la prometida de mi hijo, y ya que ambos pertenecemos a las Mil Familias, voy a explicar esta en particular. El asentamiento llamado Óxford era un lugar importante para lo que los alienígenas consideraban cultura… lo sabes mejor que yo, Dyona. Y no solo será arrasado para demostrar una vez más la aplastante derrota de la raza humana, sino como un apropiado tributo a mi hijo fallecido. —Gyrion se volvió hacia Dyona con un brillo tal en sus ojos que estos parecían contener unas llamas capaces de engullir toda la ciudad—. La aniquilación de Óxford y sus primitivos centros de aprendizaje será un fantástico testimonio de la superioridad de los cosechadores, en la que Darion creía con tanto fervor.

Dyona se sentía asqueada por aquellas palabras. En aquel instante despreciaba y rechazaba al comandante de la flota Gyrion con odio más intenso del que jamás había profesado hacia nadie, con una virulencia mayor de la que creía ser capaz de sentir. Su brutal arrogancia. Su fría crueldad. Encarnaba todo el mal de su raza.

Y ella debía oponerse. Dejó escapar de su boca una palabra tan inocente como peligrosa.

—No.

—¿No? —El belineo de Gyrion se perfiló bajo la piel, como un puño.

—Quiero decir, todavía no. —Revelar sus auténticas lealtades no la beneficiaría a ella, como tampoco lo haría a los terrícolas—. Debemos… Como ya ha observado por sí solo, acertadamente, Óxford tenía una gran significación cultural para los terrícolas. El conocimiento que albergan los edificios que componen la universidad, los siglos de saber allí protegidos y preservados no pueden ser erradicados así como así antes de tener la oportunidad de estudiarlos…

—Son falsos conocimientos —replicó Gyrion—. Naderías. Podrás examinar otros lugares, Dyona.

—Pero ninguno tan rico como este, mi señor —rogó Dyona, desesperada—. Por favor, retrase su destrucción por un tiempo. Una semana. Un día. Pero al menos permítame conducir una expedición al corazón de la ciudad antes de que desaparezca para siempre. Darion hubiese estado de acuerdo con ello.

Había llegado demasiado lejos. Se dio cuenta inmediatamente. Debería haber mantenido el nombre de su amado al margen.

—Mi hijo hubiese aprobado mi decisión mil veces —bramó Gyrion—. Mi hijo era un patriota y un auténtico alienólogo, que sabía perfectamente que el propósito de su arte era exponer la patética inferioridad de las civilizaciones alienígenas en comparación con la nuestra. Si no te conociese bien, Dyona, si Darion no te hubiese escogido para ser su mujer, estaría a punto de sospechar que valoras esta cultura alienígena por lo que es, como si contuviese elementos de auténtica valía. Cuando no es así.

—Por supuesto que no, mi señor. —A Dyona le repugnó ceder de aquella manera. Pero era el único modo de salvarse—. Es una cultura salvaje y degenerada. Lamentable. Pensé que sería mi pequeño tributo a Darion si lo demostrara científicamente. Pero, cómo no, está en lo cierto, sin paliativos. Es una tarea innecesaria. ¿Quién no puede ver ya que los cosechadores son los amos y ellos, los alienígenas, los esclavos? Me inclino ante su superior fuerza y sabiduría. —La adulación, el último recurso de los desesperados—. Arrase lo que considere conveniente.

Gyrion parecía satisfecho.

—Parece que te debo una disculpa, querida. Mis críticas eran infundadas. Perdóname. Debería haberme dado cuenta de que aún estás llorando la muerte de Darion.

No solo la de Darion, pensó Dyona. También la de Óxford y la de cualquier desafortunado terrícola que quedase en la ciudad.

* * *

No todas las salas de conferencias del laboratorio de los parangones habían sido convertidas en dormitorios. Algunas conservaban su función original. Los dos grupos de adolescentes se reunieron en una de ellas, alrededor de una mesa central. El grupo de Travis llevaba la misma ropa que el día anterior por necesidad, pero los parangones tampoco se habían cambiado, un hecho preocupante que los hacía parecer figuras de acción, más que seres humanos reales.

—Estudiábamos genética y teoría genética mucho antes de la llegada de la enfermedad —explicó Crispin Allerton con despreocupación—. Jugando con los descubrimientos del proyecto sobre el genoma humano, retocando el ADN de cerdos y ovejas con pequeños cambios… lo esperable de alguien con mi formación académica. —La palidez en la complexión y cabello del joven, tras una segunda inspección, parecía no tanto un tipo de color como una ausencia del mismo, como si lo hubiesen despojado de toda vitalidad—. El terreno de Geoffrey es el de la biología y la bioingeniería.

