Djoser reunió a su estado mayor. No le gustaba lo que se avecinaba. En esta ocasión, no era un enemigo exterior al que debía combatir, sino a egipcios. Desde luego, ya había ocurrido en el pasado, en la época de Peribsen, pero no podía dejar de pensar que muchos hombres iban a perecer por servir a la gloria de algunos iluminados sedientos de poder.
En la gran sala de palacio, Djoser escuchaba atentamente las sugerencias de sus generales. La situación no era muy brillante. A pesar de la aportación de las milicias de los nomos atravesados desde Yeb, las tropas de Nekufer seguían siendo cuatro veces más numerosas que las suyas. Lógicamente, iban derechos a la derrota. Por un momento pensó en dirigir a su tío un desafío personal. Semuré le hizo observar que Nekufer nunca aceptaría semejante propuesta cuando tenía una superioridad numérica irrefutable. Sólo quedaban el valor y la decisión de los guerreros, y la habilidad estratégica de sus jefes. Los soldados, instalados en Tis hacía varios días, habían tenido tiempo para familiarizarse con el lugar. Pero era una baza de escasa envergadura.
Cuando al fin los generales se retiraron, Imhotep se quedó con Djoser, que se volvió hacia él y declaró:
—Me temo lo peor, amigo mío. ¿Cómo vencer a un enemigo que goza de tanta superioridad?
Imhotep guardó un breve silencio y luego dijo:
—Tal vez haya un medio.
—¿Cuál?
—Has decidido salir al encuentro de Nekufer. Es un error.
—¿Cómo actuar de otro modo sin condenar Tis a la destrucción? —suspiró Djoser—. Si nos quedamos en la ciudad, será destruida. Sus murallas no podrán resistir el asalto de semejante ejército.
—Por los dioses, hijo mío, confía en Horus, él no te abandonará —exclamó Imhotep.
—Pero ¿qué debo hacer?
—¡Escúchame! El puerto de Tis está situado a cuatro millas de la ciudad. En ese lugar exactamente debes esperar al enemigo.
—¿Por qué?
Imhotep sacó su bay, el bastón lleno de muescas con el que observaba las estrellas, y respondió:
—¡Por esto!
Djoser le miró estupefacto.
—No comprendo.
—Es ineludible que la batalla tenga lugar dentro de cuatro días.
Se lanzó entonces a una explicación complicada donde una y otra vez aparecían los nombres de los dioses Ra y Tot. Estupefacto, Djoser se preguntó si su amigo se había vuelto loco.
—¡Lo que propones es demencial! —exclamó.
—No mucho más que querer enfrentarse a un adversario cuatro veces superior en número.
—¿Qué pasará si te equivocas? Mis propios soldados me darán la espalda.
—Entonces no nos quedará más solución que morir valientemente. Pero no me equivoco. Aquí hay un anciano sacerdote que comparte la misma pasión. He hablado con él. Aprueba las conclusiones a las que he llegado. Además, no olvides que eres la encarnación de Horus. Él te ayudará a vencer.
Djoser suspiró y se levantó.
—De todos modos, apenas tengo elección. Pero todo eso me parece tan… ¡extravagante!
Imhotep le agarró por los hombros.
—Ten confianza, oh Djoser. En el mundo de los hombres se expresa el designio de los dioses. No hay nada que exista por casualidad. Los néteres están en todas partes, en el soplo del viento, en el batir de alas de una mariposa, en la tierra fértil del Nilo, en las piedras mismas. Si han provocado nuestro encuentro, por algo será. Desean que te conviertas en rey del Doble País. Por lo tanto, debes confiar en ellos. Pero su voluntad no tendrá efecto si no concilias la tuya con la suya. Porque eso querría decir que la adyra no te ha enseñado nada.
Djoser se incorporó y le miró largo rato.
—Perdóname, amigo mío. Eres tú quien tiene razón. Haré lo que digas.
Al día siguiente, Djoser reunió a sus generales y les explicó la situación.
