3

Jessica pestañeó, como si acabase de despertar de una larga siesta.

—Saben cómo… Es como un sueño hecho realidad.

—Pues sí, un sueño. Así que no puede ser real. —Pero incluso el cinismo de Mel tenía sus límites—. ¿Verdad?

—Vamos a descubrirlo. —Travis tecleó: «Díganos cómo».

La respuesta tardó en aparecer.

—Como este tal doctor Allerton esté mintiendo… —murmuró Tilo mientras tanto—. Pero ¿por qué iba a hacerlo? ¿Qué espera conseguir con ello?

—Si no miente —continuó Antony, empeñado en creerlo—, si de verdad hay un modo…

—En ese caso, vamos a dar una paliza a los aliens —dijo Richie, deleitándose ante la perspectiva.

«Capitán Naughton», continuó el texto, «tardaríamos demasiado en explicar nuestro plan a través de este canal. Nuestras reservas de energía están muy bajas y debemos conservarlas».

—Ahí lo tienes —gruñó Mel—. Ya está empezando a recular. Es la historia de siempre, ¿a que sí? Un día declaras todo tu amor eterno y al día siguiente estás firmando los papeles del divorcio.

«Lo único que puedo decirle ahora mismo es que mis colegas y yo formamos parte de un proyecto de investigación científica financiado por el Gobierno llamado proyecto Parangón».

—Parangón… —repitió Antony—. Algo sin parangón significa que no existe nada comparable, y, por lo tanto, que representa la excelencia.

«El proyecto Parangón ha estado estudiando la enfermedad desde el primer día, capitán Naughton, y a los alienígenas desde su llegada. Podemos derrotar a los invasores, pero tendrá que venir con nosotros para descubrir cómo».

—¿Estás seguro de que «parangón» no significa «marrullero», Tony? Porque creo que nos la está jugando —aventuró Richie.

—Ya, bueno, vamos a dejar que piense que hemos mordido el anzuelo —dijo Travis.

«¿Dónde se encuentra?», escribió.

«La sede del proyecto Parangón está ubicada en la Universidad Wells, en Óxford. Óxford está rodeada por los alienígenas. Están abduciendo a los jóvenes. Y, por supuesto, la enfermedad todavía está presente. Abandonar el entorno controlado de nuestros laboratorios nos pondría en un gran peligro».

—Pero que nosotros nos juguemos la vida yendo allí no es peligroso, para nada. —A Tilo no le gustaba la idea.

—Travis le ha dicho que somos soldados, Tilo —le recordó Jessica—. Seguro que se imagina a las fuerzas especiales.

«Capitán Naughton, debe encontrar el modo de llegar a nosotros… incluso si para ello debe combatir con los alienígenas. Sálvenos de los extraterrestres y nosotros les salvaremos a ustedes».

—El muy cabrón sabe cómo negociar —dijo Richie, esbozando una sonrisa de admiración.

—Entonces, ¿qué le vamos a decir? —preguntó Mel.

—Por el momento, independientemente de lo que decidamos al final, vamos a seguir la gran tradición política británica —dijo Travis—. Vamos a decirle exactamente lo que quiere oír.

«Doctor Allerton», escribió, «estamos de camino».

* * *

—¿Es verdad eso de que vamos a ir? —preguntó Jessica en cuanto cortaron la comunicación y la pantalla del ordenador se apagó.

—Supongo que la respuesta depende de si creemos al doctor Allerton o no —dijo Tilo—. Entonces, ¿le creemos?

Antony pensó su respuesta.

—Bueno, desde luego hay una Universidad Wells en Óxford, muy famosa en el campo de la ciencia por sus programas de investigación y desarrollo. Debe su nombre a H. G. Wells, el escritor. Y también sé cómo llegar. —Lanzó una discreta mirada de superioridad hacia Travis—. Está al lado de la Universidad Morton, en el paseo del Muerto.

—Qué ubicación tan prometedora —exclamó Mel, que en ese momento sintió un escalofrío.

Richie resopló.

—¿Qué, te sacaste un máster en memorizar mapas, Tony?

—No, es que he estado allí. O estuve, para ser más preciso. Mis padres me llevaron a Óxford un par de veces para dar una vuelta por la universidad. Era donde quería estudiar… si conseguía entrar, claro.

—¿Siendo delegado de un colegio privado para pijos y teniendo un papá diplomático? Hubieses entrado de cabeza, Tony. —Richie le guiñó un ojo.

—Mis padres también querían que fuese a Óxford —dijo Jessica, mirando hacia Antony.

—¿Por qué no me sorprende? —intervino Mel—. Pero ¿qué os parece si dejamos las perspectivas educativas de cada uno para otro momento y nos centramos en cosas más importantes, como qué hacemos ahora?

—Claro, Mel —respondió Antony—. Lo único que digo es que el hecho de que se estuviese llevando a cabo un importante proyecto de investigación y desarrollo en la Universidad Wells es, como mínimo, posible.

—Es bueno saberlo, Antony. —Travis se frotó la barbilla con los nudillos—. ¿Y qué hay de lo que ha dicho Allerton?

—Ni idea. —Antony se encogió de hombros—. Pero al fin y al cabo, ¿cómo podemos comprobar si decía la verdad?

—Yendo a la Universidad Wells —dijo Travis—. Haciendo lo que el misterioso doctor Allerton quiere que hagamos. Es el único modo. —Echó un vistazo a sus cinco compañeros—. Sé que va a ser arriesgado, y mucho. Desde que apareció la enfermedad no nos hemos atrevido a entrar en ningún pueblo grande o ciudad. Lo más probable es que los alienígenas no sean la única amenaza. Y sé que la mayoría de vosotros hace una hora se conformaba con quedarse aquí, a salvo, y no salir a la superficie bajo ningún motivo, cosa que, aunque comprendo, no comparto. Pero si nos dirigimos a Wells y nos encontramos con el doctor Allerton y su proyecto Parangón, habremos dejado de vagar sin rumbo por el país, Antony, y tendremos algo más sustancioso que la fe para seguir adelante, Mel. Sabemos que el doctor Allerton existe. Tenemos un destino, un propósito y esperanza. La mayor esperanza de todas… recuperar nuestro planeta de una vez por todas. Sí, puede que Allerton nos esté contando una trola para que lo rescatemos, pero puede que esté diciendo la verdad. Y, si ese es el caso, ya sé que no somos el Ejército, pero hemos estado a bordo de una nave de los cosechadores y hemos contactado con los disidentes. A pesar de todo, nuestro conocimiento nos hace útiles. Así que no creo que tengamos elección. No podemos permitirnos no creer en Allerton. Pasaremos aquí la noche, y creo que mañana tendríamos que ponernos ya en marcha.

