Capítulo 58

Nada más llegar a Mennof-Ra, Djoser, flanqueado por sus dos inseparables compañeros, vio en el puerto tres magníficos barcos recién construidos. Hechos con madera de cedro importada del Levante, estaban adornados con molduras doradas y finas telas de lino. El puente y los mástiles estaban pintados de vivos colores. Era evidente que aquellos barcos estaban destinados a ceremonias solemnes. Un marinero le informó. Pertenecían a señores cercanos al gran visir.

—¡Ahí es donde van a parar los impuestos! —exclamó Djoser, furioso—. Mientras los egipcios se mueren de hambre, los nobles construyen barcos para su propio placer.

—Qué quieres, querido primo —dijo Semuré con cinismo—, son los privilegios del poder.

Sin embargo, el último de los barcos tenía anchas marcas negras en la proa, que unos obreros trataban de borrar. Su jefe se acercó a él, con aire azorado.

—Perdona la audacia de tu servidor, señor. ¿No serás por casualidad el príncipe Djoser?

—En efecto, lo soy. ¿Qué le ha ocurrido a este navío?

—¡Una historia muy triste, señor! Este barco es propiedad del gran visir, el señor Fera. Hace diez días, unos campesinos intentaron incendiarlo. Los guardias reales intervinieron de inmediato y los arrestaron. La justicia del rey los condenó a ser arrojados a los cocodrilos al día siguiente.

Djoser palideció. Los obreros habían dejado de trabajar. Todo el mundo le había reconocido. Se formó un pequeño grupo en cuyas miradas se leía una mezcla de temor y de hostilidad. El contramaestre dudó, pero prosiguió luego:

—Esos campesinos eran egipcios libres, cuyas tierras formaban parte de la hacienda del señor Fera, pero les pertenecían. En la época de las semillas, el gran visir les vendió el grano tan caro que se vieron obligados a cederle la totalidad de sus campos. Entonces se rebelaron. Pero su amo no quiso saber nada. Ha formado una milicia armada, a la que paga generosamente, y que se ha encargado de expulsar a los rebeldes de la hacienda, junto con sus familias. A raíz de esta revuelta, no han encontrado trabajo en ningún sitio. El gran visir ha hecho público su comportamiento.

—Fue entonces cuando, para vengarse, prendieron fuego al barco —concluyó Djoser.

—Estaban desesperados —gruñó el artesano—. Al día siguiente fueron devorados por los cocodrilos. Los terratenientes pensaban que este ejemplo serviría de lección.

Alterado, el joven Djoser no respondió. Era evidente que las acusaciones de su amigo Nehuseré tenían fundamento. El rey no había cumplido sus promesas.

—¡Debes protegernos, príncipe Djoser! —gritó un hombre en medio de la multitud—. Los nobles quieren apoderarse de las tierras de los egipcios libres.

—También a mí me han quitado mis campos —clamó un campesino rodeado de su familia.

Un muchachote alto apostrofó a Djoser:

—Tú nos habías prometido una disminución de los impuestos si aceptábamos luchar. Hemos luchado a tu lado, pero las tasas han aumentado incluso, y los príncipes se dedican a construir barcos suntuosos. El Horus les apoya y se niega a recibirnos. Las milicias se refuerzan por todas partes. Aquí mismo, en Mennof-Ra, la guardia real se ha doblado.

El campesino despojado de sus tierras añadió:

—Los egipcios aman la tierra negra de Kemit, señor. Pero nos la quitan de las manos. ¿Qué será de nosotros sin nuestros campos y nuestros prados?

Djoser levantó los brazos para aplacar a la multitud. No había querido conceder demasiado crédito a las palabras de Nehuseré. En principio, la tierra de Egipto entera pertenecía al rey, que era la encarnación viviente de Horus. En la práctica, estaba troceada en innumerables pequeñas parcelas que pertenecían a campesinos que las explotaban bajo la tutela de los nobles. Éstos siempre habían respetado la propiedad de sus campesinos.

