Un acceso de angustia encogió el pecho de Tanis. Agarró con vivacidad el brazo del hicso.
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—Anoche los amanios vinieron a buscarla, junto con otra muchacha. Creen que esta tempestad es la manifestación de la cólera de su dios. Decidieron derramar sangre para aplacarla.
La garganta de Tanis se cerró. Sentía un profundo afecto por la pequeña acadia. La idea de su cuerpo lacerado por las hojas de sílex de los amanios la hizo estremecerse.
—Las sacrificarán mañana por la mañana —precisó Raf’Dhen.
Tanis dio un salto.
—¿Por qué no lo has dicho antes? No vamos a dejar que esos perros cometan semejante abominación. Vamos a liberarlas.
—Pero no podemos hacer nada, princesa —dijo el hicso en tono firme—. Son diez veces más que nosotros. Y dejando de lado algunos adolescentes, entre los cautivos no hay más que mujeres. ¿Quieres que nos maten a todos?
—No me iré sin Beryl. De no ser por ella, tal vez nunca habríamos conseguido montar los caballos. ¿Dónde la tienen?
—¡Es una locura, Tanis!
—¿Dónde la tienen? —insistió.
Raf’Dhen soltó un enorme juramento y declaró:
—En una cabaña situada en el centro de la aldea, guardada por guerreros. No tienes ninguna oportunidad.
—Recuerda que sé utilizar un arco. He fabricado una buena docena de ellos y son tan eficaces como los tuyos.
El hicso trató por última vez de hacerla entrar en razón.
—Con este viento y en plena noche, no lo conseguiremos.
—No estás obligado a acompañarme.
—¿Ah, no? ¿Crees que dejaré que cometas sola una tontería semejante?
—Entonces seremos tres —dijo una voz a la entrada de la gruta.
Surgió la silueta tranquila de Rekos. La cara del hicso se iluminó con una sonrisa de fiera.
—También yo aprecio a Beryl. De todos modos, si fracasamos, da lo mismo morir en combate.
Instantes después, tras haber ordenado a los demás prisioneros equipar los caballos en previsión de la fuga, Tanis y sus compañeros se encaminaron hacia la aldea, envueltos en unas tinieblas casi totalmente líquidas. Tras mil dificultades, consiguieron acercarse a las casas del poblado. Los fuegos encendidos en los tholols[24] y en las cavernas difundían una débil luminosidad, que les permitió inspeccionar el lugar.
Las inquietantes siluetas de tres dogos se dirigieron hacia ellos lanzando gruñidos. Tanis se acurrucó y los llamó. Desconcertados, se detuvieron. Uno vaciló, pero no tardó en ir a frotarse amistosamente contra el cuerpo de Tanis. Aliviado, Raf’Dhen dijo en voz baja:
—Posees un poder mágico sobre los animales, princesa. Ya pensaba que iban a comernos los higadillos.
—¿Dónde está Beryl? —preguntó Tanis.
El hicso señaló una casa en ruinas cuyo techo había sido arrancado parcialmente por los huracanes. Tanis ahogó un juramento. La barraca estaba situada en el otro extremo de la aldea. La partida no estaba ganada.
Por suerte, la violencia de la tempestad había incitado a los amanios a permanecer enclaustrados en las casas o las grutas. Sólo dos hombres montaban guardia delante de la cabaña donde estaban apresadas las cautivas. Chorreando agua, Tanis y sus compañeros empezaron a reptar entre el barro y la rocalla. Las ramas les arañaban los miembros. De pronto, un escalofrío recorrió el cuerpo de Tanis. La penetró una atroz sensación de frío. Se envolvió mejor en la piel de animal mojada que la cubría. Con un violento esfuerzo de voluntad rechazó el malestar insidioso que la invadía. No era momento para flaquezas.
Con el corazón palpitante, alcanzaron por fin un repliegue de terreno cercano a los dos guardias. A pocos pasos, la ventana de un tholol vecino difundía la luz pálida y móvil de un fuego. Si a un amanio se le ocurría salir en ese instante, estaban perdidos. Con gestos lentos, armaron los arcos y esperaron el momento favorable. Estaban a menos de veinte pasos del enemigo, pero apenas veían, y el huracán podía desviar sus tiros. De improviso, el rayo se abatió sobre las cimas salpicando la aldea de azogue. Un estrépito ensordecedor hizo vibrar los ecos del valle.
