Las fieras fueron acercándose lentamente, dirigidas por un gran macho de pelaje oscuro. Un terror helado fluyó a lo largo de la espina dorsal de Tanis. El recuerdo de la mujer adúltera desgarrada por los colmillos de unos perros hambrientos volvió a su memoria. Tiró desesperadamente de sus ataduras. Pero eran resistentes. Maldijo a los amanios y al punto la invadió una especie de resignación. Cerró los ojos y dirigió una ferviente plegaria a Isis para que le evitase sufrir demasiado tiempo. Pero sólo duró una fracción de segundo. Todo su ser se rebeló. No quería morir, rechazaba la muerte con todas sus fuerzas.
Los lobos avanzaban con sigilo, en un absoluto silencio apenas turbado por el murmullo del viento en el bosque cercano, como si la naturaleza contuviese el aliento. Cuando estuvieron a unos pocos pasos, el gran macho se quedó clavado, olisqueó el aire, luego miró a Tanis fijamente con sus ojos de oro. Curiosamente, no parecía decidido a atacar. Sus compañeros se habían inmovilizado detrás de él, en una actitud extrañamente prudente. Tanis se dio cuenta de que debía disimular su terror, no moverse. Su experiencia de cazadora le había enseñado que un lobo aislado nunca atacaba a un hombre de pie. Pero ¿una jauría? De repente se dio cuenta de que pasaba algo distinto que no podía explicarse. Su miedo se desvaneció, reemplazado por una insólita sensación de paz. Los lobos no le harían ningún daño, porque ella los atraía. Tal vez Isis había extendido su protección sobre ella, aunque Tanis no estaba muy segura. La fuerza misteriosa que ablandaba a las fieras emanaba de ella misma. Así había conquistado a los dogos amanios.
Llamó al gran macho y le habló con dulzura, como hacía con el lebrel de Djoser, que sentía verdadera adoración por Tanis. El lobo vaciló, pero acabó frotándose cariñosamente contra sus piernas y emitiendo un dulce gemido. Sin miedo ya, Tanis hundió sus manos en el espeso pelaje. Un poco más tarde, el resto de la jauría formaba un círculo alrededor de la joven, buscando sus caricias como cachorros. Tanis estuvo a punto de gritar de alegría. Sin pretenderlo, acababa de jugarles una mala pasada a sus verdugos.
A lo lejos, los amanios no daban crédito a sus ojos. Pashkab soltó un espantoso juramento y lanzó su caballo hacia la manada. Contrariamente a una estúpida creencia popular, el lobo es menos peligroso que el perro. Dado que tienen miedo del hombre, la jauría habría debido huir. Sin embargo, las fieras se dispusieron delante de la joven gruñendo, para protegerla de sus enemigos. Impresionados, los amanios se detuvieron a unos pocos pasos y lanzaron injurias. Su número no les aseguraba la victoria, sobre todo porque los perros ya se habían ido con la caravana.
A una orden de Pashkab, los guerreros armaron sus arcos. Pero los lobos habían olfateado el peligro: con las fauces abiertas y mostrando unos amenazadores colmillos, saltaron hacia los caballos. Éstos, enloquecidos, se encabritaron. Dos hombres cayeron sobre la rocalla y huyeron a todo correr mientras los demás retrocedían, sin lograr dominar sus monturas sino a costa de un gran esfuerzo. Pashkab redobló su virulencia. Pero el chamán le puso la mano en el brazo y profirió algunas palabras. A través de algunas migajas de lenguajes asimilados, Tanis comprendió que la creía protegida por las divinidades del bosque; por lo tanto, nada podían hacer contra ella. El jefe soltó una nueva ristra de invectivas, luego volvió bridas y se marchó a galope tendido, seguido por sus guerreros. Los jinetes no tardaron en difuminarse en las profundidades del bosque.
Una vez alejado el peligro, la jauría volvió a rodear a Tanis, que no podía dar crédito a sus ojos. Había esperado la muerte, y era la libertad la que le tendía los brazos. Entonces, bajo el efecto de la tensión nerviosa, se sentó y estalló en sollozos. Un hocico amistoso la zarandeó con cariño. El gran macho lloriqueó suavemente como para consolarla. Tanis le agarró por el cuello y murmuró:
—Eres el mejor amigo que he tenido desde hace mucho tiempo, señor lobo.
