Al día siguiente, nada más amanecer, el ejército se puso en camino hacia Tutzis. Tanis iba al frente, al lado de Djoser. Chereb y los demás miembros de la delegación iban en retaguardia.
Cuando llegaron ante las murallas de la ciudad, comprobaron que las tropas supervivientes habían cruzado el Nilo y se habían reunido en las murallas, abandonando la caravana de Imhotep. En la ribera oriental, los viajeros les dirigieron señas tranquilizadoras. Hakurna les había perdonado. Tanis lanzó un suspiro de alivio.
El rey nubio había preferido reagrupar sus soldados dentro del recinto amurallado en previsión del enfrentamiento final. Sin embargo, las defensas se habían desmoronado en varios puntos y apenas ofrecían seguridad suficiente para contener al poderoso ejército egipcio.
—Sería todo tan fácil —murmuró Djoser—. Bastaría con lanzar el asalto. —Se encogió de hombros—. Pero eres tú quien tiene razón, Tanis. Debo evitar una nueva carnicería. Ya han muerto demasiados hombres en este conflicto estúpido.
—Déjame hablar con el rey Hakurna —dijo la joven—. Así comprenderá que puede confiar en ti.
—Acepto. Pero dile que si toca uno solo de tus cabellos, su ciudad será totalmente arrasada y sus pobladores muertos hasta el último hombre.
—No habrá matanza —respondió ella con una sonrisa.
Djoser la contempló y movió la cabeza.
—Estoy convencido, Tanis. ¿Quién podría resistirse a tu poder? Ni siquiera yo puedo.
La joven le dirigió una mirada de complicidad y se encaminó hacia la puerta principal de la ciudad, seguida por Chereb y los soldados de Imhotep. Preocupado, Djoser vio alejarse y penetrar en la muralla su pequeña silueta. Discretamente ordenó a sus hombres prepararse para atacar. Pero íntimamente estaba convencido de que no sería necesario. No tardó mucho en volver a salir de Tutzis una delegación guiada por la joven, que se dirigía hacia el ejército egipcio. Djoser no pudo contener un grito de admiración. El valor y la decisión de su compañera habían evitado nuevos combates.
Un hombre de piel negra se presentó ante él: el rey Hakurna. Djoser sintió enseguida un impulso de simpatía hacia el nubio. A pesar de su derrota, conservaba toda su dignidad.
—Tú has vencido, señor —dijo—. Toma mi vida si lo deseas, pero perdona a los míos. Ya han sufrido demasiado.
—No deseo tu vida, Hakurna. Has combatido con valor. La paz debe volver a Nubia. Por eso, te ordeno que liberes a todos los prisioneros que tengas en tu poder, y que jures fidelidad al Horus Sanajt.
—Eres generoso, príncipe Djoser, pero conoces las razones de nuestra rebelión. El rey nos abruma a impuestos y resulta incapaz para protegernos de las incursiones de los bandidos del desierto. Asolan nuestras aldeas, arruinan las minas de oro y de cobre. Sin embargo, el rey no ha enviado a sus tropas contra ellos, al revés, lo ha hecho contra nosotros porque no podíamos pagar los impuestos exorbitantes con que nos castiga.
—He obtenido de él una disminución de los impuestos, Hakurna. Tu rebeldía ya no tiene sentido.
—Si el rey nombra a un nuevo gobernador a imagen del anterior, lo seguirá teniendo. Mi pueblo ha sufrido demasiado por su tiranía.
—Por eso voy a pedirle a mi hermano que te nombre nuevo nomarca de Tutzis. Y dejaré aquí tropas, para que os protejan.
El nubio le miró atónito.
—¿Aceptará el rey confiar Nubia a su antiguo enemigo?
—Me ha otorgado su confianza. Hablaré en favor tuyo y le explicaré que es la mejor elección posible. Tú eres el único que conoce bien tu pueblo y tu tierra.
Desconcertado, Hakurna no supo cómo reaccionar. Azorado, declaró:
—Me habían dicho que eras un hombre justo, señor. Por eso, es a ti a quien juro fidelidad. Eres digno de reinar en Egipto.
