Capítulo 62

Una viva emoción se apoderó de Tanis. Durante casi dos años había buscado a ese padre desconocido, afrontando para ello calamidades que la habían marcado a fuego. Después de la carnicería de Siyutra había perdido toda esperanza de encontrarlo. Y de pronto, una serie de circunstancias inexplicables lo ponía en su presencia, pero no supo cómo reaccionar. Con paso titubeante, bajó de la roca y se acercó a Imhotep. Los leones no se movieron. Ninguna palabra podría traducir lo que sentía. Tenía la impresión de reconocer sus rasgos. Amaba ya aquella calvicie naciente, su mirada chispeante de malicia, su voz cálida y grave. Antes de que se diese cuenta, se encontró entre sus brazos.

Imhotep acarició con ternura la pesada melena parda que no conocía el peine desde hacía mucho tiempo. Entonces, Tanis estalló en sollozos. Demasiados recuerdos, dolores y remordimientos afluyeron en la joven, soltando su veneno. Tuvo la impresión de regresar, de convertirse en la niñita que había sido muchísimo tiempo antes. Habría deseado que Imhotep la mantuviese siempre así, para protegerla, enseñarle la vida, llevarla de la mano. Luego sus llantos se calmaron llevándose sus penas y calamidades como el reflujo de las olas borra las marcas en la arena. En su cabeza se abrió paso una nueva idea: ya no estaba sola. Se apartó de Imhotep, puso las manos sobre su rostro todavía joven, dorado por el sol, y una sonrisa brilló a través de sus lágrimas.

—¡Padre mío! Eres mi padre —murmuró.

—Eres aún más hermosa de lo que tu madre me decía en sus cartas —susurró él vivamente emocionado.

El tono cariñoso de su voz profunda la conmovió. Entonces comprendió por qué su madre se había enamorado de él. De toda su persona emanaba un encanto irresistible, y sobre todo una sensación de fuerza y sabiduría que incitaba a buscar su afecto y protección.

Tanis cogió en brazos al bebé envuelto en una manta robada a los caravaneros y se lo enseñó tímidamente.

—Se llama Jirá… No… no la he querido. Pero está aquí, y la amo.

—¡Lo sé! —respondió dulcemente Imhotep.

En ese momento, Tanis también le amó a él más que a cualquier cosa en el mundo. Sus ojos parecían comprender y aceptarlo todo. No había dicho más que dos palabras, pero significaban que conocía su historia, sus sufrimientos pasados, que los admitía, y que a partir de ese momento él estaría allí para protegerlas, para proteger a su hija y a ella.

Un leve rugido resonó a su espalda. Las fieras miraron largamente a Tanis, luego se alejaron con paso cansino. La joven leona se quedó la última, emitió un gemido lastimero, casi humano, y también desapareció. Una pesada bola se formó en el estómago de la joven. Los felinos se habían retirado, como si hubieran comprendido que había llegado el momento de que Tanis volviera con los suyos.

Por la noche, en el campamento, mientras el bebé mamaba ávidamente el seno de su madre, Tanis trató de poner en orden sus ideas. Su reclusión voluntaria en el desierto había durado más de un año. De no ser por la aparición inesperada de su padre, nunca habría aceptado volver al mundo de los hombres. Se tocó el amuleto del brujo habasha. Recordó sus palabras:

«Debes prepararte para afrontar una prueba espantosa. La única forma de salir triunfante será convertirte tú misma en la imagen de una diosa indomable, que lleva en sí misma su propia maldición, porque no es más que odio y destrucción.»

La invadió una sensación extraña, como si de pronto su vida entera adquiriese nuevo sentido. Supo entonces que había triunfado de las adversidades impuestas por el destino. Se había vuelto el reflejo de una diosa. Se acordó de la obra de teatro religiosa en la que había encarnado a una divinidad atormentada por la cólera, devastadora, que había sembrado la muerte y la desolación a su paso.

Tal vez sólo se tratase de coincidencias…

Como ella, Tanis no era otra cosa que odio y destrucción. Había aniquilado todo un pueblo en un brasero infernal. Luego, como ella, también se había retirado al desierto, espantada ante su crimen. Ahora comprendía por qué los leones la habían aceptado en su horda: era de su raza, se había convertido en la leona Sejmet.

