2

Travis recordó cómo hablaban sus compañeros de clase sobre las chicas en el colegio. «Janine Collier va detrás de ti… La tienes en el bote, tío, está como loca. ¿Cheryl Stone? Tienes más posibilidades de ligarte a Sharon Stone». Lo que decían cuando se quedaban mirándolas, con la boca abierta y los ojos como platos era: «Pero mira qué pibón. Ese culo tiene que estar entre los diez mejores del mundo… Con esas piernas que tiene, me perdía por ellas ya mismo. ¿Alison Grant? Ya te digo. Está tan buena que me bebería el agua en la que se bañase». Y cómo fardaban: «Lo hicimos, tío, de verdad. En la fiesta de Dale, en el dormitorio que tenía libre, mientras todo el mundo le daba a la priva… Su madre estaba fuera, de compras. Se fue al baño y cuando volvió estaba en cueros. No es broma… En la parte trasera del club juvenil, donde guardan las viejas mesas de ping-pong… Mientras estaba de canguro con los vecinos de al lado… Hasta el final… Dos veces… Tres veces». Anda que no fantaseaban.

Travis participaba, por supuesto. Mirar con deseo a las chicas era algo inherente a ser un adolescente y, por lo que Mel le había contado (con un casto toque de desaprobación moral, como si ella fuese inmune a dichas predilecciones), con las chicas pasaba prácticamente lo mismo. Pero si bien no le molestaba especialmente ser grosero y vulgar cuando la conversación adoptaba un tono así, generalmente prefería no hablar de sexo y chicas. Echar un polvo parecía ser el centro absoluto de la existencia de sus amigos, su única preocupación, y aunque Travis no tenía la menor intención de llevar una vida de monje, en su mente bullían otros asuntos, más oscuros y dolorosos.

Su padre, agente de policía, murió apuñalado en la calle. Su madre, viuda, pasaba las noches llorando hasta quedarse dormida. El mal que impregnaba el mundo, que rondaba por la oscuridad como una bestia a punto de abalanzarse sobre su presa. Qué podía hacer él al respecto. Cómo combatir ese mal, cómo plantarle cara. Cómo hacer que su padre se sintiese orgulloso de él.

Por ello, no era infrecuente que fantasear sobre las piernas de Alison Grant o el culo de Cheryl Stone le resultase de lo más irrelevante.

Ya tendría su ocasión, estaba seguro de ello. En algún lugar, y con alguien a quien esperaba amar.

Pero lo que no tenía previsto era perder la virginidad en la cama de un extraño muerto, en una casa en la que nunca antes había entrado y a la que jamás regresaría. Como tampoco tenía previsto que su pareja fuese una chica que había pasado la mayor parte de su vida en comunas o en el bosque con un grupo de ecoactivistas. Imaginó que sería Jessica con quien ocurriría, si no fuera tan reticente a todo lo que implicase madurar. O con Mel, si no le repeliese tanto lo masculino.

Pero fue con Tilo. Tilo era la primera. Tilo Darroway, la chica con el cabello del color de las hojas en otoño. Y se alegraba. Tilo, encontrarla, enamorarse de ella, era lo único bueno que le había ocurrido tras la enfermedad.

Tras abandonar la cama, Travis se dio cuenta de que no podría separarse de ella, algo que ya sabía antes de aquella noche, pero que reafirmó en aquel instante. La estudió, dormida hecha un ovillo. Las sábanas se habían deslizado hasta descubrir su cuerpo. Estaba desnuda, vulnerable, perfecta. Pero su corazón albergaba tanta emoción como miedo: ¿y si algo acababa saliendo mal entre ellos?, ¿y si perdía a Tilo? Si eso llegase a ocurrir, Travis no se imaginaba capaz de seguir adelante.

Pero no iba a ocurrir. Nunca.

—¿Me estás mirando, Travis? —Tilo sonreía, con los ojos abiertos.

—Creo que la palabra adecuada sería «admirando».

—Pues no lo hagas, que es de mala educación. —Tilo rio y se estiró—. ¿No ves que no estoy vestida?

—No te preocupes por eso —respondió Travis—, yo tampoco.

—Ya veo, ya. Quizá deberíamos abrazarnos para no coger frío.

—Me encantaría, Tilo… —Travis suspiró y miró por la ventana hacia el mundo que se extendía ante él—. Pero tenemos que ponernos en marcha. Quiero llegar al próximo Enclave cuanto antes.

—Me parece bien, Trav, pero una cosa —le recomendó Tilo desde la cama—: antes ponte unos vaqueros, ¿vale?

* * *

No tuvieron que decir nada. Era evidente a ojos de los demás que Travis y Tilo habían decidido dar un paso adelante en su relación. Mel silbó y aplaudió cuando aparecieron por las escaleras.

—Damas y caballeros, les presento a la parejita feliz.

Jessica abrazó a Tilo cuando Travis no miraba.

—Me alegro un montón, Tilo. Travis es el mejor.

Mientras Tilo no miraba, abrazó a Travis.

—Me alegro un montón, Travis. Tilo es un encanto.

