Capítulo 67

El corazón de Tanis le dio un vuelco.

—¿Qué nombre acabas de pronunciar?

—¡Djoser!

Las palabras se le hicieron un nudo en la garganta y sus piernas parecieron negarse a sostenerla. Cuando Tanis abandonó Egipto, Djoser estaba encerrado en una prisión, separado de ella por el odio del rey. Casi dos años habían transcurrido desde su marcha, y le parecía haber vivido varias vidas. Sin embargo, por un misterio incomprensible, un azar extraordinario volvía a ponerle en su camino. Quiso ver en ese azar un signo de los dioses. Pero ¿no sería un espejismo?

Hakurna la devolvió bruscamente a la realidad.

—¿Le conoces?

Tanis tenía que resistir, no dar muestras de debilidad. Respiró profundamente y respondió:

—Sí, le conozco. Escucha, Hakurna. Soy la princesa Tanis, hija del señor… Mertot. Permíteme que me reúna con ese general egipcio. Si soy yo quien se lo pide, tal vez acepte negociar una paz honorable.

—¿Contigo? Pero si eres una mujer.

Tanis le miró a los ojos.

—¡No subestimes el poder de las mujeres, Hakurna! Has de saber que yo conseguí que firmaran la paz dos grandes ciudades del lejano reino de Sumer. Creo que no estás en posición de fuerza. El hecho de que protejas esta caravana incitará a Djoser a mostrarse magnánimo. Pero soy la única que puedo conseguir su clemencia.

Hakurna se volvió hacia sus compañeros, con los que entabló una larga discusión. Imhotep susurró a su hija:

—Me das miedo, Tanis. Tu propuesta es valiente, pero hace mucho tiempo que no has visto a ese príncipe. Tal vez te haya olvidado…

—Djoser no puede haberme olvidado, padre —afirmó ella sin dejar de mirar al rey nubio—. Si así fuera, preferiría morir. De todos modos, es nuestra única oportunidad.

Imhotep suspiró y movió la cabeza. En audacia, su hija no tenía nada que envidiarle. Una mezcla de orgullo y angustia le invadió cuando Tanis salió de las filas egipcias para avanzar, sola, en dirección de Hakurna.

Hubo un instante de vacilación. En los dos campamentos, los arqueros prepararon sus armas. Pero el rey nubio apartó a sus guerreros con un gesto. Estudió a la joven, que sostuvo con valor su mirada. El nubio tuvo que admirar su coraje. Cuando la joven estuvo delante de él, bajó la cabeza.

—Quizá te han enviado los dioses, princesa Tanis —dijo por fin—. Estoy cansado de esta guerra que tanto ha hecho sufrir a mi pueblo. En realidad, tal vez sea demasiado tarde: Djoser casi ha vencido. Marcha sobre Tutzis a la cabeza de sus tropas. Dentro de dos días como máximo habrá llegado, y estos hombres son todo lo que queda de mi ejército.

—Djoser es tu adversario —contestó ella—, pero es un hombre bueno y justo. Me escuchará.

Hakurna movió la cabeza.

—Voy a hacer un pacto contigo —dijo—. La caravana permanecerá en Tutzis. Si consigues evitar la conquista de mi ciudad, perdonaré a tus compañeros. Pero en caso de que fracases, no tendré nada que perder, y mis guerreros matarán hasta el último de los tuyos. Además, no olvides que tu padre es mi prisionero.

Tanis se estremeció, y contestó:

—Sea la que fuere la decisión de Djoser, Hakurna, yo volveré para compartir la suerte de los míos. Si se niega a escucharme, la vida sólo será una carga para mí.

El rey la contempló y luego una leve sonrisa iluminó su rostro. Había comprendido.

—Dicen a veces que el amor es más poderoso que cualquier otra cosa. ¡Que los dioses te concedan su protección!

Al día siguiente, nada más iniciar Ra su carrera, una pequeña tropa salía de Tutzis en dirección norte, bordeando el Nilo por la ribera oriental. Junto a Tanis, que iba montada sobre un asno, caminaban Chereb y media docena de guerreros. Una pequeña tropa de nubios los escoltaba.

