Capítulo 66

Después de haber dejado la costa eritrea, la caravana se dirigió hacia el oeste, siguiendo el árido valle de un río irregular, que la llevó a los confines del terrible desierto de Nubia, donde hubo que enfrentarse a Habub, el dios salvaje que se manifestaba en forma de violentas tempestades de arena. Cubiertos de polvo, agobiados por el calor y con la garganta seca, los viajeros avanzaban con esfuerzo.

Un día llegaron por fin a una llanura arenosa atestada de enormes bloques de granito de un color pardo grisáceo. Una hierba amarillenta cubría el suelo reseco por los vientos y el ardor del sol. Más lejos, hacia el oeste, se cerraba en un estrecho valle. Imhotep declaró:

—Los egipcios han construido varias ciudades en el país de Kush, al otro lado de la primera catarata. Si nuestro guía no se ha equivocado, deberíamos llegar a la región de Tutzis.

Poco a poco, el valle se ensanchó y desembocó en una llanura ancha y fértil, rodeada por altos macizos montañosos y secos. Por el centro corría un río de aguas azules. Una viva emoción se apoderó de Imhotep.

—El dios Hapi —murmuró.

Mientras de todos los pechos brotaban gritos de entusiasmo, él permaneció largo rato contemplando el fabuloso espectáculo, con ojos brillantes. Tanis le cogió la mano en silencio.

A pesar del agotamiento, aceleraron la marcha. No tardaron en alcanzar la extensión verdosa que bordeaba el río. El lugar parecía deshabitado, pero Nubia estaba muy poco poblada. Con grandes expresiones de alegría, los viajeros cogieron con las manos aquella tierra feraz y negra, y con ella se embadurnaron el torso y los miembros. Luego todos se quitaron las ropas y se zambulleron con placer en el agua maravillosamente fresca.

Al día siguiente, la caravana volvió a ponerse en marcha en dirección norte. Hacia la mitad de la tarde, en la orilla occidental del río apareció una pequeña ciudad, cercada por una muralla de ladrillo y rodeada de palmerales: Tutzis. Imhotep lanzó un grito de gozo.

—Esta noche dormiremos en una cama de verdad, hija mía. Vamos a cruzar el Nilo para ver al nomarca. No dejará de ofrecernos hospitalidad.

De improviso, llegó corriendo un explorador, presa de viva agitación.

—¡Señor! Una tropa armada viene hacia nosotros.

—¿Quiénes son?

—¡No lo sé, señor!

Imhotep ordenó a sus guerreros prepararse para el combate. Chereb los apostó en pequeños grupos alrededor de los caravaneros que, dominados por el pánico, se reunieron cerca del río. Desde su salida de Djura, sólo se habían cruzado con tribus de pastores nómadas, demasiado poco numerosas como para inquietar a la potente milicia que los protegía. Los únicos adversarios contra los que habían tenido que luchar habían sido las tempestades de arena, la sequedad y la sed.

Inquieta, Tanis armó su arco. Quizá tuvieran que vérselas con una partida de bandidos, de aquellas que a veces atacaban las minas de oro de las montañas de Kush. Por lo general, sólo estaban formadas por varias decenas de hombres. La vista de los guerreros de Imhotep debería bastar para alejarlos. Sin embargo, era raro encontrar una banda de ésas cerca de una ciudad, donde la guarnición no habría tardado en darles caza.

Pero no se trataba de bandidos, sino de una tropa numerosa. Por su piel de un negro azulado, Tanis comprendió que eran nubios. Brazaletes de cobre y madera adornaban sus brazos, mientras que abundantes escarificaciones marcaban los torsos y las caras, simbolizando los enemigos abatidos. Blandían largas lanzas de punta de sílex y hueso, y mazas de piedra tallada. Cuando divisaron la caravana, un largo grito brotó de sus filas, que heló la sangre en las venas de los viajeros. Algunos guerreros corrieron hacia los egipcios, con sus armas en alto. Pero sonó una breve orden, lanzada por un hombre de elevada estatura. Los asaltantes se detuvieron, contentándose con amenazar a los caravaneros con sus lanzas. Imhotep ordenó a los suyos que no contestasen.