Entremedias, cuando él no miraba, volvía sus ojos hacia Antony con una curiosa mezcla de duda y deseo, de anticipación y aprensión. Este estrechó con discreción la mano de Travis, le dio una sobria enhorabuena y le dijo que confiaba en que hubiesen tomado precauciones.

Richie, más callado y ofuscado de lo habitual, fue el único que no hizo la menor referencia a las actividades nocturnas de Travis y Tilo, por evidentes que estas fuesen. Se limitó a colocarse la capucha de la sudadera, a tirar hacia abajo de la visera de su gorra y a repantingarse en su asiento mientras se dirigían hacia el Enclave.

Le tocaba conducir a Travis. Habían adoptado un sistema que seguían a rajatabla, salvo en casos de emergencia, mediante el cual todos los miembros del grupo se iban turnando al volante para, con el tiempo, adquirir confianza y habilidad. Antony se sentó al lado de Travis, en el asiento del copiloto, mientras leía el mapa.

—Creo que será mejor que no salgamos de las carreteras secundarias —aconsejó—. Así tendremos menos posibilidades de encontrarnos con los cosechadores.

—Sí. Y más de perder el tiempo —dijo Travis—. A esta hora ya habríamos llegado al Enclave si alguien no hubiese decidido ayer que era necesario hacer una parada.

—Bueno, pues si no se me hubiese ocurrido —replicó Antony, como si le molestase la observación—, alguien no se hubiese levantado con una sonrisa esta mañana.

—Eh, los de delante —dijo Mel desde atrás—, ¿es que vais a pelearos a bolsazos? Porque empezáis a sonar como un par de viejas.

—Antony solo está haciendo una sugerencia, Trav —observó Jessica.

—Y Travis solo la está rechazando —añadió Tilo.

—¡Y a nosotros nos va a caer un marrón bien gordo si no salimos de esta carretera ahora mismo! —gritó Richie, rompiendo el voto de silencio que se había impuesto a sí mismo. Y no le faltaban motivos.

Por encima de los campos que se extendían a ambos lados pasó un recolector, surcando el cielo. Otra nave alienígena lo seguía de cerca. Ambas tenían el mismo estilo característico, la hoz argéntea de los cosechadores, pero sus tamaños eran distintos. Los recolectores despegaban desde hangares en el interior de naves nodrizas mucho más grandes, como la Furion, y del interior de los recolectores surgían unos vehículos aún más pequeños que, pese a todo, eran capaces de volar… como en aquel instante. Los paneles del tren de aterrizaje se replegaron y del interior de la nave surgieron vainas de batalla como burbujas sopladas por un niño. Vainas de batalla, ovaladas, la mitad inferior metálica, transparente la superior, cada una de ellas pilotada por un guerrero de los cosechadores, liberadas con el propósito expreso de cosechar esclavos humanos y conducirlos a los criotubos. Los seis adolescentes ya conocían aquella situación, pero estar familiarizados con ella no la hacía más agradable.

—Travis, los árboles. Ve bajo los árboles.

Estos, que se esparcían en torno a la carretera, conformaban la cobertura más cercana.

—Ya voy.

Travis y Antony no discutieron acerca de aquella decisión. El primero pisó el acelerador a fondo hasta llegar a la arboleda y después frenó en seco. Todos sus ocupantes se bajaron del coche. El recolector se encontraba a una distancia más que segura para ellos, pero aún corrían el riesgo de ser detectados por las vainas de batalla que sobrevolaban la zona. Tenía que dar la impresión de que el coche había sido abandonado y los adolescentes tenían que desaparecer por completo. Por suerte, la hierba de la zona era alta, como verdes espigas de trigo mecidas por la brisa: el grupo de Travis se lanzó de un salto hacia el verde y desenfundó las armas.

—¡Trav! —siseó Mel entre dientes a la vez que señalaba en dirección al recolector.

Por eso había desplegado las vainas de batalla: un pequeño grupo de jóvenes, de entre veinte y treinta años, habían cometido el error de viajar por campo abierto, siendo detectados por los cosechadores, que no tuvieron reparos en hacer una pausa en el camino para capturarlos. Los chicos se dispersaron en cuanto vieron a los alienígenas, pero no iba a servirles para nada.

—No tienen adónde huir —gimió Tilo.

—Y aunque hubiese un lugar, no llegarían —dijo Travis.

—No pienso ver esta mierda —protestó Richie.

De las veloces vainas de batalla emergieron destellos de energía que abatieron a los desesperados jóvenes antes de que la mayoría llegase siquiera a proferir un grito.

—Por lo menos… por lo menos no están muertos —dijo Jessica para consolarse cuando cayó el último de los muchachos.

—No tardarán en desearlo —murmuró Mel, sombría, recordando las celdas de la Furion y la futura vida de esclavitud que le había anticipado el programa de realidad virtual.

—Tendríamos que haber hecho algo —dijo Tilo—. Deberíamos haberlos ayudado… de algún modo.

—No podemos. —Antony esbozó una agria mueca de impotencia.

—A lo mejor sí podemos —le contradijo Travis.

El muchacho rubio frunció el ceño.