Innumerables pensamientos se zarandeaban en la mente de la joven. La profecía del ciego había resultado cierta: había caminado sobre las huellas de los dioses. Hoy, por fin, iba a encontrarse de nuevo con Djoser. Pero una angustia sorda la embargaba: ¿serían capaces de reconocerse, de volver a unirse, a pesar del tiempo transcurrido y las adversidades sufridas?

En varias ocasiones se cruzaron con guerreros que huían ante el avance de un enemigo todavía invisible. Muchos de ellos estaban heridos. En algunos lugares, cadáveres abandonados por fugitivos anteriores alfombraban el suelo; y sobre los cadáveres se encarnizaban los buitres y nubes de moscas voraces.

Por la tarde, un importante ejército apareció en el horizonte. Una descarga de adrenalina inundó el cuerpo de Tanis, mezcla de alegría y de miedo. Tomaba conciencia de que había hecho un compromiso insensato. Djoser había vencido prácticamente a los nubios, y ella iba en su busca para negociar la paz. Imhotep tenía razón: en dos años, Djoser podía haber cambiado. Acaso había encontrado otra mujer y había olvidado a Tanis. Podía rechazarla sin aceptar ningún trato. Pero una negativa de parte de Djoser condenaría a su padre y a su hija Jirá a muerte. Por lo tanto, no tenía derecho a fracasar.

Temblando a pesar del calor, contempló a la tropa egipcia que se acercaba. Un olor a polvo y sudor anegó su olfato. Distinguió los cascos de cobre, los largos escudos de cuero de hipopótamo, las colas de leopardo y de lobo que adornaban las cinturas de los guerreros, las numerosas lanzas. Todos aquellos hombres parecían decididos, seguros de que la victoria final estaba cerca. A su cabeza iba un joven de estatura imponente, de aspecto decidido, cuya vista la alteró. Con el tiempo su musculatura, ejercitada en la dureza de la guerra, se había desarrollado más todavía.

Emocionada, Tanis echó pie a tierra y avanzó hacia él. Grupos de guerreros rodearon a la pequeña tropa con aire amenazador. Djoser los detuvo con un gesto. Detrás de él estaban Pianti y Semuré, boquiabiertos de asombro. El tiempo pareció detenerse. Con muestras de estupor en su rostro, Djoser clavó sus ojos en Tanis, que se había puesto un magnífico vestido ofrecido por Imhotep, de lino blanco y verde, ribeteado con hilos de oro. Una diadema de electro incrustado con lapislázuli y esmeraldas sujetaba su larga melena oscura.

¡Había soñado tanto con ese momento! Tanis había pensado que caerían el uno en brazos del otro. Pero un abismo de tiempo los separaba, y durante ese abismo los dos habían vivido vidas diferentes, se habían enfrentado a la muerte y a terribles peligros. Se había imaginado que Djoser la amaría siempre y que nada podría separarlos.

Con la garganta demasiado seca para articular cualquier palabra, la joven dirigió una tímida sonrisa a su antiguo compañero. Pero él no respondió a su sonrisa.

Su mirada reflejaba una dureza que Tanis no le conocía. Y aquella fuerza brutal que emanaba de su rostro la desanimó. Delante de ella no tenía ya al adolescente apasionado que ella había amado, sino a un hombre curtido en la guerra y el mando.

—¿Quién eres? —preguntó él con voz áspera.

Apenas se dio cuenta de que sus ojos estaban anegados en lágrimas. ¿Era posible que Djoser no la hubiese reconocido? ¿Había cambiado tanto?

—¡Djoser, soy Tanis! —respondió con voz rota por la emoción—. ¿No te acuerdas de mí?

—¡Tanis está muerta! —gritó Djoser—. La mataron cuando trató de escapar de Mennof-Ra. ¿Eres acaso un affrit enviado por los brujos de este país para engañarme?

—¡No soy un affrit, Djoser! Creyeron que me habían devorado los cocodrilos. Pero conseguí escapar.

