Capítulo 45

Uruk se encontraba a dos días de marcha desde Shurrupak. Para llegar a ella había que atravesar una llanura situada entre dos brazos del Éufrates. Después de haber dejado a Ziusudra y sus hombres, Tanis tomó la ruta en compañía de una docena de mercaderes, de Beryl y de Enkidu, cuya presencia daba seguridad a los viajeros.

Tanis se dio cuenta de que la región estaba mucho más poblada que el Norte. La ruta cruzaba numerosas aldeas donde vivían campesinos y criadores de ganado. Magníficos rebaños de bovinos y de corderos retozaban por las amplias praderas enriquecidas por las fértiles tierras aportadas por las crecidas.

A lo largo del río navegaban hileras de barcas de junco transportando mercancías, paja y tinajas. A pesar de las intemperies, los campos de trigo y de cebada eran magníficos, y permitían presagiar abundantes cosechas.

Las palabras de Ziusudra seguían grabadas en ella. Al despedirse, su idea era llegar a Uruk cuanto antes, para encontrar a aquel padre que no conocía. Pero el destino la había enfrentado a unas aventuras alucinantes que ella no había deseado. Sin embargo, como Ziusudra había dicho, Tanis había triunfado. Cada día le había aportado su experiencia, amistades nuevas y enriquecedoras. Conocía varias lenguas. Había descubierto una forma de escritura desconocida, totalmente distinta de la egipcia, y divinidades extranjeras. Había domesticado lobos, había aprendido a montar aquellos animales fabulosos que llamaban caballos, había escapado a un cataclismo horroroso que amenazaba engullir el mundo.

También había aprendido muchas cosas sobre ella misma, sobre sus propios límites, sobre las aspiraciones de su corazón y de su alma. Sin duda los dioses habían querido enriquecerla antes de alcanzar su meta. No servía de nada huir cada vez más lejos, correr tras su destino. Las enseñanzas más ricas procedían de la experiencia de cada día. Entonces comprendió el significado de la frase enigmática del ciego: «Caminar sobre las huellas de los dioses.»

Pero también adivinaba que su odisea estaba lejos de haber terminado. Otras adversidades la esperaban todavía.

Un ruido insólito la sacó de sus cavilaciones. Acababan de cruzar una ancha extensión de hierba bordeada por un brazo poco profundo del Éufrates, que atravesaba la ruta. En ese punto crecían pequeños bosquecillos de palmeras y de higueras dominadas por algunos sicomoros. Preocupado, el jefe de la caravana ordenó que detuvieran los animales.

De improviso, varias siluetas amenazadoras surgieron de los árboles, impidiéndoles el paso. Tanis reconoció enseguida entre ellas a los dos luchadores calvos de Ishtar. Los agresores se precipitaron sobre la pequeña caravana lanzando grandes vociferaciones. Enkidu blandió su enorme maza y les hizo frente, secundado enseguida por Tanis, armada de una espada de cobre. Una parte de los viajeros huyó en medio de gritos de terror. Los otros, fortalecidos por la presencia de Enkidu, cogieron hachas o palos. Pronto entablaron un violento combate. Pero la joven comprendió en el acto que los asaltantes no querían saber nada de los caravaneros. Su ataque se concentraba en ella. Supo entonces que los había enviado Ishtar para matarla.

Sin embargo, las enseñanzas de Djoser no habían quedado sin efecto. Lo aprendieron a expensas propias dos bandidos, a los que Tanis abrió el vientre con un gesto preciso. Refugiada detrás de los asnos, Beryl se había apoderado de un arco y disparaba flechas una tras otra. Poco a poco, los asaltantes se vieron obligados a retroceder.