Sin embargo, en esta ocasión el malestar parecía mucho más grave de lo que había imaginado. La ciudad estaba en efervescencia. ¿Era posible que su hermano fuese tan ciego como para no darse cuenta? Pero sin duda el gran visir y sus amigos le deformaban la verdad.

—¡Escuchadme! —exclamó—. Ya me han dado parte de vuestras quejas. He regresado a Mennof-Ra para entrevistarme con el rey, mi hermano, y pedirle que cumpla su palabra.

Le respondió una ovación formidable. Nadie había olvidado su valor durante la guerra contra los edomitas, pocos meses antes. Cuando abandonó el puerto para entrar en la ciudad, se formó una numerosa escolta. La gente corría delante de él gritando:

—¡El príncipe Djoser ha vuelto! ¡El príncipe Djoser ha vuelto!

Aparecieron unos cuantos guardias reales pero no se atrevieron a intervenir, impresionados por la oleada humana que se incrementaba a cada paso. Al atravesar la ciudad camino de su casa, Djoser pudo comprobar que había grupos de personas hablando animadamente alrededor de los puestos de los artesanos. En cuanto se anunciaba su llegada, hombres, mujeres y ancianos acudían a unirse a su cortejo aclamándole.

Cuando llegó delante de su morada, Djoser fue recibido por su intendente, Usakaf, que se echó a temblar al descubrir aquella rugiente muchedumbre.

—Señor, tu servidor siente felicidad por tu vuelta. Pero ¿qué ocurre?

—La cólera de Mennof-Ra, amigo mío —respondió Djoser—. Pero no va dirigida contra mi persona. Ordena que preparen comida sólida para mis compañeros y para mí. Este viaje nos ha abierto el apetito.

El anciano se apresuró a entrar en la casa, feliz por huir de aquella multitud que le angustiaba. De repente, una poderosa escuadra de guardias reales apareció en el fondo de la plaza para dispersar los grupos. Se produjeron algunas refriegas. Djoser se interpuso y las escaramuzas cesaron al instante. En el capitán de los guardias el joven reconoció a Jedrán, el instrumento ciego de Nekufer, el mismo que había sentido placer azotándole tiempo atrás. Todavía conservaba algunas cicatrices en la espalda. Se plantó ante aquel individuo.

—Te ordeno que abandones la plaza —dijo Djoser con un gruñido—. La rabia de esta gente es legítima.

—He recibido orden de dispersar toda reunión —respondió el otro lleno de arrogancia—. Y no tengo por qué recibir órdenes tuyas. Sólo obedezco al señor Nekufer, jefe de la guardia real y director de la Casa de Armas.

—¿Nekufer ha sido nombrado general en jefe? —dijo asombrado Djoser.

—¡Exactamente! Es tu superior, y también tú debes obedecerle.

Djoser apretó los dientes y luego se volvió hacia la multitud.

—¡Regresad a vuestras casas! Mañana hablaré en vuestro nombre al rey.

Hubo unos instantes de vacilación, pero luego la concurrencia se retiró bajo la mirada triunfante de Jedrán, tan vanidoso como un pavo real. Djoser le volvió de manera ostensible la espalda y entró en su casa.

Más tarde, Djoser, Semuré y Pianti se hallaban en la pequeña sala lindante con el jardín que tanto apreciaba Meritrá. Los esclavos habían colocado sobre las mesas de piedra unos platos con carne asada, habas, frutas y panes de distintas formas. Un tañedor de flauta se había sentado en un rincón para divertir al dueño del lugar.

—Creo que vas a buscarte muchos problemas —declaró de pronto Semuré, arrancando un muslo de pato con glotonería—. Tu generosidad te ha arrojado en las fauces de Set, primo mío.

—No puedo permanecer al margen —replicó Djoser—. Di mi palabra a esta gente.

—Lo sé, no tienes elección. No puedes retroceder sin desautorizarte ante los egipcios. Pero vas a chocar con la guardia real. Sanajt mandará detenerte porque has osado desafiarle. No sería la primera vez.

Djoser apretó los puños.

—¡No tengo intención de retroceder!

Semuré se volvió hacia Pianti.

