Capítulo 43

Cuando la caravana de Ziusudra se instaló a las puertas de Kish, guiada por los guerreros que habían querido acompañarla, una nube de escribas se presentó para inventariar las riquezas que transportaba, de las que esperaban recaudar los impuestos debidos al rey. Las excepcionales circunstancias climáticas no justificaban la exoneración de la tasa que cobraban a todos los convoyes que circulaban por las tierras pertenecientes a la ciudad. Pero la curiosidad no tardó en prevalecer sobre su habitual rapacidad. Los viajeros, encantados de interesarlos con algo distinto a sus mercancías, narraron su sorprendente odisea con todo detalle, insistiendo en la clarividencia y prudencia del señor Ziusudra, el gran hombre amado por los dioses. La presencia entre ellos de una bellísima princesa egipcia que, según decían, había realizado hazañas extraordinarias, acabó de centrar la atención de los puntillosos contables. La descripción de los peligros corridos, la atmósfera apocalíptica de la tormenta adquirieron en boca de las personas que los contaban reflejos alucinantes, reforzados por el testimonio de los guerreros de Kish que habían contemplado, con sus propios ojos, el fabuloso navío negro. Olvidando su tarea, los escribas regresaban hacia la ciudad explicando a quien quería oírlos que los recién llegados habían atravesado el Kur, el terrorífico mundo de los Infiernos.

Así propalada, la historia de los supervivientes llegados del lejano Norte engullido por las aguas dio pronto la vuelta a la ciudad. Cuando llegó a los oídos de Aggar, lugal de Kish, éste quiso conocer a aquellos singulares personajes.

Al anochecer, un hombre de alto rango se presentó en el campamento, seguido por una escuadra de servidores. Masekanna, el ensi, quería recibir en persona, en nombre del rey, a los supervivientes del Diluvio. Enseguida se ganó la simpatía de Tanis, que ahora conocía lo bastante la lengua sumeria como para seguir la conversación sin dificultad. Gordo, de cara redonda enmarcada por una melena negra y adornada con una barba recortada en punta, sus ojos reflejaban inteligencia y sabiduría.

Masekanna entregó a Ziusudra, que desempeñaba las mismas funciones que él, una tablilla de arcilla con el escudo del lugar e invitando a los notables de la caravana a participar en los festejos con que celebraban el acceso de Aggar al trono. El antiguo rey, Enmebaraggesi, acababa de morir. Sus funerales habían tenido lugar días antes, y la ciudad todavía le lloraba. Masekanna parecía sinceramente apenado por la muerte de un rey con el que, a pesar de la rivalidad que los enfrentaba, había conseguido entablar relaciones amistosas. Acaso no ocurriese lo mismo con Aggar, cuya fogosidad y voluntad de poder amenazaban con llevar a la ciudad hacia guerras de conquista que no necesitaban para nada después de las inundaciones sufridas. Ziusudra prometió apoyarle.

Cuando el ensi estaba a punto de marcharse, Tanis se acercó a él.

—Señor, ¿puedo hablarte?

—Siempre estoy encantado de hablar con una hermosa mujer, dama Tanis. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Quiero dirigirme a Uruk, donde vive mi padre, el sabio Imhotep. ¿Le conoces por casualidad?

El rostro de Masekanna se iluminó.

—Cierto, me he visto con él. El señor Imhotep era amigo del lugal Enmerkar y uno de sus consejeros más allegados. Vino varias veces a Kish en misión diplomática. Era un hombre asombroso, que sorprendía por la amplitud de sus conocimientos. Se apasionaba por todos los temas, y de forma especial por la arquitectura de nuestros templos. Su reputación como médico era tal que muchas personas acudían a él de muy lejos para beneficiarse de sus cuidados. Enmerkar tenía en él un colaborador muy valioso.

—¿Le has visto recientemente?

—¡No, dama Tanis! —suspiró el ensi—. El rey Enmerkar murió hace seis años. Desde entonces no hemos tenido noticias del señor Imhotep.

