Capítulo 57

Una vez descubierta la terrible verdad, Tanis pensó en darse muerte. Durante varios días intentó desembarazarse del feto. Todo resultó inútil. Si se hubiese encontrado en el mundo de los hombres, no habría podido soportar la perspectiva de dar vida a aquel niño salido de la abyección de una violación. Pero la compañía de sus leones le proporcionó un alivio inesperado. Indiferentes a las contingencias humanas, los animales seguían aportándole el calor de su afecto sincero y desinteresado.

El amor de las hembras por sus crías, la ternura que les prodigaban, los juegos incesantes que los enfrentaban en luchas amistosas, reflejos del aprendizaje de la vida, acabaron modificando las ideas de Tanis.

Poco a poco fue tomando conciencia de que el niño que llevaba en su seno no era responsable de los crímenes de su padre. Todos los días lo sentía despertarse en su vientre, organizar su vida tan frágil y tan fuerte a partir de su propia carne. Una carne que ella aprendió a ofrecerle de buena gana, con el amor instintivo y maravilloso que toda mujer lleva en sí. Mucho antes de que hubiese visto la luz, el odio que Tanis había sentido hacia él se convirtió en una ternura irreprimible, que la impulsaba a tener cuidado, a dejar que sus leonas cazasen para ella. Como si hubiesen comprendido su estado, las hembras se mostraban más cariñosas con ella, y le traían una parte de la caza abatida.

Aquel niño no era el de Jacheb: él no lo había deseado. Pero sería el suyo. Le querría. Ya le quería. Cuando creía que había perdido toda esperanza, el niño que iba a venir le ofrecía una razón nueva para seguir luchando, no por ella, sino por él.

Una mañana, unos dolores irresistibles se apoderaron de ella a intervalos regulares. Al principio eran espaciados, pero luego se hicieron más frecuentes. Tanis había encontrado refugio en una caverna al abrigo de los vientos, a veces fuertes, del desierto. Las leonas formaron un círculo alrededor de la gruta para protegerla. Su compañera de siempre se había tumbado a su lado, como para prodigarle su ánimo. Con la carne doliéndole y la piel cubierta de sudor, Tanis pensó que le llegaba la muerte. En varios momentos, el pánico se apoderó de ella.

Por la tarde, las contracciones se hicieron más violentas. Encontró entonces por instinto los gestos inscritos en sus genes por la naturaleza. Su respiración se adaptó a los empujones sin que tuviese que preocuparse. Tumbada en la cama de hierba que había preparado, ayudó al bebé a salir. Un grito desgarró el silencio de la caverna. Con ojos nublados por las lágrimas, Tanis secó al recién nacido con puñados de heno y se lo puso encima del vientre. Los dolores se calmaron enseguida y el bebé dejó de llorar. Obedeciendo siempre al instinto, Tanis echó a un lado la placenta y luego cortó el cordón umbilical con los dientes.

Más tarde, cuando la fatiga del parto se hubo desvanecido un poco, se levantó, estrechando al niño contra su seno, y se dirigió hacia el punto de agua junto al que vivía la manada. Lavó al niño y luego reparó en que ni siquiera había comprobado su sexo.

Acababa de traer al mundo una magnífica niña.