—Me gusta desmontar cosas y ver cómo funcionan —añadió el parangón más joven, cuyo pelo no se había encontrado con un peine desde la noche anterior—. Cosas vivas.

—¿Y luego las vuelves a dejar como estaban? —preguntó Tilo, repelida.

—A veces. Otras veces las cambio un poquito. —Geoffrey Thomas rio entre dientes.

—La especialidad de Ruth son las matemáticas —dijo Crispin—. Las matemáticas apuntalan todo nuestro trabajo.

—Los números lo son todo —afirmó Ruth.

—Debes de ser un hacha con la lotería —gruñó Mel.

—Mmm —continuó Crispin—. Sin embargo, cuando llegó la enfermedad, todos los proyectos científicos financiados por el Gobierno, todos los programas de investigación, fueron suspendidos hasta que se encontrase una cura para el virus. Me temo que aún no lo hemos conseguido.

—Parece que no sois tan geniales después de todo, Crispito —dijo Richie, burlón.

Crispin ignoró el comentario, altivo.

—Nuestro fracaso no se debe a una falta de esfuerzo. Hemos hecho algunos progresos. Tuvimos acceso a los cuerpos de muchos de los desafortunados que habían fallecido a causa de la enfermedad para analizarlos, examinarlos…

—Diseccionarlos —añadió Geoffrey Thomas—. Si considerábamos que era necesario, por supuesto.

Travis imaginó, asqueado, que Geoffrey Thomas consideraba que diseccionar no solo era esencial, sino también muy divertido. Se dirigió hacia el mayor.

—Deja que te cuente lo que hemos descubierto. El virus de la enfermedad se acopla a los telómeros que protegen los cromosomas de las células humanas, pero solo a aquellos telómeros que se han deteriorado por la edad hasta llegar a un punto determinado, que es por lo que los adultos la contrajeron mientras los menores de veinte años, más o menos, eran inmunes. Con el tiempo, desarrollamos una inmunidad natural, de modo que la enfermedad nunca llegará a afectarnos.

Richie aplaudió.

—Olvídate del capitán Naughton: muy bien, doctor Naughton.

—Mmm. Impresionante. Y muy acertado, además. —Travis comprobó que Crispin Allerton estaba esforzándose por no sentirse impactado por aquel inesperado descubrimiento, pero sus ojos lo traicionaron al revelar no solo sorpresa, sino también cierto rechazo—. Supongo que lo aprendisteis de la misma fuente que os proporcionó el nombre de nuestros invasores y ocupantes. Los cosechadores, ¿fue así como los llamaste?

—Así es —dijo Travis—. Y los cosechadores son los responsables de la enfermedad.

—Eso lo deduje en el instante en el que aparecieron las naves espaciales —dijo Ruth Bell—. Estadísticamente, la probabilidad de que una pandemia global y el primer contacto de nuestra especie con una raza alienígena tengan lugar al mismo tiempo, por azar, es ínfima. Los dos acontecimientos estaban claramente relacionados.

—¿Quién te dijo cómo funcionaba el virus, Naughton? —preguntó Crispin con frialdad.

Travis apretó los labios y arqueó las cejas.

—Me temo que es información confidencial, Crispin. No estoy seguro de poder divulgarla aún. Pero te ofrezco un trato, termina de contarnos vuestra historia y, mientras tanto, pensaré si me animo a contaros la nuestra.

Los labios del parangón dibujaron algo remotamente parecido a una sonrisa, que fue lo máximo que llegó a esbozar. No le gustaba lo más mínimo eso de perder aunque fuese un ápice de control sobre la conversación.

—No tenemos mucho más que añadir —dijo—. Los adultos que supervisaban el proyecto murieron, incluyendo, presuntamente, los dos últimos en marcharse, que dijeron que iban a buscar ayuda y a quienes no hemos vuelto a ver. Uno tras otro, nuestros compañeros parangones tomaron la decisión equivocada y también se marcharon. Hubiesen estado más seguros tras los muros de Wells, con nosotros. Muchos hablaban de regresar a casa, a descubrir qué había sido de sus familias.

—Una decisión inane —comentó Ruth Bell, con tono de desaprobación—. Estadísticamente, la probabilidad de que sus padres no hubiesen contraído la enfermedad y estuviesen a punto de morir era infinitesimal, insignificante. ¿Qué sentido tenía regresar con ellos?

—Quizá querían consolar a sus padres, estar con ellos en el momento de su muerte —dijo Jessica, al sentirse obligada a responder, vagamente ofendida por las palabras de Ruth Bell.