—Estoy de acuerdo —dijo Tilo.

—De acuerdo, Travis. Tiene sentido —añadió Jessica.

—Tienes a todas las chicas en el bote, Trav. Deben de ser esos ojazos azules —continuó Mel.

—Supongo que iré adonde vaya el resto. Tú ganas, Naughton —dijo Richie.

—¿Antony? —interrumpió Travis—. Lamento lo que he dicho antes. —Le ofreció la mano, conciliador—. No lo decía en serio.

—Lo sé. —Y le estrechó la mano con firmeza—. Yo tampoco. —Excepto eso de que merezco ser el líder—. Y tienes razón, por supuesto. Si no vamos a Wells al encuentro del doctor Allerton, nos arrepentiremos toda la vida.

—Bueno —dijo Mel—, ¿alguien se apunta a un abrazo en grupo?

* * *

La planta tenía suficientes habitaciones como para tocar a una docena por cabeza, así que cada uno de ellos tenía sitio de sobra. Pero que Jessica y Antony estuviesen juntos en la misma estancia al mismo tiempo no se debía a un problema de espacio. Tampoco era necesario que estuviesen tan juntos en la misma cama, dado el número de sillas vacías y las dimensiones del catre, de un tamaño suficiente como para que dos personas mantuviesen una respetuosa distancia entre ellas si así lo deseaban.

Pero no era eso lo que Jessica y Antony querían.

—Me alegro tanto de que Travis y tú volváis a ser amigos —decía Jessica mientras le estrechaba las manos al chico—. No me gusta que discutáis. Creo que no podría soportar que os separaseis del todo.

—Y no vamos a hacerlo —le prometió Antony—. Piensas un montón en Travis, ¿verdad, Jessica?

—También pienso mucho en ti —le dijo Jessica con timidez, mientras bajaba la mirada.

Antony lo sabía. Y le encantaba saberlo. Incluso le emocionaba que Jessica se lo confirmase estando así, juntos. Pero aún no las tenía todas consigo acerca de las lealtades de la chica como para preguntarle sobre su opinión acerca del liderazgo del grupo. Así que en vez de eso…

—¿Travis y tú estuvisteis… juntos, antes de la enfermedad?

—¿Quieres decir, si fuimos novio y novia?

—Sí. —Lo que quería oír era un no.

—Más o menos.

No era la respuesta ideal, pero podría haber sido peor.

—O sea, salimos unas cuantas veces —explicó Jessica—, pero no pasó nada. —Sin embargo, lo que no podía explicar era por qué no había pasado nada. O quizá todavía no confiase lo suficiente en Antony. Su infancia cómoda y perfecta. Su miedo al cambio. Su miedo, llegado el momento, a los chicos, a la posibilidad de intimar físicamente con ellos y que un día cambiaría su vida de forma irreversible, haciendo que dejase de ser la princesita de papá, obligándola a dejar atrás el santuario de la infancia para siempre—. Travis y yo dejamos de ser pareja, pero sin malos rollos. Quiero a Travis… pero como a un hermano. Sé que siempre estará ahí para mí.

—No es el único —dijo Antony.

El rostro de Jessica se ruborizó.

—Antony…

Por lo menos, Travis no era su potencial adversario en todo.

—¿Es verdad eso de que ibas a ir a Óxford? —preguntó Jessica de pronto.

—Como dije antes, solo si mis notas eran suficientemente buenas. Mi padre fue allí.

—El mío también. —Jessica estaba maravillada. Tenía tantas cosas en común con Antony… Era como si estuviesen hechos el uno para el otro—. ¿Crees que si los dos hubiésemos ido, o sea, si la enfermedad nunca hubiese ocurrido y aún siguiésemos viviendo en el viejo mundo, tal y como era antes…, crees que nos hubiésemos conocido? En Óxford, quiero decir. En la universidad. Puede que nos hubiésemos encontrado.

—Seguro que sí. Es una idea muy bonita. Pero, de habernos conocido —dijo Antony—, estoy seguro de una cosa, Jessica…

—¿Qué?

Él extendió la mano y deslizó los dedos sobre su cabello largo y rubio.

—Seguirías gustándome. Seguiría queriendo besarte.

—¿Cómo me besarías?

Él se lo enseñó. Y después volvió a enseñárselo, y ella disfrutó de su sabor en los labios. Se sentía cercana a él, más cercana de lo que nunca antes se había sentido con otro chico, más incluso que con Travis, y cómoda. Sus besos no le resultaban amenazadores, sino atrayentes. Se preguntó cuánto más podría o debería acercarse a Antony. Pensó en Travis y Tilo: ahora eran amantes. ¿Acabarían igual Antony y ella? ¿Se atrevería a dar ese paso? La princesita de papá. Pero papá estaba muerto. El mundo en el que había crecido había quedado atrás. Dejar que Antony… Hacerlo con Antony… sería el último clavo en la tumba de su antigua vida.

—Jessie —susurró el chico.

—Antony, creo… creo que será mejor que nos vayamos a dormir. Travis ha dicho que mañana hay que levantarse temprano. Creo que deberías…

—Sí. —Él se puso en pie, comprensivo—. Está bien. Me voy. Hasta mañana, Jessie.

Todavía no estaba lista del todo para dejar atrás su pasado. No podía. Aún se sentía demasiado apegada a él. Quizá algún día sería capaz. Puede que pronto.

Pero aún no.

* * *

—¡Por Dios, Richie! —gritó Tilo de forma involuntaria cuando el chico de la gorra de béisbol apareció de pronto en el pasillo, ante ella—. ¿Qué crees que estás haciendo, ensayar un atraco?

—Perdón. No quería asustarte.

—Pues lo has hecho. Este lugar ya es lo bastante siniestro como para que encima andes abalanzándote sobre la gente. —Los silenciosos laboratorios. Los pasillos desiertos. La imperante sensación de soledad y pérdida.

—Quería hablar contigo.

—¿Y no podrías haber hablado mientras estábamos comiendo en la cantina?

—Pensé que no te gustaría que los demás oyesen lo que te tengo que decir, Tilo.

Ella cerró los ojos y apretó los párpados con fuerza. Debería habérselo imaginado.

—La que no quiere oír lo que tienes que decir soy yo, Richie.

—Es sobre nosotros.

—Richie, no hay un «nosotros», pero si aún sigues confundido al respecto, deja que te lo repita una vez más; la última. —Tilo frunció el ceño, dolida por el recuerdo—. Fui débil… culpa mía. Tú te aprovechaste… culpa tuya. Fue culpa de ambos, aunque más mía que tuya, si eso hace que te sientas mejor. Yo era la que estaba saliendo con alguien. Traicioné a Travis y estoy intentando vivir con ello. Pero lo que hicimos fue algo físico y nada más. Como hacer ejercicio. Como ir al gimnasio. No significó nada, fue un rollo de una noche y un terrible error. Tenemos que olvidarlo y seguir adelante. Y se acabó. Así que, hablando de seguir adelante… —Tilo le pidió que se apartase con un gesto—. Buenas noches, Richie.

