Capítulo 44

Tanis se incorporó, desconcertada. La visión del cuerpo desnudo de su rival llevó al rostro de Ishtar una crispación de amargura. Con los ojos enrojecidos y la respiración jadeante, parecía presa de una viva agitación. Ordenó a sus guardias que permaneciesen tras ella y avanzó, amenazadora, hacia la egipcia.

—¡Escúchame bien, pequeña buscona! Yo soy Ishtar, gran sacerdotisa de Innana, diosa de la guerra y el amor. Esta noche has osado enfrentarte a mí. Nadie impedirá a Aggar conquistar Surríer, y ninguna mujer se interpondrá entre él y yo, ¿me oyes? He venido a advertirte que no te cruces en mi camino. En caso contrario, ¡por el espíritu todopoderoso de la diosa que me protege, te mataré!

El rasgo de locura que se leía en su mirada inyectada en sangre inquietó a Tanis. Sin embargo, no tuvo tiempo de responder. Silencioso como un lobo, Enkidu había ido a situarse a su lado y con voz perfectamente tranquila, declaró:

—Más te valdría renunciar a tus proyectos, princesa Ishtar. Si tocas a dama Tanis, te rompo los riñones.

Y tendió hacia Ishtar dos enormes manos. Sofocada en rabia, Ishtar quiso replicar, pero la mirada oscura del gigante la petrificó. El reflejo de la muerte implacable que descubrió en aquellos ojos la hizo retroceder, incapaz de articular palabra. Enkidu la siguió, obligándola a salir. Impresionados, los guerreros no se atrevieron a intervenir. El coloso cerró la puerta tras los intrusos, y, después de haber dirigido a Tanis una sonrisa, volvió tranquilamente a su cuarto.

Anonadada, la joven farfulló un vago agradecimiento que Enkidu no oyó. Tanis ya no sabía qué pensar. Entre Ishtar y ella se había declarado la guerra. Sin embargo, podía verse que la joven sumeria acababa de llorar. Su intento de intimidación parecía provocado por un fracaso humillante. Así pues, ¿había cambiado Aggar de opinión?

La insólita agitación que se había apoderado de la ciudad al día siguiente la desengañó. Las calles estaban atestadas de oficiales de recluta encargados de enrolar a todos los hombres sanos en edad de llevar armas: pasaban casa por casa, ofreciendo como cebo magníficas recompensas a los voluntarios. El entusiasmo de la corte había llegado a los barrios bajos, y muchos individuos seguían a los guerreros produciendo un gran alboroto.

De todo aquello, una cosa parecía clara: debía abandonar Kish cuanto antes. Después de haberse despedido del rey y de Masekanna, Tanis volvió al campamento de la caravana. De haber podido, habría partido inmediatamente en dirección a Uruk, en compañía de Beryl y Enkidu. Pero, según Ziusudra, el camino no ofrecía ninguna seguridad. Partidas de bandidos formadas al socaire de las tempestades asediaban las poblaciones abandonadas y mataban a los viajeros aislados.

—Partiremos dentro de unos días, dama Tanis. Mi amigo Masekanna me ha hecho saber que una pequeña ciudad situada hacia sudeste, Shurrupak, esperaba la llegada de un nuevo rey. Según él, sus habitantes deberían elegirme sin problemas. Mi pueblo y yo esperamos instalarnos ahí. Viajarás más segura en nuestra compañía.

La caravana salió de Kish diez días más tarde. El río había regresado a su cauce. El sol que salpicaba la comarca parecía querer que olvidasen cuanto antes el cataclismo sin precedentes que había golpeado el mundo. Sólo las ruinas de las casas destruidas por las aguas daban testimonio todavía de su paso. Pero los esclavos trabajaban sin descanso para borrar sus huellas.

Tras varios días de viaje sin incidentes, el convoy llegó a Shurrupak, pequeña ciudad protegida por un muro de ladrillo, apenas un pueblo grande. Pero las tierras que lo rodeaban eran fértiles. En cuanto la caravana fue avistada, una población alegre salió al encuentro de los que llegaban. Advertidos por un mensajero que el ensi de Kish les enviaba un hombre de gran sabiduría para convertirse en su rey, dieron una calurosa acogida a aquel cuya historia ya conocían, y que creían enviado por el mismo Enlil.

Ziusudra se despidió de la princesa.

—Nuestra ruta se detiene aquí, dama Tanis. Estamos en el reino de Dilmún, cuyo nombre significa el país donde el sol se alza.[32] Los míos tienen ahora una nueva patria. Vamos a hacerla fructificar. Y será una tarea más gratificante que preparar una guerra.

Una viva emoción embargó a Tanis. Después de haber compartido tantas adversidades, se sentía muy apegada al anciano y a su pueblo.

—Que los dioses te protejan, Ziusudra, y que te concedan muchos años de vida.

Él se echó a reír, divertido.

—Por eso no te preocupes. ¡Nunca me he sentido tan joven! —La miró a los ojos—. Y tú no te dejes vencer por la desesperación.

Turbada, Tanis comprendió que Ziusudra había adivinado los pensamientos taciturnos que la atormentaban. El anciano prosiguió:

—Un dios nefasto te ha arrastrado a sus trampas para impedirte llegar a la meta de encontrar a tu padre. ¡Pero has triunfado! ¡Has adivinado esas trampas y las has superado unas tras otras!

—¿Y de qué me ha servido? —suspiró la joven—. Hace casi un año que salí de Egipto. Pero Imhotep sin duda se ha marchado de Uruk hace mucho tiempo. He hecho de su búsqueda la meta de mi vida, y ahora no tiene objeto.

Ziusudra la cogió cariñosamente por los hombros.

—Escúchame, pequeña princesa. A veces los designios de los dioses son incomprensibles. Tu viaje ha sido más largo de lo previsto. Pero ha resultado rico en aventuras y enseñanzas. Quizá debías afrontar todas estas adversidades para ser tú misma. Quizá ése era el objetivo real de tu búsqueda. Mantén tu confianza en los dioses que te protegen, Enlil, o Isis, tu diosa egipcia. Es la pureza de la fe que te inspiran la que ha de enseñarte el camino, incluso aunque éste pueda parecerte oscuro en ocasiones.

Lágrimas ardientes resbalaron por las mejillas de Tanis. Su querido Meritrá le había dicho algo parecido, una eternidad antes. Ziusudra añadió:

—No eres una mujer como las demás, Tanis. Estás bendecida por los dioses. Y sé que te está prometido un gran destino, porque tienes madera de reina.

Con un gesto suave, le secó los ojos, y luego la estrechó largo rato contra él, como habría hecho con su propia nieta. Después la cogió de la mano y la llevó hasta dos asnos que habían cargado con sacos de cuero.

—Éste es mi regalo, pequeña princesa. Para que llegues a Uruk con la dotación que corresponde a tu rango.

Tanis habría querido darle las gracias, pero las palabras se negaban a salir de su boca.

—Sé prudente —prosiguió Ziusudra—. Tengo miedo a que te veas envuelta en un conflicto que no te concierne, y en el que sin embargo ya te has ganado algunos enemigos. Desconfía sobre todo de Ishtar. Es una víbora taimada, y te odia.

—¡Enkidu me protege, señor!

Ziusudra movió la cabeza.

—Es un hombre valiente. Pero creo que sería prudente avisar al lugal de Uruk de lo que Aggar trama. Dicen que ese rey es un personaje sorprendente. Se llama Gilgamesh.