Por su parte, Enkidu se enfrentaba a los brutos gemelos. La rabia y el odio habitaban en los dos monstruos. Pero, además de su estatura, el acadio gozaba de una fuerza prodigiosa. Obligó de forma inexorable a los luchadores a retroceder. De pronto, un hábil molinete de la potente maza golpeó uno tras otro los cráneos de sus agresores. Enkidu se lanzó sobre el primero, lo inmovilizó y le partió la nuca con un golpe seco. Pero el segundo ya se había recuperado. Cogió un hacha y la blandió. Tanis había visto el peligro. La joven acababa de librarse de su último adversario, y corrió para interponerse. Atónito, el coloso no tuvo tiempo de reaccionar. Con un movimiento imparable, Tanis le hundió la espada en el estómago. Con la respiración cortada, el otro la miró con ojos asombrados y su brazo intentó golpearla, pero sus fuerzas se le escapaban al mismo tiempo que el aire de sus pulmones. El hacha cayó al suelo. El gemelo abrió la boca intentando respirar. Un principio de pánico lo desfiguró más todavía y luego una ola de sangre brotó entre sus dientes. De un golpe seco, Tanis sacó su espada del cuerpo, que titubeó. Llegó a aferrarse a la mano de Tanis, y luego se derrumbó pesadamente en el barro, arrastrando a la joven en su caída. Un momento después, Enkidu la levantaba, todavía temblorosa. Se echó a llorar y se refugió en los brazos del gigante. Era la segunda vez que mataba. Pero en esta ocasión había visto a la muerte implacable apoderarse de su agresor. Sabía que esa visión insostenible la atormentaría durante mucho tiempo. Enkidu la consoló.

—La muerte nunca es un espectáculo agradable, princesa. Pero estos hombres querían matar.

Beryl y los demás caravaneros la rodearon.

—No llore, dama Tanis. Hemos triunfado.

La joven egipcia no tardó en recuperarse.

—Era a mí a quien querían matar. Pero ¿qué hacían aquí? ¿Cómo podía saber Ishtar que pasaríamos por aquí?

—Es la única ruta que lleva a Uruk —respondió el jefe de la caravana—. Sin duda se nos han adelantado.

—Eso significa que Ishtar no quiere que avises al rey Gilgamesh de las intenciones de Aggar —sugirió Enkidu.

—No tiene sentido. Aggar pensaba enviarle una delegación para comunicarle su intención de someter Uruk.

—Entonces Ishtar deseaba vengarse de ti —concluyó el gigante—. Pero ha fracasado.

Tanis movió la cabeza. Quizá Enkidu tuviese razón. Sin embargo su intuición le decía que la venganza no justificaba por sí sola aquella agresión. ¿Por qué Ishtar había enviado a sus dos luchadores favoritos tan lejos de Kish si su rival había abandonado la ciudad y ya no podía molestarla?

Después de curarse las heridas volvieron a ponerse en camino. Engarra, el jefe de la caravana, se había lanzado a un encendido discurso, tal vez provocado por un espanto retrospectivo:

—Hay que eliminar a estos bandidos que asaltan a los viajeros. He oído hablar de la proposición que le hiciste al rey Aggar, dama Tanis. Ese pacto comercial sería una bendición para nosotros. Sumer sufre demasiado guerras continuas que enfrentan a las distintas ciudades.

La tarde siguiente tuvieron Uruk a la vista. Una emoción profunda se apoderó de Tanis. Había llegado a la ciudad donde había vivido Imhotep. En verdad que nunca había contemplado una ciudad más grande. Edificada a cierta distancia del Éufrates, sobre una colina algo elevada, se extendía sobre una vasta superficie, protegida por una muralla de ladrillos espesa y alta. Sin duda era más importante que la propia Mennof-Ra. En diversos puntos se alzaban eminencias artificiales sobre cuya cima se erguían edificios religiosos. Engarra le señaló los templos de An, de Ki, de Nanna, dios sumerio de la luna, y sobre todo el más hermoso de ellos, el templo dedicado a Innana, diosa de la guerra y del amor, la divinidad más venerada de Uruk. En pleno corazón de la ciudad se alzaba un palacio real inmenso. Pesadas puertas de madera reforzadas con placas de cobre se abrían en distintos puntos, guardadas por escuadras de guerreros que controlaban a los que llegaban. Todo un pueblo de nómadas vivía fuera de las murallas, instalado en numerosas tiendas.