Richie obedeció y se hizo a un lado… hasta que ella pasó ante él. Entonces la sujetó del brazo.

—Quítame las manos de encima —dijo Tilo inmediatamente.

—No puedo olvidarlo.

—¿Qué? —Había algo en la voz de Richie que Tilo nunca había oído antes, una especie de sinceridad, vulnerabilidad, incluso tristeza. En cualquier caso, no cuadraba con su indumentaria y sus rasgos huraños.

—No quiero olvidarlo. —La pálida piel de Richie empezó a sonrojarse a causa de la timidez. Tilo olvidó que le estaba sujetando el brazo. El anhelo que podía leer en sus ojos la consternaba—. Estar contigo fue lo mejor, Tilo. Me hizo sentir… Tú me haces sentir…

—Oh, no. No, no, no. Richie, ni se te ocurra.

—Te quiero, Tilo. Quiero que seas mi chica.

—Richie, estás loco. Eso es imposible. Ya te lo he dicho. Estoy con Travis. Quiero a Travis. Y Travis me quiere. Así son las cosas. —Intentó ser más comprensiva—. Lo siento, pero tendrás que…

—¿Te seguirá queriendo Naughton si se entera de lo que hiciste a sus espaldas?

Al fin, Tilo se liberó del agarre de Richie.

—Dijiste que no le contarías nada. Lo prometiste.

—La gente no siempre puede mantener sus promesas, Tilo. La gente puede decepcionarte. Ya lo sabes.

—No lo hagas, Richie. Si sientes algo por mí, si tus sentimientos son auténticos, no se lo cuentes a Travis.

—Y no quiero, pero… Ibas a estar con él, ¿verdad? No ibais a dormir en habitaciones separadas, ¿a que no? O en camas separadas. Tú y él. Pensar en ti y en él juntos me está matando, joder. —Sus ojos negros brillaron de dolor, humillación y deseo.

—Pues no pienses en ello —le recomendó Tilo, aunque su consejo no fuese de gran ayuda.

—No puedo quitármelo de la cabeza.

—Richie. —Tilo negó con la cabeza, desesperada—. Escucha, Travis te cae bien, ¿verdad? Siempre estás lanzándole comentarios ingeniosos, pero es obvio que le admiras. —Interpretó el silencio del chico como un «sí» a regañadientes—. Bien, pues si le cuentas lo nuestro, eso lo destrozaría. ¿Es eso lo que quieres, Richie? No lo creo. Y puede que consiguieses separarnos a Travis y a mí, pero eso no haría que fuese corriendo a caer en tus brazos, eso te lo garantizo. Así que arruinarías dos vidas, me harías daño, harías daño a Travis, pero eso no te haría más feliz. Y yo te odiaría por ello. Te odiaría, Richie. Lo digo en serio.

—Pero si yo lo estoy pasando mal, ¿por qué no ibas a sentirte tú igual? Tú y Naughton. ¿Por qué tengo que ser yo el único que sufre?

—Depende de ti, Richie —dijo Tilo—. Al final, es lo que los Hijos de la Naturaleza me enseñaron: nuestros actos afectan a otras personas; tenemos millones de formas de hacer que sean felices o de hacerlos sufrir. Debemos escoger, todos los días de nuestras vidas, qué tipo de personas queremos ser, positivas o negativas, creativas o destructivas…

—Menuda chorrada —murmuró Richie.

—No es ninguna chorrada. Es la verdad. Y ahora mismo, Richie, tienes poder sobre Travis y sobre mí. Lo que escojas puede alterar el curso de nuestras vidas. Por favor… —Su tono de voz convirtió sus palabras en un ruego—. Haz la elección correcta.

Pero después de volverse, a medida que se alejaba sin volver la vista atrás, Tilo temió lo que pasaría si Richie se decidía por la otra opción.

La situación siguió rondando por su cabeza más tarde, cuando Travis estaba tumbado a su lado, mirando hacia el techo con un gesto sobrio.

—No debería haber perdido los nervios con Antony. Ha sido imperdonable.

—No seas tan duro contigo mismo, Trav —dijo ella—. O tan radical. Todo tiene perdón.

—Algunas cosas no.

Tilo volvió su mirada hacia él.

—Te pudo la presión y el estrés, eso es todo. De vez en cuando nos pasa a todos. Es un milagro que no nos hayamos vuelto locos hasta ahora, si tenemos en cuenta el infierno que hemos tenido que vivir.

—Solo sigo adelante gracias a ti, Tilo.

—Travis Naughton, tú sí que sabes cómo subirle el ego a una chica.

—Lo digo en serio. —Volvió la cabeza hacia su novia, apoyándola sobre la almohada—. Eres la única cosa perfecta que queda en este mundo.

—Travis, no soy perfecta. —Se le escapó una risa nerviosa.

—Lo eres.

—De verdad que no lo soy, Travis. Solo soy una chica normal. No me pongas en un pedestal. —Porque, ¿cómo reaccionarás cuando caiga?

—Eres perfecta —perseveró Travis.

* * *

Mel no recordaba haberse despertado y puesto la ropa, pero debía de haberlo hecho, porque se encontraba en los pasillos del Enclave completamente vestida.

Se preguntó por qué.

Quizá había ido a investigar qué había pasado con el suministro eléctrico, porque las luces se habían apagado por algún motivo y estaba rodeada de la más absoluta oscuridad. Era como si la propia noche se hubiese adentrado en el complejo. Y ella se había visto reducida a una cara, un par de manos y nada más, ya que el color de su ropa se fundía con la negrura y el tinte de su pelo también se había mezclado con aquella oscuridad, como si estuviese dentro de una tumba o ahogándose de forma irremediable en un lago profundo y gélido.

O quizá hubiese abandonado su cama y su cuarto porque se sentía sola, para buscar la compañía de los demás. Pero ¿dónde estaban? Avanzó a través de la oscuridad como si estuviese flotando en un río de petróleo y llamó a sus amigos por sus nombres, pero las palabras se hundían en aquel negro reguero como silenciosas piedras. Travis y Tilo estarían juntos. No querrían que les anduviese molestando. Jessica… Jessica la había abandonado, la había cambiado por Antony, dejándola atrás y llevándose los sueños de Mel con ella.

Estaba sola. Como siempre, para ser sincera. Como siempre lo estaría, por el resto de sus…

Alguien estaba divirtiéndose en la lejanía.

Un punto de luz, como una ciudad vista desde un avión por la noche. Risas. Música. Una puerta por la que pasar.

