Capítulo 54

Precediendo a los esclavos, Tanis subió hasta el palacio. Los siyutranos, acostumbrados a su presencia, apenas si le prestaban ya atención. Durante sus paseos del período de soledad, había inventariado los tesoros del pirata, y no había tardado en descubrir algunos puñales de cobre y de bronce, que había escondido en la pieza contigua a la gran sala, a la que había convertido en su cuarto. Tal vez se trataba de un olvido por parte de Jacheb, pero sin duda el pirata estimaba que ella no suponía un gran peligro.

Envolvió las armas en unas telas y lo ocultó todo dentro de un cesto que recubrió con pan y frutas. Mientras tanto, los esclavos habían llegado a la explanada y empezaban a almacenar las tinajas en las cavernas. Tanis vio a Melhok y se dirigió a su encuentro. Un guardia quiso interponerse, pero ella le fulminó con la mirada.

—Esta noche, el señor Jacheb hará de mí la reina de Siyutra —dijo con tono áspero—. Si no quieres que provoque su cólera contra ti, déjame pasar. Quiero ofrecer fruta a estos desgraciados.

El otro vaciló, pero terminó haciéndose a un lado. No era la primera vez que Tanis actuaba de aquel modo. Aprovechando la penumbra reinante en la caverna, se deslizó junto a Melhok, al que tendió un pan y unos higos. Luego comprobó que los guerreros no les escuchaban, y susurró:

—Ya sé cómo vamos a huir.

Se lo explicó en pocas frases. El capitán la miró asustado, y movió la cabeza.

—Creo que estás loca, princesa. No tenemos ninguna posibilidad de llegar hasta el palacio de Jacheb.

—Debemos intentarlo esta noche. Estos perros estarán ocupados con la fiesta. Con los habashas, estamos seguros de triunfar.

—Primero tendremos que librarnos de los guardianes.

—No son más que cuatro…

—Pero tienen armas.

—¡Nosotros también! —respondió ella en tono seco.

Y le enseñó, en el fondo del cesto, seis magníficos puñales.

—¿De dónde los has sacado?

—Eso no tiene importancia.

—Eres muy imprudente. Si esos perros se enterasen, te matarían.

La joven borró su observación con un gesto.

—¿Sigues queriendo ayudarme?

Él dudó, para terminar respondiendo:

—¡Sí! Los habashas están preparados para luchar. Pero, dejando a un lado a los sumerios, los otros están demasiado débiles.

—¿Pueden dar la alarma?

—Tal vez sí.

—Entonces habrá que convencerlos para que os sigan, o eliminarlos.

La miró asombrado, pero luego asintió lentamente. La joven sacó entonces a hurtadillas los puñales y se los entregó. Luego se volvió hacia los guardias, a los que dio algunos dátiles para distraer su atención. Atención que ya estaba distraída con la llegada de un nuevo trineo.

Mientras probaba con el dedo la hoja del puñal, Melhok contempló a Tanis con una mezcla de temor y admiración. Había sentido casi físicamente el odio que se traslucía en sus palabras, la dureza de su voz, su implacable mirada. No se atrevió a imaginar los sufrimientos que la joven había debido soportar para metamorfosearse de aquel modo.

Recordó su primera impresión, cuando la había conocido en Eridu: estaba radiante con una belleza sobrenatural, que atraía y fascinaba al mismo tiempo. De ella se desprendía un encanto irresistible, un amor a la vida que iluminaba sus rasgos con una luz centelleante, a la que él mismo, viejo lobo de mar, había terminado por sucumbir. Se acordó de sus largas conversaciones en el Soplo de Ea, en las que la joven le había admirado por la amplitud de su saber. Ahora, Tanis ya no emitía más que frases secas y cortas, desprovistas de alma. Le invadió una vaharada de cólera contra el despiadado destino que la había golpeado con semejante crueldad. Las estrellas que tiempo atrás iluminaban su mirada se habían apagado, sustituidas por la llama helada de un odio ciego.

Lo que la joven quería hacer era espantoso. Su plan tenía pocas posibilidades de triunfar, pero la obedecería. De cualquier modo, sólo le esperaba la muerte si no intentaba la huida.

Desde el exterior, Tanis comprobó que Melhok estaba distribuyendo los puñales entre los habashas, que enseguida los escondieron bajo sus harapos. Luego la joven volvió hacia palacio.