—¿Para qué? —se limitó a decir la niña prodigio.

—Con el tiempo, nos quedamos solos —continuó Crispin—. Nuestro sistema informático está conectado a otras iniciativas secretas y financiadas por el Gobierno, como los Enclaves, así que intentamos contactar con ellos con la esperanza de que aún quedase una autoridad adulta en alguna parte. En vez de eso, os encontramos a vosotros. —No sonaba muy entusiasmado.

—Y nosotros a vosotros —replicó Travis—. Y eso es bueno para todos. Es obvio que mi grupo no puede igualar al vuestro en términos de inteligencia, y si es verdad eso de que tenéis el modo de derrotar a los cosechadores, sois las personas más importantes del planeta. Os necesitamos. Pero vosotros también nos necesitáis, Crispin. No sois los únicos con algo que ofrecer. Sabemos cosas que vosotros no. ¿Cómo descubrimos la naturaleza del virus? Nos lo explicó un cosechador en persona, lord Darion, del linaje de Ayrion. Sabemos mucho acerca de los alienígenas y su sociedad. Fuimos prisioneros a bordo de una de sus naves, evaluados como parte del procesamiento de esclavos, huimos, fuimos parte de un ataque con adultos que derribó una nave esclavista. Hemos combatido a los cosechadores y hemos sobrevivido.

—¿Los combatisteis?

Antony tardó un momento en darse cuenta de que Ruth Bell se estaba dirigiendo a él.

—Eh… sí, así es. Entre todos.

—Debéis de ser muy valientes —observó Ruth. Pero sus palabras parecían reservadas para Antony.

—Lo que quiero decir —continuó Travis—, es que podemos contribuir. Nuestra experiencia de primera mano con los cosechadores puede seros de mucha utilidad. Quizá algo que nosotros ya sepamos pueda garantizar que vuestro plan funcione, si es que os animáis a compartirlo con nosotros, claro.

—Mmm. Muy bien —dijo Crispin, sin llegar a consultar su decisión con sus compañeros parangones—. Quizá tú y tu gente podáis ser de utilidad, Naughton. En cualquier caso, la clave para derrotar a los cosechadores es muy sencilla, la verdad. Me sorprende que hasta ahora no se os haya ocurrido. Basta con volver el virus de los alienígenas contra ellos.

Hubo un silencio incómodo y expectante antes de que Travis se echase a reír, incrédulo.

—¿Y ya está? ¿Ese es vuestro plan maestro? Volver el virus en contra de los alienígenas… Los cosechadores son inmunes a la enfermedad. No los afecta. ¿Es que no os habéis dado cuenta?

—Por supuesto que sí —dijo Crispin Allerton, altanero.

—Entonces ¿cómo esperáis…?

—Travis —dijo Antony—, déjale terminar.

—Gracias, Antony. Eres muy respetuoso. —Y Ruth Bell sonrió.

Jessica no hizo lo mismo, ni mucho menos. Empezaba a desear que Ruth Bell continuase siendo un personaje confinado a una pantalla de televisión, vista una vez, sin más consecuencias, hace años.

—Los alienígenas y la infección —explicó Crispin—. Vamos a partir de la premisa de que la ciencia médica de los cosechadores es lo bastante avanzada como para proporcionar vacunas contra las enfermedades autóctonas de la Tierra. Al mismo tiempo, la fisiología de los cosechadores, su constitución, les impide contraer la enfermedad. Pero ¿y si pudiésemos modificar su estructura celular, su ADN, para volverlos susceptibles a ella? Sería un contraataque de lo más apropiado, ¿verdad?

—Nos la colaron a nosotros, así que ahora se la colamos a ellos. Me gusta. —Richie empezaba a pensar que Crispin Allerton no era un capullo, después de todo.

—Muy irónico, me gusta —comentó Antony, como si estuviese valorando un poema.

—Siempre y cuando funcione. —Jessica seguía preocupada—. Siempre y cuando podamos hacerlo funcionar.

Travis estaba de acuerdo.

—La teoría está bien. ¿Qué hay de la práctica?

—La enfermedad solo ataca a células humanas —explicó Geoffrey Thomas—. No afecta a los animales.

—A los perros, desde luego que no —dijo Mel, afectada por el recuerdo del otro día.

—Así que guardamos el arma más poderosa en nuestro interior. En el transporte de nuestra información genética. Los ladrillos con los que se construye la vida. El ADN humano.

Tilo casi esperaba que el chico de pelo enmarañado se frotase las manos y se echase a reír.

—No te sigo —dijo Tilo.

