Durante ese período mágico en que el Nilo abandonaba su cauce para transformarse en un vasto lago, los campesinos eran libres para dedicarse a otras faenas. Era la época en que se entregaban a tareas de interés común, como la construcción de caminos, de murallas o de templos. Pero Sanajt se preocupaba poco de la situación en que se encontraba su capital. Los nuevos impuestos con que había cargado a artesanos y labradores sólo trataban de acrecentar el tesoro real con una finalidad: entregarse, en cuanto fuera posible, a una gloriosa guerra de conquista. Si gracias a la vigilancia de Merura los soldados habían recibido una retribución del botín de Kattará, la mayor parte había ido a redondear las fortunas de muchos de los grandes señores, expertos en el arte de la adulación, al que Sanajt no sabía resistirse. Los guerreros descontentos habían puesto mala cara al principio, pero habían terminado resignándose. Otras preocupaciones les habían alejado de sus reivindicaciones. Como la mayoría procedía de la población agrícola, habían dejado la Casa de Armas para volver a sus tierras y luchar contra las inundaciones catastróficas.
Djoser había contratado los servicios de Kebi, el único que comprendía la lengua de Letis. Siguiendo atentamente las lecciones del soldado, ésta había hecho rápidos progresos en la lengua egipcia. Djoser le había confiado la dirección de las sirvientes esclavas; algunas, de origen beduino, la habían aceptado sin dificultad. ¿No era acaso hija de un famoso jefe?
Se esperaba además que supiese distraer al príncipe del dolor que seguía haciéndole sufrir. Todos se acordaban de Tanis, que había frecuentado asiduamente la morada del señor Meritrá. Pero Tanis se había ido al reino de Osiris. Por lo tanto, Letis debía sustituirla. La querían mucho. Era dulce e, igual que el señor Djoser, sabía cerrar los ojos a los pequeños hurtos que cometían los esclavos.
Pero el joven amo estaba ciego. Parecía no haberse dado cuenta de la belleza de Letis, del color profundo de sus ojos, ni de las miradas que la joven le dirigía. Sin embargo, le gustaba pasar la tarde con ella, después de comer. Tenían lugar entonces largas conversaciones durante las que Djoser ayudaba a la beduina a perfeccionar su egipcio, y en que la joven le contaba la vida del desierto y sus leyendas. Era un gran placer sentarse no lejos de ellos para escucharles.
En realidad, Djoser no ignoraba los turbadores sentimientos de la muchacha. Sus ojos hablaban por sí solos. También se había fijado en que era muy hermosa. Su cuerpo, moldeado por la dura vida del desierto, le hacía pensar en una gacela frágil y ágil. Sin embargo, Djoser no había respondido a sus miradas, de la misma forma que había rechazado las propuestas de varias mujeres de la corte. Tanis seguía ocupando sus pensamientos.
A veces, se trataba a sí mismo de tonto. Su compañera había desaparecido para siempre. Si quería reconstruir su vida, tendría que aceptar que otras mujeres compartiesen su cama. Un señor de su rango debía tener varias esposas y concubinas. Pero no sentía ninguna gana. Al menos por el momento.
Pocos días después de su entrevista con el rey, Djoser salió de Mennof-Ra en dirección a Kennehut. Aunque su hermano pareciese bien dispuesto hacia él, la dudosa atmósfera de la corte le desagradaba. Dejando al viejo Usakaf el cuidado de dirigir los asuntos de su casa, llevó consigo a Letis y a una buena parte de los servidores. Poco deseoso de permanecer en la capital si su compañero estaba ausente, Pianti y Semuré se unieron a él, y lo mismo hizo una docena de guerreros que habían servido a sus órdenes, y cuyas familias residían en el mismo nomo.
Desde hacía varios días, nuevas lluvias diluvianas se habían abatido sobre el valle. Nunca se habían conocido tales trombas de agua, al menos según decían los ancianos del lugar. Djoser aprovechó una relativa mejoría para realizar el trayecto. El viaje se desarrolló bajo un cielo amenazante.
Los viajeros llegaron a Kennehut al atardecer, bajo una pequeña lluvia fina que no había desalentado a los habitantes, curiosos por conocer a su nuevo señor. Djoser pudo comprobar que la crecida y las intemperies no habían perdonado a la aldea. Prados y campos habían desaparecido, dejando presagiar múltiples problemas de deslindes cuando el río regresase a su cauce. Sumergiendo los canales de regadío, ahogando palmeras y vergeles, las negras aguas habían formado innumerables islotes sobre los que se alzaban unas casas en peligro. Hasta la ruta estaba cortada en numerosos puntos.
Por suerte, la morada de Meritrá, situada lejos de la orilla, no había sido alcanzada. Era una casa confortable, a imagen de la de Mennof-Ra, y dotada asimismo de un magnífico jardín. El intendente de las tierras, un tal Senefru, desagradó inmediatamente a Djoser. Obsequioso hasta el exceso con él, con los servidores daba muestras de una autoridad despectiva que le valía el odio y el temor de los campesinos vinculados a la propiedad.
