Capítulo 41

En Kennehut se terminaba la estación de las semillas. La mayor parte de los campos ya estaban sembrados. A pesar de las extrañas intemperies, podían esperar que las cosechas no serían muy malas. El vientre de Letis empezaba a hincharse suavemente. A Djoser ya le gustaba su nueva vida, lejos de las intrigas de la corte y de los cambios de humor de su divino hermano, que parecía haberle olvidado. Y a Djoser esto le alegraba. No había vuelto a Mennof-Ra desde hacía varios meses. Pianti y Semuré habían hecho algunos viajes a la capital, pero habían preferido volver al lado de su compañero. La atmósfera de la vieja casona de Kennehut les resultaba más agradable que la de palacio. Djoser había reunido en torno suyo una pequeña corte de músicos, poetas y bailarinas que alegraban sus noches.

El meticuloso Senefru sentía ahora afecto por Djoser, al que ya perdonaba su generosidad enfermiza. Enamorado de las cifras, había comprobado que los campesinos y artesanos, satisfechos con su suerte, trabajaban de mejor gana, y se notaba en el rendimiento de la hacienda. Además, su amo tenía muchas ideas. Por ejemplo, había emprendido la construcción de barcos para transportar el grano. Habían abierto nuevos canales para ganar terreno al desierto. La aldea había acogido a varias familias más, encargadas de fertilizar aquellas tierras áridas.

Según los rumores, partidas de bandidos procedentes del oriente hostigaban las aldeas del Delta; viajeros que remontaban el Nilo lo confirmaban. Debido a su grado de capitán del ejército real, Djoser había esperado recibir una convocatoria de parte del rey. Pero esa convocatoria no había llegado. Concentrado en la gestión de su hacienda, Djoser no había tratado de saber más.

Una tarde le anunciaron la llegada de una gran falúa con un importante personaje a bordo. Seguido por sus compañeros, Djoser se dirigió al puerto, en el que se habían emprendido trabajos de acondicionamiento para volverlo más operativo. El navío pertenecía a la Casa de Armas y servía para el transporte de tropas por el Nilo. Precedidos por una pequeña escolta, unos esclavos desembarcaron una litera cuyo ocupante saludó al joven con afecto. Djoser reconoció inmediatamente a Merura, cuyo rostro enjuto y ojos ojerosos revelaban debilidad.

—¡Que la protección de los dioses se extienda sobre tu casa, príncipe Djoser!

—¡Sé bienvenido a Kennehut, oh Merura! Ésta es tu morada.

Poco después, habían tomado asiento en el jardín. Mientras las jóvenes esclavas de Letis traían jarros de cerveza y cubiletes, Merura explicó el objetivo de su visita.

—Estoy aquí por propia iniciativa, oh Djoser. El Horus Sanajt me ignora, y no puedo quejarme.

—Pero habrás oído hablar de las hordas bárbaras que asolan la región oriental del Delta.

—Sí, eso me han dicho algunos viajeros.

—En esta ocasión se trata de un asunto más grave que el de Kattará. Por lo que sabemos, la ciudad de Ashqelón, en la costa sur de las tierras de Levante, ha sido conquistada por los edomitas. Es un pueblo que procede de un país desértico situado al este del Sinaí. Desde hace algún tiempo, su región venía siendo asolada por las invasiones de los Pueblos del Mar. Parece que éstos han pactado una alianza con los edomitas y se han lanzado a una guerra de conquista en dirección a Egipto. Después de saquear Ashqelón, los invasores han bordeado la costa y destruido varias ciudades y aldeas. Han subido luego hasta Busiris, cuyos habitantes sólo tuvieron tiempo de huir. Vinieron a pedir ayuda a su soberano, que decidió enviar el ejército. Por desgracia, la enfermedad me tenía postrado en el lecho, y temo que no me libraré de ella en mucho tiempo. Le he sugerido al rey que te llame para sustituirme. Pero tu tío Nekufer ha intrigado para conseguir el mando de la Casa de Armas.

