Capítulo 39

—Sé bienvenida a mi reino, princesa Tanis. ¡Me alegra ver que los malos espíritus han sido expulsados de tu cuerpo!

En cuanto Tanis se encontró totalmente restablecida, Namhurad, lugal[27] de Til Barsip, había organizado una fiesta en su honor.

—Señor, debo agradecerte las molestias que te has tomado por mí y los míos.

—Es muy natural. Resulta tan raro que una gran dama de Egipto me haga el placer de visitar mi reino… Y nunca habría imaginado que el valor de que has dado pruebas pueda unirse a semejante belleza.

El rey invitó a Tanis a sentarse a su lado. El personaje inspiraba a la joven poca confianza. Los labios delgados, los ojos pequeños y juntos, todo en su persona dejaba traslucir una mezcla de cautela y ambición. Su rostro se prolongaba con una barba gris recortada en punta, según la moda sumeria. Anillos adornados con piedras preciosas cargaban sus dedos rechonchos. Su vestimenta estaba formada por una amplia toga de fino lino, realzada con brocados de oro. Cierto que Tanis debía la vida a su médico, que había pasado a su cabecera los ocho días durante los que la joven había luchado con la muerte. Pero odiaba su manera de mirarla, como si la desnudase del magnífico vestido que él mismo le había regalado.

Como no formaban parte de la nobleza, sus compañeros de cautiverio no habían sido invitados. Sólo había sido admitida Beryl, en calidad de esclava principesca; permanecía a los pies de Tanis. El salón de muros adornados con esteras coloreadas reunía a los cortesanos, a los grandes terratenientes y a los gobernadores de aldeas enfeudadas en Til Barsip. Unas cuantas mujeres adornadas de oro y joyas seguían dócilmente a sus esposos y amos. Una nube de concubinas rodeaba al lugal de atenciones, buscando de un modo servil una mirada o un favor.

A una seña del rey, los esclavos trajeron platos llenos de pájaros asados, de piezas de caza, de frutos secos, de cestillos de pan con miel o con hierbas, y jarras de cerveza con sus soportes. Bailarinas, luchadores, exhibidores de animales y malabaristas se sucedieron delante de los invitados, rivalizando en destreza y en fuerza. Tanis se había temido que iba a asistir a una nueva orgía semejante a la de Jericó, pero las costumbres bárbaras de los martos aún no habían llegado a Til Barsip.

Sin embargo, la atmósfera de la fiesta iba enturbiándose con una sensación de malestar inexpresado. El entusiasmo de los invitados sonaba a falso, y disimulaba mal un miedo latente al que se mezclaba una incomprensible resignación, que recordaba la que ya había encontrado la joven entre los amorreos. Todos se dedicaban a imitar el entusiasmo y el cinismo del rey, que visiblemente saboreaba el poder absoluto que ostentaba sobre sus súbditos. Le hablaban con deferencia, le divertían con frases ingeniosas y bromas.

Fuera, la tempestad seguía causando estragos. Desde que Tanis había recobrado el conocimiento no había dejado de llover. A veces, el rugido infernal de un trueno hacía vibrar las paredes. Entonces las conversaciones se detenían un breve instante, luego continuaban a voz en grito, como para negar la inquietante amenaza que la subida de las aguas del río hacía pesar sobre la ciudad. Y las risas sonaban más fuertes cada vez, más falsas…

Únicamente un anciano de rasgos ascéticos no participaba en la hipocresía general. Sentado aparte en un trono con patas de león, contemplaba a la concurrencia con mirada severa. Tanis observó que Namhurad se dirigía a él con respeto. Beryl le susurró:

—Ese hombre es el ensi, el sumo sacerdote de Til Barsip. Se llama Ziusudra. En el pasado, su poder era equivalente al del rey. Pero desde que los grandes terratenientes apoyan al lugal, el ensi ha ido perdiendo poco a poco su autoridad. Sin embargo, las gentes del pueblo le aman, porque dicen que es hombre de gran sabiduría.

Una simpatía espontánea llevó a Tanis hacia el sumo sacerdote, cuyo aspecto le recordaba el de su maestro Meritrá. Le habría gustado hablar con él, pero Namhurad la acaparó durante toda la noche, multiplicando los cumplidos y las insinuaciones apenas veladas, ignorando las miradas de odio de sus esposas. Tanis tuvo que emplear toda su diplomacia para rechazar aquellas proposiciones suavemente. Sin embargo, notó que el anciano la observaba con curiosidad.

Al día siguiente, aprovechando una tregua del mal tiempo, Namhurad quiso hacerle visitar su ciudad, que había sufrido mucho por sucesivas tempestades. En las tortuosas callejas se habían formado verdaderos torrentes, y muchos tejados se habían desmoronado.