El joven se quedó helado. Desde hacía dos años había aprendido a vivir con la idea de que no volvería a ver a aquella compañera a la que había amado más que a nada. Y la vida había seguido trayéndole otras aventuras, otras alegrías y otros dolores. Pero de pronto Tanis surgía ante él, más bella que nunca, con los ojos todavía brillantes, con el rostro más fino, más conmovedor.

—Te he obedecido, Djoser —insistió ella—. Hice lo que le sugeriste a Meritrá cuando te visitó en la cárcel. Me marché de Egipto y me dirigí a Sumer, donde mi padre Imhotep había vivido… Y… terminé encontrándole en el país de Punt. Es una historia muy larga.

Djoser no podía apartar los ojos de aquel rostro maravilloso que despertaba tantos recuerdos olvidados. Pero aquello era tan inesperado… Sin duda había que ver en todo ello la intervención de los dioses. Se llevó la mano al pecho y tocó el nudo Tit que tiempo atrás le regalara su anciano maestro. Tanis le imitó.

—Hemos triunfado, Djoser —dijo ella dulcemente—. Hemos caminado sobre las huellas de los dioses, e Isis nos ha unido de nuevo.

—¿Por qué has vuelto? —preguntó él, todavía desconfiado.

Ella estuvo a punto de responder: «¡Para verte!», pero se contuvo.

—Mi padre quería volver a Egipto. Espera conseguir el perdón del Horus. Ahora es muy rico. Y trae consigo ideas extraordinarias, que desea someter a su criterio.

—¿Dónde está ahora?

—No sabíamos que Nubia estaba en guerra contra las Dos Tierras. Hakurna le tiene prisionero. Me ha revelado el nombre del general egipcio que ha vencido a sus tropas. Yo le he confesado que te conocía, y le he propuesto reunirme contigo para negociar la paz.

—¿La paz? Pero si está casi vencido… ¡Es una locura!

—Tiene la vida de mi padre en sus manos, Djoser. Pero Hakurna no es un hombre malvado. Se rebeló contra la tiranía del nomarca, que abrumaba a su pueblo con impuestos.

—Se llamaba Metara. Hakurna lo mató.

—En su lugar ¿no te habrías rebelado tú también? —replicó Tanis.

La voz de la joven le llegó al alma. Tanis había dicho la frase justa. ¿No había luchado él contra Sanajt por las mismas razones? Djoser sintió cierto alivio.

—Esta historia es increíble —dijo.

Se acercó a ella. Tímidamente puso la mano en su rostro y secó sus lágrimas. Un breve sollozo estremeció a Tanis, despertando en Djoser multitud de recuerdos. Entonces, sin poder resistirse, la tomó entre sus brazos y la estrechó con toda su fuerza. En una fracción de segundo le pareció que una parte de sí mismo, arrancada una eternidad antes, acababa de fundirse en él de nuevo. El olor de la piel de la joven y el perfume de sus cabellos le penetraron, colmando los intolerables vacíos creados por la ausencia.

—¡Perdóname, hermana mía! —murmuró—. Tu presencia en estos lugares es tan inimaginable que por un instante he creído que Set me jugaba una mala pasada.

Se apartó de ella y la devoró con los ojos. Una radiante sonrisa iluminó su rostro.

—Todavía eres más hermosa que antes, Tanis.

Y se echó a reír. Entonces Pianti y Semuré se acercaron. Tanis se arrojó en sus brazos.

Poco después, Djoser ordenaba a sus guerreros preparar el campamento para pasar allí la noche. Mientras encendían las hogueras, Djoser llevó a Tanis a su tienda. Tenían tantas cosas que contarse. Hasta bien entrada la noche, la joven le relató los numerosos acontecimientos que la habían llevado a Sumer y luego al lejano país de Punt donde por fin había encontrado a Imhotep. Djoser la escuchaba con pasión. Para él revivió Tanis su naufragio en las costas de Levante, el viaje de la caravana que la había llevado hasta las orillas del Mar Sagrado, a Jericó y luego a Biblos; le habló de su cautiverio entre los amanios, le contó la anécdota de los lobos, los caballos y su evasión, su enfermedad, la destrucción de Til Barsip, el fabuloso viaje en el barco de Ziusudra. Recordó la batalla de Uruk, al rey Gilgamesh, y luego su partida rumbo al país de Punt.

