Capítulo 48

Una agitación febril invadió la ciudad. Artesanos y comerciantes abandonaron sus tenderetes y tomaron las armas y el escudo. La decisión de Gilgamesh había fortalecido los ánimos. La milicia tradicional de Uruk se había incrementado con hombres de todas las edades, completamente decididos a defender cara su ciudad. Los campesinos que vivían fuera de las murallas se habían refugiado en el interior con sus rebaños. Las pesadas puertas que controlaban las entradas de la ciudad habían sido cerradas.

Avisada por Enkidu, Tanis se reunió con Gilgamesh en las murallas. Armados hasta los dientes, los habitantes de la ciudad se habían dirigido al camino de ronda, de más de cuatro millas.

Mediado el día, en el horizonte apareció una tropa numerosa que se desplegó en apretadas filas a la luz deslumbrante del sol. Los cascos de cobre relumbraban, las amenazadoras lanzas erizaban las distintas falanges agrupadas bajo numerosas banderolas. Aparentemente, el lugal de Kish había recurrido a sus aliados de las pequeñas ciudades vecinas. En el centro de la formación enemiga, daba a gritos órdenes a sus capitanes. A su lado se hallaba Ishtar, también con un casco en la cabeza.

Cuando las líneas enemigas ocuparon sus posiciones, Aggar avanzó en dirección a las murallas de Uruk, hacia el lugar donde estaba Gilgamesh. Una importante delegación le seguía. Un hombre grueso, con una barba que le llegaba hasta el vientre, portaba unas tablillas de alabastro. Deteniéndose fuera del alcance de las flechas, Aggar interpeló a Gilgamesh.

—¡Salud a ti, oh lugal de Uruk! Detrás de mí puedes ver el más poderoso ejército jamás reunido. Nuestros astrólogos han predicho que la diosa Innana me sería favorable y que me concedería la victoria en caso de batalla. Por eso, por última vez te conjuro a que escuches mis exigencias. Acepta convertirte en vasallo mío y pagarme un tributo regular, que hará de Kish la mayor ciudad de Sumer. Estas tablillas confirmarán tu juramento de vasallaje. Si me reconoces como a tu soberano, mi ejército se retirará sin daño para tu reino. En cambio si te niegas, sobre ti recaerá la responsabilidad total de tu ciudad, que nunca podrá resistir la fogosidad de mis guerreros. Todos los habitantes de Uruk que no resulten muertos serán reducidos a esclavitud para el resto de su vida.

Tras estas palabras, un ensordecedor grito brotó de los pechos de los soldados de Kish. Impacientes por llegar a la pelea, blandían sus armas y tendían el puño con aire amenazador. En las murallas, algunos defensores los desafiaron; otros, impresionados por la masa compacta del enemigo, sugirieron negociaciones. Gilgamesh alzó los brazos para pedir silencio.

—Tu orgullo te ciega, oh Aggar. Los habitantes de Uruk están libres de cualquier vasallaje, y ellos mismos han decidido tomar las armas para defender su libertad. Por lo tanto no puedo ir contra su decisión y rechazo tu proposición insultante. Uruk nunca se plegará ante ti. Eres muy libre de luchar, pero ten cuidado: las murallas de esta ciudad son gruesas y sólidas. Tus guerreros se romperán los dientes en ellas. ¡Mejor harías volviéndote a tu reino para evitar una derrota humillante que quizá tus súbditos nunca te perdonen!

—Tu obstinación será la causa de la pérdida de Uruk, Gilgamesh. Tus murallas no resistirán. Si las franqueamos, todos los habitantes de Uruk perecerán y sus mujeres pertenecerán a mis guerreros: penetraremos en tus murallas, nos llevaremos a Kish las riquezas de los templos, las casas serán saqueadas y yo tendré el placer de cortarte el cuello.

Gilgamesh apuntó su dedo hacia Aggar y replicó con una palabra:

—Si…

Aggar quiso responder, pero, tras un gesto furioso, volvió la espalda a Uruk y regresó hacia sus tropas, que brincaban de impaciencia.