Merura dejó escapar un juramento, y continuó:

—Es un incapaz. Lo ha demostrado reuniendo deprisa y corriendo un pequeño ejército, convencido de que aniquilaría al enemigo sin dificultades.

—¡Y ha sido derrotado! —exclamó Djoser.

—¡Por supuesto! Ha lanzado a hombres sin preparación al combate. Busiris ha caído en manos de los edomitas. Herido, Nekufer ha regresado a Mennof-Ra para reclutar un ejército más importante. Pero no podrá dirigirlo, porque está postrado en el lecho con una fiebre maligna.

—Y has venido a buscarme.

—Mennof-Ra te necesita. Los edomitas y sus aliados remontan el Nilo desde Busiris, asolando todo a su paso. Hay que detener a esos perros. Pero no es cosa fácil: según los testimonios, se trataría de varios millares de soldados. La capital está amenazada. El rey ha enviado mensajeros a todos los nomarcas cercanos con la orden de proporcionarle milicias. Quiere ponerse él mismo al frente del ejército. Si se empeña, corremos a la catástrofe: es peor estratega todavía que Nekufer. Por eso debes seguirme, Djoser. Tú eres el único capaz de dirigir ese ejército.

—Pero ¿aceptará Sanajt confiarme el mando?

—No le queda otra elección. Tenemos poco tiempo, pero todavía se puede reunir un ejército suficiente para rechazar a los invasores. Sin embargo, las cosas no son sencillas. En Mennof-Ra reina una gran tensión. Los habitantes capaces de tomar las armas están abrumados por los impuestos. Se niegan a luchar sin contrapartida. Exigen una desgravación de impuestos.

—Me parece normal.

—Además, los grandes señores no quieren prescindir de sus campesinos. Necesitan sus brazos para las faenas del campo. Aprovechando la debilidad del Horus, han negociado las semillas a precios tan altos que los campesinos se han visto obligados a revender sus tierras para comprarlas. Los escribas les persiguen constantemente.

—¿Está ciego mi hermano? Le bastaría con bajar los impuestos e imponer su voluntad a los grandes señores.

—Sanajt no posee suficiente autoridad para eso. Saben halagarle mirando por sus intereses.

—¡Bonito asunto, cuando los edomitas hayan saqueado sus haciendas!

—Algunos terratenientes están de nuestro lado, pero son pocos, y esa hiena de Fera los mantiene aparte. Necesitamos un hombre poderoso y admirado para dar la vuelta a todo esto. Tú eres ese hombre. No se han olvidado tus hazañas de Kattará. Los guerreros confían en ti y Sefmut te apoyará.

Djoser movió la cabeza y dijo:

—Daré las órdenes oportunas para que mis soldados se preparen. Partiremos mañana mismo. Pero hasta entonces, permíteme ofrecerte hospitalidad.

La noticia se había difundido rápidamente por todo Kennehut. En cuanto la supieron, los guerreros desmovilizados que habían servido a las órdenes de Djoser durante la batalla de Kattará se presentaron espontáneamente para ofrecerle su ayuda. Pianti y Semuré estaban encantados. La perspectiva de nuevos combates les ilusionaba. En cambio, angustiaba a Letis.

—¡Mi sitio está a tu lado, señor!

—No, mi bella cabezota. Mennof-Ra corre peligro de ser atacada. Aquí estarás más segura.

Letis se echó a llorar, pero sabía que era inútil insistir. Djoser no cedería.

—¡Prométeme que serás prudente, señor!

—No te preocupes. Estaré de vuelta antes de que nazca mi hijo.

Al día siguiente, el navío de Merura abandonaba Kennehut en dirección al norte, seguido por una pequeña flotilla transportando a los guerreros que se habían unido a Djoser. Impulsada por la corriente, llegó a Mennof-Ra al atardecer. En compañía de Merura, Djoser se dirigió a palacio, donde solicitó una entrevista con el rey. Sanajt le recibió inmediatamente. Salvo sus esclavos, se encontraba solo. Djoser comprobó por sus rasgos cansados que había dormido poco desde hacía mucho tiempo.

