Capítulo 53

La joven dejó escapar un gemido de dolor y desesperación. La terrible predicción del brujo se había cumplido. Con la mente confusa y el cuerpo magullado, permaneció postrada mucho rato, incapaz de hacer un gesto. Luego, de forma lenta e irresistible, un odio irrefrenable, frío y despiadado creció en su alma, rechazando la vergüenza y el asco, desterrando incluso el recuerdo de la humillación y el dolor.

Por la mañana aparecieron algunos guerreros. Su jefe, un individuo con cara de garduña y ojos desorbitados, se fijó en el cuerpo de la joven acadia. Ordenó a sus hombres llevárselo. Acurrucada contra el murete, Tanis les miró hacer. El lugarteniente la contempló un momento, luego también se marchó.

Poco después apareció Jacheb. Tanis no se había movido de su refugio. No le concedió una sola mirada. Apurado, Jacheb esbozó un gesto para acercarse, pero no lo terminó. Por último, dijo:

—Escucha, Tanis, siento mucho lo de tu esclava. Pero tu rechazo me volvió loco. Había bebido algo. ¡Perdóname!

La mujer permaneció tan inmóvil como una estatua. De repente, él grito:

—¡Contéstame!

Avanzó hacia ella y levantó la mano para golpearla. Pero su brazo volvió a caer. Lanzó un gemido de animal herido y empezó a hablar con voz entrecortada.

—¿Cuál es tu poder? ¡Ahora debería mandar que te matasen! No eres más que una maldita hembra. ¡Podría tomarte de nuevo, ofrecerte a mis guerreros, destruirte!

La agarró brutalmente del brazo.

—¿Me oyes? Tú no eres nada, sólo una mujer. Me perteneces. ¡Puedo hacer contigo lo que quiera!

La soltó y añadió con un grito lastimero:

—¡Pero no puedo! ¡No puedo! Quiero… quiero que olvides todo esto, que vengas a mí como antes, que me ames. ¡Que me ames!

Tanis elevó hacia él unos ojos brillantes, cargados de tal odio que él retrocedió un paso. De pronto tuvo la impresión de encontrarse frente a una gata salvaje con la que era imposible cualquier comunicación. Siguió retrocediendo mientras insistía:

—Quiero que olvides todo esto, Tanis. Yo… yo comprendo que necesitas tiempo para expulsar esta… esta noche de tus recuerdos. Pero sigo deseando que te conviertas en reina de Siyutra. Eres libre para ir donde te apetezca. Los míos no te molestarán. Elige ropas nuevas en los cofres. Ponte hermosa. —Y dejó caer los brazos, desgarrado por su sentimiento de impotencia.

Ante el mutismo de la mujer, Jacheb lanzó un gruñido de rabia y golpeó violentamente el parapeto. Se odiaba a sí mismo por mostrarse tan débil delante de una mujer. Le habría gustado golpearla, obligarla a amarle, borrar aquella mirada fija, acusadora. Pero la mujer ejercía sobre él un poder terrorífico contra el que se sentía desarmado. Ya le había hecho demasiado mal. Él no había deseado aquel drama… No era más que un accidente. Desamparado, furioso por su torpeza, balbuceó:

—Debo… debo ocuparme de mis barcos.

Giró sobre los talones y desapareció lanzando un suspiro. De nuevo el palacio quedó desierto. Desde la bahía subía un rumor hecho de gritos y de llamadas. Como si despertase de una larga pesadilla, Tanis se levantó y observó la ciudad. Se habían llevado los cuerpos de los supliciados. No quedaba ningún rastro de las abominables matanzas de la víspera. Ahora Siyutra se parecía a cualquier otro puerto. Unos niños corrían por las callejas de abajo, unos esclavos descargaban los bajeles. La vida había recuperado sus derechos, indiferente a las pesadillas de la noche.

Tanis contemplaba estas escenas con mirada ávida. No lejos de ella seguía estando la mancha de la sangre de Beryl, única huella tangible de su muerte. Curiosamente, no sentía pena. Su espíritu se encontraba más allá. En su ánimo ardía una fría determinación y un odio inconmensurable, que habían expulsado definitivamente el asco de sí misma sentido tras la abyecta noche. Su cuerpo había dejado de importarle. A partir de ese momento, sólo debía servirle para realizar la terrible venganza que rumiaba. Aunque tuviera que perder en ella la vida, aniquilaría aquella guarida de cerdos inmundos y mataría al malvado que los dirigía.

Poco a poco fue recobrando las fuerzas. Decidió buscar ropas en la leonera de la sala grande. Temía que Jacheb volviese, pero no apareció. Tal vez no residía en el palacio y se contentaba con amontonar en él sus botines más preciosos. Terminó por descubrir un vestido de lino a la moda sumeria que se puso enseguida. Quería tomar un baño cuanto antes para lavar la mancilla de que había sido víctima la víspera. Vio diversas armas, espadas, arcos, lanzas, puñales. Pensó en quedarse con alguno, pero renunció. ¿Qué podía hacer ella contra toda una población?

