Capítulo 42

Djoser se dirigió a la Casa de Armas donde convocó al estado mayor. Se enviaron mensajeros a la ciudad y las aldeas vecinas. Al día siguiente, la noticia de su nombramiento se había difundido entre la población, así como la noticia de las ventajas obtenidas por el nuevo general. El Horus iba a rebajar los impuestos, y los señores se veían obligados a bajar el precio exorbitante de las semillas. En las horas siguientes, numerosos campesinos, liberados por fin de mala gana por los terratenientes, se presentaron en la Casa de Armas.

Djoser recibía a los que llegaban, nombraba capitanes, transmitía órdenes. A veces le asaltaba el desánimo. Poner en pie semejante ejército en menos de cinco días era un reto inconcebible. Concediendo al sueño unas pocas horas, estaba en todas partes: en el puerto, situado en el exterior del recinto amurallado; en palacio, donde mantenía informado al rey de la evolución de la situación; en la muralla, que había que consolidar.

Era imposible fabricar suficientes ladrillos para levantar de nuevo los muros derrumbados. Por eso ordenó llenar los agujeros con piedras y cascotes. Galvanizada por su personalidad, la población de la capital abandonó sus actividades para ponerse a la tarea, cantando himnos a la gloria de Ptah, dios protector de Mennof-Ra y patrón de los artesanos. Al anochecer del segundo día, la mayoría de los puntos neurálgicos estaban controlados.

Djoser dirigió una ferviente plegaria a Horus para que le concediese una jornada más de plazo. El dios le escuchó. La noche del quinto día el número de sus efectivos alcanzaba los doce mil combatientes. Pero muchos carecían de armas. Los artesanos no habían tenido tiempo de fabricarlas. Entonces, cada cual había llevado lo que tenía, un bastón, una azada, una pala o incluso una red de capturar pájaros.

Mennof-Ra se alzaba en la ribera occidental del Nilo. Su puerto se encontraba situado a lo largo de un brazo del río que contorneaba una isla de más de una milla de longitud. En esa isla se habían construido almacenes donde los comerciantes guardaban distintas mercancías. Djoser decidió apostar allí dos mil hombres, que cogerían a los edomitas por la espalda cuando se hubieran adentrado en el canal. Pianti fue designado para mandarlas.

Ordenó asimismo a todos los navíos del muelle refugiarse río arriba, en la punta sur de la isla, y esperar sus órdenes. Al frente de la escuadra puso a un joven capitán, Setmose. Requisó luego una multitud de barcas que mandó cargar con tinajas de aceite. Los escribas enloquecidos se lamentaban, pero Djoser no se preocupó de sus críticas. Dijo a Semuré:

—Lleva esas barcas a la entrada del canal.

—¿Qué pretendes hacer con esta medida?

—Prepararle una sorpresa desagradable a los edomitas. Me reuniré contigo cuando aparezcan.

Por la noche, Mennof-Ra recibió el refuerzo de mil guerreros más enviados por los nomarcas del Alto Egipto. Djoser respiró. Esta vez, el número de combatientes iba a estar equilibrado.

Al anochecer del sexto día, un explorador desquiciado llegó para avisar a Djoser que el enemigo estaba a la vista. El joven se dirigió a la entrada del canal. Entre una orilla y otra, unos sesenta grandes navíos cubrían la superficie del río. Estimó que cada uno podía transportar doscientos guerreros. A sus oídos llegó un rumor rugiente, reflejo de los gritos de victoria anticipada que salían de los pechos de los edomitas. Esperó a que el enemigo estuviese bastante cerca, y luego ordenó a sus guerreros romper las tinajas de aceite. No tardó en extenderse por las aguas tranquilas del río una capa viscosa, arrastrada por una débil corriente en dirección a los navíos enemigos.

Seguido por una escuadra de arqueros equipados con flechas untadas de pez, siguió desde las orillas el avance de la capa de aceite. Al abrigo de las espesuras de papiros, se acercó cuanto pudo a los barcos enemigos. Ahora podía distinguir los rostros de los asaltantes, que blandían sus armas bramando, en dirección a los egipcios, injurias destinadas a asustarlos. Algunos llevaban picas en las que estaban clavadas las cabezas de sus víctimas. En el barco más grande, un personaje lanzaba órdenes estruendosas, sin duda el rey edomita. Inquietos, los guerreros que acompañaban a Djoser estaban dispuestos para volver sobre sus pasos.

El joven se volvió. A lo lejos vio que, de acuerdo con sus órdenes, sus tropas habían alcanzado el abrigo de las murallas. Otros habían ocupado sus puestos en la isla de los almacenes, procurando ocultarse a la vista del enemigo. Sólo debían atacar cuando Djoser diera la señal.

