Inmediatamente los servidores avivaron su tarea mientras el propietario del albergue se apresuraba a saludar al rey lleno de solicitud. Gilgamesh y sus acompañantes se sentaron y cogieron los cubiletes de cerveza que les habían llenado. El rey bebió, eructó, pidió otro vaso y propinó joviales palmadas en las espaldas de sus camaradas. Parecía de buen humor. El resto de los clientes había seguido comiendo. Aparentemente, las visitas del rey no tenían nada de excepcional. Gilgamesh hablaba en voz alta y decidida.
—Parece que el pequeño lugal de Kish quiere someter a Uruk.
Sus acompañantes se echaron a reír, y pronto fueron imitados por los comensales.
—¡Que venga, señor! Sabremos recibirle —declaró un joven pelirrojo con vehemencia.
—Lucharemos a tu lado —añadió un segundo.
—¡Alto, mis jóvenes fieras! ¡Calmaos! Antes estoy obligado a conseguir el acuerdo de esos viejos monos del Consejo de Ancianos. Ya sabéis que habrá que tirarles de las orejas.
—Pero los hombres libres caminarán a tu lado, señor —dijo el pelirrojo—. Te has ganado su apoyo.
—Bueno, mañana veremos todo eso. Si consigo librarme de la maldita zorra que me persigue desde hace tres días. Por culpa suya he tenido que huir de mi propio palacio para encontrar compañía más divertida.
—Sin embargo, ella sólo quería divertirse contigo —insinuó un hombre enjuto con cara de hurón.
—Si esa doncella te gusta, te la cedo, amigo Hogar. Pero ya he hablado suficiente de esa buscona. Yo… —De pronto calló. Su mirada acababa de posarse sobre Tanis, que le observaba fascinada por el personaje—. Ah, ¡esa belleza sí que me parece mucho más atractiva! ¡Acércate, hermosa mía!
Azorada, Tanis se levantó y se acercó al rey, que la contempló con evidente satisfacción.
—No temas, pequeña. No te voy a comer. —Y soltó una ruidosa carcajada—. Toma asiento entre nosotros y dime cómo te llamas.
Tanis se sentó.
—Soy dama Tanis, princesa egipcia, hija de Merneit y del sabio Imhotep, señor. Acabo de llegar a Uruk, donde pensaba visitarte.
En el rostro del soberano se dibujaron la sorpresa y la duda.
—¿Imhotep? ¡Por las tripas humeantes de Kur! ¿Será posible que seas hija de ese hombre?
—Sí, señor. He venido de Egipto para reunirme con él.
Gilgamesh movió la cabeza.
—¡Bueno! Tal vez sea cierto. Pero ¿quién me dice que no eres una pelandusca que se hace pasar por lo que no es? Conocí mucho al que dices que es tu padre. Pero nunca habló de ti.
—Tuvo que huir de Egipto antes de que yo naciera.
—Conozco su historia.
—No tengo ninguna razón para mentirte, señor.
—Tampoco yo —replicó Gilgamesh soltando una carcajada—. Pero me cuesta creerte. Qué importa, me gustas. Esta noche dormirás en palacio, conmigo.
Tanis se levantó de un salto.
—¡No, señor! ¡No puedo hacerlo! Ya estoy unida al príncipe Djoser, hermano del Horus Sanajt.
Gilgamesh le lanzó una mirada sombría que habría hecho retroceder al más valiente de los guerreros. Pero Tanis la afrontó sin pestañear. Dominado por un principio de rabia, Gilgamesh gritó:
—Pero ¿sabes tú quién soy? ¡Nunca una mujer se ha atrevido a hablarme en ese tono!
—Todo ha de tener un principio, señor. No soy una buscona que se pueda utilizar a capricho.
La sala estaba petrificada en medio de un silencio total. Gilgamesh lanzó un rugido espantoso, luego se irguió con toda su estatura delante de la joven, a la que sobrepasaba en tres cabezas.
—¿Intentas resistirte?
—¿Esa es toda la seducción que empleas con las mujeres, señor?