—Compañero, creo que debemos prepararnos para conocer de nuevo la paja de las mazmorras. Porque estamos lo bastante locos como para seguirle, ¿verdad?

Pianti se encogió de hombros.

—¡Desde luego!

A la mañana siguiente, antes de dirigirse a palacio, Djoser se puso su indumentaria de general, que le parecía la más apropiada para presentarse ante el rey. Pianti, que esperaba delante de la pesada puerta de madera, declaró.

—Tengo la impresión de que no estaremos solos.

Y señaló, fuera, una importante tropa armada, que parecía esperar la salida del amo de la casa. Djoser avanzó al encuentro de los soldados. Entre ellos reconoció a varios capitanes a los que había mandado durante la batalla de Mennof-Ra.

—Te saludamos, príncipe Djoser —dijo uno de ellos—. Nos hemos enterado de tu presencia y sabemos lo que quieres hacer. Hemos venido a prestarte nuestro apoyo. El rey ha nombrado a Nekufer al frente del ejército, pero para nosotros tú sigues siendo el general que nos llevó a la victoria. Toda la Casa de Armas está a tu lado.

Una intensa emoción se apoderó de Djoser. El apoyo del ejército era una baza formidable en la partida que iba a empezar. Pero ¿no amenazaba ese apoyo con arrastrarle mucho más lejos de lo que hubiera deseado? Su paso podía degenerar en un conflicto que no quería.

—Me alegro mucho de volver a veros, compañeros —dijo—. Vuestra ayuda reanima mi corazón.

Detrás de los guerreros se apiñaba una numerosa muchedumbre. Un grito de entusiasmo brotó de todas las bocas. Djoser alzó los brazos pidiendo silencio.

—¡Escuchadme! Deseo que el rey cumpla sus promesas. Pero quiero evitar a toda costa un enfrentamiento entre la guardia real y el ejército. ¿Estáis dispuestos a seguirme?

Le respondió un nuevo clamor de aprobación.

Cuando se puso en marcha, más de quinientos guerreros caminaban detrás de él. Enseguida la muchedumbre aumentó a medida que se acercaba a palacio. Cuando llegó a la gran plaza, ya había varios millares de personas, ciudadanos, artesanos, obreros, marineros, así como muchos campesinos privados de sus tierras. Una nueva seguridad invadió a Djoser. Por todas aquellas gentes que habían depositado en él una confianza ciega, no tenía derecho a fracasar.

Avisado por las patrullas, un cordón de guardias reales estaba ya ante la entrada de la morada de Horus, dirigido por el grueso Jedrán. Djoser se dirigió hacia ellos, escoltado por sus capitanes.

—¡Deseo hablar con el rey! —clamó.

Jedrán respondió con tono agrio:

—¡El Horus no quiere verte, señor Djoser!

—Entonces tendrás que explicárselo a mis guerreros y al pueblo de Mennof-Ra. ¿Te sientes con fuerza suficiente para contener su rabia?

Un gruñido amenazador llenó de repente la plaza. Jedrán se puso pálido.

—Perdóname, señor. He recibido órdenes.

Djoser desenvainó su espada y todos los soldados le imitaron. El gruñido fue creciendo. Impresionado, Jedrán cedió.

—Voy a comunicar a su majestad tu llegada, señor.

—¡Ya la conoce! —replicó Djoser—. Vas a llevarnos ahora mismo a su presencia.

El otro apretó los dientes, y luego agachó la cabeza invitando a seguirle. Acompañado por sus capitanes, Djoser penetró en el interior del palacio. En la sala del trono, Sanajt, alertado, había ocupado su asiento, adornado con la falsa barba de su rango y sus insignias, el cayado y el flabelo. En su frente lucía el uraeus, la cobra hembra de oro destinada a asustar a sus enemigos, símbolo de la diosa leona Sejmet. Sin embargo, el rey no mostraba un rostro de vencedor. Djoser observó enseguida sus rasgos cansados, su tez pálida y sus ojos brillantes. Adivinó que le roía una enfermedad nociva. A su lado estaban Fera, Nekufer y sus amigos.