Permaneció acurrucada contra la piel cálida del animal, dejando que su ánimo fuera recuperándose. Los lobos no se movían, como si esperasen su reacción. Luego, desgastó la atadura sobre una roca afilada para liberarse. Frotándose sus tobillos abotagados, se puso a cavilar. Beneficiándose de la protección de la manada, podía tratar de salir del macizo. Si caminaba hacia oriente, al cabo de unos días llegaría al valle del Éufrates. Pero esta solución no la satisfacía. No podía decidirse a abandonar a sus compañeros. Con el tiempo, había terminado sintiéndose unida a los dos hicsos y a la pequeña Beryl. Los amanios debían pensar que había huido y no sospecharían que los seguía. Tomó la decisión rápidamente. Con un poco de suerte, tal vez podría aparecer por sorpresa y liberar a sus amigos. Recuperó las cuerdas de las ataduras y se puso en camino siguiendo las huellas de los nómadas. La jauría la siguió enseguida.
Entonces empezó una extraña persecución. Preocupándose por permanecer fuera del alcance de la vista de los amanios, los seguía sin dificultad gracias a las huellas de los innumerables pasos que dejaban, a los vestigios de las hogueras y restos de la comida con que se regalaban los lobos. Cuando acampaban durante varios días, Tanis permanecía cerca, ocultándose en la espesura del bosque. Mientras la jauría salía de caza, ella se acercaba cuanto podía al campamento, estudiando las idas y venidas para descubrir una fisura en la vigilancia de los esclavos. Pero los dogos nunca abandonaban su guardia.
Cierto día, entre los desperdicios abandonados por los amanios encontró una hoja de sílex. Con la cuerda de sus ataduras se fabricó con ella un puñal, un arco y flechas. Así armada, se sintió menos vulnerable.
Los lobos la habían adoptado como una de los suyos. Pasaba largas horas observándolos. A pesar de cierta similitud física, Tanis comprendió que se diferenciaban mucho de los perros. El gran lobo, al que había llamado señor lobo, dominaba al resto de la manada. Su existencia estaba regulada por toda suerte de ritos. La diversidad de sus gritos, gañidos, ladridos, aullidos, gemidos y mímicas faciales le daba la impresión de que servía para comunicarse. Todo servía de pretexto para silenciosas peleas, breves luchas para afirmar la superioridad de uno o de otro. Sin embargo, incluso en lo más duro de sus juegos, los lobos permanecían alerta, al acecho de la menor señal de peligro.
La ternura que unía a los miembros de la jauría la sorprendió en carniceros tan despiadados. A menudo, los más jóvenes mordisqueaban las fauces de los mayores en busca de un poco de alimento masticado. Los lobeznos daban muestras de independencia y con frecuencia luchaban entre sí, bajo la atenta mirada de las hembras. La actitud de estas últimas sorprendió a Tanis. Todas se acoplaban siempre con un mismo macho, imagen de fidelidad extraordinaria, que nunca habría esperado encontrar entre animales. Por la noche, Tanis dormía entre ellos, protegida por sus espesas pieles.
Pero el tiempo pasaba sin que consiguiese acercarse al campamento lo bastante como para hacer una señal a sus compañeros. Éstos seguían sufriendo bajo los látigos de sus verdugos. Una nueva luna llena provocó otra víctima, cuyo cadáver despedazado y destripado encontró Tanis al día siguiente. Asustada, se obligó a contemplar el rostro desfigurado por el horror, temiendo descubrir la cara de Beryl. Pero se trataba de una amorrea.
Cuando los lobos se acercaron para devorar el cuerpo, Tanis intentó rechazarlos, pero renunció a ello y huyó expulsando a pleno pulmón su odio. Luego se echó a llorar y cayó de rodillas sobre el suelo de rocalla. No podía odiar a las bestias por lo que hacían. No eran ellas las responsables de la muerte de la muchacha y no podían diferenciar entre un cadáver humano y la carroña de un animal. Pero en su mente fue cobrando cuerpo una extraña verdad. Aquellos lobos que tanto temía todo el mundo eran de hecho menos crueles que los hombres. Sólo mataban para alimentarse, y no para satisfacer una imbécil creencia religiosa.