—Basta con crear un nuevo virus, Darroway —reveló Crispin, como si estuviese harto de explicarlo—. Diseñado a nivel biológico en condiciones de laboratorio. Transportado por el aire, como la enfermedad. Un virus que se introducirá en los sistemas de todos los cosechadores que lo respiren… sin llegar a afectarnos a nosotros, por supuesto. Un virus que implementará el código genético humano en las células de los cosechadores y que, al combinar los dos tipos de ADN, humano y alienígena, básicamente alterará la estructura genética del cuerpo al que haya infectado. A todos los efectos, los cosechadores serán menos alienígenas y más humanos.

—Los infectamos con humanidad —dijo Mel.

—Y la parte humana será vulnerable al virus de la enfermedad que aún permanece en la atmósfera. Lo contraerán del mismo modo que lo contrajeron los adultos. —A Travis le gustaba cómo sonaba el plan.

A Tilo, no tanto.

—Morirán tal y como lo hicieron los adultos. ¿Cuántas muertes más puede soportar el mundo? —Se aproximó a Travis por instinto.

—También tendrá efectos psicológicos, ¿verdad? —especuló Antony—. Incluso en los cosechadores que no hayan sido infectados. Su genética se habrá corrompido. Será todo un golpe para su obsesión con la pureza racial. ¿Cuánto sufrirán cuando se den cuenta de que han sido presa de la enfermedad, igual que los inferiores terrícolas? —Sus rasgos se ensombrecieron—. No puedo decir que sienta lástima por ellos.

—Se llama tecnología de transferencia genética —concluyó Crispin.

—No me importa cómo se llame. ¿Funcionará? —preguntó Travis.

—Naughton, ¿no confías en nosotros?

—Con el genio de Crispin para la genética y la experiencia de Geoffrey en el campo de la bioingeniería —dijo Ruth—, seguro que funcionará.

—Entonces, ¿por qué no habéis desarrollado el virus hasta ahora? —inquirió Mel.

Los parangones intercambiaron miradas.

—Por eso necesitamos al Ejército —dijo Geoffrey—. Necesitamos equipo con el que no contamos aquí, en el proyecto.

—Esperábamos que nos lo proporcionasen soldados capaces de transportarlo —añadió Ruth.

—Así que ahora —dijo Crispin, refiriéndose al grupo entero de Travis—, seréis vosotros los que nos lo traigáis.

—¿Así, por las buenas? ¿Qué pasa, que de pronto somos los chicos de los recados? Podéis besarme el…

—Richie —intervino Travis—. No creo que sea necesario. Pero sí creo que tenemos que colaborar como iguales, Crispin. Porque es lo que somos.

—Mmm. —Crispin no parecía del todo convencido.

—Sí, no podéis empezar a darnos órdenes —protestó Mel. Nunca le gustó eso de aceptar imposiciones por parte de figuras de autoridad masculinas.

Crispin parecía realmente sorprendido.

—Pero todo grupo necesita un líder.

—Ya tenemos un líder —dijo Tilo—. Crispin, te presento a Travis.

—Mmm. Con todo respeto, estoy seguro de que Naughton ha hecho un trabajo aceptable con vosotros hasta ahora, pero ya que os vais a quedar con nosotros, es obvio que yo debería asumir el liderazgo.

—Lo que es obvio es que eres un imbécil —murmuró Richie, que había vuelto a su estimación original sobre las cualidades personales de Crispin Allerton.

Ruth y Geoffrey, por otra parte, daban su aprobación asintiendo con la cabeza.

—¿Por qué es obvio? —preguntó Mel, para indignación de Crispin—. Si es que tengo permiso para hablar, doctor Allerton, señor.

—Por supuesto, Patrick. —Decidió ignorar el sarcasmo—. Es obvio porque hasta mis compañeros parangones, modestia aparte, han admitido que la mía es la mente más brillante de todas.

—No entiendo qué tiene que ver —dijo Tilo, empecinada.

—Si no lo ves claro, quizá tendrías que corregirte la vista. —Los ojos de Geoffrey brillaron, como si estuviese más que dispuesto a llevar a cabo la operación él mismo, posiblemente con un escalpelo.

—Son los mejores quienes deben liderar —declaró Crispin, con la certeza que otorga una verdad infalible.

—Bueno, eso es discutible —contestó Travis, finalmente—. Define qué es ser mejor, para empezar. Lo que es cierto es que un buen líder tiene que poder inspirar confianza entre quienes lo rodean. Una buena forma de medir esa confianza es votando. Supongo que aquí abajo estaréis familiarizados con el concepto de democracia, ¿verdad?