Una sensación de malestar invadió a Tanis. Gracias a la ayuda de las ciudades aliadas, el ejército enemigo tenía un número dos veces mayor de combatientes que Uruk, que sólo contaba con sus propias fuerzas. Las murallas, desde luego, ofrecían una ventaja relativa, pero el resultado del enfrentamiento se anunciaba inseguro. Y daba sobre todo la impresión de una estupidez inmensa. Con un poco de buena voluntad por ambas partes, se habría podido evitar el conflicto. Muchos hombres iban a morir por nada.

De improviso, un formidable rugido salió de las líneas enemigas que, a una orden de Aggar, se lanzaron en masa hacia las murallas de la ciudad. Nubes de flechas recibieron a los primeros asaltantes. Pero su número era tan grande que apenas si frenaron su avance. Los guerreros traían toscas escalas que no tardaron en apoyarse sobre los muros de casi doce codos de alto. En unos instantes, se desencadenaron combates de un salvajismo espantoso. Racimos de hombres vociferantes se lanzaban al asalto del recinto, rechazados valerosamente por los defensores. Sin embargo, en varios puntos consiguieron poner el pie en el camino de ronda. Entonces Gilgamesh y Enkidu, luchando codo con codo, iban a esos lugares y tiraban a los agresores por encima de las murallas. De las líneas enemigas brotaron flechas encendidas que fueron a clavarse en los tejados de las casas cercanas, abandonadas por sus moradores. Las mujeres, llenas de valor, lucharon contra las llamas formando cadenas con cubos de agua.

Durante todo el día la batalla hizo estragos, causando muertos y heridos en ambos bandos. Cada enemigo que caía en manos de los ciudadanos, era descuartizado inmediatamente sin piedad alguna. Al atardecer, el enemigo se retiró por fin, dejando numerosos cadáveres a su espalda. Con la luz del sol poniente, Aggar mandó reagrupar a unos cuantos prisioneros heridos que se habían caído de las defensas de la ciudad. Los llevaron delante de las murallas, fuera del alcance de las flechas. Luego, a una orden del lugal, los guerreros los degollaron delante de los ojos de los urukianos. Gritos de rabia y de espanto respondieron a la innoble matanza.

—Este es el destino que conocerán todos los que se atrevan a enfrentarse a mí —tronó Aggar.

A su lado, Ishtar proclamaba su odio en medio de procaces insultos.

—¡Mañana Uruk no será más que un montón de cenizas! —gritaba—. ¡Y yo misma cortaré la cabeza de la egipcia!

En el camino de ronda de las murallas, Tanis susurró a Gilgamesh:

—Si se acercase un poco más, tendría mucho gusto en cerrarle el pico de un flechazo.

La noche trajo una calma relativa, sin aplacar por ello los ánimos. Los combates continuaron al día siguiente, y luego al otro. Al cabo de cinco días, las pérdidas eran abundantes por ambas partes sin que ninguna demostrase superioridad manifiesta. A pesar del encarnizamiento de los asaltantes, las defensas habían aguantado. El aceite hirviendo y las pesadas piedras habían impedido a los soldados de Kish cruzar las defensas urukianas.

Al atardecer del quinto día, Aggar había perdido muchos más hombres que Gilgamesh. La prudencia habría debido inducirle a levantar el campo y renunciar a sus pretensiones. Pero, cegado por el orgullo y acosado por el odio de su hermana, no podía aceptar una derrota.

Mientras tanto, el calor aplastante del sol y la fatiga empezaban a menguar el ardor de los combatientes. Entre los agresores cundía el desánimo. En distintos puntos, regresaban a sus posiciones bajo lluvias de flechas sin librar siquiera batalla.

Aggar decidió entonces emplear otra táctica.

Por la mañana del sexto día, el ejército enemigo comenzó a formar un amplio círculo alrededor de Uruk.

—Quieren sitiarnos para rendirnos por hambre —dijo Gilgamesh—. Es estúpido. Nuestras reservas pueden permitirnos resistir mucho tiempo.

—Esta guerra es ridícula —masculló Tanis—. Estoy convencida de que Aggar habría levantado el campo de no ser por su hermana. Ha perdido muchos guerreros.

—También nosotros.

—Esto no puede seguir así. Hablaré con él.

—¿Tú?

—Dado que soy egipcia, mi posición oficial debe ser de neutralidad.