—Esperaremos a las legiones de Nekufer en las orillas del Nilo, a la altura del puerto de Tis. Dentro de cuatro días el enemigo llegará a ese punto. Entonces debéis hacer lo que yo diga, incluso si os parece… sorprendente. El día de la batalla, mi padre Horus vendrá en nuestra ayuda. Con un poco de suerte, conseguiremos la victoria sin que se derrame sangre egipcia.
Semuré se levantó.
—¿Vas a decirnos qué piensas hacer, primo mío?
—¡No! Lo único que puedo deciros es que conservéis intacta vuestra fe en Horus, el Dueño del cielo.
Desconcertados, los generales no supieron qué responder. Pero nadie se atrevió a insistir. Todos sentían confusamente que se preparaba un acontecimiento extraordinario. Djoser no era sólo su rey, también era un dios. Debía saber lo que hacía. El joven precisó:
—Que todo el mundo esté preparado. Cuando Nekufer llegue al puerto, yo avanzaré solo hacia él.
—¿Sólo? —dijo Pianti en tono indignado—. ¡Es una locura!
—Ra-Horus caminará a mi lado. En ese momento, ninguno de los soldados deberá mirar al dios de frente. ¿Queda entendido?
—¡Sí, señor! —respondieron ellos.
En previsión de los combates, los artesanos habían hecho gran cantidad de arcos suplementarios. Djoser había tenido ocasión de comprobar varias veces su eficacia. Él mismo se armó con una lanza y una espada de hoja de bronce, traída por Imhotep de su viaje a Sumer. Al tercer día, los centinelas anunciaron la llegada de las legiones de Nekufer. El ejército se dirigió entonces a las orillas del Nilo y se apostó por encima del puerto, ocupando cada accidente de terreno que podía ofrecer protección.
—Llegarán aquí mañana —confirmó Imhotep, que se había empeñado en acompañar a Djoser—. La voluntad de los dioses es manifiesta. Si tu corazón no flaquea, obtendrás la más sorprendente de las victorias.
Djoser no respondió. Si a veces volvía a atormentarle una duda insidiosa, sólo se refería a la suerte reservada a los suyos en caso de fracaso. Pero el rostro confiado de Tanis, a la que había dejado unas horas antes, le animaba. Aunque la joven no ignorase el extraño secreto que le había transmitido Imhotep, estaba completamente convencida del resultado del combate.
—Horus no puede conocer la derrota, oh Djoser —le había dicho—. Ya venció a Set. Ahora volverá a vencerle.
La mañana del cuarto día, el ejército enemigo apareció en la orilla occidental del Nilo. En un momento, el horizonte se cubrió de una multitud de guerreros de cascos relumbrantes. Nekufer los precedía, en una litera llevada por doce soldados. A su lado caminaban sus generales.
Djoser, apostado en una elevación del terreno, observó su avance, lanzando miradas ansiosas hacia el sol que inundaba el valle con luz cegadora. Le embargó una duda espantosa, de la que se libró con un gran esfuerzo.
—Perdóname, padre mío —murmuró.
Detrás de él, sus guerreros habían tomado posiciones, ocupando todos los puestos estratégicos, depresiones y grupos de rocas. Tis, situada a cuatro millas en dirección oeste, era invisible. Más arriba, el puerto resguardaba los bajeles de la flota, así como una docena de barcos comerciales. Pero Djoser sólo había dejado allí una defensa simbólica.
Los dos ejércitos no tardaron en encontrarse frente a frente. Nekufer dirigió unas palabras a uno de sus generales, que avanzó en dirección a Djoser, seguido por algunos guerreros.
—El dios viviente de las Dos Tierras me envía a ti, oh príncipe Djoser, para ordenarte que le presentes tu sumisión. Te conmino a dirigirte a él, acompañado sólo por tus capitanes. Por haber osado alzarte contra él, conocerás el encarcelamiento. Si te resistes, será exterminado hasta el último de tus guerreros.