—¿Contra unas vainas de batalla? Travis…

—Contra las vainas no. —Sus ojos azules se entrecerraron—. Contra los propios cosechadores.

Porque las naves ovaladas estaban aterrizando. De ellas emergieron cosechadores vestidos de negro, riendo, felicitándose entre ellos. Tanteando los cuerpos con sus botas. Algunos incluso se quitaron los cascos y esbozaron amplias sonrisas con aquellas bocas parecidas a tajos sangrantes.

Travis apretó los dientes.

—Me parece que se creen que el planeta ya es suyo. —Apuntó con su subyugador hacia el grupo de cosechadores.

—Naughton —asintió Richie—, me gusta cómo piensas. —Él también apuntó con su escopeta—. Vamos a darle una lección al protagonista de El último mohicano.

Antony sujetó el cañón de la escopeta de Richie y del subyugador de Travis simultáneamente.

—Pero ¿es que os habéis vuelto locos? ¿Qué creéis que estáis haciendo?

—Cargarnos a unos cabrones alienígenas —contestó Richie.

—¿Sí? A mí me parece que lo que vais a hacer es invitar a los alienígenas a que se nos echen encima. Si disparáis, vais a conseguir que nos encuentren.

—Antony —protestó Travis—, no puedes ganar una guerra sin enfrentarte al enemigo.

—Ni tampoco con gestos inútiles y suicidas —insistió Antony—. ¿Cuántos alienígenas creéis que podéis matar Richie y tú, o incluso todos nosotros, antes de que el resto acabe con nosotros o alerte al recolector? De hecho, como si el cosechador no fuese a sospechar que algo va mal y a investigarlo inmediatamente si los guerreros empiezan a caer sin motivo aparente. No estarás sugiriendo que también nos ocupemos del recolector, ¿verdad?

—Vale. Vale. —Travis bajó su subyugador a regañadientes.

—Defenderse está bien, Travis. Pero hagámoslo cuando al menos tengamos la oportunidad de salir ganando.

—He dicho —dijo Travis, visiblemente molesto— que vale.

—Joder —contribuyó Richie—. Tenía a uno de esos cabrones en el punto de mira.

—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Tilo.

—Lo que ha dicho Antony —murmuró Travis—. Absolutamente nada. —Le irritaba tener que darle la razón al delegado del colegio Harrington… Él, Travis, era el líder del grupo, después de todo. Pero lo que le frustraba todavía más era el hecho de que, en el fondo, en aquella ocasión Antony estaba en lo cierto.

El recolector se puso en marcha en cuanto las vainas de batalla hubieron terminado su trabajo. Se desplazó hasta sobrevolar los cuerpos de los jóvenes y, desde su sección inferior, emitió un haz de brillante luz blanca que los bañó a todos. Envueltos en aquella luminosidad y aún inconscientes, los niños se irguieron hasta quedar de pie, como si se estuviese reproduciendo su caída marcha atrás. Se volvieron livianos, tan insustanciales como el aire en el que pasaron a flotar, arrastrados de forma inexorable hacia la panza del recolector. Como almas, pensó Mel, ascendiendo al cielo, y aquel pensamiento la emocionó sin que pudiese explicar por qué. Pero, por supuesto, en realidad no era más que el rayo tractor de los cosechadores haciendo su trabajo.

Desvalidos, desesperanzados, los adolescentes siguieron observando cómo se producía la abducción.

Pero Travis juró que no sería siempre así. No podía serlo. No lo permitiría. Tenía que haber algún modo de derrotar a los alienígenas, y lo encontrarían en el Enclave.

* * *

Ella había prometido que el espíritu de Darion perduraría, y lo prometió con todo su corazón. Pero ¿a quién pretendía engañar? Como decían los cosechadores, el guerrero que se miente a sí mismo no merece recibir ese nombre.

Poco a poco, Dyona iba perdiendo fuerza. Día tras día, su vida a bordo de la nave insignia Ayrion III se hundía progresivamente en una pesadilla. Estaba rodeada de cosas horribles. Las celdas para esclavos, llenas hasta los topes con mercancía en potencia. Los evaluadores, que procesaban a los cautivos a contrarreloj, determinando qué sujetos eran viables, capaces de superar el impacto emocional y psicológico que suponía una vida de esclavitud en un planeta tan lejano al suyo… y cuáles no lo eran. A estos últimos les esperaban las celdas de desechos, en las que gritarían cuando estas llevasen a cabo su función. Y la vasta cámara de almacenamiento de criotubos, con cientos de tubos largos y transparentes en los que trasladar a aquellos esclavos terrícolas que sí pasaban la prueba, cuyos cuerpos permanecerían en el interior de aquellos cilindros, dormidos y en silencio.