Nadie le había contado a Mel que se estuviese organizando una fiesta en el Enclave aquella noche, pero el organizador, fuese quien fuese, se había empleado a fondo con las invitaciones. Había un montón de invitados. Mel conocía a algunos.

—Simon —dijo ella, y el gafotas Simon Satchwell le sonrió y levantó su vaso; parecía feliz. ¿Y por qué no? Beber y socializar era muchísimo mejor que yacer frío y muerto a metro y medio bajo tierra. Quisieron enterrarlo a dos metros, como es habitual, para que los zorros no desenterrasen su cuerpo en busca de comida o algo por el estilo, pero ya les costó bastante hacer el agujero así de profundo.

Mel siguió avanzando.

—Rev. —El motero al que había visto por última vez, roto y ensangrentado, en el campo de prisioneros de los cosechadores. Rev, que parecía no guardarle el menor rencor a la raza que había acabado con él, dada la conversación aparentemente amigable que mantenía con Darion, del linaje de Ayrion de las Mil Familias.

Mel empezó a detectar un patrón entre los invitados.

En la siguiente mesa estaban la doctora Mowatt, la directora Shiels, el señor Greening y el capitán Taber, y todos sonreían hacia ella, le daban la bienvenida, la animaban a unirse a ellos.

Como si aquel fuese su lugar.

Entonces los invitados se pusieron en pie y se dirigieron hacia ella con hospitalidad, como criaturas que no necesitasen músculos para moverse. Al principio se equivocó: no es que conociera a algunos; los conocía a todos. Los reconoció a todos. Habían estado vivos. Y la rodeaban, cerrando un círculo a su alrededor, extendiendo sus brazos hacia ella; y sus voces flotaban por el aire como susurros lejanos.

—Quédate con nosotros. Quédate con nosotros.

Mel retrocedió, consiguiendo al fin pronunciar unas palabras.

—No. No quiero quedarme. No.

No llegó muy lejos.

Unas manos la retuvieron, sujetándola por los hombros. Mel gritó y se dio la vuelta, retorciéndose, para poder ver a su captor. Volvió a gritar.

—Melanie —dijo su padre muerto, con una sonrisa—, insisto.

* * *

—¿Estás bien, Mel? —le preguntó Travis a la mañana siguiente mientras guardaban en el todoterreno las provisiones que consideraban necesarias antes de ponerse en marcha. A juzgar por su voz, estaba preocupado.

—¿Por qué? ¿No tengo buena pinta? —A juzgar por la suya, estaba a la defensiva.

—Pues la verdad es que no.

—En la próxima parada pediré cita con la esteticista.

—Ya sabes que no es eso. Hoy no le has dirigido la palabra a nadie. ¿Te preocupa algo?

Mel encogió sus huesudos hombros cubiertos de negro.

—No he pasado una buena noche, Trav, eso es todo. Lo que se conoce como un mal sueño, si también se conociese una inundación como «un poquito de agua».

—He oído que eso puede ser un síntoma de estrés.

—¿Tilo ha vuelto a compartir contigo la sabiduría de andar por casa de los Hijos de la Naturaleza, Trav? —Mel rio sin ganas—. Seguro que también conoce unos remedios naturales estupendos para el catarro.

—Mel —le dijo Travis con cariño, inmune a su sarcasmo—, ¿cuál es el problema?

Mel suspiró. Travis tenía clavada la mirada en ella y a eso no podía resistirse.

—Mi sitio —dijo ella.

—¿Perdón?

—Ya no sé cuál es mi sitio, Trav. O junto a quién. No sé qué hago o adónde me dirijo. No sé para qué sirvo.

—Eso es por todo lo que está pasando… Primero la enfermedad, luego los cosechadores. Nos han arrebatado el mundo que conocíamos, las vidas que vivíamos, todo lo que nos proporcionaba… no sé, pertenencia, estabilidad. Adaptarse a la nueva realidad no va a ser fácil.

—Pues tú pareces estar arreglándotelas bastante bien, Trav. Parece que Tilo te está ayudando —añadió Mel, maliciosa.

—Así es —admitió Travis sin reparos—. Todo el mundo necesita a alguien, Mel. No puedes enfrentarte a ello tú sola.

—Algunas no tenemos elección.

—Venga ya, ¿de qué hablas? —protestó Travis—. No estás sola. Nos tienes a nosotros. Y, respondiendo a lo que has dicho antes, tu lugar es este. A nuestro lado. Con tus amigos.

Mel se sintió como una tonta cuando las lágrimas brotaron de sus ojos.

—Puede que de momento. Pero ¿y si Tilo y tú os ponéis en plan parejita, Trav, ya sabes, metidos en vuestro mundo, a vuestras cosas?

—Mel, incluso si existiese eso de ponerse en plan parejita y si Tilo y yo acabásemos así, eso no supondría ninguna diferencia entre tú y yo. Los amigos son para siempre.

—¿Me lo prometes? —dijo Mel, precavida.

—¿Confías en mí?

—Confío en ti.

—Te lo prometo. Y ahora ven aquí. —Se abrazaron—. ¿Te encuentras mejor, Melanie Patrick?

—Sí, mejor —dijo ella.

Mel no era el único miembro del grupo que parecía mucho más ensimismado aquella mañana. Tilo no dejaba de mirar de reojo, con ansiedad, a un taciturno Richie Coker. Era obvio que aún no le había contado a Travis lo que había pasado y quizá (Por Dios) no estuviese planeando hacerlo en absoluto. Pero las arrugas que surcaban la frente del antiguo matón indicaban un estado de concentración que normalmente no estaba incluido en el repertorio de expresiones de Richie. Era evidente que estaba planeando su próximo movimiento. Sí, era evidente, pero eso no hizo que Tilo se sintiese más segura.

Le tocaba conducir a Richie, pero Jessica sugirió que debería ser Antony quien se situara al volante, dado que conocía mejor su destino, y Richie no se opuso. Cuando su viaje comenzó, Antony estaba tan animado como las circunstancias permitían. Había sido aceptado por todo el grupo, incluso por Travis, como el experto en todos los temas relacionados con Óxford. Por lo tanto, había asumido un liderazgo, al menos por ahora, que era lo que él quería. Y Jessica estaba sentada a su lado con un mapa de carreteras… por si su memoria o las señales de tráfico le fallaban.