—El servidor que tienes ante ti ha venido a ofrecerte su ayuda, ¡oh gran rey! Mi amigo Merura me ha informado de la derrota de nuestro tío Nekufer.

Sanajt tuvo un rasgo de humor.

—Nekufer es un imbécil. Yo mismo habría debido ponerme al frente del ejército. Por otro lado, es lo que espero hacer en cuanto hayan llegado las milicias enviadas por los nomos.

—Para eso se necesita tiempo —replicó Djoser—. Y mientras, el enemigo estará a las puertas de Mennof-Ra.

Sanajt suspiró.

—Según los últimos mensajes, remontan el Nilo saqueando sistemáticamente las ciudades y aldeas ribereñas. La gente huye ante el invasor. Todos los días llegan miles de refugiados. On,[30] la ciudad sagrada del sol, está amenazada. Los jefes militares creen que los edomitas llegarán dentro de unos diez días.

—Eso nos deja poco tiempo, oh Luz de Egipto. Te pido el honor de dirigir el nuevo ejército.

—¡De eso ni hablar! —replicó Sanajt.

—Permíteme intervenir, oh gran rey —dijo Merura—. Deseas mandar el ejército en persona. Pero ¿has considerado la posibilidad de que seas muerto en combate? Mennof-Ra caería entonces inevitablemente en manos del invasor, y, sin su rey, Egipto sería como un cuerpo sin cabeza: perecería.

—¡Yo no resultaré muerto! —gritó el rey—. Reduciré a esos cerdos a la nada.

—¿De cuántos guerreros dispones? —preguntó Djoser.

Sanajt vaciló, y luego dijo con voz nerviosa:

—Apenas un millar. Los campesinos no quieren unirse al ejército. —Y bruscamente se levantó y clamó—: Pero, por los dioses, ¿no soy yo el rey? ¡Me deben obediencia!

—Te deben obediencia, pero los abrumas a impuestos, y tus señores los explotan. Han sido despojados de sus tierras. ¿Por qué quieres que corran a dejarse matar por ti? Además, sus amos tampoco quieren verlos irse en esta época del año. Necesitan sus brazos.

—Lo sé —respondió Sanajt en un tono abrumado—. No hacen nada para alentarlos. Pero las inundaciones permiten presagiar malas cosechas. Hay que redoblar los esfuerzos.

Djoser estuvo a punto de irritarse ante la debilidad de su hermano.

—Hay cosas más urgentes que las semillas. Si los edomitas invaden Egipto, ¿qué importa que las cosechas sean buenas o malas? El país se troceará y desaparecerá. ¿Es lo que deseas?

—¿Quieres enseñarme lo que debo hacer? —dijo el rey con tono irritado.

—¡Abre los ojos, hermano mío! Estás solo. ¿Están tus amigos aquí, contigo? No veo a ninguno.

—¿Sabes tú acaso cómo combatir al enemigo?

—Hay que reunir un ejército importante. Para ello, debes reducir los impuestos que abruman a los campesinos y a los habitantes de Mennof-Ra, para que así quieran luchar por ti. También debes exigir que sus señores les dejen unirse a tu ejército.

Sanajt quiso replicar, pero volvió a dejarse caer en el trono, aplastado por el peso de un poder que ya no controlaba, aunque no se diera cuenta. Merura insistió…

—Conoces la popularidad del príncipe Djoser, oh Luz de Egipto. Si saben que se pone al frente del ejército, muchos querrán enrolarse a sus órdenes.

—¿Soy yo acaso menos popular que él? —replicó Sanajt en un arrebato de cólera.

—Tu papel es diferente —respondió Djoser con diplomacia—. Tú eres el dios vivo de las Dos Tierras. Y yo no soy más que el hermano del rey. A través de mí, es a ti a quien aclamarán y a quien servirán.

—Pero yo quiero que me sigan. Yo mandaré mi ejército y lo llevaré a la victoria. —Y señaló con el dedo a su hermano—. En cuanto a ti, Djoser, limítate a estar preparado con tus soldados y a esperar mis órdenes. No quiero oír más de este asunto.