—Eres una inconsciente, Tanis. Ishtar te odia. En cuanto hayas alcanzado las líneas enemigas hará que te maten.

—Aggar tiene que saber que su hermana ha querido traicionarle.

—Será su palabra contra la tuya.

—Conozco a Aggar. Es un guerrero, pero es inteligente. Ya ha comprendido que no va a conseguir derrotar a Uruk. Estoy convencida de que si le proponemos un medio de salir con honor de esta batalla, aceptará.

—No puedo dejar que vayas sola. Iré contigo.

—Es demasiado peligroso. Si tú mueres, Uruk estará perdida.

—Entonces la acompañaré yo —intervino Enkidu.

Gilgamesh lanzó un suspiro, y movió la cabeza.

—Está bien.

Poco después se abrieron las puertas de la ciudad. Rodeados por varios guerreros, Tanis y Enkidu se dirigieron hacia las filas enemigas, que se apartaron para dejarles paso. Los llevaron hasta la tienda de Aggar, que los recibió sentado en su trono de ébano. La joven se fijó en la intensa fatiga que estragaba la cara del rey. Apenas había dormido en los últimos seis días.

—¡Princesa Tanis! —exclamó—. Habrías hecho mejor quedándote a mi lado en Kish. Dentro de poco Uruk será presa de las llamas, y temo que mis valerosos guerreros no hagan diferencias entre los urukianos y los egipcios. A menos que Gilgamesh acepte rendirse.

—No, señor. Sabes de sobra que no conseguirás someter Uruk. Tu ejército es numeroso y potente, pero necesitarías un número por lo menos tres veces mayor para desbordar las murallas. Tampoco debes contar con rendir por hambre la ciudad. Dispone de importantes reservas.

Intervino entonces Ishtar.

—Que la maten —bramó—. ¡Es la puta de Gilgamesh!

Tanis tembló, pero Aggar alzó la mano.

—Hermana mía, esta mujer ha venido a parlamentar. Te ordeno que te calles.

—Será lo mejor para ella, señor —respondió con acritud Tanis—. Supongo que no se habrá jactado de la vergonzosa proposición que le hizo al rey Gilgamesh.

—¡No escuches a esa perra! —bramó Ishtar.

—¿Qué proposición? —preguntó Aggar.

—Tú la enviaste a Uruk para negociar una rendición sin combate.

—Es cierto.

—Supongo que ha debido contarte que Gilgamesh la trató como a la última de las putas.

—¡Gilgamesh será castigado por eso! —dijo Aggar rechinando los dientes—. Ishtar será una buscona, pero es mi hermana.

—Sí, una hermana que no ha dudado en traicionarte proponiendo al rey de Uruk convertirse en su esposa y formar un ejército contra Kish.

—¡Miente! —espetó Ishtar.

Tanis sacó los guanteletes erizados de puntas de metal que había cogido de los cuerpos de los gladiadores encargados de matarla y los arrojó a los pies de Aggar.

—¿Qué es eso? —preguntó el rey con tono seco.

—¡Pregúntale a tu hermana qué ha sido de los dos luchadores que envió para matarme! Temía sin duda que yo testimoniase contra ella. Por desgracia, sus dos campeones no tenían tanta fuerza como Enkidu.

El gigante precisó con voz serena:

—Tú misma mataste a uno, dama Tanis.

Un destello malicioso pasó por los ojos del rey.

—Tú, una mujer, ¿tú has matado a uno de esos brutos?

—Es cierto. Y también lo es que tu hermana quiso eliminarme para impedir que hablase, y porque me odia.

—¡Eso es falso! —gritó Ishtar.

—¡Es la verdad! —replicó Tanis—. La devoran los celos. ¡Y harías bien desconfiando de ella, Aggar! Mientras esté a tu lado, tú no podrás casarte. ¿Sabes por qué tiene tantos amantes?

—¡No la escuches, Aggar! —gritó Ishtar—. ¿No ves que trata de llevarte a una trampa? ¡Hay que matarla!

—¿Por qué? —preguntó el rey a Tanis, con los rasgos crispados.

—¡Porque no puede tener al único hombre del que está realmente enamorada! Y ese hombre eres tú, Aggar, ¡su propio hermano!

