El puerto de Djura, dos meses más tarde
—Con toda seguridad se trata de una divinidad malhechora —dijo el hombre—. Los nómadas que han atravesado el macizo dicen que tiene cuerpo de leona y torso de mujer. Pero su rostro no es humano. Acribilla con flechas a todos los que se acercan a su territorio. Ya nadie se atreve a ir a cazar allí.
Su interlocutor replicó:
—Otros afirman que se trata de una mujer de gran belleza.
—Porque tiene el poder de cambiar de aspecto, señor Mertot. Sólo los dioses son capaces de un prodigio así, ¿no lo sabías?
Mertot movió la cabeza con aire dubitativo. Era un hombre de edad madura y cara inteligente cuyos ojos enmarcados entre ligeras patas de gallo reflejaban una mezcla de encanto y de malicia. De él emanaba una autoridad natural que se imponía sin tensión. Un principio de calvicie tendía a envejecerle, pero la elegante agilidad de sus gestos desmentía esa impresión. Su sólida complexión contrastaba con la del hombre que le acompañaba, cuya altura no superaba los dos codos.
Con los miembros retorcidos y la piel de un negro azulado, Uadji era un zandé afectado de enanismo y desempeñaba en su tribu las funciones de brujo. El señor Mertot le había conocido varios años antes en el curso de uno de sus numerosos viajes. Una simpatía espontánea había acercado enseguida a los dos hombres, ambos apasionados por la magia y la medicina. Durante largas discusiones habían intercambiado sus conocimientos, comparando sus métodos y peleándose a veces por sus desacuerdos. Mertot había recordado Egipto, que abandonara hacía mucho tiempo. Había explicado a su insólito compañero que deseaba regresar para acabar sus días en ese país. Atraído por las bellezas evocadas por Mertot, Uadji había decidido abandonar su bosque natal para seguir a su nuevo amigo hasta el reino de las Dos Tierras.
De este modo, el mercader egipcio se había encontrado flanqueado por aquel extraño personaje, que no cesaba de maravillarse y preocuparse por todo. Viendo sus reacciones se habría podido pensar que era un simple de espíritu. En realidad poseía un saber impresionante, herencia del conocimiento de las plantas y de la naturaleza acumulada por sus antepasados desde el alba de los tiempos. En contacto con Mertot había aprendido la lengua egipcia, que adornaba con expresiones floridas traducidas de su idioma materno. Taimado y crédulo a un tiempo, valiente pero asustadizo ante cualquier nadería, Uadji poseía el don innato de conocer las enfermedades imponiendo las manos sobre el cuerpo de un enfermo. No había quien le igualase calmando las angustias de una mujer dando a luz.
El señor Mertot dirigía una caravana que había llegado a Djura unos días antes, procedente de las costas meridionales del país de Punt. Traía una impresionante cantidad de oro, marfil, ébano, incienso, y cofres con magníficas piedras preciosas. Todo ello constituía una considerable fortuna que lo convertía en un hombre inmensamente rico. Esta opulencia había excitado la codicia de los bandidos, que habían renunciado a atacar ante el centenar de temibles guerreros que la guardaban. Sus diversos orígenes habían sorprendido a los habitantes de Djura. Había entre ellos nubios, sumerios, elamitas, egipcios e incluso algunos asiáticos de cráneo rasurado. Todos profesaban un cariño sin condiciones a su señor.
El rey de Djura, Palajor, había recibido al señor Mertot con todos los miramientos debidos a su rango. El viajero le había informado de su deseo de organizar una nueva caravana para viajar a Egipto, y el monarca, encantado con la propuesta, le había ofrecido su ayuda. Soñaba con desarrollar los intercambios comerciales con ese país por el que sentía una gran admiración.
Sobre la personalidad de Mertot planeaba cierto misterio. Se decía que había viajado muchísimo más lejos que los más audaces navegantes. Asimismo, le gustaba mezclarse con los comerciantes, con los artesanos, con los obreros, con quienes discutía largo rato, interesándose en su oficio. Un esclavo le seguía como una sombra, llevando cálamo y hojas de papiro en las que tomaba innumerables notas.
Desde su llegada le intrigaba la leyenda de la diosa-leona, que circulaba por las tabernas de Djura, donde se reunían los marineros y los nómadas procedentes de países lejanos. El individuo al que acababan de evocar en su presencia coincidía, a su parecer, con su propia versión de un monstruo híbrido.
—Yo mismo fui a cazar a esa región, señor. ¡Por mi vida, no volveré nunca más! Dicen que devora el corazón y los intestinos de sus víctimas. ¡Sólo quedan los huesos!
—¡Bobadas! —clamó una voz ronca.
El cazador se volvió hacia el insolente que le había interrumpido de forma tan grosera.
—¿Cómo que bobadas? ¿Acaso has visto tú con tus propios ojos esa criatura?
Mertot miró de arriba abajo al desconocido. Era un hombre de pelo gris y rostro marcado por el sol. A pesar de la hora tan temprana, parecía bastante empapado de cerveza. Se acercó al trío y declaró con voz pastosa:
—No sólo la he visto, sino que la he conocido. No es un monstruo, sino una mujer. Una mujer de una belleza fabulosa, la belleza más magnífica que nunca he visto —añadió con nostalgia.