Dentro de la ciudad reinaba una intensa animación. Varias grandes arterias unían los centros importantes de la ciudad. Callejas estrechas y tortuosas desembocaban en ellos, y llevaban hacia un dédalo de callejuelas, de placitas superpobladas donde se afanaban obreros menesterosos. Como en Kish, por las calles pasaban toda suerte de animales, lo mismo que carretas de ruedas de madera, a las que a veces les costaba abrirse paso entre tantos atascos. Acequias centrales y malolientes evacuaban las aguas sucias hacia el río.

Los hombres ricos, vestidos con túnicas de color adornadas con franjas de oro, llevaban la barba rizada y perfumada al estilo sumerio. Podía reconocerse a los esclavos por sus taparrabos cortos de fibra trenzada. Los artesanos eran numerosísimos, alfareros, tejedores, ebanistas, cortadores de piedra que trabajaban el mármol, el alabastro y el sílex. Los joyeros fabricaban alhajas en hueso, marfil, plata repujada, cobre y oro. Los armeros empleaban un material extraño de color verde oscuro, salido de una aleación entre el cobre y el estaño, que se llamaba bronce. Sus cualidades lo convertían en un material superior incluso al cobre para la fabricación de armas.

Las calles estaban rebosantes de tenderetes donde se podía conseguir toda clase de alimentos y de tejidos, así como esclavos. Sobre unos tablados, los mercaderes ensalzaban los méritos de unas jóvenes que se exponían desnudas, y cuyos favores se podían comprar para una noche. Por todas partes los escribas, provistos de cálamo, tinteros y tablillas, vigilaban con avidez las transacciones.

También vieron numerosas procesiones de sacerdotes que se dirigían hacia las escaleras que llevaban a los diferentes templos, cuyas masas oscuras dominaban la ciudad, como para recordar a los hombres que no eran otra cosa que las criaturas de los dioses.

Después de haberse despedido de los caravaneros, Tanis, Beryl y Enkidu se dirigieron hacia la gran plaza del mercado en busca de un lugar donde pernoctar. Engarra les había informado de varias posadas que acogían a los mercaderes procedentes de países lejanos.

Tanis había observado que los sumerios eran tan supersticiosos como los egipcios. Muchos de ellos llevaban alrededor del cuello amuletos de hueso, de marfil, de cuero o de madera, representando a personajes de rostros gesticulantes. Le explicaron que ciertos demonios eran benéficos para luchar contra la mala suerte, como el monstruo de cuatro alas Pazuzu.

De repente, un grito la sobresaltó:

—¡Dama Tanis!

Habría reconocido aquella voz entre mil. Un timbre tan grave y cantarín sólo podía pertenecer a…

—¡Mentucheb!

La silueta del mercader avanzó hacia ella, con el rostro coloradote iluminado por una sonrisa de satisfacción. Le abrió los brazos, en los que la joven se lanzó con cariño.

—¡Dama Tanis! ¡Qué alegría volver a verte! Durante mucho tiempo he pensado que te habían matado los Demonios de las Rocas Malditas.

—Tú fuiste herido en la batalla…

—¡Bah, un simple arañazo! ¿Y tú?

—Conseguí escapar.

—Entonces es verdad lo que dicen. Caravaneros procedentes de Kish han contado la historia de una princesa egipcia que había vivido aventuras extraordinarias. Daban una descripción tan precisa de la joven que pensé que se trataba de ti. Esperaba tu llegada impaciente.

—Las noticias vuelan.