Más tarde, Jacheb se reunió con ella. Su aliento apestaba a vino egipcio. El pirata hurgó en uno de los cofres, de los que sacó un vestido de fino lino, realzado con hilos de oro, que le ordenó ponerse. Con gesto glacial, Tanis se quitó las ropas sin proferir palabra. Cuando estuvo desnuda, él se acercó y la tomó salvajemente entre sus brazos. A pesar de la náusea que sintió, Tanis le dejó hacer, concentrada en la idea de su inminente venganza. Rabioso, Jacheb la tumbó sobre el suelo y se echó encima de la mujer, que se sintió invadida por el asco. Quiso gritar, arrancarle los ojos, arañarle el pecho. Pero la ola de sensualidad que de pronto la inundó ahogó la violencia que hervía en ella. Se odió por sentir de nuevo aquella ebriedad indomable que la turbaba sin que pudiese controlarla. Cuando él derramó en ella la ola de su placer, se retiró y se levantó. Tanis se hizo un ovillo gimiendo, con lágrimas de vergüenza y de rabia en los ojos. Jacheb la contempló satisfecho, seguro de haberla dominado una vez más, y declaró:

—Lo había dicho, Tanis, estás hecha para el amor. Dentro de poco serás tú quien me lo exijas. Y te poseeré cuando me apetezca. ¡Eres mía! ¡Mía!

Luego se alejó ordenándole que se reuniera con él cuando estuviese preparada.

Desde el principio de la noche, la mayor parte de la población se dirigió hacia la playa, donde habían encendido hogueras. Por orden de Jacheb se había instalado un estrado con dos tronos. Mandó sentarse a Tanis en uno y él ocupó el otro. La joven hubo de asistir con rostro sombrío a la fiesta que celebraba la nueva victoria de los piratas. Tal vez porque había querido perdonarla, no hubo nuevos sacrificios de prisioneros. Jacheb, despreciando su mutismo, la presentó a su pueblo como la reina de Siyutra. Ella hubo de soportar las ovaciones, las conversaciones groseras de los guerreros cuyas mentes se animaban a medida que avanzaba la noche. De vez en cuando estallaban breves disputas, saludadas por los demás con carcajadas. Sin ningún pudor, los hombres se acoplaban con las mujeres sobre la arena, a la vista de sus propios hijos.

Hacía rato que había pasado la media noche cuando Jacheb vio a Tanis encogerse sobre sí misma y empezar a vomitar. Algo borracho de cerveza, se inclinó hacia ella.

—Permíteme que vuelva a palacio —dijo Tanis.

Jacheb dudó, le hizo una señal a uno de sus guerreros.

—Creo que podré volver sola —dijo ella.

Él se encogió de hombros.

Ella se abrió paso entre los bebedores y se dirigió hacia la ciudad casi desierta. Cuando se encontró sola, aceleró el paso y llegó a la caverna donde estaban encerrados los esclavos. La oscuridad era casi total, sólo turbada por los destellos temblorosos de algunas antorchas. Cuatro guerreros abotagados por su larga vigilia montaban una guardia poco vigilante. Ella se había preocupado de coger frascos de vino, que les ofreció generosamente. Los aceptaron con alegría, sin sospechar que apenas tendrían ocasión de saborearlos. En cuanto se hubo alejado, Melhok y los habashas reptaron silenciosamente hasta ellos y los apuñalaron sin piedad.

Acto seguido arrastraron los cuerpos al interior de la caverna. Los fugitivos se apoderaron de sus armas y se deslizaron fuera. Tanis los esperaba no lejos de allí. Hizo una seña a los cautivos para que la siguiesen. Pegados a la pared rocosa, contornearon las casas oscuras y desiertas.

Avanzando de sombra en sombra, llegaron sin problemas hasta la plataforma del palacio, guardada por media docena de piratas. En unos instantes, los habashas les abrieron la garganta sin que pudiesen dar la alarma. Una vez dueños del lugar, Tanis y sus compañeros penetraron en la caverna donde se almacenaban las pesadas tinajas de betún. Había casi un centenar. Las arrastraron con precaución hasta el principio de la calle, las volcaron y las dejaron rodar hasta el final de la cuesta. Arrastrados por la inercia, los enormes recipientes explotaron contra la pared y contra las barracas de madera, despertando los ecos de los acantilados. Les siguieron otras, que poco a poco transformaron el corredor en un torrente viscoso de betún y cascotes de arcilla. Sorprendidos por el ruido, algunos siyutranos achispados salieron de sus casas. Sus pies desnudos se enviscaron en el líquido nauseabundo. Las pesadas tinajas los derribaron antes de estallar una tras otra, arrastrando a sus víctimas en un magma viscoso que corría hacia la parte baja del pueblo. Atraídos por los gritos, algunos guerreros que seguían en la fiesta subieron vacilando. Chocaron con una marea lenta y aceitosa que impidió su avance. Entre ellos, Jacheb comprendió lo que pasaba y estalló de rabia.