Esta vez fue Djoser quien, apurado, no respondió.
Encantada, la población de Tutzis acogió a los egipcios, aliviados por no tener que librar combate. Una especie de locura se apoderó de la ciudad perdonada. Desde hacía varios días, los habitantes vivían temiendo el aniquilamiento. El enemigo que se acercaba era temible, sobre todo porque sólo lo conocían a través de los relatos de guerreros que habían conseguido escapar con vida. Entre los naturales de Nubia, el nombre de Djoser se había convertido en sinónimo de destrucción. Y resulta que el terrible vencedor otorgaba su mansedumbre y ofrecía una alianza. Habían temido y odiado al joven general egipcio ante el que se había plegado y retrocedido el ejército del rey. Cuando desfiló por las callejas polvorientas de Tutzis, el odio y el rencor habían desaparecido, dejando paso a la estupefacción. Todos admiraban su prestancia y su porte real. Las mujeres le encontraban hermoso. En nombre del Horus Sanajt, Djoser recibió el juramento de vasallaje del rey Hakurna. Cuando éste se prosternó ante él, lo levantó y lo abrazó, como habría hecho con un amigo. La población apreció mucho este gesto simbólico.
La paz se había conseguido. Mientras se liberaba a los prisioneros, Tanis y Djoser atravesaron el Nilo. La joven ardía de impaciencia por reunirse con su hija y su padre. Los caravaneros los acogieron con gritos de alegría.
Djoser e Imhotep se encontraron frente a frente por vez primera. Inmediatamente nació entre ellos una simpatía mutua. Djoser no había olvidado los recuerdos desgranados por Merneit cuando recordaba a su compañero exiliado. Tenía la impresión de conocerle. Por su parte, Imhotep sentía lo mismo. Durante el largo viaje que los había traído desde Punt, no había pasado un solo día sin que Tanis hablase de Djoser.
Con apuro y orgullo al mismo tiempo, Tanis había recuperado a Jirá, a la que había presentado a Djoser. Pero éste había disipado su azoramiento cogiendo a la niña en brazos. A Tanis se le había olvidado que le gustaban los niños.
Ahora, sentada aparte, Tanis daba de mamar a la pequeña, rodeada por sus dos esclavas. Sentía una plenitud que no experimentaba hacía mucho tiempo. A veces no se atrevía a creer en el milagro que se había producido. Volviendo a Egipto, esperaba, en el fondo de sí misma, encontrar a Djoser. Pero en realidad no lo creía. Sin embargo, la predicción del ciego se había cumplido plenamente: de nuevo estaban juntos. Por supuesto, todavía le quedaba un obstáculo que vencer: librarse de la terrible herida que la había marcado. Pero sabía que lo conseguiría. El amor que sentía por Djoser sería más fuerte que todo.
Al día siguiente, Djoser mandó escribir una carta a Sanajt, en la que le explicó su victoria y la forma en que había concluido la paz. Le conminaba asimismo a otorgarle su confianza nombrando a Hakurna gobernador de Tutzis. Elogió las cualidades y la prudencia del rey vencido, luego anunció que esperaría su respuesta en Yeb, ciudad situada al norte de la primera catarata. Después fue a llamar a Semuré.
—Te encargo que entregues este papiro en manos del propio rey, primo mío. Dile que por fin la paz ha vuelto a Nubia, y que desde ahora aquí no tendrá más que servidores fieles. Y vuelve pronto con sus noticias.
El joven partió de inmediato, escoltado por una veintena de guerreros.
Pocos días más tarde, el ejército abandonaba Tutzis en dirección al norte. Djoser había dejado un centenar de guerreros en la ciudad. En espera de la decisión del rey, Hakurna desempeñaba oficiosamente las funciones de nomarca. De este modo Djoser estaba seguro de que la paz reinaría en Nubia.