Instalada a orillas del río, Til Barsip jalonaba una ruta que subía hacia Anatolia uniéndose a la que venía de Ebla. Un permanente contacto con los caravaneros había llevado a muchos habitantes a chapurrear el amorreo, el hicso, el sumerio e incluso algunas palabras de egipcio. Los artesanos fabricaban cerámicas pintadas, de gran belleza, y paños tejidos a partir de pelo de cabra y de muflón. Las viviendas, levantadas sobre las ruinas de casas más antiguas cuyos restos habían terminado formando una especie de cerros artificiales, denunciaban la antigüedad de la ciudad. Su curiosa arquitectura asombró a la joven. Construidas con ladrillo crudo, albergaban a varias familias y se dividían en tres partes. A ambos lados de una amplia sala central se ordenaban piezas más pequeñas, habitaciones, despensas de grano y de legumbres. En el centro de la gran sala había una gran chimenea, donde se hacía la comida. Por medio de unas rampas se llegaba al tejado, donde dormían en verano. Hasta el propio palacio real, aunque de dimensiones mayores, seguía este modelo.[28]

Una gruesa muralla rodeaba la ciudad, destinada a protegerla de las episódicas incursiones de los amanios y de las partidas de bandidos procedentes de Asia que acosaban a las caravanas.

Un extraño edificio dominaba la ciudad. El templo, símbolo del poder de los dioses, se alzaba en la cumbre de una eminencia formada por piedras amontonadas, en la que se había trazado una escalera de losas desparejas. Cuando Tanis y el rey pasaron al pie del santuario, una silueta negra se perfiló sobre el cielo de tormenta, en la que Tanis reconoció al anciano señor-sacerdote. Una sonrisa cargada de desprecio estiró el rostro de Namhurad.

—Ese Ziusudra está un poco loco —dijo con ironía—. Se cree un mensajero de los dioses. Tengo que enseñarte una cosa.

Por las murallas, contornearon la ciudad. Tanis se dio cuenta de que, construida sobre una ligera elevación del terreno, estaba rodeada prácticamente por las aguas. Del lado del río se abría un pequeño puerto en buena medida sumergido. Bajo la fuerza de la corriente, numerosas falúas tiraban frenéticamente de sus amarras. En el interior mismo del recinto, los barrios bajos habían sido invadidos por la crecida. Pero eso no era lo más sorprendente. A lo largo de un muelle inundado, las olas mecían un extraño navío, tan grande como el Estrella de Isis, pero de concepción totalmente distinta. Su color de un negro intenso indicaba que había sido calafateado completamente de betún, incluso en el puente. Un mástil ridículamente pequeño se alzaba por encima de una amplia cabina central. Estupefacta, Tanis observó que unos hombres llevaban toda clase de animales a bordo, así como víveres, muebles y mantas. Se volvió hacia Namhurad, que se encogió de hombros.

—Ziusudra está convencido de que el mundo debe sufrir un cataclismo sin precedentes. Según él, Til Barsip será engullida por las aguas. Pretende que los dioses le han ordenado construir ese navío, para salvar a todos los que acepten seguirle.

Y soltó una carcajada cínica.

—Pero, salvo su propia familia y unos cuantos imbéciles, nadie ha querido creerle. No es ésta la primera crecida a la que debe enfrentarse la ciudad.

Tanis no respondió. La predicción del anciano corroboraba la del amorreo Ashar. Alzó los ojos hacia el cielo, oscurecido por legiones de nubes cargadas de amenazas.

—¿Y si el sumo sacerdote dijese la verdad? —sugirió Tanis—. He oído una profecía similar no lejos del Mar Sagrado, señor. Tal vez fuese prudente aconsejar a los habitantes que se refugien en las colinas.

El lugal hizo un gesto irritado.

—¡No te metas tú también en esto! No corremos ningún riesgo. Este viejo loco ha dedicado toda la fortuna del templo a construir este barco. Pero cuando la tempestad amaine, se pudrirá en el muelle. No hay nada de que sorprenderse: todo el mundo sabe que son los lugales los que se benefician ahora de los consejos de los dioses. Si existiese el mínimo peligro, me habrían hecho una seña. ¡A mí, y no a él! —dijo en tono cortante y sin réplica posible.

Tanis renunció a prolongar la discusión. Pero la contemplación del navío de casco negro despertó en ella una difusa sensación de angustia.

