Impulsados por sus numerosos remeros, los barcos bordeaban un mundo desértico y desolado, formado por altas costas rocosas, de vegetación escuálida, y batidas por los vientos cálidos que resecaban la garganta. Ninguna ciudad se alzaba a lo largo de aquellas inhóspitas riberas. Sólo algunas miserables aldeas de pescadores buscaban refugio al fondo de ensenadas protectoras. Pero sus habitantes temían ser capturados y huyeron hacia las alturas en cuanto apareció la pequeña flota.
Además de unos pocos muebles y piezas de barro, lo esencial del cargamento de trueque estaba compuesto por corderos y cabras, a los que eran muy aficionados los habitantes del país de Punt. Todo ello sería cambiado por el incienso que recogían los indígenas, el oro, el marfil y el ébano procedentes de los profundos bosques del interior.
Al atardecer, para evitar los escollos en las tinieblas, los barcos buscaban refugio en pequeñas calas para pasar la noche. Los días transcurrían sin fin, sólo ritmados por el rumor de los remos que se hundían cadenciosamente en las azules aguas. Quemaba la piel y deslumbraba los ojos un sol ardiente reflejado por las olas como si fueran miríadas de espejos vibrantes. Sentada en el puente, Tanis debía luchar a veces con todas las fuerzas de su alma para no ceder al abatimiento. La inactividad le pesaba. Las aventuras pasadas le parecían lejanas, casi ajenas, recuerdos escapados de la vida de otra persona. Sólo quedaban unos rostros, unas miradas, algunas imágenes furtivas… El viejo Ashar y sus funestas predicciones; Raf’Dhen, cuyos ojos de esmeralda dejaban traslucir el deseo; los abominables sacrificios perpetrados por los amanuenses, la enloquecida fuga sobre aquellas criaturas maravillosas de las que el hicso se había enamorado; Ziusudra y su barco negro, el hundimiento de Til Barsip; el ambicioso Aggar y la orgullosa Ishtar, la risa tonante de Gilgamesh, la fuerza tranquila de Enkidu…
Una duda insidiosa la corroía. Aquella expedición era una locura. Imhotep se había marchado de Uruk hacía mucho tiempo. Por supuesto, el señor Jacheb le había asegurado que había oído hablar de él. Pero nada probaba que todavía siguiese en el país de Punt. Siendo así, ¿hacia qué destino desconocido le arrastraba aquel viaje interminable, en busca de un fantasma que siempre parecía escapársele? ¿No hubiera sido más prudente quedarse en Uruk?
En esos momentos de cruel incertidumbre se aferraba a la oscura intuición que le conminaba a seguir su camino, a no ceder al desaliento. Pero ¿no era una forma de huida? Huir de aquel Egipto que amaba y cuyas ardientes imágenes le despertaban una dolorosa nostalgia; huir del recuerdo de un hombre cuyos rasgos seguían grabados en su memoria; huir cada vez más lejos, aferrarse a un sueño, a una meta quimérica, porque se negaba a admitir que la roía la desesperación. Desesperación de encontrar un día a aquel padre desconocido, desesperación de encontrar un amor que, a pesar del tiempo y las pruebas, se negaba a desaparecer de su memoria. Djoser seguía atormentándola. Su infancia y su adolescencia estaban llenas de sus ojos, de su risa, de su voz, del olor de su piel… Su recuerdo seguía incrustado en ella más profundamente que una piedra preciosa en su ganga.
Cuando el sufrimiento se volvía demasiado agudo, cogía el nudo Tit y elevaba una ferviente plegaria a Isis. Entonces volvían a encenderse las brasas de la esperanza, y soñaba con el día en que encontraría los Dos Reinos y a su compañero. Beryl no la abandonaba nunca, ofreciéndole su cariño incondicional. Tratada como amiga, la joven acadia se empeñaba sin embargo en seguir considerándose una criada.