Los recolectores no tardarían en transportar la última remesa de mercancía a una de las crionaves que orbitaban el planeta, desde donde sería enviada a la lejana galaxia y puesta en venta en los bulliciosos mercados del mundo natal de los cosechadores. Mientras tanto, los recolectores podían regresar a sus naves nodrizas, llevando consigo nuevos cuerpos para los criotubos vacíos. El proceso comenzaría de nuevo, y continuaría, una y otra vez, hasta que la cosecha de más terrícolas se considerase poco rentable. Solo entonces abandonarían los cosechadores el planeta, dejándolo saqueado y despoblado. Y se pondrían en marcha hacia el siguiente. Con Dyona, sin lugar a dudas, entre ellos. Era una pesadilla que la consumía un poco más cada instante.

Lo más inquietante y perturbador de todo era que, con Darion muerto, no quedaba nadie que compartiese su punto de vista. Los otros cosechadores no veían la esclavitud como una atrocidad moral y cultural, como ella. En vez de eso, la consideraban una práctica justa y natural en la que los fuertes explotaban a los débiles por su derecho de nacimiento, en un universo dividido de forma implacable e irrebatible entre especies superiores e inferiores, entre conquistadores y conquistados, entre líderes y liderados. Muchos cosechadores, especialmente aquellos procedentes de linajes de poco renombre, se conformaban con llenarse los bolsillos con los beneficios de aquella práctica comercial y no pensaban en las implicaciones filosóficas de su conducta. Sin embargo, muchos más, sobre todo entre la élite (las Mil Familias que constituían la clase gobernante de los cosechadores, cuyos linajes podían trazarse hasta los padres fundadores de la especie), veían la esclavitud como una cruzada. Para ellos, los cosechadores eran la raza dominante, y era su deber y un honor demostrar todas las facetas de su supremacía sobre las lamentables y primitivas civilizaciones que iban a dominar, sin que estas pudiesen impedirlo. Por ello, llevaban a cabo sus incursiones de forma absolutamente implacable y con un gran placer. Era un esquema mental que Dyona no alcanzaba a comprender, que encontraba brutal, retorcido y demencial. Y, pese a ello, en ese aspecto su opinión era minoritaria. En la mayoría de las culturas con las que se había encontrado, un individuo cuyas creencias se desviasen de los valores más característicos de su cultura corría el muy probable riesgo de ser tachado de loco y encerrado. En otras, sin embargo, una voz solitaria predicando en el desierto era vista como la de un vidente, un profeta, un portavoz de la verdad.

Dyona se preguntó en cuál de las dos opciones encajaría mejor.

Quizá ser reasignada a otro lugar contribuyese a restaurar su cordura. La Ayrion III se encontraba en las afueras de la ciudad inglesa de Óxford, cosa que en Dyona, como alienóloga que era, despertó una gran expectación. Óxford era uno de los centros educativos e intelectuales más importantes entre los terrícolas, no solo en aquella pequeña e irrelevante isla, sino en todo el mundo. Esperó con anticipación la oportunidad de explorar las universidades de la Tierra, explorar sus bibliotecas y estudiar sus edificios, sus artefactos. No le importaba que su función oficial fuese emitir pruebas científicas de la inferioridad cultural, social y racial de los alienígenas. Ella tendría la oportunidad de investigar la civilización terrícola de forma imparcial, por el mero hecho de aprender, sin emitir juicio alguno. Todo conocimiento era bueno, incluso si era adquirido en un planeta alienígena. Tanto Darion como ella creían firmemente en ello. Era lo que más les gustaba del otro.

Pero Darion estaba muerto. Ojalá su padre también lo estuviese. Gyrion, un fanático de la causa de los cosechadores, se había vuelto aún más radical tras la muerte de Darion. Planeaba supervisar las investigaciones de Dyona en Óxford con más celo y rigor del que ella esperaba, permitiéndole incluso menos licencias de las habituales. Daba la impresión de que iba a negarle hasta el consuelo de verse inmersa en los misterios de una gratificante cultura no relacionada con los cosechadores.

Entonces, ¿solucionaría algo pedir una reasignación? Dudó que así fuese, lamentablemente. De entrada, era muy poco probable que Gyrion le diese permiso, no sin formular un montón de preguntas antes, y tal y como se sentía en aquel momento, sola, desesperada, corría el riesgo de que se le cayese su careta de obediencia y adhesión a las normas. Y eso sí que no sería nada bueno. Era más sensato permanecer donde se encontraba y poner buena cara al mal tiempo. Por lo menos, Gyrion no tenía previsto acompañarla personalmente a su expedición a Óxford. Los droides araña habían limpiado la zona, incluyendo la ciudad universitaria, de cadáveres terrícolas para que estos no extendiesen enfermedades hacia las poblaciones en las que aún había que cosechar, lo que significaba que tanto ella como su expedición podrían salir como muy pronto al día siguiente y, con toda certeza, al cabo de dos.

Dyona estaba decidida. Le faltaba tiempo para marcharse. Un segundo lejos de Gyrion y de la Ayrion III era un segundo bien empleado. Pero antes…

—Mi señora. —Su leal sirviente apareció, oportuno, para recordárselo.

—Lo sé, Etrion. —Dyona miró hacia abajo, contemplándose. Aquel no era un día para vestir armadura. Las vaporosas prendas doradas con las que guardaba luto tenían un reborde azul, el color de la muerte para los cosechadores.