Una brutal sensación de desesperanza se apoderó de la joven, cuyos ojos se llenaron de lágrimas. Con cierto apuro, Masekanna añadió:

—Perdona mi torpeza, dama Tanis. No quiero decir que también él haya muerto. Yo pienso que se marchó de Uruk. Pero para saberlo, tendrías que ir a esa ciudad.

Al día siguiente, bajo un sol de plomo, Ziusudra y Tanis, seguida por Enkidu y su inseparable Beryl, siguieron a Masekanna al interior del recinto, para dirigirse a palacio donde debían tener lugar los festejos. Si la ciudad de Kish había sufrido tempestades y lluvias torrenciales, su elevada situación, apartada del río, le había evitado las devastadoras inundaciones que habían asolado a las demás ciudades de Sumer y de Akkad. Sin embargo, las incesantes trombas de agua también habían dañado en muchos puntos la muralla de ladrillo que la protegía. Numerosas casas se habían derrumbado, y en las calles se habían producido profundos agujeros, sembrados de objetos y de muebles rotos. Un intenso olor a tierra flotaba en el aire luminoso.

Después de la soledad angustiosa de los grandes espacios, Tanis volvió a encontrarse sumida en un mundo distinto, un mundo bullente de vida cuyo esplendor no tenía nada que envidiar a las ciudades egipcias. Construidas de ladrillo, las casas estaban formadas por dos pisos, con amplias ventanas que se abrían a terrazas. Cruzando un laberinto inextricable de sinuosas callejuelas, anchas arterias llevaban hacia los palacios de los señores o los templos. Como en Til Barsip, éstos se alzaban sobre cerros artificiales a los que se llegaba por escalinatas bordeadas de macizos de flores y de arbustos. Los esclavos se dedicaban a reparar los destrozos causados por las torrenciales lluvias. Una muchedumbre abigarrada y cosmopolita frecuentaba calles y plazas, escalonadas a veces en distintos niveles. Los hombres llevaban barbas onduladas y largas túnicas blancas, negras o púrpura, adornadas con brocados de oro. Las mujeres se adornaban con ricas vestiduras y joyas de toda clase, en hueso, marfil, lapislázuli o turquesa.

Tanis observó asombrada que algunos carruajes, tirados por bueyes, no se desplazaban sobre patines, sino sobre discos de madera fijados a un eje[31]. La sorprendió la ingeniosidad del sistema.

Si en los días anteriores se lloraba la muerte del soberano desaparecido, en ese momento la población se entregaba a la fiesta. El rey Aggar había vaciado las cajas de la ciudad para ofrecer a sus súbditos grandes regocijos. Las casas se habían engalanado, cantantes y danzarines ocupaban las plazuelas donde alegres barbianes abrían tinajas de cerveza y de vino, generosamente regaladas por el lugal; habían encendido hogueras sobre las que se asaban corderos y cabritillos. Para circunstancia tan señalada, los panaderos habían cocido panes rellenos de miel y frutas. Encantados con la ganga que se les ofrecía, niños traviesos corrían en todas direcciones gritando.

Precedido por su propia guardia, el ensi llevó a los invitados hasta el palacio, cuyas dimensiones y lujo sorprendieron a Tanis. Situado en la cima de una elevación rocosa, dominaba la ciudad con su masa imponente. Una multitud de personajes ricamente ataviados afluía ante la pesada puerta de entrada, guardada por una escuadra de guerreros. Masekanna introdujo a Tanis y Ziusudra hasta el inmenso salón del trono, adornado con altas estatuas de los dioses sumerios, cuyos ojos de obsidiana parecían lanzar sobre la ruidosa concurrencia una penetrante mirada. Reinaba en aquel lugar un barullo ensordecedor producido por múltiples conversaciones y carcajadas.

Sentado sobre un trono de ébano con incrustaciones de nácar y marfil, el soberano acogía a sus invitados. Vestido con una larga túnica de lino blanco realzado con franjas de oro tejido, llevaba en la cabeza una diadema de plata engastada de piedras finas que indicaban su condición real. De una estatura mayor que la media, su cuerpo curtido en los ejercicios guerreros mostraba una musculatura impresionante.