Las relaciones con el resto de pasajeros seguían siendo ambiguas. La presencia de dos mujeres a bordo no era habitual y muchos hombres, entre los remeros esclavos o los viajeros, las observaban con ojos relucientes de codicia. Para evitar cualquier incidente, las mujeres no dejaban la popa del navío, donde había un pequeño camarote que el capitán Melhok había puesto a su disposición. Con el tiempo, apenas había mejorado el humor de este último. Pero, tal como le había exigido el rey de Uruk, velaba por su comodidad y su seguridad. Oscuro de piel y blanco de pelo, Melhok dirigía su barco con puño enérgico, y a nadie se le habría ocurrido la idea de poner en duda su autoridad. La veintena de guerreros que tenía a sus órdenes estaban consagrados a él en cuerpo y alma.
Una docena de comerciantes acompañados de sirvientes viajaban en el Soplo de Ea. En su mayoría estaban acostumbrados a expediciones lejanas. Procedían de diferentes ciudades, de Lagash, de Sippar, de Eridu, de Kish, e incluso de la septentrional Mari. Tres de esos comerciantes, oriundos de la misma Uruk, habían trabado amistad con la princesa, con la que habían tenido ocasión de hablar en el palacio real. A veces iban a popa para hacerle compañía. Uno de ellos nunca se separaba de un juego formado por una bandeja de madera sobre la que hacía avanzar unos peones hacia la línea contraria[37]. Para matar el tiempo, Tanis había aprendido a jugar.
Como había indicado antes de la partida, el señor Jacheb estaba a menudo a bordo del Soplo de Ea. Había puesto como pretexto la presencia a bordo de algunos marinos suyos, pero muy pronto tuvo Tanis la impresión de que actuaba así para estar en su compañía. Por supuesto, en muchas ocasiones los demás mercaderes compartían sus conversaciones, pero Tanis se daba cuenta de que sus palabras no estaban dirigidas a ella. Notable narrador, poseía el arte innato de cautivar la atención, de provocar la risa o la angustia. Al principio, aquel truco la molestó, pero terminó por confesarse que no se mostraba insensible a la seducción que emanaba del personaje. Para satisfacer su curiosidad, Tanis aceptó contarle sus propias aventuras.
Jacheb se las arreglaba muchas veces para estar a solas con ella, y desplegaba tesoros de diversión para distraerla. A pesar de las reticencias de la joven, su alegría natural y su entusiasmo tenían el don de barrer su melancolía. La entretenía con historias de viajes, con anécdotas extravagantes cuya veracidad permanecía sujeta a caución, pero que tenían el mérito de distraer su aburrimiento. También descubrió Tanis que era un hombre instruido y que hablaba un egipcio muy puro. Le preguntó si era oriundo de las Dos Tierras. Él respondió de forma evasiva que había nacido en las riberas del Nilo, pero que se había ido muy pronto de allí y había vivido la mayor parte de su vida en el país de Punt.
Poco a poco, de forma involuntaria, Tanis iba convirtiéndose en presa del hechizo que emanaba del personaje. Le aureolaba una especie de misterio. A pesar de su facundia, hablaba poco de sí mismo, como si tratase de preservarse.
Él reiteraba regularmente su invitación, y regularmente ella la rechazaba, sin provocar otra cosa que una breve sonrisa triste y paciente. Pero Tanis sabía que terminaría aceptando. Echaba de menos su presencia los pocos días en que él regresaba a sus barcos.
Un día, movida por un impulso, terminó cediendo. Aprovechando una escala, abandonó a Beryl en manos del capitán Melhok y se presentó en el barco de Jacheb, que la recibió con una alegría no disimulada. Al revés de lo que ocurría en el Soplo de Ea, donde reinaba la austeridad, el camarote de Jacheb reflejaba un lujo inaudito, inesperado en un barco mercante. La dejó sorprendida el origen tan dispar de los objetos. Había allí cofres egipcios, muebles sumerios, jarrones acadios, tejidos amorreos, joyas de todas las procedencias. Jacheb mandó prepararle una abundante comida, a base de carnes asadas y golosinas. Mandó abrir también un ánfora de un delicioso vino egipcio, digno de la mesa de un rey.