—La esperan en la cámara de los ancestros, mi señora.

La ceremonia de trascendencia de Darion estaba a punto de empezar.

* * *

—¿Estáis seguros de que vais bien, chicos? —preguntó Mel desde el asiento trasero del coche—. Porque estamos tardando un montón en ir a por una pizza.

—Normalmente, las instalaciones científico-militares de alto secreto no se encuentran en zonas muy pobladas, Mel —dijo Antony por encima del hombro.

—Gracias, profesor Clive.

Mel devolvió su atención al paisaje. No era memorable. Travis conducía a través de una rudimentaria carretera en permanente cuesta abajo situada entre dos empinadas paredes de roca. Las ruedas soltaban nubes de polvo que flotaban en el aire como humo blanco. No había ni rastro de vida o actividad humana.

—Trav, ¿es necesario ir tan deprisa? —preguntó Jessica, nerviosa.

Mel centró la crítica en el entorno.

—A ver, de verdad. Esto es como el decorado de los viejos capítulos de Dr. Who, de los años setenta, cuando todos los planetas alienígenas parecían canteras y todas las razas alienígenas consistían en tres gordos con peluca vestidos de látex que hablaban como si hubiesen sido educados en el prestigioso colegio Eton.

—Ojalá fuesen esos los únicos alienígenas de los que tenemos que preocuparnos —observó Tilo.

—Pues a mí lo que me gustaría es que este maldito coche fuese como la nave Tardis, más grande por dentro que por fuera —refunfuñó Richie. Se revolvió en su asiento, incómodo—. Si quieres sentarte en mis rodillas, Morticia, al menos pregunta primero.

—Dejad de protestar —dijo Travis de pronto—. Pararemos en un rato y entonces podréis bajar. Ya deben de habernos visto. Seguro que tienen sistemas de vigilancia y rastreo por todas partes, puede que incluso algún ojo vigía. —Miró hacia el cielo, como si esperase que uno de aquellos orbes flotantes apareciese de un momento a otro. Se llevó una decepción—. Habrán visto que somos inofensivos.

Una vez llegó a su destino, la carretera dejó de existir. Las paredes de roca se separaron y los adolescentes se encontraron en el corazón de una cantera industrial. No había ningún otro acceso.

—Ah, genial —gruñó Richie—. Un callejón sin salida de los gordos. —Tiró de la manilla de la puerta en cuanto Travis empezó a frenar—. Bueno, por lo menos… —Y a punto estuvo de caerse del coche cuando su compañero aceleró de nuevo—. Pero ¿qué…?

—Allí. Allí. ¿Podéis verlo? —dijo Travis mientras señalaba hacia el parabrisas.

En una de las rocosas caras de la cantera había un rectángulo negro, demasiado bien delimitado como para ser natural.

—La puerta del Enclave. —Travis se dirigió hacia ella—. Nos han visto. La han abierto para nosotros. —No podía dejar de sonreír. Todo iba a salir bien.

Pero se equivocaba.

Resultó obvio desde el momento en el que el coche se detuvo y nadie salió del túnel adonde conducía la entrada para saludarlos; ni un soldado con un arma automática de esas que tanta seguridad proporcionaban, ni un científico con una bata de laboratorio y la solución al problema de los cosechadores. La entrada estaba abierta como la boca de un cadáver, como El grito de Munch.

Como la oscuridad que vio Travis cuando cerró los ojos y gritó de rabia.

* * *

Dyona no creyó apropiado indicar al comandante de la flota Gyrion las similitudes entre la ceremonia de trascendencia de los cosechadores y las costumbres funerarias de los terrícolas. La verdad era que todas las civilizaciones de la galaxia aceptaban el valor de algún tipo de ritual para conmemorar la pérdida de un ser querido. Lo que le sugería a Dyona que las diferencias entre especies inteligentes eran tan superficiales como la pigmentación de la piel, teniendo en cuenta las similitudes en la concepción de experiencias universales como el nacimiento, el sexo y la muerte. Lo que a su vez sugería que las razas podían aprender mucho unas de otras. Pero aquel tampoco era el momento para mencionarlo.

La congregación mantuvo un respetuoso silencio en la abovedada cámara de los ancestros mientras los sacerdotes conducían la ceremonia con sus letanías. Tal y como estaba establecido, el féretro se encontraba sobre un alto podio en el centro de la habitación, en torno al cual caminaban sacerdotes ataviados de azul para simbolizar el inexorable paso del tiempo. En torno a los sacerdotes, los asistentes al funeral formaban otro círculo estático y más amplio y, desde los arcos de la cámara y las grecas de las paredes, a una gran distancia del fallecido (tanto en espacio como en tiempo), las efigies y delineaciones de los venerados ancestros de los cosechadores observaban el rito, como si quisiesen cerciorarse de que se llevaba a cabo de acuerdo a la tradición.