Se rumoreaba que había esperado con impaciencia la sucesión de su padre, cuyo largo reinado había encerrado a la ciudad en unas costumbres demasiado penosas. Aggar esperaba cambiar todo aquello. Cortesanos obsequiosos se apretaban a su lado. La repentina muerte de Enmebaraggesi había sorprendido a todo el mundo, y las relaciones mantenidas con el antiguo lugal se encontraban de pronto cuestionadas. Las intrigas se multiplicaban en esa atmósfera algo delirante, donde cada cual trataba de llamar la atención del rey, cuya mirada gris y penetrante parecía ver todo y vigilarlo todo.

A su lado estaba una joven de gran belleza, cuya larga melena negra le caía sobre una espalda desnuda. Una diadema adornada con turquesas y esmeraldas realzaba sus ojos, de un negro profundo. Una turbia sensualidad emanaba de todo su ser, paradójica mezcla de inocencia aparente y perversidad subyacente. Sus gestos sueltos y ágiles, su actitud provocadora recordaban el aspecto de un felino y le valían las atenciones de un enjambre de jóvenes ávidos que buscaban la menor de sus miradas. Sin embargo, ella sólo tenía ojos para el rey. Tanis la tomó por su esposa, pero Masekanna la desengañó.

—Dama Ishtar es hermana de Aggar. Es una mujer ambiciosa y pérfida, y lo mejor es mantenerse apartado de ella. Sueña con convertir a su hermano en el soberano más poderoso de Sumer y sólo le da malos consejos. Es también una enamorada insaciable, que cambia de amante cada noche.

De cerca podía comprobarse, en efecto, que unas ojeras marcaban los rasgos de la joven, poniendo de relieve excesos de todo tipo. La mueca que marcaba sus labios daba testimonio del desprecio que sentía por la concurrencia. La aparición de Tanis, cuya belleza rivalizaba con la suya, provocó en su rostro una ligera y fugaz crispación de celos que no se le escapó a la egipcia. Su mirada, en cambio, se demoró largo rato sobre Enkidu, cuya estatura dominaba la Sala.

La reacción de Aggar fue muy diferente. Levantándose del trono, bajó a la sala para saludar calurosamente a los recién llegados. Su rostro cuadrado y voluntarioso se iluminó con una sonrisa resplandeciente.

—¡Por Enlil! —rugió—. La belleza aliada a la prudencia. Señor Ziusudra, dama Tanis, sed bienvenidos a Kish. Considerad este palacio como vuestro hogar y aceptad quedaros en él el tiempo que os plazca.

Luego examinó a Enkidu, intrigado.

—¡Por las tripas humeantes del Kur, nunca he contemplado un hombre tan alto! Tienes en él un esclavo magnífico, dama Tanis.

La joven se apresuró a desengañarle:

—Enkidu es un hombre libre, señor. Es hijo de un gran terrateniente de Nuzi.

Evitó añadir que ese terrateniente ya no tenía nada.

—¡Sea igualmente bienvenido!

Sin darle tiempo a demostrar su gratitud, Aggar tomó a Tanis del brazo e invitó a los recién llegados a sentarse a su lado en el estrado real. La joven observó el relámpago de rabia que desfiguró por un instante los rasgos de Ishtar. Pero no tardó en desaparecer bajo una clara sonrisa.

—A mi noble hermano siempre le han gustado las historias más extravagantes —dijo con una voz cálida, cuyo acento ronco debía de turbar a los hombres.

Aggar se volvió hacia ella y declaró con buen humor:

—¡Ah, ésta es mi hermana Ishtar! Hermosa mujer, pero mucho me temo que no conseguiré encontrarle esposo. O tendría que ser sordo y ciego: ¡el número de sus amantes es tan grande que todos ellos no cabrían en el salón de palacio!

Y soltó una sonora carcajada, que pronto imitaron sus compañeros. Ishtar se puso colorada, y respondió con una voz dulce, sin dejar de sonreír:

—¿Ha olvidado mi hermano el número de sus concubinas?