Era inútil insistir. El rey volvió a hundirse en su sillón, con el rostro ensombrecido y los rasgos surcados por el miedo. Djoser le contempló sin abrir la boca. Por primera vez comprendía que Sanajt no estaba hecho para ejercer un poder que se escapaba de sus manos. Le bastaba, sin embargo, exigir obediencia para acallar cualquier censura. Pero no se atrevía. Tomaba las decisiones movido por impulsos repentinos. Djoser le había odiado por haberle separado de Tanis. Hoy, un sentimiento nuevo iba abriéndose paso en su mente: la piedad. Djoser se inclinó y se despidió.

Al salir del palacio, Merura no ocultaba su rabia.

—Ah, ¿por qué el buen dios Jasejemúi nos dejó tan pronto? Él sí que poseía el arte de rodearse de personas eficaces.

Al día siguiente, en compañía de Semuré y de Pianti, Djoser realizó una visita a la capital para estudiar sus defensas. Maldijo cuando observó que Sanajt no se había preocupado de consolidar la muralla que rodeaba la ciudad. Se había desmoronado en varios sitios, ofreciendo así varios puntos vulnerables. En cambio comprobó que se habían alzado imágenes del dios Set. Pero no bastarían para asegurar la defensa de Mennof-Ra.

Una intensa animación reinaba en las calles. En todas partes se comentaban los últimos acontecimientos. La ciudad había acogido a numerosos refugiados de Busiris y de las aldeas amenazadas. Algunos personajes ricos ya estaban pensando en huir y habían ordenado preparar navíos para irse a sus tierras del sur.

Mediada la jornada, Mennof-Ra vio llegar el último contingente de soldados que Nekufer había llevado a la derrota. Muchos estaban heridos. Djoser salió a su encuentro.

—Son demonios —le contó un guerrero—. Nosotros éramos más de dos mil. Sólo quedan unos centenares. El enemigo se ha quedado saqueando Busiris y las demás ciudades que bordean el Nilo. Si no, ya estaría aquí. ¡Ay de los que caen entre las manos de esos perros! Levantan hogueras y los queman vivos en ellas, mujeres y niños incluidos.

—¿Cuántos son?

—Por lo menos cinco o seis veces más numerosos que nosotros. Se han aliado con los Pueblos del Mar, que tienen barcos.

—¡Por los dioses! —rezongó Semuré—, es una verdadera invasión.

Por la tarde, Djoser y Merura volvieron a palacio. En esta ocasión se encontraban allí Fera con sus amigos, lo mismo que Nekufer, tendido en una camilla. Su torso estaba rodeado de vendas. El sudor inundaba su rostro, y parecía sufrir un martirio. Sanajt se enfureció contra él, tratándole de incapaz. Sin dejar al interesado tiempo para defenderse, Djoser intervino:

—¡No puedes irritarte contra Nekufer, oh gran rey! El enemigo era muy superior en número. No podía hacer otra cosa.

Estupefacto por la posición adoptada por Djoser, Nekufer no respondió. El joven insistió:

—Dentro de poco el enemigo estará a las puertas de la ciudad. ¿Has reunido tu nuevo ejército?

Sanajt explotó:

—¡Los nomarcas apenas han enviado doscientos soldados!

Fera aprovechó para echar aceite al fuego.

—No han respondido a tu llamada, gran rey. Creo que habría que sustituir a ciertos gobernadores.

Furioso, Djoser exclamó:

—¡Esto es demasiado! ¿Dónde están tus tropas, Fera? ¿Y las de tus amigos?

—Señor Djoser…

—Debes obedecer a tu rey, y liberar a todos los hombres que acepten luchar por él.

—Pero…

Djoser le ignoró y se volvió hacia el rey, llamándole involuntariamente por su nombre.

—Ya es hora de que esta comedia absurda acabe, Sanajt. El rey está en peligro, y tus amigos sólo piensan en sus intereses. ¿Es ésta su manera de agradecerte tus larguezas?

—Señor Djoser —dijo el visir con tono áspero—, ¡estás hablando con el rey!