—¡La muy perra! —gritó—. Ha estado fingiendo. Ha liberado a los esclavos.

Furioso, se puso al frente de sus hombres, decidido a degollar a los cautivos. Galvanizada por su furia, una multitud vociferante se dispuso entonces a llegar hasta el palacio controlado por los prisioneros, evitando bien que mal los pesados proyectiles.

Mientras sus compañeros seguían lanzando las tinajas, Tanis se escondió a la entrada de la calleja y los vio llegar. No tardó en estar aquella jauría aullante al alcance de sus flechas. Una sonrisa glacial estiró sus labios un instante. Sabía que el betún ardía, pero que era difícil inflamarlo. Pero también había aceite en la caverna. A una orden suya, nuevas tinajas rodaron hacia abajo y explotaron. Una capa grasa y translúcida se mezcló a la primera.

Al ver a Tanis, Jacheb empezó a gritar como un demente. Con los pies metidos en la mezcla de betún y aceite, le dirigió groseras injurias, describiendo con todo detalle el suplicio que le esperaba cuando la atrapase. Tanis le dirigió una mirada de un odio tan intenso que él se detuvo. Luego quiso lanzarse hacia ella pero se cayó en el líquido viscoso, que impregnó sus ropas.

Cuando Tanis consideró que había suficiente cantidad de aceite derramada, cogió una antorcha que enseñó al pirata. Furioso, Jacheb no conseguía ponerse en pie. De repente comprendió sus intenciones y espantado miró alrededor. La casi totalidad de los suyos estaba cogida en la trampa del magma viscoso y pestilencial, que había penetrado en el interior de las frágiles casas de adobe y madera. Supo que no le daría tiempo a alcanzarla ni a huir. Su voz se volvió entonces suplicante.

—¡Tanis! ¡No puedes hacerlo! ¡Tanis, escúchame! ¡Te quiero! ¡Yo te quiero!

Por toda respuesta, la mujer puso tranquilamente la antorcha sobre la marea de aceite. Se alzó una llama vacilante que fue hinchándose y avanzando con lentitud majestuosa por la capa de betún. Una cortina de fuego se levantó entonces entre los piratas y los evadidos. Gruñidos de rabia brotaron en la parte inferior del pueblo, que rápidamente se trocaron en gritos de terror y luego en aullidos de dolor. La ola de fuego alcanzó pronto a los piratas y los sobrepasó ahogándolos en aquel brasero. Con los dientes apretados, Tanis vio a la silueta de Jacheb intentar la huida, debatirse y luego transformarse en una antorcha viva. En unos momentos, los asaltantes se vieron atrapados en el torrente de llamas, que seguía fluyendo hacia la playa.

—Ahora no podrán alcanzarnos —murmuró Melhok, impresionado por aquel espectáculo infernal.

—Vamos, tenéis que iros —respondió Tanis.

—¿Tú no vienes con nosotros, princesa?

—¡No!

—Pero ¿por qué? ¿Qué piensas hacer?

—Me quedo todavía.

—Es una locura. No me iré sin ti.

Tanis se volvió hacia él.

—¡No quiero ver a nadie! Ni a ti ni a los otros. ¡Marchaos! —ordenó.

Su cara no parecía humana. El reflejo de las llamas donde ardían seres humanos hacía resplandecer sus ojos con un brillo de locura. Los vientos nocturnos arrastraron hacia ellos una humareda espesa y acre. El infecto olor a carne quemada y a betún se le agarró a Melhok a la garganta. Se ahogaba y retrocedió. Tanis no se movió. Vacilando, Melhok se dirigió hacia el abrupto sendero del acantilado, que empezó a escalar. Tanis no le concedió ni una mirada y concentró su atención en el río de fuego que devoraba Siyutra. Algunos trataban de huir de la muerte ardiente que los perseguía. Pero aquel paso encajonado no ofrecía ninguna posibilidad de refugio sino hacia arriba. Enloquecidos, los piratas se pisoteaban, atrapados inexorablemente por el torrente de fuego líquido. Las casas de adobe se abrasaban como estopa y se derrumbaban sobre sus ocupantes. Algunos consiguieron refugiarse en el interior de las cavernas, pero los vapores letales que se desprendían del incendio los asfixiaron. La calleja no tardó en convertirse en una larga corriente incandescente en la que se agitaban algunas siluetas incendiadas, que se desmoronaban una tras otra en medio de aullidos terroríficos.