«Será necesaria la intervención de dos poderosas divinidades para impedir que te hundas en la nada.»

¿Tenía realmente Katalba el don de predecir el futuro? Examinó el talismán a la luz de la hoguera. Representaba a un tosco personaje esculpido en ébano, atado a una pluma por un pelo de vaca. Sejmet había sido devuelta a su padre Ra por Tot y Bes. La pluma sólo podía significar el dios de la luna, que también era dueño de la Escritura y del Conocimiento. ¿Se había encarnado en el espíritu de su padre Imhotep? ¿Estaba habitado su extraño compañero de miembros retorcidos por el enano Bes?

Volvió a pensar en Meritrá. Comprendió que Isis no la había abandonado, que siempre había estado a su lado. Una sensación de paz infinita descendió hasta ella. Ahora sabía que sus adversidades habían terminado, que una nueva vida se ofrecía ante sus ojos. Una vida en la que no tardaría en encontrar a Djoser. Con los ojos brillantes, miró a Imhotep y luego le suplicó:

—¡Háblame de ti, padre mío!

Imhotep sonrió antes de iniciar una larga historia:

—Hace más de veinte años que salí de Egipto. Mis padres estaban muertos, mi fortuna era demasiado modesta para poder alimentar la pretensión de casarme con una princesa de sangre real. Pero todavía era muy joven, y no comprendía el odio que la familia de Merneit manifestaba contra mí. Ella me amaba, y yo la amaba: para mí, era suficiente. Cuando el Horus Jasejemúi ordenó mi exilio, yo no sabía dónde ir. Pero me importaba poco. Sin Merneit, la vida me parecía muy sombría. Pensé en raptarla y llevarla conmigo. Pero ella se negó. Los países desconocidos la asustaban. Entonces me embarqué solo rumbo a los países del Levante, acompañado por mis servidores más fieles. Chereb se encontraba entre ellos.

Y señaló al gran negro que mandaba a los guerreros. Turbada, Tanis observó que se parecía a su esclavo nubio. Imhotep prosiguió:

—Su hermano, Yereb, aceptó quedarse con Merneit, para protegerla.

—¿Chereb es el hermano de Yereb?

—Su hermano gemelo, sí. ¿Qué ha sido de él?

Con un nudo en la garganta, la joven le contó su evasión, durante la que el desdichado esclavo había encontrado la muerte. Permanecieron un rato en silencio. Luego Imhotep prosiguió su relato.

—Durante varios años recorrí numerosos países, sin instalarme en ninguno. Conocí reyes, eruditos y pueblos diferentes. Aprendí sus lenguas y sus costumbres. Me apasioné por todo lo que iba descubriendo: la arquitectura, la artesanía, la medicina. Para mí era una manera de sufrir menos por la ausencia de Merneit. Sabía que estaba obligado a olvidarla, pero no podía dejar de escribirle. Nuestra correspondencia duró años. Confiaba mis cartas a los mercaderes. Ella me respondía, a hurtadillas de su marido. Fue así como supe de tu nacimiento. Te describía con tantos detalles que estoy seguro de que te habría reconocido con los ojos cerrados. También me contaba la forma vergonzosa en que os trataban, a ella y también a ti por ser hija de un noble de baja extracción. Durante mucho tiempo odié a Jasejemúi. Luego el tiempo terminó borrando mi rencor.

»Un día llegué a Uruk, donde reinaba el lugal Enmerkar. Con el paso de los años, yo había adquirido una sólida reputación de médico. Y el monarca sufría una dolencia que sus doctores no conseguían sanar. Como último recurso, me llamaron a su cabecera. Tuve la suerte de curarle. Por gratitud me convirtió en su consejero más cercano y me hice su amigo. Era un hombre notable, al que me uní profundamente. Así pues, decidí instalarme en Uruk, donde fui tratado como un gran señor. El favor del lugal me permitió amasar en unos pocos años una verdadera fortuna. Al enterarse de mis conocimientos en arquitectura, Enmerkar me propuso mandar construir un templo a la gloria de Innana, la gran diosa de Uruk.