No era así, exactamente. El féretro debía contener el cadáver del fallecido, pero aquel día no había un cuerpo en su interior. A bordo de la Furion no se encontró ni un resto atribuible a Darion. Su ataúd estaba vacío, lo que le había costado a Murion una degradación de rango. Dyona agradecía en secreto que no hubiese un cuerpo. No porque tuviese la más remota esperanza de que su prometido hubiese sobrevivido de algún modo a la destrucción de la nave, sino porque, de ese modo, Darion no participaría en una ceremonia que despreció en vida.

Los sacerdotes continuaron con la ceremonia con la esperada normalidad.

—Celebrar la liberación de lord Darion de los grilletes de la carne, su manumisión de las ataduras del tiempo. Y, mientras su alma se alza ahora para unirse a los espíritus de sus ancestros y el tótem de su linaje, reflexionemos con gratitud y orgullo sobre las hazañas de esta noble vida…

Dyona volvió a sentir el pesar extendiéndose en su interior. No pudo contener un sollozo. Darion. Recordó cómo alardeaba ante él cuando se unió al proscrito movimiento disidente, cómo se jactaba de que a partir de ese momento iba a llevar a cabo acciones directas para sabotear las cosechas de esclavos y proteger a los alienígenas, incluso si eso significaba incitar o participar en actos violentos contra su propia gente, a la que aborrecía. Recordó haber considerado lo emocionante que sería llevar a cabo algún que otro acto de terrorismo. Y recordó cómo se burló de Darion por su prudencia y su reparo a la hora de defender de forma activa a los alienígenas. Ella creía ser más fuerte, más concienciada que Darion, más valiente que su prometido, pero se equivocaba. Era inmadura. Frívola. Era Darion el que había tenido el valor de sacrificarse, y ella ya no era nada sin él.

—Y así pronunciamos juntos las palabras que se nos han enseñado: hijo de Ayrion, camina con Ayrion…

Dyona deseó que no fuese así, por los dioses. Puede que Darion perteneciese al linaje de Ayrion, el héroe de los cosechadores, pero despreciaba a su ancestro y todo aquello que representaba. Ella sentía la misma repulsa hacia el linaje de Lyrion.

¿Dónde se encontrarían Travis Naughton, Antony Clive y Melanie Patrick, los jóvenes terrícolas a los que habían ayudado? Dyona preferiría estar con ellos que con su propia raza. Rezó por que estuviesen a salvo.

—Darion, hijo de Ayrion, nacido del más noble linaje de todos, tu tiempo entre nosotros ha concluido. Trasciende ahora los límites de esta vida y asciende hasta llegar al sagrado abrazo de tus ancestros.

Una luz azul irradió el ataúd desde arriba, haciendo que levitase desde el podio hasta conducirlo al techo abovedado, donde un portal se abrió para recibirlo. Todo ello denotaba que el difunto aceptaba viajar al más allá, o eso se decía.

En opinión de Dyona, era un gesto vacío para una caja vacía. Ojalá fuese la sociedad de los cosechadores la que estuviese muerta.

Una vez desapareció el objeto central de la ceremonia, a Dyona le dio la impresión de que los rostros de los ancestros esculpidos y pintados estaban vueltos hacia ella, mirándola como si escudriñasen sus más íntimos y traicioneros pensamientos.

No le importaba. Los cosechadores de siglos pasados no significaban nada para ella. Ya no se sentía parte de su raza, no veía a sus miembros, vivos o muertos, como iguales. Todos ellos le parecían alienígenas, una especie a la que no pertenecía.

De algún modo, Dyona deseaba ser humana.

* * *

—Así que seguiremos avanzando. No nos detendremos. —Travis adornaba sus palabras mientras daba vueltas en círculos sin parar por la sala de control. Los demás estaban quietos, sentados sobre las sillas en las que, en el pasado, se sentaron los técnicos a trabajar en los ordenadores y consolas que había ante ellos—. Si aquí no hay nada, buscaremos en el próximo Enclave.

—En eso de que aquí no hay nada para nosotros sí que estoy de acuerdo —dijo Mel, enérgica.

Como temían desde el principio, aquel Enclave también estaba desierto, abandonado. Unos pocos cadáveres putrefactos aquí y allá eran la única prueba de que llegó a estar ocupado por seres humanos. Aunque constaba de las tres plantas que los adolescentes ya conocían (militar, científica y de descanso y ocio), había poco que mereciese la pena en ellas. Todo equipamiento portátil había desaparecido. No iban a poder ampliar su limitado arsenal, para desgracia de Richie. Por lo menos, aún había energía, pero las pantallas de los ordenadores de la sala de control estaban tan vacías como los ojos de un ciego.

—La verdad es que encontrar un lugar como este es algo decepcionante —admitió Travis.

—«Algo», dice —gruñó Richie—. Es como montar una fiesta y que no venga nadie.

—Pero no podemos venirnos abajo. No podemos rendirnos.

—¿Por qué?

La pregunta le resultó tan impactante como decir una palabrota en una oración, y el hecho de que la hubiese formulado quien la formuló la hacía aún más inesperada. Todos se volvieron hacia Antony Clive.

—¿Que por qué no? —repitió Travis con incredulidad.