Finalmente, salió del palacio. Fuera, una muchedumbre heteróclita se dedicaba a sus faenas. La espiaron como si fuese un animal exótico, pero nadie se atrevió a acercársele. Aparentemente, los siyutranos temían la autoridad de su señor. Sin dedicarles una mirada siquiera, Tanis se dirigió hacia la calleja que llevaba a la ciudad baja.

Llegó al punto en que la arteria única se extendía en un dédalo inverosímil. En el flanco del acantilado se abría una profunda caverna donde estaban encerrados varias docenas de prisioneros; los custodiaban cuatro guerreros armados. Entre los prisioneros, vio a Melhok y a los mercaderes sumerios, así como a otros esclavos cuya delgadez denunciaba la duración de su cautiverio. El capitán la divisó y le dirigió una discreta seña, a la que Tanis no respondió. Pero había evaluado el número de guerreros y la disposición de los lugares.

Luego se adentró por el laberinto de las viviendas.

Las mujeres la miraban, pero apartaban la vista cuando Tanis posaba en ellas su fiera mirada. Ni siquiera los niños se atrevieron a acercársele.

Segura gracias a su relativa libertad, llegó a la playa, alejándose cuanto pudo. Al abrigo de una roca, se quitó el vestido y se metió en el agua fría y salada. Cuando regresó al palacio, le habían servido ya una comida que trató de tragar, pese a su falta de apetito. Debía conservar las fuerzas.

Aprovechó los días siguientes para visitar la ciudad de arriba abajo. Si al principio los siyutranos detenían sus actividades para mirarla, nadie se atrevía a acercarse a ella. El señor Jacheb había prometido la muerte a todo el que la molestase. Varias esclavas le servían de forma regular en palacio unas comidas que nadie compartía nunca. El jefe de los piratas pasaba la mayor parte de su tiempo con sus lugartenientes cerca de los barcos. Tanis le evitaba. Y él tampoco parecía deseoso de volver a verla.

Tanis comprobó que el pueblo estaba formado esencialmente por casas de adobe con armazones de madera, que prolongaban las cavernas naturales arregladas por los ocupantes. La arteria principal se estrechaba a media altura y terminaba en la plataforma sobre la que habían construido el palacio. Una muralla calcárea rodeaba aquella especie de nido de águila, abierto al norte sobre la bahía. En la pared había grutas en las que Jacheb había hecho almacenar el fruto de sus pillajes. Se había arrogado un derecho de propiedad absoluto sobre la totalidad de las mercancías robadas, que redistribuía a capricho de su fantasía.

La única salida hacia el mundo era el puerto marítimo guardado por las dos columnas. Altos acantilados inaccesibles impedían cualquier fuga hacia las tierras del interior. Sin embargo, en la explanada donde se alzaba el palacio, descubrió un sendero abrupto que llegaba hasta la cumbre. Su escalada podía resultar peligrosa, pero posible. Por desgracia, una docena de guardias acampaban de forma permanente cerca de allí. De cualquier modo, Tanis no deseaba huir antes de haber encontrado la manera de destruir aquel nido de abejones.

Estimó el número de piratas en varios centenares, contando mujeres y niños. No eran éstos los menos crueles: se divertían persiguiendo a los cautivos con lanzas cortas de punta acerada. Las mujeres escupían sobre los esclavos o les lanzaban piedras. A veces, los guerreros que guiaban a los prisioneros expulsaban a los intrusos a latigazos. Pero, como moscas obstinadas, volvían al cabo de un momento para acosar a sus víctimas.

Todos los días los prisioneros se veían sometidos a trabajos penosos, limpieza de las casas, de calles que apestaban a estiércol, transporte de mercancías. Tanis los observaba desde lejos.

Un día, decidió enfrentarse a sus guardianes y se acercó al capitán Melhok. Un guerrero quiso impedírselo. Tanis le lanzó una mirada torva que lo desarmó. Retrocedió gruñendo, luego se alejó. El sumerio observó largo rato a Tanis, y luego murmuró:

—Por los dioses, ¿qué te han hecho, princesa?

—Beryl ha muerto —respondió ella.

Él bajó la cabeza.

—Era una muchacha valiente.

—Quiero acabar con estos perros, Melhok —le dijo en un susurro—. ¿Estás dispuesto a ayudarme?

Él la miró con los ojos desorbitados.

—¿Tú? ¡Es una locura! No tienes ninguna posibilidad. ¿Te das cuenta de su número?

—¿Estás dispuesto a ayudarme? —insistió ella.

Su voz fría y decidida le desconcertó.

—Estaré a tu lado —terminó respondiendo—. Antes morir libre que bajo los látigos de estas hienas. ¿Qué piensas hacer?