—Lo he visto, padre. Egipto no tiene ninguno que pueda comparársele.

—¡Todavía no! Pero tengo algunas ideas.

Y calló un momento, con la mirada sumida en un sueño interior.

—Cuando Enmerkar murió, hace unos años, no deseé seguir viviendo en Uruk. Enmerkar se había vuelto un hermano para mí. Entonces, a pesar de la amistad que me unía a su hijo, Gilgamesh; preferí marcharme. El mundo es vasto, y yo conocía muy pocas cosas. Me dirigí entonces hacia ese misterioso país de Punt, de donde nos llegaban el oro, el marfil y el incienso. Descubrí allí un pueblo muy diferente de todos los que había conocido hasta entonces. Sus brujos me enseñaron los secretos de las plantas, los del cuerpo del hombre y de la mujer. A cambio, compartí con ellos lo que había aprendido en el curso de mis viajes. Pero tenía buen cuidado de anotar todos mis descubrimientos y todas mis reflexiones. Hoy poseo una considerable fortuna en oro y en piedras preciosas; sin embargo, a mis ojos, mi mayor riqueza son estos escritos. Con la protección de Tot, escribiré un gran libro de medicina al que más tarde podrán remitirse los doctores. No hay en el mundo ocupación más noble que llevar alivio a los que sufren. La muerte y la enfermedad no son ineludibles. Estoy convencido de que la naturaleza posee los remedios para todos los males. Pero tenemos todavía tantas cosas que aprender…

Tanis le escuchaba con pasión. La exaltación y el amor de la vida que vibraban en la voz de su padre penetraban hasta lo más íntimo de su ser. Sus ojos reflejaban una extraordinaria mezcla de malicia y maravilla. De Imhotep se desprendía un sentimiento de generosidad que Tanis nunca había encontrado todavía, a excepción, quizá, de Djoser.

—Esos países me fascinaban —continuó Imhotep—. Descubrí en ellos paisajes de una belleza inimaginable, sabanas inmensas, bosques lujuriantes poblados de árboles gigantescos, flores de colores maravillosos, frutas desconocidas, animales sorprendentes. Mucho más lejos, en dirección sur, conocí tribus cuya existencia ni siquiera imaginamos nosotros los egipcios. Entablé relaciones amistosas con todos. Me precedía mi reputación de hombre-médico. Y mis pasos siempre me llevaban más lejos, hacia el interior más profundo de esa comarca extraordinaria, mucho mayor que los Dos Reinos. Tal vez se extiende hasta el fin del mundo.

»Un día, después de haber franqueado montañas y atravesado valles inundados por las lluvias, llegué a la orilla de un lago donde vivía un pueblo sorprendente. Ese lago era tan vasto que me pregunté si se trataba del mar interior de que hablan nuestras leyendas y de donde nos vendrían las crecidas de Hapi. Asistí en él a fenómenos muy extraños. Por momentos, enormes columnas móviles nacían de las aguas y se desplazaban por su superficie como tornados de una altura de varios cientos de codos. Los indígenas pensaban que se trataba de los espíritus de sus dioses que se elevaban hacia el cielo.[40]

»El rey de ese país estaba muy triste, porque muchas de sus mujeres morían cuando daban a luz. Así es como conocí a Uadji. Apasionado también por la medicina, había comprendido qué dolencia era la que sufría, pero el gran brujo de la tribu se negaba a escucharle y amenazaba con desencadenar los espíritus malignos contra él. Cuando supo que también yo era un afamado médico, el rey me pidió que examinase a sus esposas. En realidad, sufrían distintas fiebres que yo había aprendido a combatir. También Uadji conocía remedios eficaces contra esas fiebres, y entre los dos conseguimos curar a aquellas pobres mujeres. El rey me recompensó ofreciéndome oro y piedras preciosas. Pero el pobre Uadji había provocado la cólera del brujo y temía su venganza. Lo tomé bajo mi protección, y cuando abandoné ese país me lo llevé conmigo.