Sin embargo, no se atrevió a contarle su relación pasional con el pirata Jacheb, ni la violación ni sus consecuencias. Se contentó con confesar que había conocido de nuevo el cautiverio, y que luego se había evadido.

Cuando hubo terminado, Djoser la miró con admiración. Se moría de ganas de tomarla entre sus brazos, de reanudar los afectuosos lazos que en el pasado les unieron. Pero no se atrevía. Aquella mujer no era ya la misma que había conocido. Adivinaba que no le había contado todo. Había en ella algo diferente, una faceta impenetrable y fría, como si una parte de ella misma hubiera sido herida y rota. Parecía al mismo tiempo más fuerte y más frágil, y por eso más atractiva.

Azorada por su silencio, Tanis le dirigió una sonrisa nerviosa.

—Y ahora cuéntame tú.

Djoser suspiró.

—Los dioses no me han protegido demasiado. Durante estos dos años te creí muerta. Habría debido intentar huir contigo, pero ya era demasiado tarde. Me he comportado como un imbécil desafiando el poder del rey.

Le contó su deseo de morir después de que el siniestro Nekufer le hubiese informado de su desaparición, la victoria inesperada que había obtenido en Kattará; le notificó la muerte de Meritrá, la herencia que le había dejado; le narró la batalla de Mennof-Ra, la de Busiris; le habló de Letis, del hijo que le había dado antes de caer muerta bajo la flecha de un bandido.

El dolor que sentía ante el recuerdo de la pequeña nómada turbó a Tanis. Comprendió que Djoser la había amado sinceramente. Sin embargo, este sentimiento no despertó en ella celos de ninguna clase. Al contrario, estaba agradecida a Letis por haber sabido aportarle la dulzura de una presencia femenina. Además, la costumbre exigía que un gran señor de Egipto tuviera varias concubinas.

Luego Djoser recordó el conflicto que le había enfrentado a Sanajt, y la reconciliación que le siguió.

—Me ha pedido que le perdone —terminó diciendo—. Hoy sé que te acogerá con alegría. Pero quizá no esté vivo a mi regreso. La enfermedad está devorándole.

La noticia emocionó a Tanis más de lo que habría imaginado. Tenía del rey una imagen funesta, pero ese recuerdo se había borrado con el tiempo. Comprendió que también ella le había perdonado.

—Debemos volver a su lado cuanto antes.

—Primero tengo que someter Nubia —dijo Djoser con un suspiro.

—¿Someter?

—Hakurna ha desafiado al rey de Egipto. Se me ha ordenado volver con su cabeza.

—¿Por qué deseas su muerte? Me has dicho que tú mismo has luchado contra la tiranía de los amigos de Fera. Por lo tanto, puedes comprender la rebelión de Hakurna.

—Sí, puedo comprenderla. Pero ¿aceptará Sanajt perdonarle?

—Esta guerra mortífera ha durado ya demasiado tiempo. Concédele tu clemencia y salva a mi padre. Te lo suplico, Djoser. La matanza de los nubios te daría la victoria, pero provocaría el odio y deseos de venganza. También Hakurna quiere la paz. Pienso que sería un buen nomarca para Nubia. Conoce a todos los pueblos que la forman. Tal vez podrías mantenerle en su puesto, haciendo que jure fidelidad al rey. Te quedaría agradecido y se convertiría en tu aliado.

Djoser la miró con una sonrisa divertida.

—¡Por los dioses, qué embajadora! ¿Quieres repetir tu hazaña de Uruk?

—No se trata de una hazaña. Con un poco de sentido común y de buena voluntad, podrían evitarse todas las guerras, que son sinónimos de muerte, de odio y de venganza. Los hombres no están hechos para la muerte, sino para la vida.