La embargó un profundo desaliento. ¿Qué podía hacer ella contra una tribu entera? Incluso si conseguía acercarse al campamento, no tendría fuerza para combatir contra la horda de guerreros. Si la capturaban, correría la misma suerte que la pobre nómada. Sin embargo, no podía resignarse a abandonar. Apretó los dientes, se secó las lágrimas con el revés de la mano y volvió a ponerse en marcha.
De repente, una violenta borrasca la zarandeó. Al levantar los ojos vio que impresionantes cohortes de sombrías nubes invadían el cielo por poniente. Aceleró el paso. No debía dejar que la lluvia borrase las huellas del paso de los amanios.
Una mañana, llegó a un camino que conducía a un valle encajonado, bordeado de altos acantilados. A su lado, los lobos empezaron a lanzar temerosos gemidos. Comprendió que habían descubierto alguna presencia humana próxima. Temiendo caer entre sus enemigos, decidió no aventurarse más lejos. Siguiendo el valle hacia arriba, bordeó las crestas, acompañada por su silenciosa horda. De improviso, del fondo del valle se alzó un rumor confuso. Intrigada, se arrastró hasta el borde del acantilado.
En el fondo se extendía una aldea de toscas cabañas, cuyos techos hechos de pieles de animales tenían un agujero para dejar salir el humo. A ambos lados se abrían unas cavernas donde se afanaba toda una población de mujeres y de niños. A punto estuvo Tanis de que se le escapase un grito triunfal: había descubierto la guarida de los amanios.
A sus espaldas resonó un lamento. Se volvió: el gran macho la observaba con sus ojos amarillos. Ahora le conocía lo suficiente para comprender que tenía miedo. Se acercó a la fiera y la acarició. El lobo le dio un lengüetazo amistoso, y lanzó un gruñido breve. Momentos más tarde, la jauría desaparecía en las profundidades del bosque.
Tanis permaneció largo rato postrada, invadida por la tristeza. Pero siempre había sabido que llegaría un día en que los lobos dejarían de seguirla. Para terminar de desanimarla, se desató una intensa lluvia. Cerrando su piel de cabra despedazada sobre su cuerpo, prosiguió su marcha. Debía descubrir un medio para introducirse en el campamento y liberar a sus compañeros. Una milla más adelante, el valle se ensanchaba en una especie de circo bordeado de acantilados, por cuyo fondo corrían unas formas ágiles y rápidas: los caballos de los amanios. Tanis se sentó y se dedicó a observarlos. Poco a poco, en su mente fue cobrando vida una idea. Había estudiado la forma en que los guerreros se las arreglaban para montar aquellos animales. Estaba segura de poder repetir los mismos movimientos. Y si lo conseguía, sería capaz de enseñárselos a los otros. Sintió una oleada de alegría. Ya sabía cómo tenía que liberar a sus compañeros.
Inspeccionando aquellas cimas, descubrió una abrupta senda que le permitía llegar al valle sin demasiados riesgos. Comprobó que los caballos estaban sueltos. Nadie los vigilaba, salvo media docena de dogos cuyo papel consistía sin duda en alejar a los depredadores. Por la tarde, unos cuantos esclavos fueron a recoger piedras que cargaron en unas seras de cuerda. Pero no se acercaron a los caballos, que parecían tenerles miedo. No apareció ningún guerrero.
Al día siguiente, a pesar de la lluvia, Tanis decidió bajar al valle. En un primer momento, debía asegurarse de la neutralidad de los dogos. Con paso incierto, se dirigió hacia los perros. Uno de ellos empezó a gruñir, pero pronto la reconocieron y acudieron a hacerle fiestas como cachorros. Pasó largo rato acariciándolos a fin de que no diesen la alarma. Luego, algo inquieta, se acercó a los caballos. Acostumbrados a la presencia humana, no manifestaron ninguna preocupación. Superando su ansiedad, Tanis los acarició con la mano, les habló. Poco a poco, fueron volviéndose más familiares. El primer paso estaba dado. Pero todavía no podía montarlos. Los amanios empleaban pieles de cordero que fijaban sobre el lomo mediante unas cinchas de cuero, y les pasaban una cuerda por la boca. Pero Tanis no tenía ninguno de aquellos materiales. Y el único lugar donde podía encontrarlos era la aldea, situada más abajo.