—Todavía no lo sé. Pero ya encontraré el medio.

—Temo por desgracia que estemos solos, princesa —suspiró—. Todos mis guerreros han muerto, y los mercaderes tiemblan de miedo ante estos perros.

—Ten paciencia —le susurró Tanis.

Durante varios días, Tanis esbozó innumerables planes, que resultarían irrealizables en su totalidad. Siempre chocaba con el mismo obstáculo: sólo Melhok y tres comerciantes sumerios estaban decididos a intentar la aventura. Los otros preferían sufrir su suerte resignados.

Poco a poco, la desesperación iba apoderándose de la joven. Su libertad sólo era ilusoria, estaba limitada por las murallas hostiles que rodeaban la bahía. Sólo el odio incoercible que le acosaba le evitaba naufragar en la locura. Ese odio se había convertido en su única razón para sobrevivir. Cuando se dormía por la noche, en la gran sala del palacio desierto, le parecía seguir viendo todavía el cadáver ensangrentado de su fiel compañera. Oía el eco de sus gritos desgarradores.

Una mañana, Tanis comprobó que los barcos habían abandonado el puerto. Jacheb había zarpado rumbo a nuevos saqueos. Una buena parte de los guerreros había embarcado con él. Los que quedaban, mandados por el hombre de cara de garduña, redoblaban la vigilancia. Aprovechando la complicidad de la noche, Tanis habría podido intentar la huida. Pero no pensaba en ello.

La flota regresó un mes más tarde, incrementada con dos barcos. Nuevos esclavos vinieron a unirse a los prisioneros. Entre ellos había una veintena de guerreros habashas, capturados en las costas de Hallulla.

Esa misma noche, Jacheb subió hasta el palacio, donde Tanis pasaba ahora la mayor parte del tiempo. La contempló en silencio y luego dijo:

—Los días me han parecido muy largos sin ti, Tanis.

Ella no contestó. De pronto, él estalló:

—¿Te decidirás por fin a dirigirme la palabra? Creo que he dado suficientes pruebas de paciencia. ¡Soy tu amo! Eres mía. ¡Debes saber que puedo tomarte cuando lo desee!

Tanis alzó los ojos hacia él y se tumbó en el suelo, ofreciéndose. Él se abalanzó hacia ella y desgarró sus ropas. Ella no reaccionó. Su mirada fija, carente de todo espanto y toda pasión, le desconcertó. Se levantó y alzó la mano para abofetearla, pero se detuvo.

—Debería matarte —masculló.

Ella no pestañeó. Jacheb ahogó un breve sollozo, dejó escapar un gruñido de rabia y luego se puso en pie. Tendiendo el puño hacia ella, dijo con voz ronca:

—Un día… un día me pagarás todo este… desprecio. Dentro de poco Siyutra poseerá la más potente flota del mar de Punt. Suplantará a Djura, y yo me convertiré en amo de este país.

Dio unos pasos nerviosos y añadió:

—Mañana organizaré una fiesta en Siyutra para celebrar mi nueva victoria. Asistirás a ella, a mi lado. ¡Quiero que mi gente vea a la que será su reina!

Tanis se levantó sin mirarle. Jacheb soltó una andanada de juramentos y se fue.

Al día siguiente, bajo los látigos de los guardianes y el hostigamiento de los chiquillos, los esclavos subieron el botín conquistado a las cuevas de la explanada. Lo formaba una impresionante cantidad de tinajas selladas de todos los tamaños; las más gruesas pesaban más que un hombre. Tanis dejó el palacio para contemplarlas. Un aroma familiar atrajo su atención. No tenía que descifrar la plaquita de arcilla para adivinar lo que contenían: betún.

Los prisioneros habían cargado las tinajas sobre rudimentarios trineos, de los que tiraban con ayuda de cuerdas hasta la guarida del jefe pirata. El hombre de cara de garduña vigilaba las operaciones con evidente satisfacción, abatiendo de vez en cuando su látigo sobre las espaldas de los desgraciados.

De repente, una piedra desequilibró un trineo. Una tinaja basculó y se hizo añicos contra el suelo, dejando escapar un líquido oscuro y maloliente. Ebrio de rabia, la garduña saltó sobre el esclavo responsable, al que agarró por el pelo golpeándole la cara una y otra vez con la fusta, bajo la mirada impotente de los cautivos. Cuando soltó el cuerpo del desgraciado, la cabeza no era más que una masa sanguinolenta.

Una fetidez repugnante impregnó todo el pueblo mientras el betún derramado corría de manera inexorable hacia la parte baja de la calle. Los látigos se abatieron cruelmente sobre la espalda de los prisioneros, que reanudaron su trabajo con docilidad, chapoteando en el barro lleno de grasa. Desde el lugar apartado donde estaba, Tanis tuvo un momento de duda. Luego una sonrisa feroz iluminó brevemente su rostro. Tenía su venganza.