Después de haber ordenado a los cocineros que preparasen comida para todo el mundo, Djoser mandó que le presentaran a todas las personas de la hacienda. Había labradores, boyeros y pastores, así como algunos artesanos, alfareros, canteros, curtidores y tejedores, que fueron a prosternarse a sus pies, como exigía la costumbre. Con mirada severa, Senefru fue diciendo el nombre de cada uno; luego le señaló a los escribas encargados de llevar al día el registro de sus haberes. Meticulosos, metódicos, indiferentes a las dificultades con que tropezaban los hombres, aquellos individuos sólo vivían para llevar sus libros. Convencidos de pertenecer a una casta superior porque conocían los secretos de los signos sagrados, los jeroglíficos, vivían ferozmente vinculados a sus distintos títulos: Director de graneros, Medidor de grano, Director de rebaños…
Al día siguiente, Djoser, seguido de sus amigos, realizó una inspección completa de la hacienda. Así supo que poseía doscientos veintitrés bueyes y vacas, cantidad que incluía un centenar de madres de terneros[25]. El rebaño contaba asimismo con seiscientas una cabras y noventa y ocho cerdos. A estas cifras, escrupulosamente proporcionadas por el escriba director de rebaños, había que añadir algunos animales salvajes capturados durante las partidas de caza. En los prados había gacelas, íbices, antílopes, así como búbalos de largos cuernos en forma de lira.
Por la noche, Djoser ordenó el sacrificio de una gacela en honor de Min, dios de la fertilidad, y de un antílope destinada a Hapi, para que se mostrase clemente.
Indudablemente, el dios del río estaba de muy mal humor. Las ofrendas no merecieron su beneplácito. Día a día, el nivel de las negras aguas no dejaba de subir, amenazando constantemente nuevas casas. A veces, las olas llenas de limo arrastraban cadáveres de animales o de seres humanos.
Consciente de la utilidad de diques para proteger los campos elevados adonde habían conducido a la mayor parte del rebaño, Djoser ordenó a sus obreros consolidarlos. Él mismo cogió una pala y se puso a trabajar, ante la mirada estupefacta de los esclavos. Galvanizados por su ejemplo, todos redoblaron su ardor.
Alejado de todos, la cara de Senefru reflejaba preocupación. ¿Se había visto alguna vez a un señor de alto rango rebajarse hasta el punto de acometer el trabajo de un esclavo?
Djoser le vio y se echó a reír.
—Deberías imitarme, oh Senefru. Ésta es la buena tierra negra de Kemit que nos ofrece su riqueza y su alimento. ¿No es una buena manera de rendirle homenaje meter en ella las manos y los pies?
El otro se inclinó con gesto servil.
—Desde luego, señor. Pero ésa no es tarea de un príncipe, y desde luego tampoco la mía.
Djoser se encogió de hombros y volvió al trabajo. En cuanto a Pianti y Semuré, se habían encargado de reunir los rebaños. Por la noche, cuando volvieron a encontrarse, todos iban vestidos con un mismo uniforme de barro negro. Letis ya les había preparado la sala de baños. Una vez que se quitaron sus taparrabos embarrados, se pusieron con placer en manos de pequeñas esclavas desnudas que les rociaron de agua entre grandes estallidos de risa.
Semuré atrapó a dos de aquellas muchachas por la cintura y gritó:
—Por los dioses, primo, el barro de Kennehut vale tanto como el de Kattará, y la lluvia que nos libra de él resulta mucho más agradable.
Desde que había llegado pasaba unas noches muy agitadas en brazos de las esclavas de la hacienda, esclavas que cambiaba todas las noches. Pianti no se quedaba atrás, y ninguno de ellos parecía tener ganas de regresar a la capital, para alegría de Djoser.
Después de un masaje con aceite perfumado, se dirigieron a la orilla del río. Por el oeste, el sol desaparecido iluminaba el cielo con una luz fabulosa, hecha de oro y de turquesa, sobre la que el horizonte desértico se perfilaba en sombras negras. Una sinfonía de fragancias de limo, vegetación y flores inundaba el aire.
Mientras tanto, Djoser pudo comprobar que el nivel de las aguas había subido medio codo desde la mañana. Preocupado, observó a cierta distancia un promontorio transformado en isla donde había varias casas. En los alrededores, una veintena de vacas y otros tantos burros se apiñaban en lo que era el recuerdo de un prado.
—Mañana tendremos que traer a esas gentes y su rebaño —dijo a sus compañeros—. Me temo que el río seguirá subiendo.
Por la noche, cuando se disponía a dormir, agotado por su larga jornada de trabajo, un ruido formidable le sacó repentinamente de su torpor. Bajó de la cama y se dirigió a la ventana. Un viento frío procedente del norte empujaba una monstruosa masa nubosa que estriaban los relámpagos. A sus oídos llegaron ecos sordos de lamentos y súplicas dirigidas a los dioses. Enloquecidos, varios sirvientes habían salido al patio o al jardín para observar el angustioso fenómeno. Volvía a tratarse, sin duda, de una nueva manifestación de la furia de Hapi.