Detrás del ejército venía la caravana de Imhotep, que retardaba el avance de los guerreros; pero Djoser no tenía ninguna prisa, no le apetecía dejar a Tanis. Pasaba la mayor parte del tiempo en compañía de la joven y de su padre. El personaje le fascinaba. Imhotep había conservado intacta su facultad de maravillarse ante cualquier nadería. Un insecto, un animal o una roca de forma curiosa podían llamar su atención. Posaba sobre el mundo una mirada diferente, que distinguía lo que los demás no veían.
Por la noche, en el campamento, largas conversaciones reunían a los dos hombres. Tanis siempre había pensado que Djoser e Imhotep estaban hechos para comprenderse. Pero la realidad superaba cuanto había imaginado. Desde que los había presentado, los dos hombres pasaban juntos todos los momentos.
A hurtadillas, Tanis los observaba detenidamente, enfrascados en una conversación entusiasta a unos pasos de ella. Debido al tumulto circundante, no captaba más que migajas de la conversación, pero esto carecía de importancia. Sus rostros resplandecían. Con ayuda de un trozo de madera, Imhotep dibujaba planos efímeros en la tierra negra, que luego borraba para trazar otros. A veces sus manos esbozaban en el aire la forma de monumentos invisibles, sus dedos indicaban elementos imaginarios sobre los que Djoser hacía preguntas.
En la mente de Imhotep hervían proyectos sorprendentes. Por ejemplo, explicó a Djoser la construcción del templo de Innana, la diosa de Uruk. Ese templo, edificado en la cima de un cerro artificial, le había dado una idea.
—Mennof-Ra no cuenta con un gran centro religioso —dijo—, un lugar sagrado donde los dioses y los hombres estarían en armonía según la Ma’at. Ese lugar sólo sería para recibir la gran fiesta del Heb Sed, que corona los veinticinco años de la soberanía del rey.
Y se lanzó a una descripción entusiasta, evocando capillas, una inmensa tumba que sería a un tiempo la sepultura del rey, el símbolo de su poder y el vínculo misterioso que uniría el mundo de los hombres con el de los néteres. La construcción de estos monumentos no se haría con ladrillo, sino con piedra.
—¿Una tumba de piedra? —dijo asombrado Djoser—. Pero si nunca se ha construido. ¿No corre el peligro de romperse bajo su propio peso?
—Ya se emplean la caliza o el granito para los dinteles, los pavimentos y los revestimientos murales. Pero en la actualidad, lo esencial reside en el ladrillo crudo. Es un error. La piedra es más sólida. Imagina que se talle a la manera de enormes ladrillos de arcilla. ¡Créeme, ese monumento desafiará el paso del tiempo!
Y se puso a explicarle la forma en que deberían trabajar los obreros, las sorprendentes máquinas que permitirían transportar los pesados materiales.
—En la ribera oriental del Nilo hay una pequeña población llamada Turá. Ahí se encuentra una cantera de donde los cortadores de piedra sacan una caliza fina con la que fabrican los pilones y las mesas. Tiempo atrás, yo mismo la visité. Esa cantera es riquísima. De ahí haremos surgir la nueva Mennof-Ra.
Djoser escuchaba a Imhotep con pasión. A través de sus palabras iba dibujándose una ciudad nueva, tal como él mismo la había soñado en la época en que aún seguía las enseñanzas del anciano Meritrá.
Unos pasos más allá, acunada por la respiración regular de su hija, Tanis había zozobrado en una dulce somnolencia, sin sospechar que, a corta distancia, dos hombres fuera de lo común estaban elaborando los primeros esbozos de una arquitectura audaz, que iba a alterar completamente la cara de Egipto.
Diez días después de haber salido de Tutzis, la caravana llegó a la vista de la primera catarata. Río arriba se extendían dos islas magníficas, semejantes a joyeles rodeados por el estuche de las aguas azules del río. Emocionado por la belleza del paraje, Djoser, Tanis e Imhotep quisieron inspeccionarlas. Un viejo sacerdote se ofreció a llevarles.
La isla mayor estaba consagrada a Isis. En ella se alzaba un pequeño templo, a cuyo alrededor se apiñaban unos cuantos peregrinos.[42] En compañía de Imhotep, hicieron ofrendas a la Gran Iniciadora, Regente de las Estrellas.