Con el calor del vino, Tanis fue olvidando poco a poco su desconfianza. Sabía de sobra por qué la había invitado Jacheb a su barco. Aunque la perspectiva la asustaba un poco, tenía que confesarse que la mirada fascinante de su anfitrión no la dejaba indiferente. ¿Cuánto tiempo hacía que no notaba la dulzura de la piel de un hombre contra la suya? Además de Djoser, guardaba el recuerdo de un oscuro marino en las costas del Levante. Había rechazado las pretensiones de Raf’Dhen el hicso, y las del rey Gilgamesh. Pero aquel hombre le gustaba. Desprendía una sensualidad animal, una intensa sed de vivir que despertaba en el hueco de sus riñones un calor equívoco. Sus gestos eran ágiles y sueltos, su boca carnosa, adornada con un fino bigote que le hacía parecerse en cierto modo a un gato. Aumentaba las atenciones con ella, alternando la paciencia con unas pretensiones precisas que envolvía en una risa fresca y seductora.
Como todavía la acosaba la imagen de Djoser, resistió. Pero el hechizo de aquel hombre obraba a pesar de ella misma, y él lo sabía. Los deseos de Tanis aumentaban a medida que menguaba el día y que el espíritu del vino enfebrecía su mente. Cuando el crepúsculo inundó el camarote con destellos de oro rojo, creyó que el tiempo se había detenido, que un misterioso fenómeno la había arrastrado a otra parte, a un mundo diferente. Acabó por sucumbir al deseo. Sin que ella se diera cuenta, sus ropas se deslizaron suavemente por su piel, y se encontró desnuda, pegada al cuerpo ávido del hombre. Embriagada porque la espera había sido demasiado larga, se dejó arrastrar entonces por un torbellino ardiente que devastó sus últimas resistencias. Y porque se había visto privada mucho tiempo de caricias, respondió a las de su amante con un frenesí cercano a la violencia, exigiendo, entregándose, posesiva unas veces, ofrenda otras. La tibieza de la noche oceánica le traía fragancias mezcladas de alga y de yodo, de coriandro y de menta, que perfumaban su aliento. Su unión, agotadora, desgarradora, cercana al delirio y a la locura, duró mucho tiempo.
Apenas si se dio cuenta de que el barco se detenía para pasar la noche. Extenuada de cansancio, acabó por dormirse, acurrucada contra el torso del hombre.
Al despertar se preguntó dónde se encontraba. A la luz dorada de las lámparas de aceite colgadas del techo, reconoció el camarote, el rumor de las fuentes de cobre pulido. Sentado al modo árabe, Jacheb la observaba clavando en ella sus ojos brillantes. Con un pudor algo tardío, se echó las ropas sobre su cuerpo y sonrió. Él le respondió con una mirada feroz y declaró con voz apenas audible:
—Estás hecha para el amor, Tanis. Ninguna mujer me dio nunca tanto placer.
El fulgor salvaje y posesivo que brillaba en sus ojos la hizo estremecer. Dividida entre la voluptuosidad de sentirse deseada de aquel modo y el miedo a sucumbir a unas cadenas que no deseaba, apretó sus ropas contra el cuerpo. De un ágil salto, él se acercó y la tomó entre sus brazos.
—Escúchame, Tanis. Soy mucho más rico de lo que puedas imaginar. En realidad, soy el rey de una pequeña ciudad llamada Siyutra. Me gustaría… me gustaría que fueras su reina.
Estupefacta, ella le miró fijamente.
—No puedo aceptar. Ya estoy prometida a un príncipe egipcio.
—¡Lo sé! Ya me has contado tu historia. Pero hace más de un año que saliste de Egipto. ¿Crees que tu príncipe sigue esperándote?
—Desde luego.