Por la tarde, Raf’Dhen se despidió. Acompañada por Beryl y Enkidu, Tanis salió del recinto de la ciudad y reunió el rebaño que acababa de preparar para la partida. A su lado estaban Rekos y la pequeña Rachel, que había conseguido dominar su miedo a los caballos, y a la que el hicso había convertido en su compañera. La mayoría de los nómadas que habían escapado de los montes de Amán habían decidido seguirles. La atmósfera de Til Barsip les inquietaba sin que supiesen exactamente los motivos. La mujer de más edad de las amorreas le dijo a Tanis:

—Desconfía, princesa, la cólera de Rammán está sobre esta ciudad.

Intranquila, la joven se volvió hacia Raf’Dhen.

—Aquí es donde nuestros caminos se separan, princesa —dijo el hicso—. Los habitantes de esta ciudad no me aprecian demasiado; tienen miedo a que mis caballos devoren sus cabras. Pero no quisiera partir antes de saber que estás fuera de peligro.

—Eres un verdadero amigo, Raf’Dhen.

—La vida es complicada —continuó el otro—. Nunca habría imaginado que iba a sentir por una mujer el respeto que se debe a un valeroso guerrero. Estoy orgulloso de haber sido tu amigo y envidio a aquel a quien ames. En su lugar, yo nunca te habría dejado marchar.

Tanis sonrió con tristeza.

—No podía rebelarse contra la voluntad del rey. Pero sé que un día habré de encontrarle.

Y puso levemente sus labios sobre los del hicso.

—Mi regalo de despedida…

El hicso la estrechó contra sí.

—¡Que los dioses te acompañen, mi princesa demasiado hermosa!

Luego se apartó y saltó a su montura. Rekos ya había colocado a Rachel en la grupa. Bajo su dirección, el rebaño se puso en camino en dirección al norte.[29] No tardaron en convertirse en un conjunto de manchas móviles que se difuminaron detrás de las brumas. Un pesado nudo encogió el pecho de la joven. Iba a echar en falta a aquel gran diablo de guerrero barbudo y a su taciturno compañero.

Con paso lento tomó el único camino que aún estaba libre de agua y regresó hacia la ciudad con sus compañeros. También a ella le habría gustado abandonar aquel lugar cuanto antes. Pero ¿qué podía hacer sino esperar la señal de partida de la primera caravana? Contempló la ciudad, que se alzaba orgullosa contra el cielo gris barrido por los vientos. La masa sombría de la espesa muralla de ladrillo provocó en ella una desagradable sensación de amenaza.

La tempestad estaba en su apogeo. Relámpagos deslumbrantes iluminaban la noche glauca, inundando la ciudad de resplandores verdes y efímeros. Un estrépito ensordecedor desgarraba los tímpanos. Sola, refugiada contra el muro del templo batido por el huracán, Tanis contemplaba aquel espectáculo apocalíptico. Las negras aguas rodeaban la ciudad. Quería huir, pero no había salida posible. Hasta el aire había tomado una consistencia espesa, casi pastosa. Cada respiración le exigía un esfuerzo sobrehumano. Un cansancio extremo embotaba sus miembros abotargados.

De repente, el horizonte septentrional se deformó. Petrificada, Tanis vio desplegarse e hincharse una ola monstruosa, mientras un fragor espantoso hacía vibrar sus entrañas. La ola colosal se agigantó, llenó el mundo y el cielo, como si fuese a engullirlo todo. De pronto una idea se impuso en su cabeza: aquel leviatán ciego no era otra cosa que el Nun, el océano primordial y sin vida, en el que todo retornaría a la nada. Como si estuviese enviscada en una ganga pringosa, apartó los ojos de la abominación sin nombre que rodaba inexorablemente hacia ella.

Alrededor, la ciudad adquirió nitidez; se parecía a Til Barsip. Una ciudad frágil, vulnerable, cuyos habitantes presa del pánico intentaban escapar hacia ninguna parte. A sus oídos llegaron gritos ahogados por el fragor de la tormenta.

Aterrorizada e impotente, Tanis vio la letal ola precipitarse en dirección a la ciudad, y golpear con su potencia la muralla de ladrillo, que explotó bajo su impacto. Un maelstrøm furioso invadió las calles, las engulló, llevándose a los habitantes espantados. Cuerpos de hombres, de mujeres y de animales fueron arrastrados hacia el río revuelto que cubría inexorablemente las viviendas. El palacio real se derrumbó con una lentitud terrorífica en las aguas encrespadas. Luego la ola se lanzó al asalto de la torre del templo, cuyos lados devoró de forma inexorable. Una sensación de angustia encogió el pecho de Tanis. Quería gritar, pero ningún sonido podía salir de su garganta. De repente alzó los ojos. Horrorizada vio un gran fragmento de muro del santuario desprenderse y desmoronarse sobre ella. Un grito de espanto sonó en la noche.