Jessica. Hizo lo que no debía y se pasó el trayecto mirándola en vez de centrarse en la carretera. No podía evitarlo. Jessica era mucho más hermosa que la carretera. La otra noche ella le preguntó si se hubiesen conocido de haber ido a Óxford, pero lo importante era que eso hubiese sido posible. Las trayectorias de sus vidas pasadas eran extraordinariamente parecidas. Incluso antes de la enfermedad, tanto él como Jessica se encaminaban en una misma dirección, desde puntos de partida prácticamente idénticos. Sus vidas, sus actitudes, sus expectativas, todo era intercambiable. Era su destino encontrarse, un destino que trascendía la atracción física y emocional que los unía cada vez más. Para Antony, él y Jessica podían ser más que una pareja. Podían ser los representantes de todo un modo de vida. Podían ser los custodios de los valores de sus padres.

* * *

Decidieron deshacerse del coche antes de llegar a las afueras de Óxford. Por una parte, los vehículos vacíos u ocupados solo por cadáveres habían empezado a obstruir la carretera y a dificultar el trayecto. Por otra, lo que era aún peor, los cosechadores rondaban por la tierra y el cielo.

Sobre sus cabezas volaban los recolectores, haciendo pasadas como voraces aves de presa; el grupo debía estar cerca de una nave esclavista como la Furion. Saltaba a la vista que la nave había visto recompensada su vigilancia en múltiples ocasiones. Travis, Antony y Mel reconocieron los espigados puestos de vigía y las verjas cubiertas por campos de fuerza azul de los campamentos para esclavos extendiéndose sobre amplios terrenos, como versiones de alta tecnología de los campamentos para prisioneros que conocían gracias a las películas antiguas. Los tres adolescentes habían disfrutado, brevemente, de la hospitalidad de aquellos lugares. Escaparon gracias a la intervención de Darion, pero aquellos a quienes tuvieron que dejar atrás se encontrarían, sin lugar a dudas, en unas condiciones aún más restrictivas, confinados en el interior de aquellas celdas individuales conocidas como criotubos.

—Espero que tengan suficientes camas para nosotros en uno de esos campos de prisioneros de mierda. —Richie había decidido poner fin a sus cavilaciones para regresar a la seguridad que le proporcionaba su naturaleza malhablada—. Porque es donde vamos a acabar como sigamos por esta dirección. —Señaló con el dedo hacia delante—. Con todos estos cabrones alienígenas dando vueltas, nunca llegaremos. Es una jodida locura.

—Gracias por el análisis, Richie, tan inteligente como siempre —observó Travis—. Si quieres dar la vuelta, por mí no te cortes. El resto seguimos adelante.

—Una jodida locura —repitió Richie, por si alguien no le había oído la primera vez, pero no retrocedió.

Viajar a pie en vez de en coche reducía el riesgo de que los detectasen. Viajar a pie de noche lo reducía aún más. Acababan de bajarse del coche cuando empezó a oscurecer.

—Deberíamos llevar las mochilas con nosotros.

Travis discrepó.

—Solo las armas. Las mochilas nos retrasarían y, en el peor de los casos, puede que tengamos que echar a correr.

—De verdad que da gusto oírte, Naughton —dijo Richie.

—En Wells debería haber comida y agua.

—Llamándose Wells —bromeó Mel—, seguro que tienen agua.[2]

Antony admitió que Travis podía llevar razón encogiéndose de hombros.

—Yo, por si acaso, me he traído esto —dijo mientras sacaba un par de prismáticos de su equipaje. Los había encontrado en un Enclave que habían visitado anteriormente y estaba seguro de que tarde o temprano acabarían resultándoles útiles. Se los colgó del cuello—. ¿Nos ponemos en marcha? No queremos hacer esperar al doctor Allerton.

Permanecieron en la carretera, abriéndose paso a través del tráfico inmóvil, convertido en chatarra. En ocasiones tuvieron que esconderse tras un coche o un camión para ocultarse de las inquisidoras y acechantes luces de los recolectores que aún permanecían en el aire. Mel reflexionó acerca de su sueño, sobre lo aterradora que le había parecido aquella oscuridad, y sonrió con amargura. En aquel momento, la oscuridad era su amiga; la luz, su enemiga. Los traidores haces de luz de los recolectores. Las llamas de…

—¿Qué puñetas están…? —murmuró Mel. Se agachó tras un coche, al igual que el resto, y miró con estupefacción.

Aquel terreno estaba destinado a la reclusión de esclavos, pero los cosechadores estaban dando un uso distinto al campo abierto más cercano a la ciudad: Óxford estaba rodeado por un anillo de fuego que brotaba de enormes zanjas. Incluso desde la distancia a la que se encontraban los adolescentes, que para su alivio era considerable, podían comprobar que cada fosa debía de medir una docena de metros de ancho. Las llamas que de ellas manaban teñían la noche de rojo a medida que ascendían, para luego descender, y ascender una vez más, como si aquel infierno no dejase de ser alimentado con combustible.

Pero ¿qué combustible? Y ¿por qué motivo habían hecho aquellas hogueras?

En torno a las ardientes zanjas se arremolinaban formas y figuras, mientras una serie de objetos con forma de bloque y de tamaño considerable flotaban en el cielo, pero era imposible distinguir nada con precisión a simple vista.

—Os lo dije —dijo Antony con una sonrisa mientras se colocaba los prismáticos. Su sonrisa solo duró lo que tardó en ajustar la lente. Hubiese deseado estar ciego—. Dios mío.

—¿Qué pasa, Antony? —preguntó Jessica. Cuando le tocó, comprobó que estaba temblando—. ¿Qué ves?

—Incineraciones. —Antony hablaba con gélidos susurros—. Cuerpos. No puedo… Cientos de cuerpos. Ardiendo.

Antony contempló la escena que los prismáticos, crueles, habían puesto ante sus ojos. Sobre las fosas, flotando más allá del alcance de las llamas, había una serie de naves disciplinadamente alineadas. Eran de un material gris, y rectangulares, una especie de contenedores… O a eso le recordaban a Antony. Pudo ver unidades de propulsión en las cuatro esquinas de la parte baja de aquellas naves, aunque saltaba a la vista que estaban manejadas por control remoto: sus lados estaban completamente vacíos, desprovistos de cualquier punto desde el que un piloto pudiese ver. Sin embargo, transportaban algo, y la parte baja se abría cuando le tocaba el turno a la nave, vertiendo el contenido al fuego. Dejándolo caer a las llamas. Eran cuerpos humanos. Seres humanos que en el pasado rieron, amaron y vivieron antes de que la enfermedad se lo arrebatase todo y los convirtiese en combustible. Manaban del oscuro interior de los contenedores, vestidos o desnudos, como se encontrasen en el instante de su último suspiro, y caían sin ningún miramiento en las piras. Antony pensó que eran como almas hundiéndose en los eternos fuegos del infierno. Pensó en las chimeneas de los crematorios de Auschwitz, vomitando humo en abundancia y ennegreciendo algo más que el cielo. Pero sobre todo, pensó en 1665, en la Gran Plaga, en las enormes fosas comunes en las que fueron depositados infinidad de muertos, vertidos desde chirriantes vagones, de forma rápida y sin decoro, para evitar el contagio de la enfermedad. Los cosechadores estaban llevando a cabo la misma operación.