—¿Como tú, que acabas de entregarte a mí?
Aquella respuesta no la hizo sentirse cómoda.
—Yo soy libre, Jacheb —dijo en su defensa.
—No te lo reprocho. Pero también tu príncipe es libre. Indudablemente ya ha amado a otras mujeres. Si algún día vuelves a verle, ¿crees que se acordará de ti?
—Djoser no puede haberme olvidado.
A su tono le faltaba seguridad. Jacheb se apartó lentamente de su lado con una sonrisa.
—Tal vez estés en lo cierto. Pero no es nada seguro. En cambio yo te ofrezco mi reino. Me gustaría que te quedases en mi barco.
—Tengo… tengo que pensarlo.
Y le dirigió una mirada de súplica.
—No quiero asustarte, Tanis. Eres libre de marcharte si es lo que deseas. Pero ya sabes que siempre habrá un sitio para ti a mi lado.
Metió la mano en un pequeño cofre del que sacó un collar de oro adornado con piedras que anudó alrededor del cuello de Tanis.
—No es más que un modesto regalo. Pero la reina de Siyutra poseerá joyas todavía más hermosas.
Fue entonces cuando Tanis vio en sus muñecas las huellas rosáceas de antiguas cicatrices, como si hubiese llevado ligaduras que le hubieran cortado las carnes. Él se dio cuenta de su asombro y su rostro se iluminó con una sonrisa divertida.
—Te intrigan estas marcas, ¿verdad? Se las debo a los piratas.
—¿A los piratas?
—Hay algunas guaridas a lo largo de estas costas. Por eso las expediciones se componen de varios barcos. Me capturaron siendo muy joven. Pero conseguí recuperar la libertad.
Tanis regresó sola al Soplo de Ea al día siguiente, embargada por una profunda turbación. Le hubiera gustado confiar la aventura a su fiel Beryl, pero no se atrevió. La joven sirvienta no tuvo necesidad de hacer preguntas para comprender lo que había ocurrido.
Tanis pasó el día en el camarote, sin tocar apenas la comida que le ofrecía el capitán Melhok. La desgarraba un conflicto. Nunca se habría imaginado capaz de albergar sentimientos tan poderosos por nadie que no fuera Djoser. Jacheb había despertado en ella una sensualidad turbadora, perversa, que se había apoderado de su cuerpo. No conseguía expulsar el recuerdo de las manos de aquel hombre sobre su piel, de aquella boca sobre la suya. Por momentos creía perder la cabeza, zozobrar en una espiral demoníaca de placer y de deseo. Aquel demonio parecía adivinar sus pensamientos, traspasarla hasta en sus delirios más secretos. No recordaba haber vivido con Djoser unos instantes tan intensos. Y esto era precisamente lo que la hacía sentirse mal.
Tenía ganas de volver a encontrarse con su compañero de infancia, de fundirse en sus brazos. Pero al mismo tiempo, su cuerpo le exigía a gritos regresar al barco de Jacheb, reclamar un nuevo abrazo salvaje, ardiente, devastador. El fulgor de la mirada enfebrecida de Jacheb no se iba de su mente.
Durante tres días siguió luchando así. Pero la imagen de Djoser se volvía imprecisa, sustituida poco a poco por la llama devoradora del recuerdo de la noche mágica. Al amanecer del tercer día, cuando los cinco barcos se disponían a dejar la orilla junto a la que habían pasado la noche, ella volvió al barco de Jacheb.
Al otro lado de un estrecho que los sumerios llamaban la Puerta del Kur se abría el gran océano del Sur. Los barcos contornearon, durante más de dos décadas, un enorme macizo montañoso, luego siguieron, hacia el oeste, unas riberas tristes, sin relieve, frontera hostil entre el océano y las arenas implacables del interior. Tanis comprendía por qué los sumerios comparaban aquel gran mar del Sur con los confines del reino de los muertos. Todo parecía desmesurado, inaccesible, abierto a un infinito que tenía la dimensión de los dioses.