Antes de que nadie pudiese reaccionar, Ishtar, en el colmo de la rabia, cogió un puñal y se precipitó sobre Tanis. Pero la joven estaba sobre aviso. Esquivó con habilidad la hoja y agarró el brazo de su adversaria que retorció con un movimiento brusco. Las articulaciones crujieron, Ishtar aulló de dolor y soltó el arma. Un momento después, Tanis le asestó un par de bofetadas que la derribaron por el suelo. Aturdida, Ishtar se llevó los dedos a sus labios, que sangraban, y se echó a llorar. Los guerreros no se atrevieron a moverse. Si un hombre hubiese tenido el mismo comportamiento, habría sido abatido al punto. Pero una mujer…

En la tienda se produjo un pesado silencio, que Aggar rompió con una carcajada.

—Por Enlil, ya tenía ganas de que pasara algo así.

Se volvió hacia su hermana.

—Ishtar, te ordeno que te retires.

Ella le lanzó una mirada sombría y luego, tragándose la rabia, se alejó. Aggar se levantó y cogió a Tanis por el hombro. Su rostro reflejaba un repentino abatimiento.

—No me dices nada que no sepa, Tanis. La noche siguiente a la fiesta de mi ascensión al trono, la encontré desnuda en mi cama. Decía que para dar satisfacción a Innana era preciso que su suma sacerdotisa se uniese al rey de Kish. Por supuesto, la eché. Ishtar es mi hermana.

—Por eso daba la impresión de haber llorado cuando vino a verme.

—¿Fue a verte?

—Forzó la puerta de mi aposento y me amenazó de muerte.

—Rompiendo con todas las leyes de la hospitalidad —dijo Aggar en tono agrio.

—Ha sido ella la que te ha empujado a esta guerra, señor. Pero hay otra solución.

—¿Cuál?

—Debes retirarte del reino de Uruk con la cabeza alta. En este conflicto no debe haber vencedores ni vencidos, sino futuros aliados.

—¡Explícate! —insistió Aggar.

—He hablado con el rey Gilgamesh. ¿Te acuerdas de la liga comercial de la que te hablé? Pues está dispuesto a discutir contigo, para favorecer el comercio entre vuestras dos ciudades, pero también con todas las demás ciudades de Sumer y de Akkad.

—¿Una liga?

—Sólo el odio y la desolación serían el resultado de una prolongación de este conflicto estúpido. La única manera de salir de éste es firmar una paz honorable y formar esa alianza que hará de Sumer un reino poderoso, mucho más poderoso que el conjunto de las pequeñas ciudades que lo componen. Y tu nombre permanecerá como el del monarca que lo inspiró. Gilgamesh está dispuesto a negociar contigo los términos de este pacto.

Aggar meditó y luego declaró:

—Dama Tanis, debes saber que me habría gustado tener una hermana que se pareciese a ti. Nos habríamos ahorrado todas estas muertes inútiles. Responde a Gilgamesh de mi parte que acepto entrevistarme con él.

—Bien, señor.

Tanis se inclinó y salió de la tienda. Fuera, Ishtar se había recuperado. Al ver a Tanis se puso a gritar.

—Perra egipcia, dile a ese chacal de Uruk que no cejaré en mi empeño hasta vengarme. Y en su propia carne sabrá lo que significa la cólera de Ishtar, suma sacerdotisa de Innana. Apelaré a la ayuda de los dioses.

Y se alejó con paso vivo sin esperar respuesta.[35]

Al anochecer, los dos lugales avanzaban el uno hacia el otro, sin armas, seguidos por sus consejeros. A pesar de su origen egipcio, Gilgamesh había querido que Tanis estuviese a su lado. Aggar abrió los brazos a su enemigo.

—¡Rindo homenaje a la valentía de los urukianos, señor Gilgamesh! —dijo—. De no ser por los malos consejos de mi hermana, esta guerra podría haberse evitado.

—Señor Aggar, has venido como enemigo, y te marcharás como amigo. Y de esta amistad nacerán relaciones fraternales entre nuestros dos reinos.

Aggar se volvió luego hacia la joven.

—Quiero expresar todo mi respeto a dama Tanis por su valor y su clarividencia. Te envidio por tener a tu lado una mujer cuya inteligencia sólo supera su belleza. Yo habría debido escuchar antes sus sugerencias.

