Capítulo 64

Desde su regreso a Djura, Imhotep se impuso organizar una poderosa caravana con destino a Egipto. Se le ofrecían dos posibilidades: remontar el gran mar del Sur hasta el golfo que conducía hasta las cercanías de Mennof-Ra, o penetrar hacia el interior para alcanzar el Nilo al sur del Alto Valle. En realidad, Imhotep no intentaba llegar a la capital. Lo que Tanis le había contado de Sanajt le incitaba a mostrarse prudente. Sin duda sería mejor descender el Nilo desde Nubia. De este modo podría apreciar la acogida que le reservaban los nomarcas.

Decidió por tanto que la caravana bordearía las costas de Eritrea, hasta un camino que seguía cursos de ríos la mayor parte del tiempo secos. Esta ruta era la que tomaban los mercaderes que comerciaban con el país de Punt. Por desgracia, esas expediciones eran raras, porque la distancia, cerca de mil millas, desanimaba a los más audaces. Pero el pequeño ejército reunido por Imhotep tranquilizaba a los viajeros. Nunca una caravana tan importante se había decidido a llegar a Egipto. En Djura, Tanis encontró al capitán Melhok, que lloró de alegría al volver a verla. Imhotep le confió un pequeño cofre de cedro que contenía el oro y las piedras preciosas y declaró:

—Aquí hay suficiente para que construyas un nuevo navío, Melhok.

—Pero señor…

—Ahora puedes regresar a Uruk con la cabeza alta. Le dirás a mi amigo Gilgamesh que la princesa Tanis ha encontrado a su padre, y que ha sido gracias a ti.

—Gracias a mí…

—Si no me hubieras hablado de la princesa que se encontraba a bordo de tu barco, nunca se me habría ocurrido buscarla. Los dioses han hecho converger nuestros pasos.

Unos días más tarde, la caravana salió de Djura y subió hacia el noroeste, a lo largo de las salvajes costas de Eritrea. Quizá algunas partidas de bandidos frecuentaban aquellas riberas, pero el pequeño ejército que protegía el convoy debía desanimarlos. En su ruta no se presentó ningún obstáculo.

Tanis e Imhotep pasaban la mayor parte del tiempo hablando. Cada uno poseía una mina de recuerdos inagotable, que compartían con placer. La joven adoraba escuchar a su padre. A su lado, se sentía segura. Cuando pensamientos taciturnos la apenaban, Imhotep sabía hacerlos desaparecer con humor y ternura. Tanis comprendía por qué sus guerreros habrían dado la vida por él. Los trataba con dignidad y respeto, como a compañeros de ruta con los que había compartido innumerables aventuras. Su autoridad era, por eso, mayor. No reinaba sobre ellos por el miedo y el poder, sino por el afecto que todos y cada uno sentían hacia su persona.

Imhotep le había ofrecido el nubio Chereb, cuyo rostro le recordaba a su fiel Yereb. Aquel negro de alta estatura sentía afecto por la pequeña Jirá, y se había convertido en su guardia personal. Imhotep también había comprado dos esclavas jóvenes para descargar a Tanis de los cuidados del bebé. Una princesa de Egipto no podía seguir llevando a su hija así, al modo indígena. Tanis se negó sin embargo a contratar una nodriza. Quería dar de mamar ella misma a la pequeña.

Un día, cuando estaba amamantándola, le pareció extraño el nombre con que los caravaneros se dirigían a su padre.

—Mertot quiere decir «amado de Tot» —le explicó Imhotep—. Ese nombre me lo dio en broma un amigo egipcio que estaba asombrado de la extensión de mi conocimiento. Me divirtió, y lo conservé. Con ese nombre espero llegar a las Dos Tierras, a fin de no despertar sospechas. —Y añadió con una sonrisa—: Quizá gracias a él he encontrado a la diosa Sejmet bajo los rasgos de mi hija.

—Pero yo no soy una diosa —protestó Tanis.

—No, desde luego. Pero creo que la vida de cada ser humano está marcada por signos que dan un sentido a su destino. A menudo es difícil comprenderlos e interpretarlos. Muchas veces, el hombre permanece ciego a los símbolos que se esbozan delante de él. Los ignora y así se aparta de la Ma’at. No vive en armonía con lo que es en profundidad. Así se explican sus desdichas. Estoy convencido de que estás prometida a un futuro excepcional, Tanis. Por eso los dioses han querido probarte, para hacerte digna de tu destino. Te has visto obligada a superar obstáculos espantosos y a vivir experiencias dolorosas, pero cada una de ellas te ha enriquecido. Has adquirido fuerza, resistencia y generosidad.

—Pero la matanza de Siyutra…

—La querían los dioses. No has hecho otra cosa que obedecerles destruyendo una guarida de bandidos que tenían las manos llenas de sangre. No te has vengado solo a ti, sino a todos aquellos a los que habían matado.

El rostro de Tanis se ensombreció.

—Ya sabes lo que viví allí. Tengo… tengo la impresión de que nunca volveré a soportar que un hombre me toque.

—El bálsamo del tiempo borrará el recuerdo de esa pesadilla. Cicatriza todas las heridas, hasta las más crueles. Un día se te acercará un hombre y te hará olvidar esa noche infernal.

—Tendría que ser un mago —replicó Tanis.