A mediodía hizo su aparición un pequeño grupo de esclavos. Tanis se ocultó entre unos matorrales y esperó. Su corazón empezó a latir más deprisa cuando reconoció a Beryl y a Rekos. Se dejó ver. El estupor se reflejó en el rostro de sus amigos.
—Dama Tanis… —balbuceó el hicso.
Después de comprobar que no la veía ningún guerrero, Tanis se acercó. Los demás esclavos hicieron ademán de retroceder.
—Tú estás muerta —dijo una mujer temblando—. No eres un ser de carne, eres un espíritu.
Tanis se echó a reír.
—Tranquilizaos, estoy viva y bien viva. Los lobos no me han devorado.
Les contó su aventura y les dio cuenta de su plan. Beryl acudió en su ayuda.
—A mí no me dan miedo los caballos —explicó la joven sumeria—. Durante el invierno pasado llegué incluso a montarlos.
—¿Cómo fue? —preguntó Tanis.
—Los amanios no lo saben. Los habían dejado en este valle y a mí me habían ordenado cuidar de ellos. Durante el día me quedaba sola con los caballos. Como me había fijado en la manera en que los guerreros los montaban, intenté imitarlos.
—¿Es difícil?
—No hay que demostrar miedo, porque si no el caballo se libra de ti. Pero basta con pasar una cuerda por su boca para dirigirle. Le había echado el ojo a una yegua con la que me entendía bien. Comprobé que nadie me vigilaba y luego la equipé. Después monté en ella como hacen los guerreros. Ni rechistó. Los caballos obedecen a ligeros golpes de talón y tirones de cuerda. Una vez tienes valor para montarlos, es muy fácil.
—¿Y nunca se te habrá ocurrido fugarte?
—¡Oh, sí! Pero los amanios no son estúpidos. Esta pradera está rodeada de acantilados. Los caballos no pueden franquearlos. Para escapar tenía que pasar por el poblado. Y sola era imposible. Si me hubiesen capturado, me habrían ejecutado inmediatamente. Pero ahora, si todos aprendemos a montar…
—Necesitaremos mucha paciencia —declaró Tanis—. Los caballos representan nuestra única esperanza de salvación. Vas a enseñarnos lo que sabes, y todos los esclavos huirán. Ante todo, necesitamos cuerdas, y tal vez pieles de cordero.
Rekos se rascó la cabeza.
—Se pueden conseguir. Sé dónde guardan todo eso. Me será fácil ocultarlas en las seras.
—Luego tenéis que organizaros para que todos los cautivos vengan aquí uno tras otro. Hay más caballos que esclavos. ¡Todo el mundo podrá escapar!
—¡Yo no podré nunca! —balbuceó la mujer que había tomado a Tanis por un fantasma—. Esos monstruos me dan demasiado miedo.
Tanis la riñó con tono severo.
—¿Prefieres esperar tu destino sin luchar? ¡Sabes de sobra lo que los amanios hacen sufrir a las víctimas que sacrifican a su dios! Porque todos acabaréis así. ¿Quieres que te arranquen la piel y que te devoren el corazón?
La mujer se puso pálida y agachó la cabeza.
—Haré lo que tú digas.
La lluvia amainó, convirtiéndose en una aliada perfecta. Después de la temporada de caza, los amanios aspiraban al reposo y apenas si se preocupaban de lo que hacían los esclavos, siempre que les sirviesen la comida y les limpiasen las chozas. A Rekos no le costó mucho sustraer pieles y cuerdas. Las seras llegaban cargadas de pieles, de algodón y de cuerdas trenzadas por los propios esclavos, que Tanis almacenaba en una pequeña caverna situada río arriba, donde ella dormía por la noche. Regresaban al poblado con las seras llenas de piedras destinadas a consolidar las chozas de los amanios.