—Que la paz de Horus sea sobre ti, hermano mío —clamó Djoser.

Sanajt tuvo un acceso de rabia.

—¿La paz, dices? Oigo a tus espaldas los ladridos de la muchedumbre.

—No soy responsable de la furia de tu pueblo, oh Sol de Egipto. La muchedumbre sólo espera una cosa: que cumplas los compromisos que asumiste la víspera de la batalla de Mennof-Ra. Prometiste una bajada de los impuestos, y los impuestos han subido. Prometiste que los grandes propietarios no exigirían precios exorbitantes por la semilla, y te han desobedecido. Hoy muchas familias se han visto obligadas a cederles las tierras heredadas de sus antepasados, y egipcios libres se encuentran rebajados al rango de esclavos. He venido para pedirte que honres la palabra dada a tu pueblo.

El rey se levantó, dominado por un furor repentino, y apuntó con un dedo amenazador a Djoser.

—¿Quién eres tú para osar hablar en ese tono al dios viviente de Egipto?

—Soy tu hermano, Sanajt, y heredero legítimo de las dos coronas en caso de que te ocurra una desgracia. ¡No lo olvides nunca!

Fuera iba creciendo un murmullo amenazador. De pronto, sintiéndose a disgusto, el rey volvió a sentarse.

—¿Piensas acaso matarme? —exclamó.

—¡No deseo tu muerte, hermano mío! Pero no soy lo bastante poderoso para impedir que se desate la furia del pueblo.

Azorado, Sanajt no supo qué responder. Fera acudió inmediatamente en su ayuda.

—Su majestad no tiene por qué escuchar tus palabras, príncipe Djoser. Nadie, ni siquiera tú, puede apartar al Horus de los grandes designios que tiene para los Dos Reinos.

Djoser replicó:

—¿Debo entender que el rey, una vez más, se niega a mantener sus compromisos?

Sanajt estalló:

—Te ordeno que te calles, Djoser. Has exigido de mí unas condiciones inaceptables aprovechando el extremado peligro en que se encontraba el reino. Pero ahora el peligro se ha alejado. No pienses por ello que has realizado una proeza. Nekufer habría podido derrotar a esos perros edomitas si hubiese dirigido las tropas. Por lo tanto seguirá siendo general del ejército del rey. En cuanto a ti… será mejor que regreses a tus tierras.

—No sin haber obtenido antes tu promesa de bajar las desmesuradas tasas con que abrumas a tu pueblo.

En el colmo de su rabia, Sanajt se irguió como un gallo:

—No olvides que ya has conocido la prisión, Djoser. Un simple general no puede dictar su ley al monarca de Egipto. Vamos, vete antes de que te mande detener por mis guardias.

Nekufer se acercó, dispuesto a lanzar a sus hombres. Pálido de cólera, Djoser retrocedió. Le parecía haber retrocedido dos años, cuando su hermano le había negado la mano de Tanis. Pero las condiciones eran diferentes. Poco a poco, en medio de un impresionante silencio, los compañeros de armas de Djoser se reagruparon tras él, enfrentándose al rey y a sus adeptos. Prudentes, varios nobles se apartaron demostrando su neutralidad. Nekufer hizo una seña a los guardias reales, que invadieron la gran sala. Pero los capitanes eran numerosos, y sus tropas se hallaban fuera. Desenvainaron sus espadas. Nekufer exclamó:

—Yo soy vuestro general. Tenéis que obedecerme, o probaréis mi cólera. ¡Soltad vuestras armas y entregadnos al príncipe Djoser, que ha osado desafiar al divino rey de Egipto!

—El príncipe Djoser es nuestro jefe —respondió un capitán, y fue respaldado por sus camaradas.

—¡Tú llevaste a los nuestros a la derrota de Busiris! —añadió otro—. Mi hermano murió en ella. ¡No eres digno de mandarnos!