—Vamos, no te enfades, hermosa mía, y ven a sentarte junto a nuestros invitados. Dicen que su historia es asombrosa.

A pesar de la complicidad aparente de su relación, Tanis descubrió detrás de las sonrisas una tensión controlada que no lograba explicarse. Si Aggar se burlaba visiblemente de los excesos de su hermana, ésta parecía sentir unos celos incomprensibles de todas las mujeres que se le acercaban. Sin embargo, no hubo ocasión para que las cosas siguiesen adelante. Una vez que los grandes señores del reino ocuparon su sitio al lado del monarca, los regocijos empezaron.

Mientras los esclavos traían abundantes platos, hicieron su aparición titiriteros, malabaristas y amaestradores de animales. En medio de un barullo ensordecedor, empezaron a comer. Aggar, a quien gustaban las historias y que se sentía atraído por la lozanía y la sonrisa de Tanis, acaparó su conversación. La joven tuvo que contarle sus aventuras con todo detalle. Aggar escuchaba con atención, exigía detalles, se reía como un niño cuando algo le gustaba. Le sedujo de un modo particular la anécdota de los lobos.

La velada estaba muy avanzada cuando Ishtar, que había participado en la organización de los festejos, anunció la sensación del espectáculo, satisfecha por poder captar de nuevo la atención de su hermano. Una docena de colosos vestidos con taparrabos cortos penetraron en la sala, cuyo centro habían dejado libre. Entre ellos había dos gigantes que sobrepasaban a los otros más de una cabeza.

—Anjar y Sostris, mis dos paladines —le comentó Aggar a Tanis—. Nadie ha podido vencerles.

Se dirigió a Ishtar.

—Sin embargo, no veo nada original. ¡Mis luchadores se van a comer a los tuyos de una sentada!

—Paciencia, oh mi hermano bienamado.

Los cortesanos, achispados por la cerveza y el vino, aplaudieron con entusiasmo. A una señal del rey empezaron los combates. Sin embargo, nadie podía rivalizar con los dos colosos, que apenas tuvieron problemas para desembarazarse de sus adversarios. Aggar exultaba de contento.

—¡Anjar y Sostris son los dos mejores luchadores! —exclamó con satisfacción.

Sin abandonar su sonrisa, Ishtar replicó:

—Me gustaría saber si siempre son tan fuertes, hermano mío. Porque les he reservado una pequeña sorpresa. Por supuesto, si a ti te parece bien.

Aggar la miró atónito. Ishtar hizo una seña a un servidor, que volvió instantes más tarde acompañado por dos brutos de cráneo rasurado, idénticos en todo, cuyas caras coloradotas de ojos hundidos reflejaban una bestialidad salvaje.

Ishtar se acercó para llevarlos de la mano y presentárselos a Aggar.

—Aquí tienes a mis mejores combatientes, señor —dijo ella—. Los he reservado para el final, para tu exclusivo placer. Están dispuestos a combatir para ti.

—Los zurrarán como a los otros —dijo Aggar riéndose a carcajadas.

—¡Quizá! Pero esta vez te propongo un combate a muerte entre tus paladines y los míos.

—¿Un combate a muerte? ¡Qué buena idea! ¡Acepta, gran hombre! ¡Acepta!

Una vez obtenido de este modo el asentimiento de sus admiradores, Ishtar insistió:

—¿Qué dices tú, oh hermano mío?

Cogido de improviso, Aggar gruñó:

—Yo digo que estos hombres no son capaces de vencer a mis dos campeones.

Tanis puso la mano sobre el brazo del rey:

—Señor, permíteme hacerte observar que tus hombres acaban de librar combate. Están agotados.

—Al contrario, están calientes —dijo Aggar, eludiendo la sugerencia de Tanis.