—¿Qué dirá mi hermano?

—Sanajt te ha enviado para devolver la paz al país de Kush. Y la paz no se obtiene con una matanza, Djoser. Una paz honorable, firmada con un adversario al que respetes, te asegurará su lealtad.

Él suspiró.

—Sí. Puede ser que tengas razón.

Hubo un largo silencio. Estaban solos en la tienda de mando. Desde el exterior les llegaban voces masculinas, y las llamadas de los predadores nocturnos, chacales, hienas, rapaces…

Djoser la miró con emoción. Sabía que seguiría el consejo que Tanis acababa de darle. También él estaba cansado de aquellos combates incesantes, en los que todos los días veía caer guerreros, hombres jóvenes y llenos de vida. Una vida que una lanza o una simple flecha podían arrancarles. En el fondo tenía la impresión de un inmenso atolladero. Los nubios también eran egipcios, y aquella guerra no habría existido de no ser por la imbecilidad de aquel Metara. Había recibido el castigo que merecía.

Por la sonrisa que Tanis le dirigió, comprendió que había adivinado sus intenciones. Entonces se acercó a ella y la estrechó contra su cuerpo. Con el corazón palpitante, Tanis se dejó llevar. Unas manos dulces y posesivas se deslizaron sobre su piel. Los gestos se volvieron precisos.

De repente, Djoser sintió que la joven se envaraba. Ella se apartó bruscamente de su lado y se echó a temblar.

—¡Perdóname! ¡Perdóname!

Y estalló en sollozos. Djoser se incorporó, estupefacto.

—¿Qué ocurre, Tanis?

La joven se recogió sobre sí misma, con los ojos aterrorizados. Djoser avanzó una mano hacia ella; y Tanis se encogió más todavía.

—¡Por los dioses! —murmuró Djoser—. ¿Qué te han hecho?

Ella quería hablar, pero las palabras se negaban a salir de su boca.

—Puedes contármelo todo, Tanis —dijo Djoser dulcemente—. La predicción del ciego se ha cumplido: estamos juntos. De ahora en adelante nada ni nadie podrá separarnos.

Tanis hizo un gran esfuerzo para calmarse. Con voz entrecortada, le reveló la relación tumultuosa que había tenido con Jacheb cuando creía que lo había perdido todo, luego la violación innoble de que había sido víctima, la muerte de Beryl, la forma terrorífica en que se había vengado. Le contó su fuga a través del desierto, el extraño recibimiento que le habían hecho los leones, su angustia cuando comprendió que esperaba un hijo, y por último el alumbramiento, sola y en una caverna rodeada de fieras.

—Jirá es mi hija, Djoser. Cuando sentí su presencia dentro de mí, la odié. Pero era inocente de la conducta odiosa de su padre. Entonces, la quise. ¡La quise!

Su voz resonaba como un desafío. Por un momento creyó que Djoser la odiaba, que le había perdido para siempre. Pero él cogió su mano y acarició sus cabellos con ternura.

—Todo eso no ha sido culpa tuya, Tanis.

La joven alzó hacia él unos ojos llenos de gratitud. Había olvidado su naturaleza generosa. Djoser no hacía ningún juicio. La comprendía, como si hubiese compartido sus sufrimientos y sus dudas. Entonces, superando su angustia, se acurrucó contra él.

—Me gustaría tanto olvidar todo este horror, que todo vuelva a ser como antes. Tengo ganas de estar a tu lado, de sentir tus manos en mi cuerpo. Pero hay algo en mí que se rebela. No puedo soportar que me toquen. Tengo miedo…

Djoser le alzó la barbilla.

—Lo comprendo, hermana bienamada. Pero los dioses han permitido que volvamos a encontrarnos. Sólo se necesita tiempo, y yo tendré la paciencia de esperar.

Cogió una manta y arrebujó a Tanis con dulzura.

—Recupera fuerzas, mi bella princesa. Mañana iremos a llevar un mensaje de paz al rey Hakurna.