La capa de aceite alcanzó por fin el primer navío edomita, lo superó y se insinuó alrededor de los otros. Se extendía sobre la casi totalidad del río. Djoser había sacrificado las tres cuartas partes de las reservas de la ciudad. Debido a la reducida luz del crepúsculo, los asaltantes no se dieron cuenta de nada. Pensando que amenazaba ahora a una gran parte de la flota enemiga, ordenó a sus guerreros encender sus flechas, y él hizo otro tanto. Las cuerdas se tensaron, vibraron. En la luz roja del crepúsculo brotó un centenar de puntos luminosos describiendo soberbias parábolas para terminar cayendo en el centro mismo de la capa de aceite. Sobre los navíos resonaron gritos de sorpresa. En distintos lugares, brotaron llamas que vacilaron para luego difundirse de forma inexorable sobre la superficie de las negras aguas. No tardó en alzarse un muro de fuego en medio de un rugido infernal; el fuego cruzó el Nilo y rodeó los navíos. Algunos se incendiaron, creando una confusión que impedía al enemigo proseguir su ruta. Se oyeron gritos de rabia que no tardaron en convertirse en gritos de dolor. Con las ropas encendidas, los hombres se lanzaron a las llamas que flotaban sobre el agua.

Pero la capa, sometida a los caprichos de los remolinos, no podía alcanzar a todos los navíos. El jefe enemigo reaccionó enseguida. Comprendiendo que la ruta de la ciudad estaba cortada, dio orden de desembarcar. La flota avanzó camino de la orilla. Djoser ordenó a los arqueros regresar a paso de carrera a Mennof-Ra.

Poco después, las pesadas puertas se cerraban tras ellos. El joven se dirigió a las murallas. El espectáculo era alucinante. En medio del Nilo ardía una veintena de navíos edomitas. Los otros habían tenido que dar la vuelta y estaban varados río abajo, vomitando hordas de guerreros furiosos por su primer fracaso.

El enemigo no daba pruebas de ninguna estrategia. En medio de la más total anarquía, los guerreros se precipitaron hacia las murallas vociferando, blandiendo antorchas, picas, hachas y espadas. Los palmerales, los huertos y los campos se cubrieron de una masa de individuos barbudos e hirsutos, muchos de los cuales tenían la piel ennegrecida por el humo. A lo lejos, el río seguía ardiendo.

Los primeros asaltantes fueron recibidos con una lluvia de flechas encendidas. Pesadas piedras cayeron desde la cima de las murallas. Segados por los proyectiles, racimos enteros de edomitas cayeron y fueron pisoteados por los que iban tras ellos. Nubes de lanzas cortas salieron de las filas de los atacantes, se abatieron sobre los defensores, protegidos por escudos de cuero de hipopótamo. Desde las murallas, Djoser vigilaba las maniobras del enemigo, que, en vez de rodear la ciudad, concentraba su acción sobre las puertas septentrionales de la ciudad, para hundirlas y penetrar en el recinto.

Equipados con cortas escaleras de madera, los edomitas se lanzaron al asalto de las murallas y combatientes furiosos no tardaron en adentrarse por el camino de ronda. Los agresores no habían tardado en descubrir las debilidades del recinto y concentraban sus esfuerzos en esos puntos. Pero sus efectivos habían sufrido mucho con el incendio. Los egipcios se beneficiaban ahora de una pequeña superioridad numérica, y defendían su ciudad.

Durante buena parte de la noche la batalla causó estragos. En varias ocasiones el enemigo consiguió poner pie en el interior de la ciudad, pero los egipcios no cedieron. Cada oleada de asalto era rechazada sin piedad, acribillada a flechas, zarandeada por constantes lanzamientos de piedras. En los escasos puntos en que los edomitas pudieron reforzar las defensas, se encontraron frente a tropas numerosas y decididas que los mataban hasta el último invasor. Una parte de la población, electrizada por el ardor de los soldados, se había unido a ellos, armada de cuchillos, de hachas improvisadas y de palos.

Al alba, los invasores no habían podido ocupar la ciudad. Decidieron batirse en retirada, abandonando más de dos mil cadáveres y heridos a su espalda. Las murallas frágiles de Mennof-Ra habían resistido. Un grito de entusiasmo brotó de los pechos egipcios.

La batalla sin embargo no había concluido. Rabiosos, los edomitas atacaron el puerto, incendiando los pocos navíos que había en el muelle. Pero Djoser había previsto esa reacción. Se trataba de viejos barcos que había sacrificado para engañarles. Los otros estaban en lugar seguro al otro lado de la isla. Sólo esperaban una señal para volver. Pero aún era demasiado pronto.

Ocultos en los almacenes, Pianti y sus tropas no habían participado aún en los combates. Cuando la horda enemiga se precipitó a bordo de los navíos para destruirlos, las reservas de la isla entablaron combate. Filas de arqueros tomaron posiciones y enviaron metódicamente nubes de flechas sobre el invasor. Cogidos entre dos fuegos, entre la isla y los muros de la capital, los edomitas se vieron obligados una vez más a abandonar el terreno y en desorden se retiraron río abajo, fuera del alcance de los egipcios.

Cuando Jepri-Ra inició su vuelo, iluminó un espectáculo de desolación. El puerto no era más que una maraña de barcos incendiados, de los que sólo quedaban los armazones consumidos, atestando el cauce del río. Centenares de cuerpos sembraban el suelo, acribillados a flechas: el agua del Nilo había tomado un tinte rojizo que las corrientes inseguras llevaban lentamente río abajo.