El ejército enemigo tenía muchos heridos. Era evidente que acababa de librar un rudo combate. ¿Contra quién? Al otro lado del río, la ciudad parecía tranquila. El jefe de la tropa interpeló a Imhotep:

—¡Perro egipcio! Los tuyos han invadido nuestro reino.

—Pero si Nubia forma parte de Egipto —replicó Imhotep.

—¡Ahora no! Nuestro rey, el gran Hakurna, ha expulsado al invasor del norte. Ha matado al nomarca, una hiena que nos abrumaba a impuestos, y ha liberado el país de Kush.

Imhotep se tomó un rato para contestar. Si aquel hombre decía la verdad, ahora se encontraban en territorio enemigo. Pero también se daba cuenta de que los nubios no parecían decididos a enfrentarse a las armas temibles de que disponían los caravaneros.

—Lo que nos faltaba —le dijo a Tanis—. No sabía que Nubia estuviese en guerra contra Egipto.

—El Horus Sanajt soñaba con nuevas conquistas —respondió ella—. Sin duda, habrá formado un ejército para conseguir nuevos esclavos. Ha debido abrumar los nomos lejanos con nuevos impuestos, y Nubia se ha rebelado.

—Si por lo menos supiésemos dónde se encuentran las tropas egipcias… Pero quizá pueda conseguir derecho de paso de ese rey Hakurna cediéndole una parte de nuestras riquezas.

Se dirigió al capitán nubio.

—¡Escúchame! Yo soy un comerciante, no un guerrero. Las caravanas siempre han cruzado Nubia. Estoy dispuesto a pagar un derecho de paso.

—El rey Hakurna decidirá tu destino —respondió el otro—. Hasta entonces, todo el que intente huir será muerto.

—Entonces quedaos a distancia —replicó Imhotep—. El primer guerrero que se acerque será abatido.

Los nubios dudaban en atacar; habían debido de sufrir una derrota. Su ejército, apenas dos veces más numeroso que la milicia de que disponía la caravana, estaba agotado y debilitado. Un enfrentamiento ocasionaría demasiadas pérdidas por ambas partes. Hubo algunos movimientos belicosos en las filas adversarias, pero la mayoría de los hombres respetaron las consignas de su jefe. Sin embargo, su posición impedía a los egipcios proseguir su camino. Imhotep volvió hacia los suyos.

—Podríamos intentar pasar por la fuerza, pero me parece preferible negociar —le dijo en voz baja a su hija—. Por suerte, el capitán que los dirige me parece inteligente. Vamos a esperar la llegada del rey Hakurna.

En un clima de extremada tensión, los dos bandos asentaron sus campamentos. Entre las hordas nubias, ciertos guerreros de mirada feroz vociferaban de impaciencia. No había duda de que sólo su reducido número les impedía exterminar a los caravaneros. En varias ocasiones, fueron a provocarles lanzándoles piedras. El capitán nubio hubo de llamarles varias veces al orden.

Al atardecer, encendieron hogueras en medio de una atmósfera angustiosa. Los dos campamentos se vigilaban. En las hogueras enemigas, los guerreros cocían carne. De pronto, Tanis lanzó un grito de repugnancia.

—¡Por los dioses! ¡Se diría que están comiéndose sus perros!

Durante el día había divisado en el campamento enemigo rebaños de cabras y corderos, así como algunos perros. Pensó que estos animales estaban allí para guardar los rebaños. Pero se dio cuenta de que los guerreros de piel azul habían matado tres antes de descuartizarlos y poner su carne a asar.

—Son ñam-ñam[41] —explicó Imhotep—. Por lo que parece, este Hakurna recurre a distintas tribus lejanas. Los ñam-ñam son caníbales del sur de Nubia. Crían perros que no saben ladrar, igual que si fuesen corderos; también comen serpientes y ratas. Pero, sobre todo, devoran a sus enemigos.