—¡Ahora! —dijo Tanis en voz baja.
Las flechas brotaron simultáneamente y fueron a clavarse en el pecho de los guerreros. Un momento después, los tres cautivos saltaban hasta la entrada de la casa. Mientras los hicsos remataban a los guardias sin piedad, Tanis apartó la cubierta de cuero que cerraba la choza. El suelo estaba invadido por las aguas. Las prisioneras se habían acurrucado una contra otra bajo lo que quedaba del techo. Beryl reconoció inmediatamente a Tanis. Sacudió a su compañera, y las dos se deslizaron hacia el exterior. Mientras tanto, Raf’Dhen y Rekos habían arrojado el cuerpo de los amanios al furioso torrente.
Llena de ansia, Tanis lanzó una ojeada en torno. Pero no vio nada. El alboroto de la tormenta había cubierto los gemidos de los guardianes. A una señal de la joven, tomaron el camino de vuelta, luego se fundieron en la noche líquida en dirección al valle de los caballos. Ahora la suerte sí estaba echada, pensó Tanis. Cuando se diesen cuenta de la desaparición de los esclavos y de la muerte de sus compañeros, los amanios les perseguirían sin piedad. Dirigió una ferviente plegaria a Isis para que la tempestad continuase hasta el día siguiente.
Y la tempestad continuó. Cuando algo parecido al alba iluminó el valle por oriente, la luz tenue que caía del cielo mostró un espectáculo alucinante. El torrente había crecido mucho, desbordándose de su cauce. El estrecho paso que llevaba a la aldea se había encogido mucho más. Tanis dio la orden de montar. Pero la compañera de Beryl condenada a ser sacrificada empezó a gimotear. En aquella atmósfera apocalíptica, su miedo a los caballos reaparecía.
—Esos monstruos van a matarme —gimió—. No puedo.
Tanis trató de hacerla razonar:
—Pero si ya lo has hecho.
La joven se negaba a atender a razones. Rekos optó por una solución más enérgica. Asestó un puñetazo en la barbilla de la muchacha, que, aturdida, cayó desmayada. El hicso, muy tranquilo, la cargó en su montura.
—¡Eso sí es saber hablar a las mujeres! —gruñó Tanis.
El hicso abrió los brazos con una sonrisa contrita, luego montó sobre el caballo. Tanis reunió a la tropa y dio orden de partir. Los animales se precipitaron por el valle con un estrépito infernal. En unos momentos alcanzaron los lindes de la aldea, que cruzaron a galope tendido. Aunque su rostro chorreaba agua de lluvia, Tanis vio a unos guerreros despavoridos surgir de las cavernas. Otros ya empezaban a reaccionar. Uno de ellos gritaba señalando la caverna vacía donde habían estado las esclavas. Tanis lanzó el caballo al galope. Varios hombres corrieron para tratar de detener el rebaño. Los dogos ladraron. Pero era demasiado tarde. Llevados por su impulso, los caballos los derribaron sin piedad.
De pronto, la colosal silueta de Pashkab se irguió delante del caballo de Tanis. Al reconocerla, tuvo un momento de vacilación que le resultó fatal. La imagen de los cuerpos despedazados cruzó la mente de la egipcia. Empuñó su maza y golpeó con rabia redoblada. El amanio recibió el golpe en plena frente. Lanzó un berrido espantoso y se desmoronó, con el cráneo partido. Desorientados por la muerte de su jefe, los demás se replegaron deprisa ante la manada furiosa, que cruzó la aldea a un ritmo infernal, bajo las injurias del enemigo impotente. Varios perros les siguieron un momento, luego abandonaron la caza, impresionados por los cascos de los caballos.
Una mezcla de miedo y de exaltación se apoderó de Tanis. Ahora ya nadie podía perseguirles. Sin embargo, aún no estaban a salvo. A ambos lados, las elevadas paredes desfilaban a una velocidad vertiginosa. Llevado por el pánico, un caballo tropezó en un afloramiento rocoso y, con las piernas rotas, cayó junto con su jinete en las aguas revueltas del curso de agua. Más abajo, el torrente se había convertido en un tumultuoso río que saltaba por encima de enormes bloques de piedra como si quisiera arrancarlos de su ganga.
