Capítulo 69

Después de la dura campaña realizada, los guerreros se entregaron, felices, al reposo. Antiguo compañero de armas de Jasejemúi durante la guerra contra el usurpador Peribsen, el nomarca Jem-Hoptá se había hecho amigo de Djoser cuando llegó a Mennof-Ra, unos meses antes. A su regreso de Nubia, el anciano le acogió como vencedor. Mandó preparar en su palacio unos aposentos magníficos, dignos del mismo rey. En ellos se instaló el joven en compañía de Tanis y de Imhotep.

Para celebrar la victoria organizaron una gran fiesta. La nobleza local, alejada de las intrigas de la corte, se alegró con la presencia del hermano del Horus. Sabían que éste sufría una enfermedad grave y en apariencia incurable. Djoser se convertiría por tanto en su sucesor inmediato. Por eso se vio rodeado de mil deferencias, lo mismo que Tanis y su padre.

La joven irradiaba alegría. Djoser la había presentado como su concubina oficial. Para los señores locales, Jirá no podía ser más que la hija de Djoser. Ofrecieron a la niña suntuosos regalos, que ella aceptó con indiferencia; con seis meses, se mostraba más sensible a la presencia de su madre que a las atenciones que recibía.

Djoser no hizo nada por desengañar a los generosos benefactores, cosa que Tanis le agradeció. El joven general había adoptado a la pequeña, con la que muchas veces jugaba. Por esa generosidad maravillosa, Tanis le amaba mucho más sin duda que antes.

A los pocos días, la complicidad de antaño se había manifestado de nuevo. Para dar tiempo a que su compañera se recuperase, Djoser dormía solo. Pero todas las noches Tanis permanecía largo rato a su lado, charlando de cualquier cosa, evocando su vida pasada, sus proyectos. Él le contó la vida sencilla de Kennehut, que prometió hacerle visitar. Sin embargo, proyectaba instalarse en la capital, para estar más cerca de su hermano.

—Ya no es el mismo hombre —dijo—. Ahora, todo rencor ha desaparecido entre nosotros. Estoy seguro de que será un gran rey. —Se interrumpió, para añadir entristecido—: Si Selkit le concede el soplo de la vida.

Tanis sin embargo no tenía mucha prisa por volver a Mennof-Ra. A pesar de lo que Djoser decía, la última imagen que conservaba de Sanajt era la de una cara deformada por la rabia y el odio, una voz que había decretado su separación. Además le gustaban Yeb y sus callejas tan llenas de vida. Aquí no la consideraban como una bastarda, sino como la princesa que debía casarse con el hermano del rey.

Una noche evocaron recuerdos más precisos sobre sus antiguas relaciones. La penumbra cómplice se había cerrado sobre ellos, aislándolos del mundo. Todo alrededor del palacio estaba sumido en un profundo silencio, sólo turbado por los gritos de los depredadores nocturnos a lo lejos. Los esclavos estaban dormidos delante de la puerta. Tanis no tenía ganas de volver a su cuarto. A su lado, Djoser sólo esperaba una cosa: retenerla el mayor tiempo posible. Por las sutiles vacilaciones de su voz, por la turbación que percibía en ella, sabía que le costaría dormir sola. Tenía miedo a presionarla y no se atrevía a pedirle que se quedase. Tanis aún debía vencer el temor solapado que todavía reptaba en su interior.

La escasa luz de una lámpara de aceite hacía brillar la mirada de Djoser. Desde hacía un rato lo que decía carecía de importancia. Tanis olvidaba su significado nada más pronunciadas las palabras, sensible únicamente a la dulzura de la grave voz del hombre. Oleadas de calidez, que pensaba no volver a conocer, recorrían su cuerpo. En su mente se libraba un combate encarnizado. Tenía ganas de sentir la piel del hombre contra la suya, paladear la dulzura de sus labios, respirar su olor. Sin embargo, todavía dudaba.

De pronto se decidió. Sólo en ella misma podía encontrar la fuerza suficiente para expulsar el horrible espectro de la violación. Djoser y ella sentían el mismo deseo, el mismo sufrimiento. Él siempre se había mostrado delicado con ella. Él la ayudaría a triunfar.

Tanis le miró largamente. No tenían necesidad de hablar para comprenderse. Djoser le cogió la mano y ella asintió con una sonrisa. Sin pronunciar palabra se dirigieron hacia la confortable cama, cuyos pies representaban patas de león.

Djoser sabía que ella corría el riesgo de sentirse bloqueada de nuevo. Pero era un desafío más. Supo emplear una paciencia infinita, respetando sus vacilaciones, sus dudas, sus temores. Poco a poco, descubrieron de nuevo los juegos equívocos que les habían unido desde su infancia, y que en otro tiempo les hacían reír. De nuevo surgieron las risas, desde el lejano pasado en que habían quedado enterradas. Entonces Tanis supo que iba a curarse.