Nekufer palideció mientras el corazón estaba a punto de estallarle de rabia. Fuera, los clamores aumentaban; el pueblo estaba preparado para ayudar a su héroe. Nekufer comprendió que, a la menor iniciativa desafortunada, los soldados invadirían el palacio. Algunas personas ya habían salido para advertirles de lo que pasaba dentro. Furioso, Nekufer detuvo a sus guardias con un gesto. La tensión subía a cada instante. Djoser miró a sus compañeros con gratitud. No le abandonarían. Se volvió hacia el rey.

—No temas, Sanajt. No tengo intención de actuar como el usurpador Peribsen. Pero exijo que el rey de Egipto no sea perjuro de su palabra. En caso contrario, no podré hacer nada para contener la cólera legítima de tu pueblo.

Fera quiso replicar, pero se abstuvo. Un alboroto repentino hizo explotar la tensión. En el gran salón del trono penetraron soldados con armas en la mano, y se lanzaron contra los guardias. Se produjeron algunos enfrentamientos breves. La voz de Djoser resonó entre los altos muros.

—¡Cesad el combate!

Los soldados obedecieron. Los guardias reales, vencidos en número, se replegaron junto a su jefe. Dividido entre la rabia y el miedo, Sanajt no conseguía articular ni una palabra. Si se negaba a rebajar las tasas, se produciría la venganza de los soldados y de los habitantes de la ciudad. Y la decisión sólo la tenía él. Pero ¿cómo aceptar ceder de aquella manera? ¿No era el dios viviente de Egipto?

Las miradas estaban clavadas en él, inquietantes, llenas de amenazas. Poco a poco, la angustia se impuso a la rabia. Se figuraba a la multitud lanzándose contra el palacio, degollando a sus guardias, matándole a él mismo. Se echó a temblar. ¿Por qué no poseía la fuerza de aquel hermano al que odiaba, hoy más que nunca?

—Espero tu respuesta, oh gran rey —dijo Djoser con voz fuerte.

De pronto, Fera se inclinó hacia él y murmuró unas palabras. Necesitó largo rato para comprender su sentido. Por fin, se incorporó y declaró con voz no demasiado segura:

—La sabiduría se ha manifestado por la boca del gran visir. Afirma que las cosechas de este año sufren por la importancia de la crecida. Por tanto es preciso que, para el año que viene, los campos estén bien sembrados. Por lo tanto, velaré para que el precio de los granos baje.

Carraspeó, lanzó una mirada glacial a su hermano y luego prosiguió:

—Asimismo, antes de formar un poderoso ejército, conviene desarrollar el comercio y el artesanado. Por eso se rebajarán los impuestos de Mennof-Ra. Que esto se escriba y cumpla.

Y volvió a dejarse caer sobre el trono, dominado por una repentina fatiga. El escriba real corrió a los pies del rey y tomó nota de sus decisiones. En la sala atestada de gente no se oía más que el ruido del cálamo sobre el rollo de papiro.

—Eso no es todo —añadió Djoser—. ¡Hay que devolver a los campesinos las tierras robadas!

Fera se rebeló:

—¡Eso es imposible! Han servido para pagar las semillas de este año.

—¡Silencio! —tronó Djoser.

Avanzó hacia el gran visir con aire amenazador.

—Tú y los tuyos sois el origen de la cólera de los egipcios, sois vosotros los que habéis abusado de vuestro rango para despojar a las gentes, y transformarlos en hombres errantes, apenas más libres que los esclavos. ¡Tenéis que devolverles todo lo que les habéis robado!

En la sala, un clamor respondió a las palabras de Djoser. Asustado, Fera cedió:

—¡Está bien! ¡Devolveremos esas tierras!

Djoser se volvió de nuevo hacia el rey, quien confirmó con voz cansada:

—Que esto se escriba y cumpla.

Una ovación saludó estas palabras. Djoser se dirigió hacia su hermano.

—¡En este día has devuelto la paz y la esperanza a Egipto, gran rey! Tu pueblo te espera fuera. Debes asomarte y hacer que anuncien tu decisión.

