Tanis habría debido tener miedo, intentar huir o pensar en defenderse. Pero no tuvo ninguna de esas reacciones. Su mente estaba vacía de cualquier instinto de supervivencia. Si la fiera saltaba sobre ella, lo único que esperaba era morir enseguida. Pero la leona no parecía dispuesta a atacar, parecía dudar entre una fuga incomprensible y una extraña atracción. Había dejado de gruñir y emitía pequeños gemidos. Su comportamiento intrigó a Tanis. Era un animal joven, tal vez sin experiencia. Su actitud le recordó la de los lobos de los montes amanios, que le habían perdonado la vida por una razón inexplicable. Parecía ejercer sobre los animales una fascinación singular que incluso imponía respeto a los más peligrosos.
Lentamente se acercó a la fiera hablándole con dulzura. Al principio la leona retrocedió, pero luego se quedó inmóvil. Cuando la joven estuvo a su lado, observó que de sus fauces corría un hilillo rojizo. Delicadamente puso la mano sobre el hocico de la bestia. Sin dejar de hablar, Tanis examinó la impresionante mandíbula y descubrió un huesecillo clavado en la encía. El felino abrió la boca gruñendo, como para pedir su ayuda. Con precaución, Tanis agarró el hueso y tiró secamente. Brotó sangre púrpura, mientras la leona dejaba escapar un gemido de alivio. Cuando Tanis la acarició, el animal se frotó cariñosamente contra sus piernas.
Con el contacto del rudo pelaje, una sensación extraña invadió a la joven, como si entre la fiera y ella se hubiese tejido un lazo inmaterial. Se agachó y cogió al animal por el cuello. De pronto, una veintena de felinos de todas las edades surgieron en silencio del lecho seco de un torrente. Irguiéndose entre Tanis y la horda, la joven leona lanzó un gruñido amenazador. Advertidos, los miembros del grupo no dieron muestras de ninguna agresividad. Cachorros curiosos se acercaron tímidamente, olfateando a la recién venida, dándole leves pataditas para incitarla a jugar. Luego se acercaron las hembras, buscando caricias como grandes gatos cariñosos. Sólo los altivos machos siguieron aparte. El más poderoso agitó sus crines, lanzó un impresionante rugido, luego se tumbó y bostezó para demostrar a los demás que no estaba interesado en el problema.
Durante los días siguientes, Tanis se integró totalmente en la horda. Las fieras parecían haberla adoptado como una de las suyas. Al igual que con los lobos amanios, la joven atraía y fascinaba a los leones. Los cachorros jugueteaban con ella como lo hacían con su madre. Las leonas nunca se apartaban de su lado. Al principio, los machos fingieron ignorarla y la evitaban sistemáticamente. Cuando Tanis trataba de acercarse, ellos se alejaban con pasos lentos. Pero la curiosidad terminó imponiéndose y acabaron por buscar su compañía. Algunas veces se enfrentaban en breves luchas cuando buscaban el contacto de su mano.
Pero Tanis conservaba vínculos especiales con la joven hembra que la había recibido. La leona la seguía a todas partes, tan fiel como un perro. Durante las partidas de caza, en las que no participaban los machos, las unía una complicidad insólita. Tanis adoraba esos momentos intemporales en que se escondía como un animal entre las altas hierbas de la sabana para acercarse todo lo posible a los rebaños de antílopes o de gacelas que constituían las presas de la horda. El olor seco de la tierra y de los espinos le llenaba los pulmones. El polvo se incrustaba en su piel. Sentía brotar en su interior una alegría primitiva, salvaje, que se desparramaba por todo su cuerpo y por su mente abotagada. Le gustaba el instante fugaz en que iba a desencadenarse el asalto, en que sus pies se anclaban en el suelo, en que sus músculos se tensaban. De pronto, como obedeciendo a una señal misteriosa, las leonas saltaban y se precipitaban sobre sus víctimas, persiguiéndolas sin tregua hasta que sus temibles garras alcanzaban una presa. Tanis las seguía con largos pasos ágiles, se agachaba, disparaba sus flechas, luego volvía a correr, con el cuerpo cubierto de sudor y de arena, con las piernas arañadas por los arbustos espinosos. Una exaltación formidable impregnaba todo su ser, reconciliándola con la vida.
A veces encendía una pequeña hoguera para cocer su parte de carne. Pero se sorprendió a sí misma devorando la carne cruda, aún tibia, sin sentir el menor asco.
Una noche, después de una partida de caza durante la que había matado dos gacelas, sintió unos vómitos irresistibles y no pudo tragar nada. Pasó la noche postrada cerca de su compañera felina, que la veló como habría hecho una madre con su hijo. Al día siguiente, el malestar había desaparecido. Tanis culpó a la carne cruda.
Los felinos dormían muchas horas, resguardados del ardor del sol por las acacias umbelíferas. Tanis se acurrucaba entonces contra su leona y se sumía en un profundo sueño. Cuando dejaba que los pensamientos invadieran su mente, brotaban visiones abominables, cuerpos devorados por las llamas y rostros desencajados por el terror, y en sus oídos resonaban aullidos espantosos. Todavía tenía en su vientre, en sus riñones, el recuerdo de las cópulas salvajes de Jacheb. Pero la única imagen que de él conservaba era la de aquella terrible noche de la violación, de su rostro afeado por el alcohol, que había borrado la violencia estimulante de las noches en el bajel. No podía negar la fatal atracción que le había provocado aquel hombre. Pero la pasión que había compartido con él no era más que amor-sufrimiento, un amor tan devastador como perjudicial. Quería huir, olvidarlo.