Furioso, Gilgamesh la cogió por el brazo.
—Serás mía si yo lo deseo. Tu opinión me importa poco.
En ese momento, Enkidu se levantó y fue a situarse detrás de Tanis.
—Perdóname, señor. No puedo permitir que trates así a la princesa Tanis.
—¿Quién eres tú? —le apostrofó Gilgamesh.
—Enkidu, hijo de Jirgar. Soy amigo de dama Tanis.
Gilgamesh, impresionado por la corpulencia del acadio, soltó a la joven y retrocedió un paso para examinar al gigante. El joven pelirrojo de sangre impetuosa intervino.
—¿Cómo te atreves a dirigirte así al lugal de Uruk, perro extranjero? ¡Mereces la muerte!
—¡Calla, Enmekali! Este hombre me gusta.
Apartó al pelirrojo con un gesto brusco y se plantó delante de Enkidu.
—¡Por fin tengo un adversario digno de mí! —clamó Gilgamesh—. Extranjero, hasta ahora he derrotado a todos los luchadores con los que he combatido. Podría hacer que mis guardias te matasen por tu insolencia, pero admiro tu valor y tu lealtad. Por eso te daré una oportunidad. Vamos a luchar con las manos desnudas. Si resultas vencedor, la princesa será libre. Si te derroto, esta noche vendrá a mi cama. ¿Te parece razonable?
—No me gusta luchar, señor. Pero no me dejas otra elección. Debes saber sin embargo que no habrá gracia.
—No tengas miramientos en tus golpes, porque espero hacerte morder el polvo.
Pálida, Tanis se interpuso.
—Tu actitud me decepciona, señor. Esperaba otro comportamiento de un rey del que había oído tantas cosas buenas.
—Aquí, hermosa mía, son los hombres los que deciden. Las mujeres tienen el deber de obedecer. Vamos, ponte en un rincón y reza a tus dioses para que te protejan.
La efervescencia ganó a la sala. Echaron las mesas a un lado. Atraídos por el alboroto, de la calle entraron varios curiosos. Rápidamente se formó un círculo mientras los dos colosos se despojaban de su vestimenta para quedarse sólo con un taparrabos corto. Gilgamesh se dirigió a sus compañeros.
—Bueno, amigos míos, esta velada está resultando muy divertida. Preparadme un cubilete de cerveza.
—Estoy preparado, señor —dijo Enkidu.
Gilgamesh le miró a los ojos.
—Escúchame, extranjero. He tenido un sueño previniéndome que a Uruk vendría un hombre, más fuerte que yo, y que me vencería. Tal vez seas tú ese hombre. Pero como no lo seas, te romperé los miembros por tu insolencia.
Enkidu no se dignó responder. Los dos hombres se pusieron en guardia. De pronto se lanzaron el uno contra el otro como dos toros. Se sucedieron los golpes, a cuál más violento, haciendo retumbar los pechos de los dos colosos y vibrar el corazón de Tanis. Los músculos se tensaban debajo de la piel, haciendo sobresalir las venas, e inyectando los ojos en sangre. Sin embargo, la resistencia de ambos combatientes era asombrosa. Ninguno de los dos flaqueaba. Los espectadores, estupefactos, empezaban a apasionarse por aquella lucha de titanes; algunos hicieron apuestas incluso. Ya no eran un rey y un hombre libre los que luchaban, sino dos fuerzas de la naturaleza. Los dos dominaban perfectamente el arte de la lucha.
Sin embargo, un fenómeno extraño fue imponiéndose poco a poco a la rabia que había dominado el combate desde el principio. Más allá de la lucha misma, una relación insólita fue estableciéndose entre los adversarios, una relación que tenía mucho de admiración y respeto mutuo. En ocasiones, sonrisas joviales iluminaban sus rostros tumefactos. Una de las cejas de Gilgamesh había resultado abierta, mientras que un soberbio chirlo adornaba una mejilla de Enkidu. Sus miembros estaban cubiertos de arañazos. A veces los dos luchadores caían pesadamente sobre las mesas que quedaban destrozadas bajo la mirada desolada del propietario y la cara de guasa de los espectadores. Curiosamente, la angustia de Tanis había desaparecido. Su intuición le decía que iba a ocurrir algo inesperado.