Jadeante, despertó y se irguió en la cama, con la piel empapada en sudor. El espantoso estrépito no había cesado. El retumbar de los truenos sacudía los cimientos del palacio, mientras el fragor infernal de la lluvia crepitaba sobre los tejados. Por la ventana de su cuarto divisó los cegadores resplandores de la tormenta que se había desencadenado por la noche. Una silueta negra se materializó a su lado. Tuvo un sobresalto. Beryl la tomó entre sus brazos.

—Has tenido una pesadilla, princesa.

Tanis tragó saliva.

—¡No! —afirmó—. Los dioses me han hecho una advertencia. Esta ciudad está condenada. No podemos quedarnos aquí.

La joven acadia encendió una lamparilla de aceite.

—Pero si todo va bien. Es sólo la tormenta. ¡Mira!

Envolvió a Tanis en una manta y la llevó hasta la ventana. Fuera, el diluvio parecía querer mezclar las aguas del cielo con las del río. Las callejas, convertidas en tumultuosos torrentes que minaban los muros, se difuminaban detrás de una cortina impenetrable de lluvia. Una sorda hostilidad emanaba del universo entero, como para confirmar las profecías de Ashar y del viejo sacerdote de Til Barsip.

Las imágenes de la orgía de Jericó y los atroces sacrificios humanos de los amanios surgieron en su memoria. ¿Podía desear un dios justo aquella destrucción total por los abominables crímenes cometidos por unos cuantos? Se negaba a creerlo. Había sin duda otra explicación. Acaso el Nun intentaba engullir de nuevo el mundo de los hombres. Las potencias divinas protectoras lucharían contra él. Tanis lo deseaba, lo deseaba con todo su corazón. Pero la violencia de la tempestad desmentía su insensata esperanza. Se preparaba un cataclismo formidable. Ahora estaba íntimamente convencida.

—Tengo que hablar con el rey —declaró con fuerza.

—¡Esa idea es absurda! —gritó el lugal—. ¿Por qué tienen que abandonar los habitantes de Til Barsip su ciudad?

—Mi pesadilla es un presagio enviado por los dioses —respondió Tanis—. ¡Contempla tu ciudad, señor! ¡Ya está rodeada por las aguas! Las lluvias han crecido desde ayer. Dentro de poco las cascadas que bajan de las montañas hincharán los cursos de agua, y el nivel del río seguirá aumentando. Hay que huir.

—¡Nunca! Til Barsip resistirá. Existe desde que Enlil creó el mundo. Kabta, el dios de los ladrillos, sabrá fortificar nuestras murallas. En cuanto a ti, ¡te prohíbo que salgas de palacio!

Y volvió a hundirse en su sillón con una sonrisa suficiente.

—En efecto, he decidido convertirte en mi próxima esposa. Una alianza entre mi reino y Egipto será beneficiosa para nuestros dos pueblos.

—De eso, ni hablar —dijo Tanis en tono rebelde, pero aterrada.

Namhurad se irguió como un gallo.

—Aquí, princesa, yo soy el lugal, y el representante de los dioses. Nadie puede oponerse a mi voluntad. ¡Guardias, lleváosla!

Antes de que la joven pudiese replicar, apareció media docena de guerreros y la arrastraron hasta su cuarto, donde la encerraron brutalmente. Llena de rabia pero también de miedo, Tanis se refugió en los brazos de Beryl.

—¡Este hombre está loco! El mundo está al borde de la catástrofe, y él quiere convertirme en su esposa. Es algo totalmente descabellado.

Un sollozo sacudió su cuerpo. Una mortal tenaza no iba a tardar en cerrarse sobre la ciudad, cuyas ruinas la triturarían de forma inexorable. Ni siquiera podía intentar la huida. Cuatro guardias armados hasta los dientes vigilaban su puerta.

—A veces tengo la impresión de que me persigue un dios maléfico. En cuanto consigo escapar a una de sus trampas, tiende otra bajo mis pasos, como si quisiese impedir que encuentre a mi padre. ¡Y no puedo hacer nada! ¡Nada!

De buena gana se habría puesto a gritar. Maquinalmente, colocó su mano sobre el nudo Tit, que seguía conservando a pesar de sus distintas tribulaciones. Ni siquiera los amanios se habían atrevido a quitárselo. Con la mente vacía, se volvió una vez más hacia Isis, implorando su protección.

Por la noche, les trajeron una cena frugal. Fuera, la tormenta seguía aumentando. De repente, Beryl lanzó un grito:

—¡Princesa! ¡Mira!

A lo largo de los muros, unas extrañas serpientes brillantes se contorsionaban a la luz temblorosa de la lámpara de aceite.

—Estamos perdidas —gimió la joven esclava.