Estaban limpiando la ciudad de peligrosos cadáveres. Estaban deshaciéndose de los muertos.

Pero no estaban haciéndolo solos. De hecho, quizá no tuviesen estómago para aquella labor, o quizá supervisar la incineración masiva de cuerpos se consideraba una tarea por debajo de la dignidad de los cosechadores, porque había muy pocos guerreros en el lugar. Aquel trabajo parecía haber sido asignado a la vida artificial, gigantescas arañas mecánicas, robots plateados tan altos como un hombre, con cuerpos que reflejaban el satánico brillo de las piras y ocho patas que se extendían de sus abdómenes de acero hasta apoyarse en el suelo. Las arañas rondaban en torno al foso de forma distraída. Algunas tomaban posesión de aquellos vehículos contenedores que habían soltado su contenido humano y aterrizado, presumiblemente para una nueva incursión en la ciudad, a fin de rellenarlos. Otras se alzaban ante las llamas sobre sus patas traseras y se balanceaban como si estuviesen adorando el ritual, o como si quisiesen calentar sus carcasas metálicas con el calor de la incineración.

Antony, impactado y tembloroso, extendió los prismáticos a Travis. Poco después, Travis se los entregó a Mel. Todos se turnaron y echaron un vistazo. Cuando Antony recuperó los prismáticos, Travis se puso en pie. Todos lo siguieron. Retomaron el paso hacia Óxford y la Universidad Wells, puede que más rápido que antes.

Nadie dijo nada.

* * *

Por una vez, Travis no se opuso a que Antony los guiase. Su mente estaba torturada por el recuerdo de las fosas ardientes; sabía que en sus sueños se vería atormentado por los cuerpos cayendo hacia las llamas, alimentándolas… sus noches bien podían acabar siendo tan desagradables como las de Mel. Y el horror traía consigo la duda. ¿Cómo iban a derrotar a un enemigo capaz de tales atrocidades, a un enemigo tan poderoso como para acabar con civilizaciones enteras y convertir grandes ciudades en páramos?

Miró a su alrededor. Edificios destrozados y ennegrecidos, algunos de los cuales aún humeaban. Las calles estaban cubiertas de cristales rotos y basura, así como de los restos de vidas perdidas y arruinadas. Una interminable hilera de vehículos calcinados, algunos de ellos sobre el techo, como tortugas muertas. Pero no había cuerpos, no al menos en aquella sección de la ciudad. Los cosechadores ya se habían ocupado de ellos. Y tampoco se oía ningún sonido… ya habían cosechado a todos los posibles esclavos. Solo había oscuridad, que consumía la ciudad entera.

Travis sentía cómo crecía en él el desánimo. ¿Cómo no iba a hacerlo? Sus amigos y él eran unos críos débiles y desamparados con delirios de grandeza. Deberían abandonar cualquier fútil resistencia y rendirse a lo inevitable. En la oscuridad, se vio obligado a reconocer que la lucha estaba mermándolo. ¿Cuánto tiempo más podría llegar a aguantar?

Tilo estaba a su lado, buscando consuelo con los ojos abiertos de par en par y ansiedad en la mirada. Él sonrió y le dio un beso en la frente para tranquilizarla. Se sacudió las tinieblas de encima. Tilo era la respuesta a aquella pregunta. Al igual que Jessica, Mel, Antony, incluso Richie. ¿Cuánto tiempo más podría llegar a aguantar?

El necesario.

El aspecto de la ciudad cambiaba a medida que Antony los conducía al corazón del distrito universitario. Las fachadas de los edificios a ambos lados de los adolescentes tenían un aspecto pálido, no solo por el efecto de la luz de la luna, sino por el resultado de una transformación arquitectónica. Parecía que hubiesen retrocedido siglos atrás en el tiempo, cuando las estructuras convencionales del centro de cualquier gran ciudad se vieron reemplazadas por la noble elegancia de las universidades de Óxford. Por algún motivo, el daño infligido a la ciudad parecía no haber afectado a aquella zona. Todavía orgullosas y altivas, serenas pese al desastre que había acaecido sobre sus estudiantes y docentes, las universidades se alzaban ante los adolescentes en todo su gótico esplendor. Travis sintió que su esperanza se revitalizaba hasta alcanzar las torres y los pináculos de aquellos edificios, que su valor se veía reforzado por los firmes muros que habían soportado todo lo que el tiempo había arrojado contra ellos.

—Este sitio tiene pinta de viejo, ¿no? —preguntó Richie con una mueca—. Pensé que con toda la pasta de los niños ricos que venían a esta universidad les llegaría para echarlo abajo y construir algo más moderno.

Travis se echó a reír a carcajadas. No pudo evitarlo, y le hizo sentir bien. Podría haber abrazado a Richie Coker.

—¿Echarlos abajo? Estás ante la Universidad de Saint John, Richie —exclamó Antony, indignado—. Esta fachada data de 1437.

—Lo que yo decía, Tony. Viejo.

—Las universidades —observó Tilo— parecen pasteles de boda viniéndose abajo.

—Y ese precioso ejemplo de arquitectura neoclásica —continuó Antony—, ¿ves esas columnas, Richie, los pilares? Estilo neoclásico. Ese es el Ashmolean, uno de los mejores museos del país.

—Nunca he estado dentro de un puñetero museo en mi vida, Tony —dijo Richie, como si fuese algo de lo que enorgullecerse.

—Seguro que lo agradecen —replicó Antony.

—Vale —dijo Mel—. Pero por mucho que esté disfrutando de vuestro tour, chicos, ¿os parece si seguimos avanzando? Me sentiría más segura dentro, ¿sabéis? Oculta. Quiero decir, ¿me estoy volviendo paranoica o los demás también os sentís vigilados?

—Estás paranoica, Morticia —diagnosticó Richie.

—No pasa nada. No pasa nada. —Antony aceleró el paso—. Ya casi hemos llegado. —Salieron de una estrecha vía para adentrarse en una carretera distinta, un poco más ancha—. Esta es la calle Broad. Ahora, a la izquierda, seguimos…

—¡Antony! —Jessica le sujetó el brazo.

Aquella noche no eran los únicos turistas en la ciudad. Una patrulla de arañas robóticas de los cosechadores apareció por la derecha. Los adolescentes pudieron ver por primera vez sus ojos, frías y calculadoras pantallas. Sobre ellas flotaban los contenedores, como enormes ataúdes.

—Ahora dime que estoy paranoica, Coker —dijo Mel.

—Callaos los dos. —Travis sujetó la mano de Tilo—. ¡Corred!