Emocionado; Djoser cogió la mano de Tanis y ambos se prosternaron ante la efigie de la diosa. Recordaron una imagen, la de una aurora luminosa de Mennof-Ra, casi siete años antes, en que habían suplicado la protección de Isis contra la inquietante profecía del ciego. Tuvieron la sensación de que el tiempo había sido abolido. Ahora volvían a ser dos niños, frente al rostro enigmático de la divinidad. Se habían visto separados, como había predicho el anciano del desierto. Pero de nuevo estaban juntos. Y nada desde ese momento les alejaría al uno del otro. Sobre el rostro de mármol de la diosa les pareció percibir algo parecido a la sombra de una sonrisa. Pero tal vez no fuese otra cosa que el reflejo de la luz de Ra sobre el viejo pavimento.
Cuando salieron del templo, les invadía una impresión que ya habían sentido muchos años antes, en la Explanada de Ra. Una atmósfera turbadora bañaba aquellos lugares. Tenían la sensación de que no habían realizado aquella peregrinación en balde.
La barca los llevó luego hasta la segunda isla, carente de vegetación. Sólo una hierba rala adornaba las orillas. En su centro se alzaba un elevado cerro.
—Éste es el Abatón —explicó el viejo sacerdote—. Aquí fue donde Set el rojo enterró la pierna izquierda de Osiris después de haberla cortado en trozos. Pero Isis la encontró y reconstruyó el cuerpo de su esposo. Dicen que el espíritu de Osiris todavía vaga por este islote en forma de pájaro.
Mientras Imhotep hablaba con el sacerdote, Djoser y Tanis dieron la vuelta al montículo. Una ligera brisa desgreñaba la melena de la joven. De pronto, algo insólito atrajo su atención. Al norte de la isla, una forma se agitaba al abrigo de una roca. Intrigados se acercaron. Vieron entonces a una torpe cría de ave rapaz, que trataba desesperadamente de emprender el vuelo. Pero una de sus patas parecía herida. Tanis se acuclilló junto al pájaro.
—¡Es un halcón! —dijo.
—El espíritu de Osiris —murmuró Djoser—. Los dioses nos hacen una señal.
Cogió suavemente al pájaro entre sus manos. El animal se debatía, pero terminó entregándose. Djoser comprobó que la herida no presentaba ninguna gravedad. Imhotep y el sacerdote les alcanzaron.
—El halcón, el pájaro sagrado de Horus, hijo del gran Osiris —susurró el anciano, impresionado—. Aquí lo llaman Sakkara.
Imhotep examinó el pájaro y declaró:
—¡Puedo cuidarle! Dentro de unos días se repondrá.
Nada más pasar las islas, la corriente se aceleraba, provocando remolinos y torbellinos. El curso del río se estrechaba entre dos macizos rocosos que había que contornear. Cuando llegaron al otro lado de la catarata, Djoser se recogió ante las olas que saltaban fuera del estrechamiento rocoso, como un joven carnero. A su mente acudió el recuerdo de Letis.
—Ella soñaba con ver este lugar —confesó a Tanis, que lo había acompañado.
Tanis le cogió la mano.
—Me habría gustado que estuviese aquí —dijo de pronto—. Te dio un hijo. Tenía un sitio a tu lado.
—Dio su vida para salvarme. Muchas veces he vuelto a pensar en esa noche infernal. Estoy convencido de que esos kattarianos no huyeron. Los liberaron para que fuesen a matarme. De no ser por la rápida intervención de Semuré y de Pianti, yo habría muerto.
Apretó los puños.
—No tengo ninguna prueba, pero no me sorprendería ver que Fera está detrás de este crimen. Ese perro me odia, sobre todo desde que Sanajt le ha apartado del poder.
En la orilla occidental se alzaba la ciudad de Yeb, ciudad-frontera entre el primer nomo del Alto Egipto y Nubia. Verdadera ciudadela rodeada de fortines donde siempre había una importante guarnición, también era lugar de encuentro de los comerciantes de marfil y oro procedentes de Nubia y de Punt.