—Más de lo que crees. También se sabe que el rey de Kish, Aggar, quiere declarar la guerra al rey Gilgamesh, que ya está advertido.

—Entonces eso me permite no visitarle ahora mismo. La compañía de los lugales de este país no suele ser muy tranquilizadora.

—La de los escribas todavía es más deprimente. Son peores que en Mennof-Ra. Pero ¿sabes ya dónde vas a dormir?

—Estaba buscando un albergue.

—Entonces acepta acompañarnos. Hemos elegido alojamiento en un albergue acogedor, donde nuestro amigo Ayún debe estar aburrido de esperarme.

Poco después, todos se hallaban reunidos alrededor de una mesa baja. Encargaron una comida pantagruélica y jarras de cerveza para festejar el reencuentro.

Mentucheb y Ayún se lanzaron a contar su viaje, que sin embargo se había revelado menos agitado que el de Tanis. Habían conseguido llegar a Uruk justo antes de las intemperies.

—De hecho, la rapacidad de los escribas de las ciudades es un azote más dañino que los bandidos. Pero de todos modos hemos hecho algún negocio bueno.

Por eso precisamente confiaba en ellos.

—Habríamos tenido que regresar hace algún tiempo, pero el diluvio nos ha bloqueado en Uruk.

Luego quisieron conocer con detalle las proezas de la joven, en cuyos labios sin embargo ardía una pregunta.

—Mentucheb, ¿has conseguido noticias de mi padre?

El rostro del grueso hombre se nubló:

—Por desgracia sí, dama Tanis. El señor Imhotep vivió en Uruk muchos años, en el círculo del rey Enmerkar, padre de Gilgamesh. Pero abandonó la ciudad hace unos seis años. He tratado de saber adónde había ido, pero sin éxito.

El desaliento se reflejó en los rasgos de la joven egipcia.

—El ensi de Kish me lo había advertido. Pero preferí creer que se equivocaba.

—Dicen que el rey Enmerkar le tenía en gran consideración porque le había salvado de una enfermedad gravísima. Desempeñaba a su lado un puesto de consejero muy importante.

—Tal vez el rey Gilgamesh pueda informarte mejor —sugirió Ayún—. Pero tu padre se marchó mucho antes de que subiese al trono.

—Sí, trataré de verle…

Tanis se enjugó las lágrimas que le nublaban la vista.

—Desde el principio sabía que este proyecto era insensato —murmuró como para sí misma—. Pero era preciso hacer algo, era necesario ponerme una meta. No tenía elección.

Cogió las manos de Mentucheb entre las suyas.

—Mi vida ya no tiene sentido, oh Mentucheb. ¿Qué voy a hacer ahora? Ni siquiera puedo volver a Egipto. Sanajt me mandaría ejecutar.

—Isis nunca te ha abandonado —respondió con dulzura el mercader—. Estoy seguro de que pronto te hará una señal.

Tanis se tocó el pequeño amuleto rojo que le colgaba sobre el pecho.

—¿Puede llegar tan lejos su poder? ¿En un país donde veneran a dioses que nosotros no conocemos?

—Los dioses de Egipto están en todas partes —dijo Ayún—. ¿No brilla también Ra en Sumer? Confía en ellos.

—Mientras tanto, ¡que eso no nos impida comer! —concluyó alegremente Mentucheb, que cogió con las manos un pato asado perfumado con coriandro.

De repente, una maniobra insólita llamó su atención. Los esclavos y los clientes del albergue se prosternaban en dirección a la puerta, donde acababa de aparecer un grupo de hombres dirigido por un coloso tan grande como Enkidu. Su voz estentórea clamó:

—¡Hola, tabernero! ¡Bebida para mis compañeros y para mí! ¡Tengo mucha sed!

Junto a Tanis, una voz murmuró un nombre con un respeto teñido de miedo. Anonadada, Tanis comprendió que quien acababa de entrar no era ni más ni menos que el rey Gilgamesh en persona.