La tormenta, de una violencia excepcional, no tardó en estallar sobre la aldea. Empezó a caer una lluvia recia que crepitaba sobre el ladrillo seco del techado plano de la casa. Djoser se vistió corriendo y se dirigió al salón, donde ya le esperaban algunos esclavos asustados y los escribas, con el rostro descompuesto. Senefru se retorcía las manos gimiendo.
—Señor, Apofis ha despertado. Va a engullirnos a todos.
—¡Deja de decir tonterías! —gritó Djoser—. Esta casa está al abrigo de la crecida.
En cambio, sintió una viva inquietud sobre la suerte de los habitantes de la aldea aislada por las aguas. Seguido por Pianti y Semuré que se le habían unido, salió de la casa; despreciando las ráfagas de la lluvia y los resplandores cegadores de la tormenta, corrió hasta el límite del río. Lo que temía estaba produciéndose. Allá abajo, el islote preservado hasta entonces desaparecía lentamente bajo la crecida de las aguas negras.
—¡No podemos abandonarlos así! —gritó.
Reunió a su gente, sirvientes libres, campesinos y esclavos, y les ordenó llevar todas la barcas disponibles para transbordar a los hombres y a los animales. Senefru levantó los brazos al cielo.
—¡Ni lo pienses señor! Está todo muy oscuro. Te arrastrará la corriente.
Djoser se volvió vivamente hacia él.
—¿Por qué no has obligado a esta gente a venir aquí antes en busca de refugio?
—¿Campesinos en tu casa? ¡Ni lo pienses, señor!
—¡Precisamente eso es lo que pienso! ¡Por tu culpa, quizá vayan a perecer ahogados!
Con la boca abierta, como si acabara de tragarse una mosca, el intendente no supo qué responder. Pero Djoser ya se había alejado de su lado. Los esclavos llevaron varias barcas largas de papiro. Cuando Djoser se disponía a saltar a una, apareció Letis, con el pelo suelto y mojado por la lluvia.
—¡Señor! ¡Sé prudente!
Djoser le cogió la mano y sonrió.
—¡Ruega a tus dioses por mí, hermosa mía!
Impulsadas por largos bicheros, las barcas se dirigieron hacia el islote. Los esclavos tenían que esforzarse al máximo para luchar contra los remolinos y la violencia de la corriente. Pero gracias a sus redoblados esfuerzos las embarcaciones consiguieron llegar hasta la isla, donde les recibió una veintena de aldeanos enloquecidos. El agua llegaba ya al umbral de sus casas. Maldiciéndose por no haber realizado antes aquella operación, Djoser ordenó a las mujeres y a los niños que subiesen los primeros.
—¡Que los hombres se queden para ayudar a transportar los animales! —gritó.
Bajo una lluvia torrencial, la tarea no resultó fácil. Los niños lloraban y las mujeres gritaban de miedo. Hicieron un primer viaje. Luego trasladaron el ganado. El propio Djoser ayudó a los pastores a que los animales, locos de pánico, subiesen a las barcas.
Por fin, tras varias horas de encarnizado trajinar, la casi totalidad de personas y animales fue puesta a salvo. La tormenta había redoblado su violencia. Sobre el islote sólo quedaban dos hombres: uno de ellos se negaba a abandonar aquel lugar sin llevarse unos animales a los que parecía apreciar mucho: unos pájaros. Gritando para hacerse entender, Djoser le dijo al campesino:
—¡Hay que dejarlos! ¡Sube a la barca!
—¡Señor, no puedo dejarlos aquí! Se encargan de mi subsistencia.
—Pero si no se necesita criar pájaros —replicó Djoser—. Basta con cazarlos.
—Se pueden criar como se crían los corderos o las cabras, señor —respondió, obstinado, el otro—. Va a producirse una gran hambruna, y necesitaremos su carne. Estos animales te pertenecen. No puedes abandonarlos así.
No parecía dispuesto a subir a la barca. El nivel de las aguas ya había invadido las casas, y dos de ellas se habían derrumbado bajo los ataques bruscos y violentos de las furiosas olas.
—¡Ven a ver, señor! —gritó el hombre.
Y arrastró a Djoser hacia el otro lado de la isla. Allí, a la luz de los relámpagos, le señaló un cercado que encerraba una población de ocas, de patos y de palomas enloquecidas de pánico por los elementos. Una red por encima del cercado les impedía escapar.
—¡Estos pájaros saben nadar o volar! —gritó Djoser—. No están en peligro. Devuélveles la libertad. Los recuperarás más tarde.
Refunfuñando, el campesino obedeció. Una vez liberados, los animales se precipitaron por la abertura practicada por aquel hombre. Desequilibrado, éste cayó hacia atrás. De improviso, un espantoso gruñido surgió de la negra inmensidad del río. Sorprendido, Djoser trató de distinguir la causa del estrépito, y un grito se quedó clavado en su garganta.