En pocos días Tanis aprendió a montar. Como le había dicho Beryl, lo más importante era dominar el propio miedo. Los caballos olfateaban el estado de ánimo de su jinete y no vacilaban en librarse de los que se mostraban asustados. Al cabo de diez días, Tanis montaba sin problema. A la caída del crepúsculo, regresaba a su madriguera. A la luz de una tosca lámpara de aceite que había hecho de un guijarro, pasaba el tiempo que le quedaba fabricando arcos y hachas de piedra y tallando flechas.
El problema resultó más delicado con los otros esclavos. A la mayoría, los caballos les inspiraban un terror casi enfermizo. Pero la perspectiva de la libertad y el temor a acabar bajo los cuchillos de los amanios contribuyeron en gran medida a vencer su miedo. En cambio, los dos hicsos no tuvieron ninguna dificultad. Al contrario, habían descubierto en sí mismos una verdadera complicidad con los caballos, y se las arreglaban para ir todos los días. Un mes más tarde, eran capaces de montar aquellos animales cerca de cincuenta prisioneros. Tanis caviló para organizar la evasión.
Sabía que, por la noche, los amanios encerraban a los cautivos en una profunda gruta situada en el centro de la aldea, guardada por tres guerreros armados. Pero ahora los prisioneros disponían de hachas y de puñales. Llegado el momento, serían capaces de librarse de sus carceleros.
Por desgracia, la lluvia, que al principio se había convertido en un compañero eficaz, se volvió contra ellos. A cada momento estallaban tormentas y unos vientos helados surcaban el valle. Aquellos huracanes poco habituales preocupaban al chamán. La inquietud se mudó en verdadera angustia cuando una violenta tempestad se abatió sobre el macizo. Los oscuros nubarrones explotaban, desencadenando chaparrones diluvianos, que a veces se transformaban en tornados de nieve en polvo. No tardó el torrente que corría por el fondo del valle en henchirse de agua, sumergiendo las orillas.
Cierta noche, una crecida brutal destruyó las casas construidas demasiado cerca del curso de agua y se llevó a varios miembros de la tribu.
Por más que el brujo interrogaba a los oráculos en las tripas de las aves que todos los días sacrificaba, no veía mejoría alguna. Todos los días el torrente crecía un poco más, devastando todo a su paso. Algunos amanios se habían visto obligados a abandonar sus casas amenazadas por las aguas y a refugiarse en las cavernas excavadas en los acantilados. Refugiada en su gruta, Tanis llegó a pensar que había empezado la catástrofe profetizada por el viejo Ashar.
Una mañana tomó la decisión. Había que aprovechar la confusión provocada por las tormentas para huir. Esperó a que sus compañeros llegasen y les explicó el plan.
—Lo primero es apoderaros de las armas. Esperáis a que la noche cierre por completo y entonces matáis a vuestros guardianes. Tirad los cuerpos al río para que no los encuentren y luego os reunís conmigo aquí. El único problema son los dogos.
—Están acostumbrados a vernos circular por la aldea —replicó Raf’Dhen—. Si nadie les da la orden de atacarnos, no se moverán.
—Bien. Esperaremos al alba, y luego lanzaremos el rebaño de caballos al galope para cruzar la aldea. Los amanios no podrán detenernos.
Les dio hachas y puñales, que ellos ocultaron entre sus ropas.
A la noche siguiente, Tanis se refugió en su gruta y esperó ansiosa. La suerte estaba echada. Si los hicsos fracasaban en su intento de librarse de sus guardianes, serían ejecutados. Ni siquiera podrían ayudarles.
Mediada la noche, una silueta se perfiló en la entrada de la gruta. Raf’Dhen. Tanis contuvo un grito de alegría. Lo habían conseguido. Pero, a la luz de la lámpara, adivinó la inquietud en el rostro del hicso.
—He hecho lo que dijiste, princesa. Nuestros guardianes han muerto. Todos los esclavos aguardan junto a los caballos.
Pero el hicso bajó la cabeza y añadió:
—Por desgracia, Beryl no está con nosotros.