Entonces se replegaba sobre sí misma y desechaba las funestas imágenes. Por instinto, se comparaba con una leona: vivía intensamente el momento presente y rechazaba sus ardientes recuerdos en cuanto se manifestaban.
Al principio, Tanis no sabía por qué había rechazado el mundo de los hombres. Sólo obedecía a un impulso irracional. Poco a poco comprendió que el hecho de seguir viviendo entre ellos hubiese significado la locura. Sin que se diese cuenta, aquel regreso a la vida natural cicatrizaba lentamente las profundas heridas de su espíritu. No tenía otra preocupación que dormir, beber, recoger los frutos que le ofrecía la sabana, y matar para alimentarse.
A veces, a su mente volvía un destello de lucidez; se preguntaba cuánto tiempo seguiría así, en medio de sus leones. Imágenes de dolorosa nostalgia se le aparecían: la larga cinta del río-dios inundando los prados alrededor de Mennof-Ra, las partidas de caza y de pesca; rostros olvidados que surgían del pasado, cercanos y lejanos al mismo tiempo; los artesanos, los pequeños mercaderes de los tenderetes, los rasgos apergaminados del viejo Meritrá, cuyos ojos reflejaban toda la sabiduría del mundo. Pero el recuerdo de Djoser se imponía a todos los demás. Muchas veces su imagen se hacía tan precisa que por sus mejillas corrían las lágrimas. Sin embargo, todo su cuerpo se revolvía cuando fortuitamente evocaba sus relaciones amorosas. La cara gesticulante de Jacheb se superponía al rostro de su compañero y una terrorífica sensación de sufrimiento y de horror se imponía al placer del amor huido. En esos momentos de desesperación, estaba persuadida de que nunca hombre alguno volvería a tocarla. Entonces expulsaba esos pensamientos sombríos y se abstraía en la contemplación de la sabana. Necesitaría tiempo para curar sus heridas.
Una mañana, en la entrada del valle seco que llevaba a las montañas que los leones habían convertido en su territorio, apareció una veintena de hombres. Tembló de cólera. Nunca permitiría que ningún humano invadiese aquel territorio. No tenían nada que hacer en el desierto. Trepó hasta el borde de una plataforma rocosa para observarlos.
A medida que se acercaban, aumentaba su rabia: por sus ropas podía identificar a piratas de Siyutra. Se trataba sin duda de supervivientes. Pensó por un momento que iban en su busca. Pero era imposible. Había transcurrido más de una luna desde su evasión. Eran cazadores. Cuando estuvieron a tiro de flecha, se puso en pie, con el arco preparado. Junto a ella, su leona gruñó con ferocidad. Los demás felinos la rodearon. Gritos de estupor brotaron de las filas de los invasores, que enseguida se convirtieron en gritos de rabia. La habían reconocido.
Su primera flecha, de una precisión imparable, fue a clavarse en el pecho del que parecía mandar el grupo. No les dejó a los otros tiempo para reaccionar. Saltando al pie de la roca, cargó contra ellos, secundada en el acto por la horda de felinos. Invadidos por el pánico, los cazadores huyeron corriendo. Pero las fieras eran demasiado rápidas. En pocos instantes, una docena de hombres cayó bajo sus mortales zarpazos o bajo los disparos de Tanis. Seguida por su leona, se lanzó tras los supervivientes, a los que persiguió sin piedad hasta la entrada del valle. Sólo dos cazadores lograron escapar.
Pocos días más tarde, expulsó de la misma forma a una pequeña caravana de nómadas que atravesaba su territorio. La aparición de aquella mujer tan bella como peligrosa, rodeada por una horda de fieras decididas, sembró el terror entre los viajeros, que huyeron abandonando una parte de sus mercancías.
Como la vida salvaje la había alejado de sus preocupaciones ordinarias de mujer, Tanis no se daba cuenta del cambio insólito que se había producido en ella. Sin embargo una mañana, después de haber asistido al nacimiento de dos magníficos cachorros traídos al mundo por su compañera felina, quedó extrañada ante la ausencia de su flujo mensual. No había dado importancia a las náuseas que de vez en cuando sufría. De pronto la verdad surgió ante ella en todo su horror: la semilla del pirata Jacheb había germinado en su vientre. Permaneció atónita y luego lanzó un aullido de animal herido. La terrible maldición se había incrustado incluso en su carne. Toda su vida conservaría una huella imborrable.
Todo su ser se rebeló: no quería aquel bebé. Como dominada por la locura, se golpeó el vientre para sacar la hidra innombrable que se había alojado allí.
Los días siguientes se extenuó persiguiendo animales, hasta quedarse sin aliento, esperando que aquellos excesos terminarían arrancando de su cuerpo aquel niño que rechazaba con toda su alma. Pero no lo consiguió, el feto quería vivir, y permanecía sólidamente aferrado a sus entrañas.
Abrumada de terror, hubo de aceptar lo ineludible: daría a luz al hijo de su torturador.