Despreciando las volutas negras que subían del brasero, con el rostro impenetrable, Tanis sentía un goce malsano ante aquel espectáculo infernal. En sus ojos danzaban las llamas monstruosas del incendio. Las imágenes abyectas de la noche de la violación la atormentaban, le devoraban el alma y el corazón. La cara de Beryl, su vientre cubierto de sangre, su mirada sin vida abierta a la nada se superponían a las visiones de los cuerpos de los marineros torturados. Luego el recuerdo de los salvajes abrazos que había compartido con Jacheb volvió a su mente. Era un ser inmundo y cruel, que se ocultaba bajo una máscara de seducción a la que ella no había podido resistir.

Lo había destruido, y había aniquilado su madriguera de crápulas sanguinarios. Sin embargo, aquella victoria dejaba en su pecho un gusto acre, repugnante. Apenas se dio cuenta de que las lágrimas chorreaban por sus mejillas. Habría querido seguir odiando al pirata. Pero la amplitud de su venganza había borrado las imágenes dolorosas. ¿Estaban tan cerca el odio y el amor? ¿No era el primero otra cosa que el reflejo oscuro del segundo?

Se alejó con paso furtivo, llegó al palacio desierto no alcanzado por las llamas. En su cuarto, recuperó las demás armas que había escondido allí: un arco, un puñal y la espada de bronce con la que se había defendido. Luego se adentró en la oscuridad. Ahora el brasero se extendía hasta la playa, devorando sin piedad el laberinto de casas de la parte baja. Las siluetas espantadas de los que habían conseguido escapar de aquel infierno corrían en todas direcciones.

Tanis subió sin esfuerzo el abrupto sendero rocoso. Una silueta se irguió ante ella: Melhok. A su lado estaban los tres mercaderes sumerios. Los habashas ya habían huido.

—Por fin has llegado, princesa. Estaba tan preocupado por ti…

—Te había dicho que te fueses.

—No podía dejarte. ¡Ven con nosotros!

Sin responder, ella se puso en marcha hacia el sur.

—Pero ¿adónde piensas ir? —gritó Melhok—. Para llegar a Djura, hay que bordear la costa.

Quiso lanzarse tras ella, pero uno de los mercaderes le retuvo.

—Déjala seguir su destino, amigo Melhok. No puedes ir contra su voluntad. Ya no forma parte del mundo de los vivos.

El capitán vio alejarse la pequeña silueta por la llanura de vegetación rala, iluminada por la luna. Abatido, decidió seguir a sus compañeros.

Tanis avanzaba con paso rápido, casi corriendo, como si quisiera negar la furia destructora cuyo origen había sido ella misma. Huía hacia ninguna parte, hacia la nada. Habría querido huir de sí misma, arrancarse el cuerpo, la vida, olvidar toda aquella abyección. Respirando cada vez más deprisa, despreciaba las afiladas piedras que le magullaban los pies, el sabor a sangre que le llenaba la garganta. Por último, sin aliento, se derrumbó sobre el suelo de rocalla, y dejó escapar un largo grito de animal herido, para expulsar el violento veneno que le roía las entrañas.

El horror de lo que había hecho y el recuerdo de los gritos de agonía la atormentaban. Como le habían hecho un daño excesivo, había respondido a la violencia con una violencia mayor, con un acto de barbarie terrorífico que había sembrado la muerte y la destrucción. ¿Cuántos inocentes habían perecido en aquella catástrofe? La amplitud de su revancha superaba cuanto ella había podido soportar. Totalmente desconcertada, se acurrucó contra una roca, temblando como una hoja y con los ojos fijos.

Mucho más tarde, cuando se repuso, un sol rojo disparaba sus rayos sangrientos por oriente. Se puso en pie, vaciló, luego, sin pensarlo, caminó en dirección a un macizo montañoso que se alzaba al oeste.

En Tanis se había abierto una herida que ya nunca se cerraría. Aborrecía a los hombres y su cobardía. Se odiaba a ella misma. No sabía ni hacia dónde ni hacia qué huía. No tenía ningún sitio adonde ir. La vida la horrorizaba. En este preciso instante, la muerte le pareció más dulce, y se sorprendió llamándola.

En el momento en que Ra resplandecía en el cénit, inundando el desierto con una luz cegadora, a sus espaldas resonó un gruñido. Se volvió. De un matorral surgió una leona enorme, con las fauces abiertas, mostrando una hilera de amenazadores colmillos.