La joven no se atrevió a insistir. Era evidente que el rey no quería perder prestigio delante de su hermana. Los cuatro combatientes se enrollaron las manos con piezas de cuero erizadas de puntas de metal. El combate empezó. Durante los primeros momentos, el resultado de la lucha permaneció indeciso. Los cuatro competidores parecían tener la misma fuerza. Pero poco a poco Anjar y Sostris dieron muestras de cansancio. Los dardos de metal ya habían herido varias zonas de su cuerpo. Su piel aceitada se teñía de un color escarlata. Los dos calvos, más frescos, golpeaban, esquivaban, soplaban como dos toros furiosos. Sus miradas alucinadas reflejaban un odio feroz, manifestado en gruñidos de triunfo con cada herida infligida a sus adversarios.

Ansiosa, Tanis habría deseado gritarles que cediesen. Pero el orgullo de Aggar se lo impedía. Completamente tenso, se agitaba en su asiento, soltando gruñidos de despecho y cólera. Sostris no tardó en caer. Su adversario no le permitió siquiera levantarse. Lo inmovilizó y luego le asestó un golpe de una violencia rara detrás de la nuca. Se oyó un crujido siniestro; el luchador cayó al suelo. Apenas tuvo una leve convulsión de agonía, luego su cuerpo se desmadejó, inerte. Un estremecimiento de angustia y placer recorrió toda la concurrencia. Tanis agarró de nuevo el brazo del rey.

—¡Ordena que pare esta matanza estúpida, señor! ¿No te basta con haber perdido a uno de tus mejores campeones?

Estremecido, Aggar dudó. En la sala, los dos brutos se lanzaban ahora contra Anjar, que intentaba protegerse, con el torso chorreando sangre. De pronto, cayó de rodillas. Tanis sacudió el hombro del rey, que le miró, azorado, luego se levantó y gritó:

—¡Ordeno que cese este combate!

Anjar se derrumbó sobre el pavimento, derribado por un último golpe asestado por uno de los gemelos. Los dos vencedores se volvieron hacia el trono y se inclinaron, con las manos chorreando sangre. Enfadado, Aggar se dirigió a Ishtar:

—Me inclino ante ti, oh hermana mía. Tus luchadores han merecido la victoria. Perdona la vida de Anjar.

Ishtar no pudo ocultar una sonrisa de triunfo y ordenó a sus campeones retirarse. Mientras unos esclavos recogían al herido y el cadáver, la joven clamó dirigiéndose a la concurrencia:

—¡Mirad bien a estos hombres! ¡Son la imagen de Kish! Dentro de poco, todas las demás ciudades temblarán ante su poder.

Luego fue a arrodillarse a los pies de Aggar, falsamente contrita.

—¿Estás irritado conmigo, oh hermano mío?

Con un movimiento brusco, Aggar la agarró por el cuello con una mano e hizo el ademán de cortar. Ishtar le miró a los ojos, sin ofrecer resistencia. La perversidad que brillaba en su mirada húmeda turbó a Tanis. El semblante de cólera del rey fue derrotado por la sensualidad que emanaba de la joven. Molesto, Aggar transformó su gesto mortífero en una caricia equívoca sobre el pecho de Ishtar, luego la rechazó. Se puso en pie y abrió los brazos para conseguir silencio. Con voz potente, se dirigió a la concurrencia.

—Aunque sea la peor ramera que conozco —dijo—, mi hermana Ishtar tiene razón. Sumer no es más que un amasijo de pequeñas ciudades. No existe ningún poder central. Hace mucho tiempo que pienso en cambiar todo esto, en unificar el país, como hizo el gran Menes con los dos reinos de Egipto. —Y señaló a Tanis—. Nuestra invitada puede dar testimonio del poder de su país tras esa unificación. Por eso debemos hacer de Sumer un imperio tan temible como el suyo.

Un trueno de aplausos saludó la declaración del rey. Sin embargo, Tanis observó que Masekanna no participaba de la alegría general. Cuando Aggar volvió a sentarse, ella intervino.

—Tu proyecto me parece muy valiente, señor. Pero ¿no existe solución a una guerra que debilitaría a Sumer, ya castigada por graves inundaciones?