Ambos soberanos imprimieron sus sellos-cilindro en las tablillas que no tardaron en grabar los escribas, y que sentaban las bases de la futura Liga sumeria.[36]

El ejército de Kish abandonó Uruk dos días más tarde. Una vez vuelta la paz, la vida recuperó su curso normal. Si algunas familias lloraban la muerte de un padre o un hermano, se consolaban pensando que la ciudad habría podido ser destruida y su población reducida a esclavitud. Pero había resistido valientemente, y todos conservaban un vivo sentimiento de orgullo. Para los habitantes de la ciudad, la fundación de una Liga comercial era el reflejo de la victoria de Uruk, aunque la palabra victoria no se utilizase. Kish no había logrado imponerse, y las negociaciones habían acarreado cierto número de ventajas no despreciables en lo referente a las tasas y a la constitución de una milicia que mantendría la seguridad de las rutas.

Nuevas caravanas se formaban rumbo a Kish, Sipar, Mari y Biblos. Mentucheb y Ayún se despidieron de Tanis.

—Tu recuerdo quedará grabado en nosotros, princesa. A ti te debemos esta paz que nos permitirá regresar a Egipto sin tener miedo a los bandidos.

—El poder de la Liga sumeria no alcanza a Biblos —respondió Tanis sonriendo—. Sed prudentes.

—Y tú, ¿qué vas a hacer? —preguntó Ayún.

—El rey Gilgamesh me ha dicho que mi padre se fue hace más de cinco años hacia el país de Punt. Me dirigiré hacia allí para saber qué ha sido de él. Acaso los dioses iluminen mi ruta. De cualquier modo, por ahora no puedo volver a Egipto.

—Me habría gustado convencerte para que te quedases en Uruk —dijo Gilgamesh—. Eres digna de gobernar mi país, y yo habría sido el más feliz de los hombres si hubieras aceptado convertirte en mi reina. —Suspiró—. Pero sé que no tendré fuerza suficiente para luchar contra tu voluntad. Hay en ti algo que te da una fuerza misteriosa, capaz de vencer a los mismos dioses. Eres como un rayo de luz que pasa, una estrella resplandeciente que ilumina todo lo que toca, y que deja cuando se desvanece el reflejo del recuerdo. En mi palacio resonará durante mucho tiempo todavía el eco de tus risas, Tanis.

La joven sonrió ante aquel elogio sincero.

—¡Gracias, señor! Guardaré en mi corazón el recuerdo de estos momentos compartidos, y de la amistad que nos ha unido.

—Un navío debe zarpar de Eridu hacia el País de los Inciensos. He mandado un mensaje a su capitán para que te acoja a bordo con todos los miramientos debidos. Y desearía que aceptases esto.

Dio unas palmadas. Aparecieron esclavos con una cajita que Gilgamesh abrió delante de Tanis. Contenía alhajas de plata, de electro y de marfil, además de algunos anillos de oro.

—Esto te permitirá continuar tu viaje.

—No puedo aceptar, señor.

—Tu valor ha traído la paz a Uruk, y ya no tienes nada. Una princesa no puede viajar con una dote tan pobre. Acepta estos presentes, que mi pueblo te ofrece en señal de gratitud.

—Gracias por ello, señor. Pero tú ¿qué harás?

—Mi ciudad necesita urgentemente madera para fabricar navíos y muebles. Mi amigo Enkidu afirma que al norte hay un bosque magnífico, donde crecen los cedros más hermosos. También dice que lo guarda una tribu bárbara que honra a un dios salvaje llamado Huwawa. Tengo la intención de montar una expedición para conseguir esa famosa madera.

Pocos días después, Tanis y su fiel Beryl llegaban a Eridu, cuyo esplendor no tenía nada que envidiar al de Uruk. La ciudad vibraba con una intensa vida. Allí había hombres procedentes de todos los horizontes: sumerios, acadios, elamitas, amorreos, así como algunos egipcios, comerciantes procedentes o de camino hacia el lejano país de Punt. En el puerto dormitaban poderosos navíos de todos los orígenes, que los esclavos cargaban de animales: cabras, muflones y asnos.