Sanajt quiso responder, pero Djoser no le dejó tiempo para reaccionar. Mandó llamar a los esclavos porteadores de la litera real. Mientras Nekufer, humillado y furioso, ordenaba salir a sus guardias, el soberano, agotado, se recostó en la litera, que enseguida levantaron los porteadores. Poco después, un imponente cortejo salía del palacio frente a la multitud impaciente. Apareció el rey, precedido por un hombre que leyó con fuerte voz las decisiones adoptadas por el soberano. Cuando el portavoz hubo terminado su discurso, le respondieron gritos entusiastas. Con Djoser caminando a su lado, Sanajt fue llevado a la ciudad, donde el anuncio se repitió en distintos lugares. Varias personas se prosternaron con la cara hasta el suelo para dar las gracias al rey.

—Mira cómo te ama tu pueblo, hermano mío —dijo Djoser—. ¡Qué ciego has sido atendiendo los malos consejos de ese maldito de Fera!

Sanajt, que un momento antes había temido perder la vida a causa de la cólera del pueblo, se sintió repentinamente emocionado por la espontaneidad del homenaje que le tributaban. Pero no lograba comprender la actitud de su hermano. Ese día, a Djoser le hubiera bastado decir una palabra para que los guerreros se lanzasen contra él y el joven se apoderase del trono de Horus. Sin embargo, no lo había hecho. Más incluso, le había protegido de la furia de los egipcios, y ahora le presentaba al pueblo como un bienhechor.

De regreso a palacio, ambos estuvieron a solas unos momentos. Sanajt no sabía qué actitud adoptar. Por fin, declaró:

—Tu intervención, Djoser, ha devuelto la paz a Mennof-Ra. Me has permitido comprender que mi pueblo me amaba. Te doy las gracias por ello.

Djoser se inclinó mientras Sanajt proseguía:

—Sin embargo, has impuesto tus exigencias por la fuerza. Hace un momento, habrías podido desencadenar la furia del ejército contra mí y hacerme matar. El trono de Egipto habría recaído sobre ti. ¿Por qué no lo has hecho?

—Tú eres la persona designada por los dioses, hermano mío. El rey de las Dos Tierras no puede ser un usurpador ilegítimo, como lo fue Peribsen. Un acto de esa naturaleza habría provocado una guerra en la que Egipto se habría desgarrado. Mientras vivas, tú serás el único soberano verdadero. Y si dejas de escuchar los desastrosos consejos de Fera y sus amigos, te convertirás en un gran rey.

Sanajt no supo qué responder. En su cabeza las ideas avanzaban. Poco a poco comprendió las razones de aquel comportamiento que tal vez él mismo no hubiese tenido. El respeto que Djoser sentía por su rey no era fingido, como ocurría con muchos nobles de la corte, y sobre todo en el caso de Fera, del detestable Fera, que le había impulsado a no cumplir la palabra dada para servir únicamente a sus intereses. El odio que sentía por su hermano se difuminó. Y se sorprendió a sí mismo sintiendo por Djoser un verdadero afecto.

Desconcertado, preguntó:

—¿Piensas realmente lo que dices?

—¡Rodéate de gente competente! Abandona esas ideas de conquista. Es el comercio y no la guerra la que enriquecerá al Doble País. Puedes convertir Mennof-Ra en la ciudad más hermosa del mundo conocido, habitada por un pueblo feliz. Sólo así serás realmente un soberano poderoso.

Sanajt no contestó. Las últimas palabras de Djoser le abrían nuevas perspectivas. Se sumió en sus pensamientos. De pronto, una tos seca, que apenas pudo dominar, se apoderó de él.

—Estás enfermo —dijo Djoser.

Sanajt hizo una mueca irónica.

—Desde hace algún tiempo me corroe la enfermedad. Y los médicos son incapaces de curarme. En última instancia, tal vez heredes este trono que no ambicionas.

—Será como decidan los dioses, oh gran rey.

Sanajt lanzó un suspiro de cansancio, luego, por primera vez en su vida, dirigió a Djoser una sonrisa sincera.

—He sido injusto contigo, hermano mío. Tanis ha muerto por culpa mía. Si…

Volvió a toser y luego continuó:

—Si dentro de poco me encamino al reino de Osiris, espero que mi alma no pese más que la pluma de la Ma’at, por todo el daño que te he causado. ¡Perdóname!