—No me refiero a rendirnos en el sentido de entregarnos a los cosechadores. Es solo que… ¿por qué no podemos dejar de recorrer el país en busca de algo que puede que no encontremos jamás y que no estamos seguros de que exista siquiera? Cada vez que conducimos tenemos más papeletas para que un recolector o una patrulla de vainas de batalla nos detecten. Mira lo que pasó antes. Tenemos suerte de…

—No —se limitó a decir Travis—. No podemos detenernos. Sé que seguir buscando es peligroso, pero la recompensa hace que el riesgo merezca la pena.

—¿Y cuál es esa recompensa, Naughton? —dijo Richie.

—Ya lo sabes. —Los ojos azules de Travis brillaban de rabia—. Aunque haya quien opine lo contrario —dijo mientras lanzaba una mirada de reojo hacia Antony—, tarde o temprano encontraremos el modo de derrotar a los cosechadores.

—«Tarde o temprano», dice este. —Richie se encogió de hombros—. A mí me parece que va a ser tarde o nunca.

—Trav —intervino Mel—, entiendo lo que quieres decir, pero hasta ahora no hemos conseguido nada, ¿no es verdad? Y, quiero decir, pongamos que hay otro Enclave operativo y con capacidad de defenderse. En ese caso se las apañará con o sin nosotros, ¿verdad? Quiero decir, ¿qué diferencia podemos suponer nosotros seis?

—Una sola persona es capaz de marcar la diferencia, Mel —dijo Travis.

—Travis tiene razón —le defendió Tilo.

Pero a Mel no la convenció.

—En principio, puede. En un mundo ideal. Pero este mundo está condenado. Para ser realistas, no tenemos ninguna oportunidad contra los cosechadores.

—Entonces ¿adónde vamos, Melanie? —Le dolía que Mel le estuviese llevando la contraria—. Si es que vamos a alguna parte. ¿O propones que nos quedemos aquí sentados sin hacer nada durante el resto de nuestras vidas?

—De hecho, quedarnos así tanto tiempo sería un poco extremo, Travis —dijo Antony—, pero por lo demás…

—¿Qué?

—Creo que deberíamos quedarnos aquí, ocultos y a salvo. Durante un tiempo, al menos, hasta que tengamos una idea más clara de cómo se están desarrollando los acontecimientos, de si hay una resistencia organizada por parte de los adultos contra los cosechadores.

—¿Que nos quedemos aquí, Antony?

—Puede que incluso podamos reclutar a otros, como hicimos en Harrington, organizarnos, establecer normas, formar una comunidad…

—¿Aquí? ¿Cómo? ¿Escondidos bajo tierra como ratas? —Travis no daba crédito a lo que oía—. Tenemos que plantar cara a los cosechadores, no escabullirnos como unos malditos roedores.

—No te enfades, Trav —le dijo Jessica, visiblemente dolida—. Creo que a Antony no le falta razón. Si pudiésemos hacer una pausa, descansar un tiempo…

—Yo también estoy con Tony, Naughton —dijo Richie.

—Me importa un carajo con quién estés. ¿Tilo?

—¿Tienes que preguntarlo, Travis? —Esbozó una comprensiva sonrisa.

—¿Mel?

—Lo siento, Trav. Esta vez no. No si podemos depender de algo más sustancioso que la fe.

—Bien… bien, estupendo. Fantástico. —Era posible que el mareo que estaba sintiendo se debiese a las incesantes vueltas en círculo que había dado en torno a la habitación. Sabía que sonaba infantil y petulante, pero no podía evitarlo. Demasiada tensión—. Podéis decir lo que os dé la gana. No supone ninguna diferencia. Soy el líder de este grupo y, mientras lo sea, plantaremos cara a los cosechadores cueste lo que cueste.

—En ese caso —dijo Antony—, puede que necesitemos a un nuevo líder.

Travis le señaló con un dedo acusador.

—Así que es eso, ¿eh, Antony? Con eso de «un nuevo líder» te refieres a ti mismo, cómo no.

A Antony le sorprendió llegar a aquella conclusión, pero sí, sí que se refería a sí mismo. No tenía previsto desafiar a Travis por el liderazgo del grupo, solo sacar a colación un asunto importante que consideraba que debía ser discutido, pero…

—¿Por qué no? Estoy cualificado. —Cuando el personal del colegio sucumbió a la enfermedad, cuando los estudiantes necesitaron una figura de autoridad que los guiase, el director Stuart lo escogió a él.

—Sí, efectivamente. Fuiste delegado del colegio Harrington. —Travis sabía que no debía descargar sus frustraciones sobre los demás (su padre nunca lo hubiese hecho), pero eso tampoco podía evitarlo—. Y lo hiciste tan bien que la última vez que vi ese sitio lo habían reducido a cenizas.

—¡Travis, eso no es justo! —gritó Jessica.

—¿Cómo te atreves? —tronó Antony.

—¿Me lo parece a mí o Naughton tiene un rebote de los buenos? —dijo Richie con una risita, y miró a Tilo.

—¿Cómo te atreves? —Antony se había puesto en pie, enfrentándose a Travis cara a cara—. ¿Estás insinuando que la destrucción de Harrington tuvo algo que ver conmigo?