Cuando por fin él la penetró, ella se mordió los labios para contener la angustia. Rechazó con toda su voluntad el recuerdo abyecto. Y ese recuerdo fue borrándose, se diluyó en la nada como si la propia Tanis no hubiera vivido aquella experiencia terrorífica. Nada podía oponerse al poder que la arrastraba hacia su compañero, el único al que había amado realmente en toda su vida. El siniestro Jacheb sólo había sido un doloroso error, una trampa a la que la había lanzado la desesperación.

Por la mañana, los demonios que la atormentaban habían desaparecido. Todo su cuerpo estaba impregnado de una sensación de bienestar y fuerza invencible. Era como si un pesado caparazón hubiese caído por fin de sus hombros, liberando todo su cuerpo. En esta ocasión había conseguido salir triunfante de las pruebas impuestas por los dioses.

Djoser vacilaba sobre la conducta a seguir. Lógicamente, su obligación era regresar con su ejército a Mennof-Ra y dar cuenta de su acción al rey. Pero el nomarca le había informado de recientes ataques de bandidos contra las minas de oro de Nubia y le había pedido ayuda. Por lo tanto, decidió permanecer un tiempo en Yeb. A pesar de su aspecto militar, era una ciudad agradable a la que acudían egipcios del norte de piel blanca y pueblos del lejano Sur de piel negra. El mercado era tan animado como en Mennof-Ra; los artesanos no tenían rival fabricando platos de loza azul o verde, o vasos pintados.

Además de los templos consagrados a las divinidades principales, Osiris, Isis, Ptah, Horus y Hator, el dios favorito de los habitantes era Jnum, representado por un carnero. El anciano maestro del templo lo evocó con tal entusiasmo que Djoser sintió admiración por aquella divinidad que aún no conocía, y que le recordaba a Ptah, el Perfecto de cara, por quien sentía un gran afecto. Como él, Jnum simbolizaba el trabajo del artesano.

—Jnum reúne en sí la fuerza de la luz de Ra, la de Shu, el aire, la de Osiris, la tierra inferior, y la de Geb, la tierra superior, que alimenta a los hombres —le explicó el anciano sacerdote—. Es Jnum quien hace crecer los árboles, brotar las flores y germinar el trigo. Él es el alfarero de los dioses. Él modela todas las criaturas vivientes a partir del agua y de la arcilla. Es él quien preside el nacimiento, porque ha recibido de Neit, la madre de todos los dioses, el don de insuflar el alma, el influjo vital desde el momento en que aparece la vida.

Djoser recordó entonces que, en la lengua de los signos sagrados, las palabras carnero y alma eran semejantes.

Cuando salió del templo en compañía de Tanis, pudo comprobar que el monumento no estaba bien conservado ni atendido. En recuerdo de Letis, que había deseado ver el Nilo saltando entre dos rocas como un joven carnero, le entraron ganas de mandar construir un nuevo templo en honor de Jnum, el dios artesano. Pero sólo el rey, sacerdote supremo de Egipto, podía decidir una construcción de ese tipo. Se prometió hablarle de ello a Sanajt en cuanto volviese.

Por su parte, Imhotep aprovechaba su tiempo libre para dedicarse a una de sus innumerables pasiones: el estudio del curso de los astros. Los instrumentos que utilizaba se componían de una varita hendida en la parte superior por un punto de mira, el bay, y un hilo de plomo, el merjet. Empleaba asimismo una clepsidra de agua para medir el tiempo.[43]

La limpidez de la bóveda estrellada de Nut, la gran diosa de la noche, le permitía observaciones precisas, con las que contaba para descubrir los misterios de la resurrección de los reyes. ¿No se decía que éstos, después de su muerte, se elevaban hacia el cielo donde aún se les podía admirar en forma de estrellas?

Secundado por uno de sus escribas, acumulaba las notas y las comparaba con las que había recogido a lo largo de sus veinte años de vagabundeo. Había observado, por ejemplo, que ciertos fenómenos extraños se renovaban por períodos regulares. Dedicándose a cálculos sabios, podría ser posible preverlos.

Djoser había intentado interesarse por esos fastidiosos trabajos, pero había renunciado ante la complejidad de las operaciones. Además, tenía otras preocupaciones. Se había descubierto un campamento de bandidos, contra el que envió a Pianti.

Gracias a los cuidados de Imhotep, el joven halcón, Sakkara, se había restablecido totalmente de su herida. Nunca abandonaba el hombro de Djoser, y los habitantes se habían acostumbrado a verles pasear por las calles de la ciudad. Tanis caminaba del brazo de su compañero, seguida por sus dos esclavas y la pequeña Jirá. Al pueblo le agradaba su presencia. Habían descubierto en Djoser un hombre generoso y bueno, a quien gustaba rodearse de artistas y poetas. Además, formaba con su compañera la pareja más hermosa que nunca habían visto.

Veinte días más tarde, Pianti regresó como vencedor, seguido por un centenar de bandidos que fueron a engrosar las filas de los prisioneros adscritos al trabajo de las minas. Tras esta nueva victoria, Djoser decidió que había llegado el momento de volver a la capital. Ordenó a sus soldados prepararse para partir.

Fue entonces cuando le llegaron dramáticas noticias.