—Ya he oído esa versión —intervino Mertot.
—Pero no conoces la verdadera historia —replicó el otro.
—¡No le escuches, señor! —dijo indignado el cazador—. Ya ves que este hombre no está en sus cabales. Desde que ha llegado a Djura, no ha hecho más que emborracharse.
Mertot esbozó una sonrisa indulgente.
—Sin embargo, me gustaría oír su relato.
El borracho le miró y luego midió de arriba abajo al cazador con desprecio.
—¡Sólo hablaré contigo, señor!
Mascando su desaprobación, el cazador se alejó.
—Te escucho.
—Mi nombre es Melhok, señor. Soy sumerio. Hace varias lunas yo era el capitán del Soplo de Ea, un soberbio navío. Me encargó mi soberano, el gran Gilgamesh de Uruk, traer a una princesa egipcia hasta este mismo lugar, a Djura. Por desgracia, fuimos víctimas de una horda de piratas que se apoderó de mi navío. Todos mis compañeros resultaron muertos. En cuanto a la princesa, fue reducida a esclavitud, lo mismo que yo y varios mercaderes que llevaba a bordo. Estaba seguro de que moriríamos en aquel sitio infernal. Sin embargo, gracias a ella conseguimos escapar. Y fue ella también la que destruyó el poblado de aquellos malditos piratas.
—¡Eso sí que es una mujer con recursos! —admitió Mertot, extrañado y divertido—. ¿Cómo lo consiguió?
—Había observado que los piratas tenían gran cantidad de tinajas de betún. Se las arregló para recuperar algunas armas. Una noche, derramamos ese betún por el poblado, y le prendimos fuego. La mayoría de aquellos perros pereció en el incendio. Luego, escapamos. Unos días más tarde llegamos a Djura.
—¿Y qué fue de la mujer?
Melhok bajó la cabeza con expresión dolorida.
—Se negó a seguirnos. Y se fue hacia las montañas. —Apretó el puño y dio un fuerte golpe sobre su rodilla, mientras un breve sollozo sacudía su pecho—. ¡Llevo sobre mí la maldición del Kur, señor Mertot! Nunca debí dejarla marchar sola. Ahora no me atrevo siquiera a regresar a Eridu. El rey Gilgamesh nunca me perdonará haberla abandonado y me hará ejecutar.
—Pero ¿por qué la princesa ha obrado así? Habría estado a salvo en Djura.
Melhok vaciló.
—El jefe de los piratas había abusado de ella de una forma innoble —dijo—. Había matado a su servidora, por la que ella sentía un gran cariño. Creo… creo que se volvió loca de dolor. Por eso creo que ha encontrado refugio en las montañas. Quería huir del mundo de los hombres. Había sufrido demasiado. —Y se echó a llorar—. ¿Qué querías que hiciese? No podía luchar contra su voluntad.
—¿Por qué crees que esa princesa podría ser la mujer-león que aterroriza la comarca?
Melhok se encogió de hombros.
—Estoy totalmente convencido. Antes de conocerla en Eridu, ya había oído muchas historias sobre ella. Se decía que había domesticado a una jauría de lobos, y domado a esas criaturas infernales que corren más rápidas que el viento que se llaman caballos. Entonces, ¿por qué no había de ser capaz de dominar una horda de leones?
Mertot sacudió la cabeza y luego respondió:
—Quizá tengas razón, amigo mío. Pero mucho me temo que una mujer no pueda sobrevivir así en el desierto. Sin duda tu princesa ha muerto.
—¡Es ella, señor, estoy seguro! Si tuviera valor, iría en su busca y trataría de convencerla para que volviese. Pero… temo que no me reconozca, y que también me mate a mí.
—¿Y qué hacía una princesa egipcia a bordo de tu navío?
—Buscaba a su padre.
—¿Su padre?
—Me dijo su nombre: Imhotep. Pensaba que lo encontraría en el país de Punt.
Mertot mostró una fugaz expresión de estupor, pero enseguida recuperó su máscara impasible.
—¿Y cómo se llama?
—Tanis. ¿Has conocido por casualidad a su padre, señor?
El egipcio vaciló un instante:
—Sí, le conocí hace mucho tiempo. —Hizo una pausa, presa de una viva emoción. Por último, declaró—: Debo encontrar a esa mujer que vive en medio de los leones. Si se trata de la princesa Tanis, tal vez yo pueda devolvérsela a su padre.
El enano se lamentó.
—¡Oh, señor! ¿A qué aventura inverosímil vas a arrastrar al pobre Uadji? ¿Y si esa mujer fuera una diosa malvada? Nos matará, y nuestros pobres huesos se blanquearán en el desierto.
—No estás obligado a acompañarme, amigo mío.
—Señor —lloriqueó el enano—, ya sabes que Uadji te servirá en todas partes. Además, ¿cómo te las arreglarías sin mí? Necesitarás mis poderes.
—Entonces, mañana mismo partiremos.