—Estadísticamente, no es más que una sospechosa forma de control social —dijo Ruth Bell, desanimada—. Finge girar en torno a la mayoría y a la capacidad de decidir, pero de hecho solo un pequeño y cada vez menor porcentaje de gente vota, y por partidos políticos que cada día se parecen más entre ellos.

—Sigue siendo la forma más legítima de Gobierno. —Enseguida, Antony salió en defensa del sistema que le habían enseñado a valorar.

—Si tú lo dices, Antony —contestó Ruth Bell.

—Entonces, vamos a votar a un líder —propuso Travis—. Tú o yo, Crispin.

—Pero tú tienes más compañeros que yo —observó Crispin con frialdad.

—Si estás tan seguro de que eres el mejor candidato, eso no debería importar.

—Mmm. —Los ojos claros de Crispin Allerton se estrecharon. Era plenamente consciente de que había sido arrinconado por ese advenedizo de Naughton y su desconcertante mirada… Era más joven que él, saltaba a la vista que era inferior en términos de inteligencia y probablemente aún se estuviese peleando con los exámenes de secundaria, o como se llamasen aquellas pruebas con nombres ridículos que siempre empezaban con «certificado de». No debería haber ninguna duda acerca de quién de los dos debía ser el líder. A Crispin Allerton le correspondía por derecho. Los compañeros de Naughton, pese a sus limitaciones intelectuales y su tribal lealtad, deberían ser capaces de verlo por sí mismos. Si Crispin creía en algo por encima de todo lo demás, ese algo era él mismo. Así que no dudó—. Muy bien —accedió—. Votaremos. ¿Quién quiere que sea yo el líder?

Él levantó la mano, por supuesto. Y Ruth. Y Geoffrey, que reaccionó con la obediencia de un perro al que su dueño le hubiese ordenado algo.

Se sintió humillado incluso antes de continuar.

—Y ¿quién quiere que sea Naughton?

Primero reaccionaron las chicas, la morena con incontinencia verbal y la pelirroja, que levantó la mano un poco más rápido que la rubia. Las chicas no eran de fiar, el único defecto de Ruth era su sexo. El matón también votó por él, por supuesto, extendiendo el brazo como un gorila alcanzando un plátano. Y Naughton. También Clive, por lo que hubo unanimidad en el grupo de Naughton, pero este último votó más despacio que los demás, otorgándole su confianza casi con dudas, como si en secreto prefiriese al otro candidato. Patrick, la muy inaguantable, celebró con un grito de alegría el resultado de la elección (cosa que no olvidaría), pero pese al resultado, Crispin no se sintió del todo derrotado. Sentía que había cierta fricción entre Naughton y Clive. Siempre podía sacar provecho de aquella división.

Crispin Allerton decidió asumir su posición por el momento.

—¿Entonces? —le preguntó Naughton, desafiante.

—Has ganado —admitió el parangón. Por ahora.

—¡Bien por Trav! —gritó Mel. Tilo le dio un abrazo.

—No es justo. No es justo. —Geoffrey Thomas no se tomó la derrota a la ligera—. Eran más que nosotros.

—Ya lo ha dicho Ruth —le recordó Tilo—: los números lo son todo.

Crispin esperó a que la reacción inmediata se disipase antes de volver a hablar. Su tono rezumaba tanta superioridad como de costumbre.

—Esta elección no altera el hecho de que aún necesitamos conseguir y traer aquí equipo y materiales antes de poder empezar a trabajar en el virus. Tú, Naughton y tus amigos seguís teniendo que encontrarlos por nosotros.

—Bueno, si necesitáis esa tecnología, pídelo por favor y dalo por hecho, pero ¿no deberíais venir vosotros también? Si vamos a buscar equipos especializados, ¿cómo vamos a identificarlos correctamente si no somos científicos?

¿Por qué no lo votamos?, pensó Crispin con amargura.

—No podemos abandonar Wells —protestó Geoffrey, como si Travis tuviese que estar loco para proponer lo contrario.

—El proyecto es nuestro hogar —añadió Ruth, lastimera—. Lo entiendes, ¿verdad, Antony?

—Bueno, la verdad es que…

—Pertenecemos a este lugar —insistió Crispin—. Aquí es donde estamos a salvo.

La sala de conferencias tembló un poco. Resonó un débil rugido, como los ecos lejanos de una avalancha.

Tilo reaccionó inmediatamente volviendo la vista hacia el techo.

—¿Qué ha sido eso?

Si hubiese estado a bordo de la Ayrion III, hubiese sabido la respuesta. La destrucción de Óxford había comenzado.