Djoser decidió que había llegado el momento de dar un golpe decisivo. Envió un mensajero a Setmose, el capitán de los barcos que mantenía en reserva, a los que habían subido un millar de arqueros.

Por la mañana, cuando el enemigo recuperaba fuerzas a cierta distancia, vio pasar varios barcos en dirección a su propia flota, dejada en manos de un número restringido de guerreros. El rey edomita ordenó entonces un repliegue hacia los barcos para asegurar su defensa. Pero la corriente daba clara ventaja a los egipcios. Cumpliendo escrupulosamente las órdenes de Djoser, los marineros rodearon a la flota enemiga. Surgieron flechas encendidas. Antes de que los édomitas pudiesen alcanzar sus barcos, varios de ellos ardían como antorchas.

Fue ese momento el que Djoser eligió para atacar.

Ahora disponía de un ejército superior en número, y el enemigo estaba desorientado. Al frente de sus tropas, mandó abrir las puertas; una oleada de soldados brotó de ellas para lanzarse contra los edomitas.

La marea humana, a la que se habían incorporado muchos habitantes de la ciudad decididos a hacer pagar caro al invasor su osadía, cargó contra el enemigo, desconcertado por aquel ataque imprevisto. El choque fue de una brutalidad espantosa. Hubo terribles combates cuerpo a cuerpo donde salía a relucir por ambas partes la rabia más asesina, el odio más enloquecido.

El palmeral y los campos de alrededor no tardaron mucho en transformarse en una verdadera carnicería, que resonaba con el choque de las hachas sobre los cráneos y los miembros, y con el ruido de las espadas de cobre. La hierba se tiñó de escarlata. Manchas de sangre salpicaban las pieles de leopardo de los soldados egipcios, manchaban las manos y los torsos, excitando los instintos más bajos. Los gritos de agonía de los heridos se mezclaban a las vociferaciones de rabia de los que seguían luchando.

Por fin, cuando terminaba la mañana, los edomitas, tomando conciencia de su derrota, fueron volviendo hacia los navíos supervivientes y embarcaron deprisa y corriendo, perseguidos por los vengativos egipcios. De los sesenta barcos de su flota, apenas si quedaba una treintena; y más de la mitad de ellos se encontraban en malas condiciones. Para proteger la huida de su rey, varios cientos de guerreros fueron abandonados en tierra. No rindieron las armas hasta que los barcos se hubieron alejado de las orillas. Djoser ordenó a Setmose que hiciera volver la flota.

La batalla de Mennof-Ra concluía con una victoria, pero Djoser no olvidaba que el enemigo dominaba aún toda la región oriental del Delta. Había que expulsarlo más allá de las fronteras.

Al día siguiente, tras una noche muy merecida de reposo, una treintena de navíos llevó a casi cuatro mil guerreros hacia el norte. En las orillas les esperaba una sucesión de espectáculos desoladores. Las pequeñas aldeas de campesinos, tan tranquilas de ordinario, no eran más que campos de ruinas humeantes. Tanto las ricas haciendas como las moradas más modestas habían sido incendiadas de forma sistemática. En algunos puntos el fuego se había propagado a los huertos y palmerales, que estiraban sus troncos ennegrecidos no lejos de las riberas.

Aquí y allá se alzaban restos de hogueras en que habían perecido los habitantes que no habían tenido tiempo de llegar a Mennof-Ra. Un infecto olor a carne quemada se mezclaba a la peste que salía de las aguas que arrastraban cadáveres de hombres y animales.

También divisaron los esqueletos de un rebaño abatido sin discernimiento alguno por los edomitas, tanto para alimentarse como por el placer de matar. A veces los cocodrilos se encarnizaban sobre pingajos de carne imposibles de identificar. Estas visiones de horror agudizaron la cólera de los egipcios.

—Nuestra victoria sólo será completa cuando hayamos aniquilado a estos perros —dijo Djoser rechinando los dientes en dirección a sus compañeros.

Las aguas todavía altas del Nilo les permitieron alcanzar los alrededores de Busiris dos días más tarde. Al anochecer, Djoser hizo desembarcar a sus tropas y ordenó una noche de descanso.

Al día siguiente, guiados por indígenas que conocían las tierras del interior, los egipcios atravesaron pantanos cubiertos de espesos matorrales de papiros y llegaron a la vista de la ciudad. Seguros de superarles en número, pillaron a los edomitas desprevenidos. Éstos no esperaban un ataque tan tempranero, y desde luego no lo esperaban procedente de las marismas. Una ola de soldados decididos invadió las ruinas devastadas del pequeño puerto, arrollando a un enemigo debilitado por su derrota precedente. Comprendiendo que el nuevo desastre estaba próximo, el rey de los Pueblos del Mar ordenó a sus hombres que embarcasen. Rompiendo las amarras, los navíos enemigos se alejaron presurosos.

Abandonados por sus aliados, los edomitas se negaron a combatir y huyeron en dirección este siguiendo la costa. Djoser decidió perseguirlos.