»En dirección norte se abría el valle de un poderoso río que corría hacia Egipto. Pensé seguir su curso. Pero el rey me lo desaconsejó. No había ningún camino por el que caminar. Además, río arriba vivían unas tribus hostiles, de piel gris, cuyo territorio estaba azotado por una plaga terrorífica. Todos los hombres que penetraban en él se veían alcanzados por una enfermedad incurable, que provocaba un sueño del que nunca más podían despertar. Dejaban de alimentarse y terminaban muriendo. Entonces decidí volver hacia las riberas del país de Punt. Así es como, hace dos lunas, llegué a Djura.

»Ahí me contaron la historia de una misteriosa mujer que vivía entre los leones. Algunos la describían como una mujer de una belleza fabulosa; otros, por el contrario, como una criatura monstruosa, semihumana y semileona. Ya había oído tantas historias inverosímiles que ésta me divirtió como las otras. Pero un viejo marinero borracho me habló de una princesa capturada por los piratas, que bien podría haber sido esa mujer. Una princesa que llevaba el nombre de mi hija, Tanis. También me explicó que la muchacha iba en busca de su padre, un tal Imhotep. Al día siguiente salí en tu busca.

Tanis cogió la mano de su padre y la estrechó con cariño.

—¡Qué sorprendente es la vida a veces! Dejé Egipto para encontrarte, y al final has sido tú quien ha venido hasta mí.

Imhotep la abrazó afectuosamente, y luego declaró señalando al bebé:

—Estaba casi seguro de que eras esa hija que yo no conocía. Pero qué extraños son los dioses, que me han hecho descubrir al mismo tiempo que también era abuelo. ¡No me consideraba tan viejo!

Apenas si durmieron aquella noche. Tanis revivió para Imhotep sus viajes fabulosos, evocó innumerables rostros, ciudades, paisajes. Fue como si su memoria se abriese de nuevo, reconciliándola poco a poco con su pasado. Imhotep conocía todos los lugares que ella había atravesado. En varias ocasiones, recuerdos comunes los acercaron, tejiendo entre ambos una tierna complicidad. Alrededor, los guerreros dormían. También Uadji había terminado sucumbiendo al sueño. La sabana hacía resonar las llamadas de los predadores nocturnos, fieras o rapaces, los gritos de los roedores, el zumbido del viento en las hojas secas de las acacias. Iluminados por la luz azul de la luna y los reflejos rojizos de la fogata moribunda, no oían nada. Entre ellos se borraba una ausencia que había durado demasiado tiempo, y se anudaban unos lazos poderosos e indefectibles.

Apenas se dieron cuenta de que el cielo se teñía de rosa por oriente, coloreando nubes bajas en largos regueros luminosos, como las orillas de continentes desconocidos. Por primera vez desde hacía una eternidad, Tanis tenía una sensación de paz total, una plenitud que sólo había conocido entre los brazos de Djoser.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó por fin.

Imhotep no respondió de inmediato.

—Echo de menos Egipto, Tanis. He decidido arrostrar la prohibición y regresar.

Tanis se emocionó.

—Sanajt te hará ejecutar, padre.

—Es un riesgo que debo correr. Pero no lo creo. He aprendido mucho en el curso de mis viajes. Ahora soy riquísimo, y traigo conmigo algunas ideas que deberían seducirle.

Y empezó a narrarle sus proyectos. Fascinada, Tanis bebía las palabras que salían de los labios de su padre. Cuando Imhotep calló, el cariño de la joven iba acompañado por un sentimiento nuevo: sentía un orgullo inmenso por ser la hija de un hombre cuyo genio era capaz de concebir proyectos tan grandiosos.

Para ella no había problema: le seguiría a Egipto. Al pensarlo, el corazón le dio un vuelco. El rostro de Djoser se imponía a ella de una forma irresistible. Ahora estaba segura de que volvería a encontrarle. Imhotep y él se harían grandes amigos. Sus pasiones eran comunes. Djoser soñaba con reconstruir Mennof-Ra.

Pero no era rey de las Dos Tierras.