Echaron a correr por la calle Broad. Los robots iban tras ellos. Sin embargo…

—No nos están persiguiendo, Trav —le informó Tilo.

—Eh, Tilo —dijo Mel—, ¿es que te parece mal?

Quizá las arañas no tuviesen por qué acelerar el paso. Antony giró a la derecha a toda velocidad junto a Jessica, con el resto del grupo pisándoles los talones. De la dirección opuesta aparecieron más robots, que se dirigían de cabeza hacia ellos. Las alternativas de los adolescentes disminuían por momentos.

—¿Tampoco has estado nunca en una biblioteca, Richie? —insinuó Antony—. ¿No? Pues la bodleiana es un buen sitio para empezar. Venga. —Se adentró como una exhalación en el edificio palaciego que tenía a su derecha, con sus compañeros tras él. La luz que se filtraba a través de las ventanas de plomo y cristal manchado no podía ser más débil—. Dividíos. Escondeos. Rogad para que no puedan rastrearnos.

—Por lo menos podremos leer un buen libro mientras esperamos a descubrirlo —bromeó Mel. ¿Y eso de separarse? Fantástico. Antony se desvaneció en la oscuridad sin soltar la mano de Jessica. Trav y Tilo optaron por otra dirección. Al separarse, la dejaron sola. ¿Qué le había dicho Travis antes? Pero quizá no debería culparlos. Ella tampoco se quedó a esperar a Richie.

Las arañas estaban en las puertas.

Mel se adentró en el edificio, con rapidez pero también con precaución: lesionarse con un mueble prácticamente invisible no mejoraría sus posibilidades de sobrevivir. Avanzó a través de oscuras galerías, bajo techos abovedados. Aquel lugar se parecía más a una iglesia que a una biblioteca y no parecía acabar nunca.

Al final dio con una gran habitación en la que las estanterías, cargadas de pesados tomos, se extendían hasta el techo. A su alrededor se extendían lo que debían de ser escritorios, tan oscuros como manchas de tinta en la noche. Aquel lugar estaba bien, pensó. Tendría muchos sitios donde esconderse…

Tropezó con algo blando e inerte en el suelo, aterrizando de rodillas y cayendo finalmente sobre el obstáculo. Era un cuerpo. Estaba tirada sobre un cadáver cuyo rostro había quedado tan cerca del suyo que incluso en la oscuridad pudo distinguir la barba gris, las gafas y las cicatrices de la enfermedad desfigurando su rostro. Tenía los ojos abiertos, como si hubiese querido continuar con la lectura. Quizá hubiese ido a aquel lugar a morir porque amaba los libros más que nada en el mundo. Qué irónico. Mel se había dirigido allí para vivir.

Si los robots de los cosechadores se lo permitían.

Había dos en el umbral. Lo que anunció su llegada no fue la oscura presencia de sus cuerpos, o el repiqueteo metálico de sus patas sobre las baldosas del suelo. De sus rostros emanaron sendos rayos de luz, cuchillos que cortaron la oscuridad para descubrir qué ocultaba bajo su manto.

Mel ahogó un gemido, rodó hasta alejarse del cadáver y, sin atreverse a ponerse en pie, se alejó marcha atrás apoyándose en sus talones y manos, como un desgarbado insecto. Pero las arañas permanecían alerta ante cualquier movimiento y sonido. Las luces se orientaron hacia ella. Una de ellas encontró el cadáver y permaneció sobre él. La otra encontró a Mel.

El destello la dejó paralizada. Ni siquiera fue capaz de sacar su pistola, aunque tampoco es que le fuese a servir de mucho contra aquellas máquinas cubiertas de acero. Si gritaba, ¿aparecería Travis, o alguien, corriendo en su ayuda? Si lo hacía, ¿qué conseguiría con ello, además de que los capturasen? Mel permaneció inmóvil y en silencio.

La araña avanzó hacia ella. Se irguió ante sus ojos. La observó con una mezcla de curiosidad e incertidumbre, mientras los datos parpadeaban en sus ojos.

Su compañera se aproximó al cuerpo del hombre, transmitiendo la impresión de tener mucho más claro cuál era su tarea. Su cabeza se inclinó, como si asintiese para dar su aprobación. Una pequeña abertura asomó por la porción inferior de la cabeza, como si fuese una boca.

Y escupió una telaraña espesa y pegajosa.

El difunto lector quedó envuelto en ella como en una red. La araña empezó a arrastrar el cuerpo hacia la puerta. Mel no tenía la menor duda de que iba a conducirlo a los contenedores. Y de allí, a las llamas.

Aquella siniestra perspectiva era más de lo que podía soportar. Cuando su potencial captor pareció tomar una decisión y activó una abertura en su cabeza, Mel gritó, se protegió con uno de sus brazos y retrocedió todavía más, esperando ser envuelta por la red de un momento a otro.

Pero no fue así. La araña no disparó nada con lo que capturarla. La abertura se cerró.

Se cerró.

De pronto, la araña se mostró totalmente indiferente hacia ella, dándole la espalda como si ya no fuese digna de su atención. Era la clase de gesto que, en el pasado, Mel hubiese encontrado indignante y merecedor de un buen reproche. Sin embargo, entonces, gritó de júbilo. Se puso en pie de un respingo, lanzó puñetazos al aire y se echó a reír de forma histérica (lo cual parecía estar convirtiéndose en un hábito). La araña siguió avanzando sin hacer una mínima pausa.

Porque no estaba interesada en ella. Como tampoco lo estaban los otros robots. ¿Por qué iban a estarlo? Su tarea consistía en reunir cadáveres para la cremación. Para eso habían sido programados, y a un nivel muy primitivo además: basándose en el movimiento y el sonido. En cuanto su presa dio señales de ambos y demostró a todas luces que estaba viva, la máquina la ignoró. No tendrían que haber salido corriendo, presas del pánico: las arañas estaban rastreando las universidades para recolectar cadáveres, no para cosechar esclavos.

Entonces sí que echó a correr por donde había venido, gritando a pleno pulmón:

—¡Trav! ¡Jessie! ¿Me oye alguien? ¡No os lo vais a creer!

* * *

Resultaba desconcertante ver a las arañas, brillantes bajo la luz de la luna, rondando sobre los venerables edificios de la universidad. Sin embargo, las deducciones de Mel parecían estar en lo cierto. Los robots se dedicaban a sus asuntos con la mecánica diligencia de un autómata y parecían más que dispuestos a dejar que los adolescentes se dedicasen a los suyos. De hecho, el número de los primeros parecía haberse ido reduciendo a medida que su tarea se volvía más redundante: en aquel lugar no había gran cosa que introducir en los contenedores.