Djoser no respondió de inmediato. La propuesta de Nekufer era deliberadamente inaceptable. Era evidente que trataba de dar ejemplo aplastando en un baño de sangre lo que él consideraba una revuelta, para hacer una demostración de su poder.
—Dirás a tu amo que no es más que un usurpador. El buen dios Sanajt me había designado para sucederle. Por lo tanto, Nekufer debe abandonar ese trono que me ha robado. Que venga él a presentar su sumisión al verdadero rey de Egipto. Entonces tal vez le perdone. Pero que tenga cuidado si me desobedece: Horus, el Dueño del cielo, luchará a mi lado.
—¿Debo entender que te niegas a someterte? —gruñó el emisario.
Djoser alzó los ojos hacia el sol y a punto estuvo de escapársele un grito de alegría. Horus no le había abandonado. Con voz fuerte, tronó:
—¡Exactamente!
Bajó del promontorio y avanzó hacia el general adversario. Desconcertado, éste ordenó a sus guerreros no moverse.
—¡Djoser! ¿Qué estás haciendo? —gritó Semuré.
Pero Imhotep le retuvo del brazo. Djoser se dirigió a sus soldados:
—¡Que nadie abandone su puesto!
Luego, despacio, avanzó hacia el ejército de Nekufer. Éste, intrigado y divertido a la vez, esperaba el desarrollo de los acontecimientos. Cuando llegó a la distancia de un tiro de flecha, Djoser se detuvo y gritó…
—¡Escuchadme, guerreros de Egipto! El que os dirige no es el verdadero soberano de las Dos Tierras. Horus me ha designado sólo a mí para subir al trono supremo. Y voy a daros la prueba.
Levantó los brazos hacia el sol, sobre el que ya aparecía una pequeña mancha oscura.
—¡Oh Ra-Horus todopoderoso, manifiesta ante todos tu voluntad velando tu faz resplandeciente! Instala la noche sobre Egipto para que los incrédulos se sometan. ¡Ciega a los que se nieguen a creer en mi divinidad, y concede tu piedad a los otros!
Impresionados por el valor del joven, los guerreros de Nekufer no se atrevían a reaccionar. Éste se incorporó sobre su litera, lleno de furia.
—¡Atrapadle! —gritó.
Pero uno de los generales exclamó:
—¡Mirad! ¡Ra le obedece! ¡Ra le obedece!
Todos los soldados alzaron los ojos hacia el sol. Lentamente, una sombra misteriosa devoraba el resplandeciente disco. La luminosidad empezó a menguar. Gritos de pánico brotaron de las filas enemigas, mientras que muchos hombres, asustados, huían, abandonando sus armas sobre el terreno. Al lado de Djoser, el general se prosternó:
—Perdona a tu servidor, Luz de Egipto.
Ebrio de rabia, Nekufer trató de volver a reunir a sus tropas. Pero era demasiado tarde. Los guerreros asustados enloquecían a los indecisos. No tardó en correr río arriba una marea humana, apartándose ostensiblemente de su soberano. Sobre el valle se instaló una oscuridad extraña. Se oyeron gritos de dolor. Soldados atónitos miraban el sol, tapado ahora completamente por un disco negro. Pero su corona brillaba con una claridad insoportable. Cegados, se desmoronaron en el suelo, bajo la mirada alucinada de los partidarios de Djoser, tan impresionados como sus adversarios. Esta vez no había duda alguna de que Djoser era un dios, y estaban felices por estar de su parte. Los guerreros, debidamente dirigidos por sus capitanes, no corrieron el riesgo de mirar en dirección de Ra.
Ebrio de ira, Nekufer trató de alzar los ojos hacia el eclipse, luego se apartó vivamente bramando de dolor.
—¡Djoser! ¡Maldito seas! —gritó con voz de demente.