Vivamente emocionado, Djoser le cogió las manos y las estrechó con cariño entre las suyas. Ambos se miraron en silencio, y luego Sanajt declaró:

—Habría debido escucharte hace mucho, Djoser. A partir de este momento quiero que mi pueblo me ame. No seguiré escuchando los perversos consejos del gran visir. Puedes irte a Kennehut con la paz en el corazón, hermano mío. Actuaré como sea preciso para convertirme en un gran rey.

—Nada me alegrará más, Sanajt.

Sin embargo, cuando Djoser abandonó el palacio, una inquietud sorda le atenazaba. Sanajt había dado muestras de sinceridad. Pero ¿encontraría dentro de sí mismo suficiente fuerza de carácter para rechazar la influencia nefasta de Fera y sus comparsas? Sabía por experiencia que Sanajt era un ser débil, sometido a la influencia del último con quien hablase. Tal vez debería instalarse de nuevo en Mennof-Ra.

Poco después de marcharse Djoser, Fera solicitó una audiencia al rey. Éste le acogió con una animosidad que incitó al gran visir a la prudencia.

—¡Debería hacer que te condenasen! —exclamó Sanajt con el odio que pueden adoptar los débiles cuando han encontrado una víctima—. Han sido tus malos consejos los que nos han llevado a esta situación.

—Yo no he hecho más que defender los intereses de mi soberano, oh Luz de Egipto —replicó Fera con tono untuoso.

—¡Y sobre todo los tuyos!

—La popularidad de tu hermano es grandísima, oh Luz de Egipto. Hoy te ha perdonado porque has cedido a sus exigencias.

—Fuiste tú quien me lo aconsejó, ¿no recuerdas? —respondió el rey con acritud.

—Por supuesto, gran rey. Había que ganar tiempo. Pero la gloria de Djoser empieza a ser alarmante. He vivido tiempo suficiente para conocer los acontecimientos que dieron lugar a la usurpación de Peribsen. Tú todavía no tienes heredero. El ejército sólo jura por tu hermano, y el pueblo le venera. ¿No amenaza tu largueza con favorecer su arrogancia? ¿Vas a olvidar la forma en que hoy te ha humillado? Has cedido a sus exigencias delante de todo el pueblo.

Temblando de rabia, Sanajt estalló:

—¿Ah, sí? Pues bien, ¡escúchame, rata siniestra! Esas exigencias estaban justificadas. Hice unas promesas a los egipcios, que no he mantenido por culpa tuya y de tus semejantes. Djoser ha venido a recordármelas. El ejército estaba de su parte, ¿me entiendes? Y el pueblo le respaldaba con sus gritos. Si hubiera querido, habría podido apoderarse del trono. A mí me habrían matado, y a ti también. Le bastaba con decir una sola palabra. ¡Y no lo ha hecho!

Y repitió con obstinación:

—¡Y no lo ha hecho!

Luego se puso a toser. Una tos seca, persistente, que le impidió seguir hablando. Recobrando la respiración, señaló con un dedo amenazador a Fera y añadió:

—¡He estado ciego demasiado tiempo! ¡No quiero seguir escuchándote! Has causado demasiado mal. A partir de este día, ya no eres visir. Exijo que abandones este palacio y que nunca más aparezcas en él.

Fera palideció. Comprendiendo que esta vez no saldría ganando, se inclinó y salió. Le embargaba una cólera rabiosa contra Djoser y Sanajt.

Cuando llegó a su casa, se puso a rumiar su fracaso. No todo estaba perdido. De momento no podía intentar nada. Había perdido la confianza del rey, pero éste era versátil. Había que esperar a que cambiase de opinión. En cambio, la popularidad de Djoser sí suponía un obstáculo peligroso.

Poco a poco, en su mente fueron naciendo nuevas ideas, unas ideas espantosas. Se estremeció de placer ante las perspectivas que le permitían vislumbrar. Pero era arriesgado ponerlas en práctica de inmediato. Debía tener paciencia.