Para cuando Antony se detuvo y anunció que la gran fachada que se extendía ante ellos pertenecía a la Universidad Wells, las arañas ya habían desaparecido por completo. Era evidente, pues, que no había ni rastro de muerte en Wells. Tampoco valiosos signos de vida.

—¿Estás seguro de que esta es la universidad correcta, Antony? —preguntó Jessica con tacto mientras exploraba el interior, oscuro y completamente inhabitado—. Parece tan desierta como las anteriores. Pero bueno, con eso de que es de noche y tal, puede que…

—Tony se ha equivocado de dirección —refunfuñó Richie.

—Pues no, Richie —dijo Antony con desdén. Después se dirigió hacia Jessica, de un modo más afectuoso—. Es aquí. Hemos llegado.

—¿Y qué hay del doctor Allerton? —dijo Mel.

—Tiene que estar —dijo Travis, llanamente.

La cena no estaba servida en los alargados salones de la universidad. No había devotos en la fría capilla. Tampoco había estudiantes caminando por los pasillos o el patio interior.

—¡Allerton! —gritó Travis de pronto, y Tilo notó un punto de desesperación en su voz—. ¡Doctor Allerton!

Ella unió su grito al de él.

—¡Doctor Allerton! ¡Hola!

Los demás también se unieron, como un coro sin melodía. Gritaron el nombre en la oscuridad como si esperasen que esta les respondiese. Hasta que finalmente lo hizo, más o menos.

—Trav, mira. —Tilo fue la primera en reparar en él.

Era un chico con el pelo castaño y enmarañado, de entre catorce y quince años de edad, por lo que podía apreciarse bajo la tenue luz, que apareció con precaución tras una columna, moviendo la cabeza y el torso arriba y abajo como un animal nervioso. Richie le apuntó con su escopeta y el chico retrocedió.

—Richie, pedazo de neandertal. —Tilo apartó la escopeta a un lado—. No pasa nada —aseguró mientras se acercaba al niño como si se aproximase a un animal tímido—. No vamos a hacerte daño. Me llamo Tilo. ¿Cómo te llamas?

El chico solo contestó con un gesto, invitándola a aproximarse antes de marcharse a toda prisa.

Tilo miró a los demás.

—¿Lo seguimos?

Mel parecía dispuesta.

—Si pretendemos que el misterioso doctor Allerton venga a buscarnos aquí, ya podemos ponernos cómodos para esperar.

Travis asintió.

—Vamos tras él.

Atravesaron un ancho pasillo hasta llegar a unos desgastados escalones de piedra.

—Genial —murmuró Richie—, ¿el chaval va a enseñarnos el sótano o qué?

Se adentraron en la subterránea oscuridad, donde ni siquiera la luz de la luna conseguía penetrar. De un momento a otro, su guía se había vuelto invisible.

—Quizá deberíamos volver. —Antony se percató de que su mano se había dirigido, de forma instintiva, hacia su subyugador—. ¿Y si es una especie de trampa?

—Estamos armados —dijo la voz de Travis desde una sombra cercana—. Pero puede que tengas razón. Así no vamos a ir a ninguna…

Un súbito destelló lo silenció. Estaba a unos treinta metros de distancia ante ellos, de modo que los adolescentes podían ver un amplio pero bajo pasillo que terminaba en un muro de piedra. La luz provenía de entre las piedras del muro, como si los bloques estuviesen unidos con luz en vez de con argamasa.

El chico de pelo enmarañado seguía moviéndose justo frente al muro, sonriendo hacia el grupo de Travis como si, por algún motivo, hubiese demostrado ser más listo que ellos. A juzgar por su aspecto, le hubiera venido bien una ducha y adecentarse un poco. Su ropa, una camiseta, un jersey y unos pantalones vaqueros, parecía haber sido pisoteada recientemente. Su piel parecía haber estado rechazando el jabón desde antes de la enfermedad.

Pero hablaba como si estuviese participando en un concurso de dicción.

—¿Conocéis la existencia del doctor Allerton? Entiendo que queréis conocerlo.

—Así es —exclamó Travis con entusiasmo—. ¿Sabes dónde está?

—Desde luego —dijo el chico que, inmediatamente después, atravesó el muro.

—Decidme que no he visto eso —dijo Richie, boquiabierto.

La cabeza del muchacho asomó de nuevo, como el trofeo decapitado de un cazador.

—Si queréis conocer al doctor Allerton, tendréis que seguirme. Es muy seguro. Un holograma. La ciencia es capaz de hacerte atravesar las paredes, ¿sabéis?

—A mí lo que me preocupa es lo que haya al otro lado del muro —murmuró Tilo.

Travis no parecía tener tantos reparos, aunque desenfundó su subyugador.

—¿Quieres saber lo que hay al otro lado, Tilo? —dijo mientras avanzaba—. Respuestas.

Fue engullido por las piedras, pero la sensación sobre su piel era como una brisa fresca. La temperatura del lugar bajó en picado; había un sistema de aire acondicionado funcionando. El otro lado del holograma no había sido diseñado para tener el aspecto de las viejas piedras. En vez de eso, imitaba las paredes metálicas de un laboratorio. El resto del entorno reveló a Travis el porqué. Ordenadores, generosas cantidades de equipamiento científico, sólidas puertas en sólidas paredes que conducían, sin lugar a dudas, a otras tantas. Pero no fueron los dispositivos de alta tecnología lo que más llamó su atención, ni la de sus cinco compañeros, que emergieron del holograma.

Fueron los otros ocupantes del laboratorio.

El chico de pelo enmarañado se había unido a otros dos adolescentes, ambos un poco mayores que los del grupo de Travis, de entre diecisiete y dieciocho años. Uno era un hombre, la otra una mujer; el chico tenía el pelo rubio muy corto, al estilo militar, y la chica era morena, con el cabello recogido en unas poco favorecedoras coletas. El chico iba vestido con pulcritud pero sin estridencias, de blanco integral hasta los zapatos, con un pliegue perfecto en sus inmaculados pantalones; su compañera iba vestida con una ropa que bien podría haber llevado su madre antes de llegar a la pubertad: un vestido que le llegaba hasta las rodillas, azul con rayas, plisado y con las mangas abombadas, calcetines blancos y sandalias.

La chica le dio unas palmadas al muchacho más joven en la cabeza, como si fuese un perro que hubiese llevado a cabo un truco con éxito. Ella y el rubio estudiaron a los seis recién llegados con indiferencia.

—¿Y bien? —dijo finalmente el chico.

—Estamos… eh… —Travis intentó sobreponerse a la confusión—. Estamos buscando al doctor Allerton.

—Felicidades, en ese caso. Lo habéis encontrado. —Los finos labios del chico esbozaron una sonrisa superficial—. Yo soy el doctor Allerton.