Asustados, sus soldados cayeron de rodillas, luego se prosternaron en el suelo, implorando la piedad del dios viviente que permanecía inmóvil delante de ellos. Entonces Djoser levantó los brazos y tronó:
—¡Oh divino Horus! ¡Ten piedad de tus hijos! ¡Vuelve a darles la luz de que les has privado!
Casi al punto, la misteriosa noche empezó a disiparse. Gritos de estupefacción surgieron de las tropas enemigas. Djoser interpeló a Nekufer:
—Tú que te pretendes rey de Egipto, yo te conmino a abandonar las insignias de ese poder al que no tienes derecho.
—¡No es más que un eclipse, hatajo de imbéciles! —gemía Nekufer, en el colmo de la rabia—. ¡Os ordeno que matéis a este hombre!
Pero sus porteadores, enloquecidos, soltaron la litera que cayó al suelo, arrastrando al ex monarca en su caída. Nekufer se levantó y cogió la espada de un soldado. A su alrededor no quedaban más que los esclavos edomitas a los que había liberado. Poco a poco se apartaron de él, abandonándole a merced de su vencedor. Los guerreros de Djoser avanzaron despacio, con las armas dispuestas. Las tropas de Nekufer se replegaron en desorden, sin ganas de enfrentarse a un rey investido de poderes tan poderosos. Poco a poco, los guerreros de Djoser rodearon la litera de Nekufer. El joven se acercó a él.
—Te ordeno que depongas tus armas, tío mío.
—¡Nunca! —dijo el otro—. Soy tu rey.
—¡Atrapadle! —clamó Djoser.
—¡No! —respondió Nekufer—. ¡Escúchame, maldito perro! Crees que me has vencido, pero ignoras la verdad.
—¿Cuál?
—Deberás luchar conmigo tú mismo, porque no puedes obrar de otro modo. Tu cólera te lanzará contra mí. Y entonces te mataré con mis propias manos. ¡Y Egipto me reconocerá por su único soberano!
—¿Y por qué debería luchar contigo?
En los labios de Nekufer se dibujó una sonrisa llena de cinismo.
—Soy yo quien mandó liberar a los kattarianos.
Alterado, Djoser hizo una señal a sus hombres para que no se moviesen.
—¿Qué dices?
—¿Recuerdas a los esclavos que mataron a la ramera que habías metido en tu cama? Yo fui quien les ordenó eliminarte. Pero fracasaron. Por eso, hoy quiero hacerlo yo mismo. A menos que tengas miedo a luchar conmigo…
Una violenta oleada de cólera invadió a Djoser. No se había equivocado. El ataque de Kennehut no era fruto de la casualidad. Nekufer había querido suprimirle, y Letis había muerto en su lugar.
—¡Miserable! —gritó.
Imhotep lo retuvo por la muñeca.
—¡Ten cuidado, hijo mío! Ese hombre se juega su última baza. La rabia no debe cegarte. Si te vence, volverá a tomar el control de la situación, y entonces será todo Egipto el que estará perdido.
Djoser se volvió hacia él.
—¡No temas! Sabré dominar mi cólera. —Empuñó su espada de bronce y gritó—: ¡Que no intervenga nadie! Este es un combate a muerte.
Luego se lanzó hacia Nekufer, que se había armado con un hacha de cobre. El usurpador soltó un grito de triunfo y se precipitó contra el joven, con el arma enarbolada.
—¡Vas a morir, sobrino! —rugió.
Pero Djoser dominaba por completo el arte del combate cuerpo a cuerpo. Esquivó el ataque y el otro rodó por el suelo. Se levantó con una mueca. Por unos instantes, ambos adversarios se estudiaron, con ojos brillantes de odio. El combate sería duro. Nekufer no tenía nada que perder. Aunque su alma era sombría, ignoraba la cobardía y gozaba de una sólida reputación de luchador. Su fuerza y su rapidez rara vez habían fallado.