De improviso, una pared del acantilado minado por las lluvias se derrumbó a unos pasos de ellos. Una avalancha de rocas y tierra rodó por la pendiente, asustando a los caballos. Tanis hubo de tirar con todas sus fuerzas de la cuerda para dirigir su montura hacia la pared del acantilado opuesto. Salvó el paso peligroso en tromba y volvió la cabeza un momento. Vio con alivio que los otros la seguían. Entonces aminoró la marcha.
Si el huracán había favorecido su fuga, la violencia de los elementos se volvía ahora contra ellos. Unas borrascas infernales les hacían perder el equilibrio. Apenas si podían contener a sus monturas enloquecidas. Pero no podían detenerse. Había que aguantar, salir de aquel valle maldito.
A veces tenían que salvar de un salto afluentes que iban a añadir sus aguas espumeantes a las del río enfurecido. Cegada a medias por el agua, Tanis había confiado su destino al instinto de su caballo. Con los miembros extenuados, Tanis ya no sabía quién dirigía a quién. Por momentos, le parecía que unas mandíbulas glaciales le trituraban el pecho. Tenía que recurrir a toda su voluntad para no caer de su montura.
Cabalgaron así todo el día, bajo una lluvia pertinaz. Poco a poco, el relieve del terreno fue modificándose. El valle se ensanchó. Hacia el atardecer, terminaron saliendo a una llanura inmensa, cruzada por un caudaloso río que en algunos lugares había invadido las orillas. El diluvio había cesado, pero espesas masas de brumas reptaban por la superficie de bronce de las aguas glaucas.
La manada de caballos se detuvo. Los fugados, con los huesos destrozados, se deslizaron hasta el suelo. Raf’Dhen estalló entonces en una sonora carcajada.
—¡Lo hemos conseguido! ¡Somos libres! —gritó.
En un arrebato de entusiasmo, cogió a Tanis por la cintura y la levantó del suelo.
—¡Ah, princesa! ¡Amo locamente a estos animales. Nunca podré vivir sin ellos!
Rekos reconfortaba a la joven nómada a la que se había visto obligado a golpear.
—¡Bueno, hermosa mía! ¿No les das las gracias a estos valientes animales que te han salvado la vida? ¿Cómo te llamas?
—Raquel.
Temblando, la muchacha se refugió en los brazos del hicso, a quien no pareció desagradar semejante reacción. Los demás cautivos, extenuados por la tormenta y agotados por la carrera, contemplaban la meseta estupefactos. Les costaba comprender que la pesadilla había terminado. Tanis se acercó a Beryl, que no podía separar sus ojos del río.
—¡Nos hemos salvado! —le dijo—. Y en parte ha sido gracias a ti. Sin tus consejos, no habríamos podido aprender a montar los caballos.
La joven acadia se volvió hacia Tanis, con los ojos brillantes de lágrimas.
—Todo lo debemos a tu valor, dama Tanis. Tú me has salvado la vida. Desde este momento, te pertenezco. Quiero ser tu esclava.
—Pero… ¿no deseas ser libre al fin? ¿Verdaderamente libre?
La voz de Beryl se volvió suplicante.
—No me rechaces, dama Tanis. Tú no lo puedes comprender porque eres una princesa. Pero yo nací esclava. ¿Qué haría siendo libre? ¿Quién me protegerá? Sólo quiero una cosa, permanecer a tu lado y servirte. Te lo suplico, ¡permíteme vivir a tu lado!
Cayó de rodillas a los pies de Tanis, abrazándolos. Una viva emoción se había apoderado de Tanis. El recuerdo de su fiel Yereb le encogía el pecho. Turbada, levantó a Beryl.
—De acuerdo, quédate conmigo.
El rostro de la acadia se iluminó, y saltó al cuello de Tanis.
—¡Mira! —le dijo—. Hemos llegado al valle del Éufrates. En dirección sur se extiende Akkad, mi país. Y más allá está el reino de Sumer.
—Sumer… Uruk… —murmuró Tanis.
El nombre de su padre invadió entonces su mente y una bocanada de alegría la embargó. Pero todavía quedaba mucho camino.