—¡Qué horror!

De hecho, el ejército nubio aglutinaba distintas etnias. Contaba incluso con hombres de raza blanca, oriundos tal vez de los nomos del sur del Alto Egipto, que se habían unido a los nubios. El capitán enemigo era un mestizo.

Sin embargo, a pesar de sus temores, los caravaneros no sufrieron ningún ataque por sorpresa durante la noche. Sin duda, la guardia vigilante montada por la milicia de los caravaneros desanimó los ardores belicosos del enemigo.

Al día siguiente, bajo un sol despiadado, una ancha falúa cruzó el Nilo. Un personaje vestido con una piel de leopardo y ceñido con una corona de electro descendió de ella, seguido por un grupo de consejeros: el rey Hakurna. Era un hombre todavía joven, de cara redonda, algo infantil, pero cuyos ojos reflejaban una gran resolución. Imhotep avanzó hacia él.

—Soy el señor Mertot —dijo—. Vuelvo del lejano país de Punt y deseo llegar a las Dos Tierras.

—¡Todos los egipcios son chacales! —gritó Hakurna—. Deben perecer.

Un coro de aullidos amenazadores saludó sus palabras.

—¡Escúchame, gran rey! Yo no soy responsable de esta guerra. No pido otra cosa que pasar por tu reino. Estoy dispuesto a ofrecerte una parte de mis riquezas.

—Puedo cogerlas por mí mismo después de haber acabado con los tuyos.

Los gritos aumentaron. Sin embargo, a pesar de la hostilidad que demostraban sus guerreros, Hakurna no parecía decidido a dar la orden de ataque. Imhotep comprendió entonces que tenía miedo.

—Todavía no has conseguido la victoria, señor. Los míos están bien armados. Habrá numerosos muertos por ambos bandos. Tal vez tu ejército consiga aniquilarnos… Pero si nosotros resultamos vencedores, nada nos impedirá entonces cruzar el Nilo y apoderarnos de tu ciudad. No veo guerreros en la otra orilla.

Hakurna hizo un gesto de enfado. Imhotep insistió.

—¿Es todo lo que queda de tu ejército, Hakurna? ¿Están los egipcios a punto de conquistar Tutzis?

El otro replicó con arrogancia.

—Mi ejército es mucho más importante. Está rechazando al invasor más allá de la Primera catarata.

—¡Es falso! No creo que tus tropas hayan vencido. En caso contrario, no tendrías ningún escrúpulo en ordenar a tus hombres atacar. Pero las necesitas para defender Tutzis.

—¡Calla!

—El ejército del Horus se acerca, ¿no es así?

El rey nubio palideció. Imhotep tenía razón. Aprovechó su ventaja.

—Estos hombres son los únicos que te quedan, Hakurna. No puedes arriesgarte a perderlos luchando con nosotros. Ordénales que crucen el Nilo, y déjanos marchar. Somos comerciantes. No lucharemos contra ti.

El otro hizo un ademán de rabia impotente, y luego su rostro reflejó abatimiento.

—Lo has adivinado —admitió—. Los egipcios han conquistado Talmis y Tafis. Esas hienas apestosas han derrotado a mis guerreros. Sólo éstos que ves aquí han conseguido escapar. Ignoro dónde están los otros. —De rabia, escupió al suelo y añadió—: Sin embargo, mis tropas eran más numerosas que las de los egipcios. Pero el hombre que las manda es un verdadero demonio.

—¿Sabes su nombre? —preguntó Tanis.

El nubio la contempló con ojos perversos, escandalizado ante el hecho de que una mujer se atreviese a entrometerse en una conversación entre guerreros. Pero la joven sostuvo con altanería su mirada. Impresionado por su valor, Hakurna respondió con voz cansina:

—Ese perro se llama Djoser. Por lo que dicen, es el hermano del rey de Egipto.