Se reanudó el combate. Sobre el campo de batalla se había abatido un silencio espantoso, sólo desgarrado por el choque de las armas. Se sucedían golpes de rara violencia que los dos antagonistas paraban con la ayuda de sus escudos de cuero de hipopótamo. Durante largo rato, el enfrentamiento estuvo indeciso. Djoser había sido alcanzado en el hombro, pero su espada había tocado varias veces los miembros de su adversario. La sangre chorreaba por el cuerpo de los dos enemigos, salpicando la tierra negra de Kemit. Insensiblemente, el combate fue desplazándose hacia las orillas del Nilo, hasta un lugar rocoso que dominaba las aguas tumultuosas desde una altura de una veintena de codos.
De pronto, tras un preciso golpe, el escudo de Nekufer se partió en dos. Con el antebrazo roto, el usurpador gritó, y luego cayó al suelo. Djoser vaciló. Como le repugnaba matar a un adversario en tierra, esperó a que el otro se incorporase. Arrastrándose, Nekufer reptó hasta el límite del promontorio. Luego, sin aliento casi, dijo:
—Has vencido, Djoser. Mi vida te pertenece.
—¡Levántate y muere como soldado!
Avanzó hacia él. Pero de pronto Nekufer cogió un puñado de tierra y lo lanzó con violencia hacia el rostro de su adversario. La tierra espesa golpeó a Djoser en plena cara y penetró en sus ojos. Retrocedió, chilló, se pasó rápidamente la mano por los ojos. Pero antes de que nadie pudiese reaccionar, Nekufer se levantó y se lanzó sobre el joven, blandiendo la espada. A pesar de su vista brumosa, Djoser había percibido el peligro. Esquivó la carga con una finta precisa que golpeó violentamente a Nekufer en los riñones. Pero el arma se le escapó de las manos. Su adversario se levantó con dificultad, ante las miradas llenas de odio del círculo de guerreros. Todos estaban dispuestos a matarle con sus propias manos. Titubeando, con el hacha levantada, Nekufer avanzó hacia Djoser, ciego y desarmado.
Semuré tomó la mano de Djoser y le entregó su lanza. El joven gritó:
—¡No le toquéis!
Luego apretó su mano sobre la empuñadura. No veía prácticamente nada, sólo una silueta vaga y amenazadora que vacilaba a unos pasos de él. El recuerdo de Letis expirando en sus brazos le embargó; Letis, que nunca vería al carnero saltando entre las dos rocas de la primera catarata. La cólera lo cegó. Con todo su odio, proyectó la lanza, que se clavó en el hombro de Nekufer. La punta asomó por su espalda. Abrió la boca en un grito mudo. Luego, con una terrible lentitud, avanzó titubeando hasta el límite del promontorio y cayó en las glaucas aguas del río. Los guerreros se acercaron. El cuerpo de Nekufer se agitó en varias convulsiones y quedó inmóvil, para ser arrastrado luego por la corriente hacia una amplia extensión de papiros en la que desapareció. Los enormes cocodrilos no tardaron en emerger a la superficie del Nilo y deslizarse en dirección al bosquecillo de vegetales. Una violenta agitación sacudió los largos tallos de esmeralda azotados por las potentes colas de los saurios. Poco después, los reptiles volvían llevando en sus fauces los jirones sanguinolentos del cuerpo del ex rey.
—Así perecen los traidores —dijo Pianti a Djoser.
Cegado por la tierra, Djoser se cubría la cara con las manos. Semuré corrió para sostenerle. A su lado, oyó a Hakurna murmurar:
—¡Me-Jenti-Irti!
—¿Qué quieres decir?
—Se dice que, en el curso de un combate, Set arrancó los ojos de Horus. Pero el dios mago, Tot, consiguió devolver la vista al Dueño del cielo. Por eso, en el sur, también amamos a Horus Me-Jenti-Irti, el dios que es a la vez vidente y ciego. ¡Ve por la luz del espíritu!
—¡Pero Djoser no va a quedarse ciego! —replicó Semuré.
—¡Sólo la intervención de Tot puede salvarle! —respondió Hakurna con voz lúgubre.