Los dos colosos luchaban desde hacía más de una hora cuando Gilgamesh rompió de pronto el combate. Puso los puños en las caderas, recobró el aliento y estalló en una sonora carcajada.
—¡Por los dioses! —dijo—, eres el adversario más temible con el que me he enfrentado, compañero. Esto merece una tregua. Ven conmigo y bebamos un cubilete de buena cerveza egipcia. ¡Eh, hermosas servidoras, traed de beber!
Las esclavas corrieron con los cubiletes en la mano. Bebieron los dos hombres para luego contemplarse uno a otro con evidente placer. De pronto, Gilgamesh cogió a su rival por el hombro.
—Amigo Enkidu —dijo—, mucho me temo que no lleguemos a eliminarnos nunca. Pero, a pesar de todo, estimo que has sido tú el vencedor. No por la fuerza, sino por la amistad y el valor. ¡Por la bellísima Innana, nunca he conocido un luchador tan cortés y tan leal como tú! Deseo que, de ahora en adelante, seas mi amigo. Si aceptas, mi palacio será tu casa por todo el tiempo que te plazca vivir en él.
—Tu proposición me honra y me colma de alegría, señor. A partir de este día no tendrás ningún amigo más fiel que yo.
—¡Los dos juntos seremos invencibles! —clamó Gilgamesh.
Ambos hombres cayeron uno en brazos del otro y se dieron palmadas tan vigorosas como afectuosas en la espalda. Luego el rey se volvió hacia Tanis.
—¡Dama Tanis, oh tú la más bella de las bellas de Egipto, sé también bienvenida a Uruk! Mi palacio también será tu casa. Tal vez acabo de perder la dicha de pasar una noche en compañía de la joven más hermosa del mundo, pero he ganado el más precioso de los amigos. Bebamos pues por el amor, la amistad y la alegría.
Un trueno de aplausos saludó las palabras ditirámbicas del soberano; mientras las muchachas aportaban jofainas de agua tibia para lavar los rostros tumefactos de los luchadores, otras traían nuevos asientos, destinados a sustituir a los que el entusiasmo combativo había pulverizado. Beryl y los egipcios se unieron a la fiesta. Abrieron tinajas de cerveza y la bebida corrió a borbotones.
Tanis vibraba de impaciencia. Le habría gustado preguntar al rey por Imhotep, pero no era el momento más adecuado. Gilgamesh deseaba que le contaran con todo detalle las diferentes aventuras que habían corrido sus nuevos amigos. Enkidu tuvo que contarle su vida, hablarle de su familia, de sus orígenes, de la forma en que se había marchado por las buenas de los bandidos que le habían convertido en esclavo de combate.
—Porque siempre he sido un hombre libre, señor.
—Nadie volverá a arremeter contra ti, compañero —respondió Gilgamesh—. De ahora en adelante serás mi consejero y no te apartarás de mi lado.
Cuando le llegó su turno, Tanis explicó las razones por las que había abandonado Egipto, el amor que la unía a Djoser y que su propio hermano Sanajt había intentado destruir. Las apasionadas palabras que empleó hicieron brotar lágrimas de compasión de los ojos de su auditorio, ojos que la cerveza ya había nublado. Pero Gilgamesh le exigió que contara también con todo detalle su viaje y sus diferentes aventuras.
El alba desplegaba su paleta de oro y malva cuando volvieron a palacio, bastante achispados. Tres hombres que no estaban demasiado borrachos sostenían a Enkidu, que resoplaba como una forja. Con paso vacilante, Gilgamesh estrechó a Tanis contra él y gruñó con voz pastosa:
—¡Ven a verme de día! Hablaremos de tu padre.
Luego cogió a dos jóvenes esclavas por la cintura y las arrastró con gesto perentorio. Por fin había encontrado unas almas compasivas con las que acabar la noche.