—Solo estoy repasando tu currículum como líder, eso es todo.

—Vale, pues echemos un vistazo al tuyo. Vamos a comprobar a quiénes consideras dignos de tu confianza, por ejemplo. Ya sabes, como ese que nos traicionó a los alienígenas y estuvo a punto de matarnos a todos. ¿Te viene a la cabeza algún nombre?

—No metas a Simon en esto.

—No haber metido tú a Harrington.

—Venga, chicos —suspiró Mel—, ¿no podemos discutir sin tanta testosterona?

—Que Antony retire lo dicho —dijo Tilo.

—Empezó Travis —dijo Jessica.

Las dos chicas se pusieron en pie.

Richie estaba reclinado sobre la silla con las piernas estiradas y las manos tras la cabeza.

—Chicas, si queréis pelearos, por mí no os cortéis. Pero eh, Naughton, Tony, como sigáis gritando, los cosechadores os van a oír y entonces sí que no va a importar un carajo quién sea el líder.

—Tienes un problema de criterio, Travis —continuó Antony—. Muchas veces tomas decisiones basadas en lo que quieres creer, en aquello que te gustaría que fuese real, independientemente de que lo sea.

—Lo importante es creer en algo, Antony. El liderazgo es algo más que establecer turnos y distribuir camas.

—Eh, ¿chicos? —Era Mel, que permanecía ajena a la discusión mientras observaba uno de los ordenadores.

—El liderazgo es anteponer el grupo a uno mismo, Travis. Y tú pareces guiarte exclusivamente por tus propios intereses.

—Combatir a los cosechadores debería ser del interés de todos, Antony. A menos que tu educación de clase alta no te haya enseñado algo tan sencillo.

—Ah, la tediosa envidia de los alumnos de escuela pública. Ya tardaba en apare…

—¡Chicos! —Mel pensó que en aquella ocasión debía hacerse oír—. Mirad.

A la pantalla. Que se había activado de pronto, mostrando unas palabras claramente legibles: «¿Recibe alguien este mensaje? Por favor, respondan. ¿Recibe alguien este mensaje? Por favor, respondan». El silencio se adueñó de la sala de control.

—No estamos solos —dijo Mel.

* * *

Aparcaron las disputas, al menos por el momento. Cuando Mel dejó paso a Travis para que se sentase ante el ordenador, nadie protestó, ni siquiera Antony. Todo el mundo se arremolinó a su alrededor mientras se disponía a dialogar con el misterioso contacto.

—¿Y si es una especie de trampa, Trav? —preguntó Jessica, preocupada—. Mamá y papá siempre me decían que anduviese con cuidado en los chats.

—Pero esto no es un chat, Jessie —dijo Travis—. Sea quien sea el que esté enviando este mensaje, sabe conectarse a una red militar. Y, en cualquier caso, no creo que los cosechadores necesiten utilizar trucos y engaños. No cuando tienen vainas de batalla. —Travis miró hacia arriba. Se arrepentía de lo que había dicho sobre Harrington al calor de la discusión—. Antony, ¿tú qué opinas?

—Estoy de acuerdo. Adelante, Travis.

«Hemos recibido el mensaje. ¿Quién es?», escribió.

«Soy el doctor Crispin Allerton. ¿Con quién hablo?».

—Así que es humano. —Tilo sonaba esperanzada.

—O eso dice —replicó Mel.

—Con un nombre como Crispin —comentó Richie—, no creo que sea del todo humano.

—Pero es un doctor. ¿Será un científico, como la doctora Mowatt? —La voz de Jessica también expresaba una creciente expectación—. ¿De otro Enclave? Travis, tenías razón. —Le apretó los hombros, pero apartó las manos en cuanto notó lo tensos que estaban.

—No, todavía no. Pero creo que será mejor que me presente…

—Di que eres un adulto, Travis —le aconsejó Antony—. Si cree que está hablando con adolescentes, puede desconectarse.

—Vaya, eso sí que no se ve en los chats —observó Mel.

Travis asintió.

—Buena idea.

«Soy el capitán Travis Naughton, del Ejército británico», escribió.

La respuesta apareció casi de inmediato.

«Me alegro de haber contactado con usted, capitán Travis Naughton».

«Igualmente», tecleó Travis.

«Capitán Naughton, ¿a cuántos hombres tiene al mando?».

—Al mando, dice —comentó Antony—. Está hecho un optimista.

—Como yo —dijo Travis con una sonrisa.

«Cincuenta».

«¿Armados y capaces de desplazarse?».

«Sí. ¿Por qué? ¿Necesitan ayuda?».

—Recemos porque no sea así —murmuró Antony.

«Capitán Naughton, mis colegas y yo podemos ayudarles más de lo que ustedes pueden ayudarnos a nosotros».

«¿A qué se refiere?».

—Esa no se me hubiese ocurrido, Trav —dijo Mel, divertida. Tampoco esperaba la respuesta del doctor Allerton, y no fue a la única a la que dejó boquiabierta.

«Mis colegas y yo hemos descubierto el medio para aniquilar a los invasores alienígenas de una vez por todas».