—¡Silencio! —tronó el joven—. ¿Estáis ciegos? Si no reclutamos ese ejército, ¡muy pronto no habrá rey ni habrá Egipto!

Sanajt quiso replicar, pero la autoridad de Djoser le dejó clavado en el sitio.

—En fin, hermano mío, ¡tú eres el dios vivo de Egipto! ¿Aceptas que dicten tu conducta gentes que explotan tu generosidad, pero se niegan a ayudarte cuando los necesitas? ¡Ordena que te obedezcan! Que todos los hombres en edad de combatir acudan a la Casa de Armas. ¡Y confíame la dirección del ejército, yo rechazaré al invasor!

El otro le miró atónito, incapaz de reaccionar. Sefmut, que se mantenía apartado, intervino.

—Pienso que deberías escuchar al príncipe Djoser, oh Luz de Egipto. Es el único que puede salvar la situación.

Djoser prosiguió:

—¡Podemos reunir un ejército de diez mil hombres! Pero para eso hay que revisar la política que se sigue con los campesinos.

—¿De qué manera? —preguntó el rey.

—La gente no lucha por nada. El precio de las semillas debe bajar. Además, cada guerrero recibirá veinte medidas gratuitas.

—¡Ni lo sueñes!

—Todos los hombres deben ser libres de tomar las armas si lo desean, y no someterse a los caprichos de los grandes terratenientes que les prohíben enrolarse.

En su litera, Nekufer ardía de irritación, pero no se atrevía a reaccionar. Ahora comprendía por qué Djoser había asumido su defensa. Utilizando su autoridad natural, estaba a punto de arrebatarle el cargo de general en jefe que había conseguido quitarle al viejo zorro de Merura. Pero en ese momento estaba en mala situación para llevarle la contraria. A pesar de las circunstancias atenuantes, Sanajt no le perdonaba la derrota. Por lo tanto, lo mejor era hacerse olvidar.

Fera, que se mantenía junto al rey, trató de defender una vez más los intereses de sus iguales.

—No podemos aceptar tus condiciones, señor Djoser. El pueblo tiene que obedecer al rey. Y es justo que el rey decrete nuevos impuestos para financiar sus gloriosas batallas.

Djoser explotó.

—¿Qué gloriosas batallas? Sois vosotros los que arruináis Egipto amasando fortunas a costa de los campesinos y los artesanos. Almacenáis el grano y luego lo revendéis a precios prohibitivos para apoderaros de las tierras que todavía les pertenecen. Y encima pretendéis que sea el tesoro real el que pague a los soldados. ¿De qué os servirá vuestra riqueza cuando el enemigo se haya apoderado de todo?

Fera iba a replicar con aspereza cuando Sefmut insistió:

—Soy de la opinión del señor Djoser, oh gran rey. Es seguro que un ejército de soldados motivados por el incentivo de retribuciones sustanciales será capaz de rechazar al invasor.

Los amigos de Fera habrían intervenido para apoyarle, pero, como siempre, nadie conocía la reacción del monarca. Nervioso, el rey se levantó y dio unos pasos. Era evidente que le costaba desaprobar públicamente a los grandes señores, que formaban la parte esencial de su corte. Djoser comprendió que, en cierta medida, los temía. Sin embargo, ciertos nobles, que desaprobaban la política del visir, se colocaron decididamente al lado del joven. Poco a poco, por el salón del palacio, fue difundiéndose una atmósfera tensa. Todos esperaban con ansiedad la decisión del monarca, pero éste se retorcía las manos con gestos febriles, incapaz de tomar una decisión.

De pronto, un capitán se hizo anunciar y luego se precipitó a los pies del rey.

—Oh Luz de Egipto, el enemigo ha conquistado Atribir. Nada puede detenerle. Estará aquí dentro de seis días, tal vez de cinco.

Abrumado, Sanajt fue a sentarse de nuevo. Se volvió hacia Djoser.

—Está bien, hermano mío. ¡Se hará según tus exigencias! ¡Reúne tu ejército y expulsa al invasor!