—Los demás soberanos rechazan cualquier idea de unificación —dijo con malhumor—. Tengo que despertar su imaginación conquistando Uruk, la ciudad más poderosa del Sur. Las demás se someterán luego sin combatir. Por lo tanto, voy a ordenar al rey de Uruk que se declare vasallo de Kish.

Tanis se echó a temblar. A través de su grandioso proyecto de unificación, Aggar no expresaba otra cosa que su ambición personal, alentada ardorosamente por Ishtar. Masekanna declaró:

—Sabes que no apruebo ese proyecto, señor. Dudo mucho que el lugal de Uruk se someta sin librar batalla. Las cosechas y el comercio sufrirían mucho con una guerra de esa amplitud.

—Si me paga tributo, perdonaré a su ciudad —replicó Aggar.

—¡No se doblegará! —intervino Ishtar con virulencia—. Hay que aniquilar Uruk. Luego Kish será la ciudad más poderosa de Sumer. Y tú, Aggar, te convertirás en el soberano temido y temible del imperio más poderoso de Oriente.

—No seas ciego, gran hombre —declaró Ziusudra con voz tranquila—. La guerra engendra el odio y la destrucción. Uruk es rica e influyente. Kish corre el peligro de pagar muy caro una victoria muy incierta.

—Los ensis no piensan más que en llenar los graneros de trigo de los templos —respondió Ishtar, furiosa—. Desconocen el poder de las armas.

Hundido en su sillón, Aggar escuchaba muy atento.

—Sin embargo, puede haber otra solución —sugirió Tanis.

—¿Cuál? —preguntó el rey.

—¿No sería más prudente proponer a los demás lugales una especie de pacto de alianza comercial que sellase su unión y en el que cada uno se enriqueciese con el saber de los demás? Verían en ti a un hombre de gran sabiduría, que habría dado a Sumer un poder nunca igualado, y un porvenir nuevo.

Masekanna insistió:

—La princesa Tanis tiene razón, señor. Es la prudencia la que habla por su boca. El pueblo no está preparado para asumir la carga de una guerra. Esa idea de pacto merece toda nuestra atención. Permitiría proteger las rutas contra los bandidos formando milicias conjuntas, desarrollar el comercio, abrirse todavía más hacia reinos alejados, como el país de Punt o Egipto. Sumer se convertiría entonces en la encrucijada del mundo.

—Y no se puede pensar en ello si las ciudades se entregan a guerras constantes —añadió Ziusudra. Se volvió hacia Tanis—. Quiero rendir homenaje a tu clarividencia, princesa. A pesar de tu juventud, posees una sabiduría de la que por desgracia no disponen muchos hombres de edad madura.

Aggar caviló rascándose la barbilla.

—Es una buena idea, desde luego, pero los otros no aceptarán nunca. Se necesita un hombre fuerte para imponer esa unificación.

—El resultado de una guerra siempre es dudoso, señor —insistió Tanis—. Si sales vencido, ¿qué ocurrirá?

—¡Kish triunfará! —gritó Ishtar cortándole—. Mi hermano no tiene que aceptar ninguna lección de una egipcia.

Aggar abrió los brazos con un ademán irritado, para así acabar con la discusión, y declaró:

—Haré lo que he dicho. Ese pacto existirá, porque seré yo quien lo imponga.

Tanis quiso replicar, pero Masekanna le cogió la mano incitándola a callar. La joven obedeció, pero seguía convencida de que los combates nunca habían arreglado nada.

Agotada, pidió permiso al rey para retirarse. Una esclava la guió hasta los aposentos que el rey había mandado preparar para ella en un ala del palacio. Enkidu, preocupado por su seguridad, se instaló en un cuarto contiguo. Tras un baño reconfortante, Beryl empezó a darle un masaje de aceites perfumados. Poco a poco, bajo la acción de las suaves manos de la joven acadia, sus sombríos pensamientos se disiparon y fue hundiéndose en un torpor benéfico.

Un repentino tumulto la despertó. La puerta de cedro se abrió bruscamente, dando paso a Ishtar rodeada por media docena de guerreros.