En los almacenes del puerto, Tanis fue recibida por un hombre de cabellos plateados y rizados que le caían por los hombros, y cuya mirada de rapaz parecía ignorar la sonrisa: el capitán Melhok. Cuando la joven le entregó la carta de recomendación con el sello de Gilgamesh, el capitán refunfuñó:

—¡Llevar mujeres en una expedición como ésta! ¡Es una locura!

—Deseo encontrar a mi padre —le explicó Tanis con mucha diplomacia—. No te crearemos dificultades.

—Eso espero. ¿Dónde está tu equipaje?

Tanis señaló a los cuatro servidores ofrecidos por el rey antes de su partida, que llevaban sacos de cuero.

—Como ves, somos pocos.

Le entregó una bolsa que contenía anillos de oro. Melhok los contó satisfecho y gruñó:

—Está bien, te acepto a bordo. Pero has de saber que no recibirás ningún trato de favor.

Una silueta emergió de la sombra, con el rostro iluminado por una amplia sonrisa. Era un hombre todavía joven, de melena de un negro azabache adornada con una cinta de cuero, y ricamente vestido con una capa de lino bordado. Instintivamente, Tanis retrocedió. El paso ágil y silencioso del individuo recordaba el de una fiera. La mirada que depositó sobre ella la turbó más de lo que habría deseado. Tuvo la impresión de haberse convertido en un pájaro víctima de un gato. No podía despegar los ojos.

Tanis se estremeció, tratándose de estúpida. Sin embargo hubo de aceptar que nunca se había cruzado con un hombre tan hermoso. Él debía conocer el poder de su fascinación y no se privaba de ejercerlo. Su voz de timbre cálido retumbó, ampliada por los anchos muros:

—No te preocupes por los reproches de ese viejo, princesa Tanis. Se pasa el día murmurando contra todo.

—¿Cómo sabes mi nombre? —repuso ella.

—Las noticias vuelan en Eridu. Sé que eres esa gran dama egipcia que ha impuesto la paz entre Kish y Uruk.

Colocó su mano sobre el pecho y se inclinó con una elegancia natural.

—Soy el señor Jacheb, negociante de Djura, capital del país de Punt. Debo participar en la expedición. Dos de mis navíos están en el muelle, dispuestos para zarpar.

—Quizá conozcas a mi padre, señor —dijo Tanis—. Se llama Imhotep.

El mercader meditó un momento.

—Lo cierto es que su nombre me suena. Pero no podría decirte si ahora está allí.

—Por eso me dirijo a Djura.

—Que los dioses te lo recompensen —exclamó en tono alegre—. Será mucho más agradable viajar en compañía de una mujer bella.

Y la cogió familiarmente por el brazo y la llevó fuera. Le señaló con orgullo dos barcos mecidos por la marea, a cuyo alrededor se afanaban porteadores y marineros.

—Ésos son mis dos navíos. Me sentiría muy honrado si aceptases mi hospitalidad a bordo. No te costará nada, sólo la luz de tu sonrisa.

Azorada por la excesiva amabilidad del hombre, Tanis respondió:

—Tu invitación me conmueve, y te la agradezco, pero ya he pagado mi viaje al capitán Melhok. Además, prefiero seguir sola.

El hombre hizo una mueca de cómico despecho, y volvió a inclinarse.

—Como gustes, princesa. Pero mi propuesta sigue en pie en caso de que te canses de la compañía de ese viejo gruñón.

Ella asintió con la cabeza.

—De todos modos, también yo viajaré en su barco —añadió—. Varios de mis hombres trabajan ahí como marineros. Así tendré el placer de verte a menudo.

Hizo otra inclinación y se alejó en dirección al muelle; no tardaron en rodearle media docena de servidores. Intrigada, Tanis le siguió con la vista, y luego se volvió hacia el capitán Melhok, cuyo rostro habían surcado nuevas arrugas. Era evidente que no le gustaba Jacheb. Sin embargo, no hizo ningún comentario. Señaló, junto a los dos barcos de Djura, tres grandes barcos; el más importante, que llevaba el nombre de Soplo de Ea, era el suyo. Los otros dos habían sido fletados por mercaderes sumerios.

Dos días más tarde, los cinco barcos dejaban la costa pantanosa y zarpaban rumbo al misterioso país de Punt.