Pero le importaba poco. De hecho, se reía de todo. Le era indiferente el punto de destino adonde la arrastraba el barco. Ya no quería pensar, ya no quería reflexionar. Sólo vivía esperando los momentos en que Jacheb se reuniría con ella en el camarote, en que ella se entregaría a su ardor, a sus exigencias. No sabía si le amaba. Pero no podía pasar sin sus manos, sin sus ojos brillantes que la contemplaban largo rato cuando la furia de los sentidos los dejaba extenuados y con el aliento entrecortado.
Algunas veces se decía que debería ser feliz. Sin embargo, un malestar oscuro seguía incrustado en su cuerpo. Por una razón inexplicable, aquella aventura apasionada le dejaba en la garganta una curiosa sensación de algo inacabado. Otras veces, su placer iba acompañado por una extraña sensación de dolor, como si buscase desesperadamente en la exaltación de su cuerpo una cosa que seguía huyendo de ella constantemente. Sus justas amorosas se parecían a combates salvajes, donde la rabia combatía con el amor. Conservaba en su piel unas marcas sanguinolentas de las que tomaba conciencia después de aplacada la pasión. Pero también su amante conservaba las huellas de sus abrazos. Todo esto la hacía sonreír, pero le habría gustado que la quietud de la ternura se deslizase en aquellas relaciones sulfurosas. Entre Jacheb y ella no había ninguna complicidad.
En sus raros momentos de lucidez, sentía ganas de huir, de volver al lado de su fiel Beryl. Odiaba haberse convertido de aquel modo en esclava de la voluptuosidad que Jacheb le ofrecía. Pero bastaba que él posase sus ojos en ella para que dejase de pensar.
Una noche, después de que los barcos hubiesen anclado en una pequeña bahía rodeada de dunas de arena barridas por los vientos, le preguntó:
—¿Cuándo llegaremos a Djura?
El rostro de su compañero se enturbió. Respondió de manera evasiva:
—Dentro de una luna, quizá de dos. —Jacheb hizo una pausa, y prosiguió con tono seco—: Sigues esperando encontrar a tu padre…
—¡Por supuesto!
—Y te irás.
—Yo… no lo sé.
Jacheb se volvió hacia ella.
—No quiero que me dejes, Tanis. Tienes que venir conmigo a Siyutra.
La violencia de aquella voz la desconcertó, y contestó con tono obstinado:
—Debo encontrar a mi padre.
—Hace mucho tiempo que ha desaparecido. Sin duda ya no vive en Djura. ¡No tienes nada que hacer allí!
—Quiero estar segura.
—Y yo quiero que vengas conmigo —insistió él.
La cólera encendió a la joven.
—Yo no te pertenezco. ¿Quién te crees que eres para hablarme de esa manera?
—Soy el rey de Siyutra. ¡Quiero que seas mi reina!
Atemorizada por el relámpago de repentina locura que brillaba en la mirada de Jacheb, retrocedió. Él hizo un gesto para retenerla. Ella se soltó, y corriendo se dirigió hacia el capitán Melhok y sus guerreros, en medio de una gran confusión de ánimo. Creyó que Jacheb la seguiría, que le impediría llegar donde estaban los otros, pero él no hizo un solo gesto. Completamente turbada, se refugió en los brazos de Beryl y estalló en sollozos.
A la mañana siguiente, embarcó a bordo del Soplo de Ea. Desde el inicio del viaje, dos meses antes, el barco había bordeado las costas. Para sorpresa de Tanis, cambió de rumbo y se dirigió hacia el sur, hacia el gran océano. Inquieta, preguntó a Melhok.
—En esa dirección se encuentra el país de Punt —respondió éste.
—¿Cómo puedes estar seguro?
—Nosotros los marinos tenemos puntos de referencia en la costa: una montaña de una forma particular, ciertas corrientes. Dentro de cinco días, quizá de cuatro, llegaremos a nuestro destino.