Hacía siete días que la caravana había salido de Ebla. Desde la víspera se adentraba por una profunda garganta, emparedada entre rocas de un gris jaspeado de vetas oscuras. A trechos se alzaban altas columnas esculpidas por los vientos, rematadas por pesadas piedras negras que las hacían parecer inquietantes gigantes. A uno y otro lado se abrían estrechos desfiladeros que llevaban hacia unas cumbres semiocultas por volutas de brumas móviles. La lluvia había cesado, pero tornados de polvo iban a chocar con gran estrépito contra las asperezas de los acantilados.
El lugar era ideal para una emboscada. Por prudencia, los milicianos rodeaban a los caravaneros, con las armas en la mano. Enviaron exploradores para reconocer el terreno, pero no descubrieron nada alarmante. La vegetación de arbustos apenas ofrecía escondite a un eventual ejército de asaltantes.
A pesar del temor que encogía los corazones de los caravaneros, la jornada transcurrió sin incidentes. Cuando la claridad crepuscular que fluía del cielo bajo empezó a menguar, el jefe de la caravana decidió acampar. Encendieron hogueras para luchar contra las solapadas tinieblas que reptaban por el fondo del valle de grava.
De repente se desencadenó una violenta tormenta, acompañada por chaparrones diluvianos. Se apagaron enseguida las hogueras alrededor de las cuales se habían reagrupado, llenos de frío, los nómadas. La milicia redobló su vigilancia. En realidad, la caravana no habría tenido nada que temer de un agresor clásico que dispusiese de las mismas armas que los mercenarios. Pero, según afirmaba la leyenda, los Demonios de las Rocas malditas no eran humanos. Por lo menos, ésa fue la terrible impresión que sintieron los caravaneros cuando surgieron sus monstruosas hordas, en medio de un estrépito infernal, de los desfiladeros encajonados que se abrían a espaldas del convoy.
Enloquecidos, los viajeros se zarandearon en medio de una confusión total, unos para huir, otros para intentar coger sus armas. Pero las criaturas se desplazaban a una velocidad portentosa, como si las llevase la furia de la tempestad. En pocos instantes se plantaron en medio del campamento. Las leyendas no mentían: su cuerpo se parecía al de un animal dotado de torso humano. La batalla fue tan repentina como asesina. Gritos de rabia y ruidos de armas entrechocando estallaban alrededor de Tanis. Gritos de terror, cuyos ecos resonaban en los acantilados barrenándole los tímpanos. El fantasmal enemigo parecía brotar de las mismas paredes rocosas.
En medio de la penumbra desgarrada por el resplandor de las hogueras moribundas y de los relámpagos, la joven buscó desesperadamente un arma. En el seno de semejante caos los arcos eran inútiles. A unos pasos vio un hacha abandonada por un caravanero aterrorizado. Quiso abalanzarse para cogerla, pero, en una visión de pesadilla, una silueta demoníaca se irguió ante ella. En una fracción de segundo, comprendió que los Demonios no eran sino hombres montados sobre poderosos animales, semejantes a asnos grandes. El ruido ensordecedor de sus cascos al galopar se mezclaba con el retumbar de los truenos y los gritos de pánico. El miedo dio paso a la cólera. Si eran hombres, podían ser vencidos.
Dividida entre el espanto y la rabia, la joven evitó el asalto del jinete rodando por el suelo. Luego se precipitó sobre el hacha, la cogió y la lanzó con todas sus fuerzas hacia el agresor. Herido en la cabeza, éste soltó un espantoso bramido de dolor. Su montura se encabritó y él cayó pesadamente al suelo. Poco después, los dos hicsos estaban al lado de Tanis. Raf’Dhen saltó sobre el jinete y le hundió el cráneo con un vigoroso golpe de maza.
Llena de valor, Tanis hizo frente al enemigo rodeada por sus compañeros. Aislados en la parte delantera de la caravana, e impedido su avance por los que huían, los milicianos no podían intervenir con eficacia. Antes de que hubiesen podido alcanzar el lugar donde se desarrollaba la batalla, varios cadáveres tapizaban el suelo. Mentucheb se había apoderado de una pesada maza y golpeaba a los asaltantes que pasaban a su alcance.
Pero los asaltantes se beneficiaban del efecto sorpresa y de una rapidez sorprendente. Siguiendo una técnica suficientemente probada, recorrían la retaguardia de la caravana en todas direcciones, disparando flecha tras flecha para contener la réplica de los milicianos, y descargando vigorosos golpes de hacha de piedra sobre los cráneos. Tanis y sus compañeros no tardaron en verse rodeados por una horda vociferante.
La joven comprobó que los mercenarios habían conseguido organizar una línea de defensa. Se preparó para correr y reunirse con ellos cuando una mano vigorosa la agarró por el brazo. Como había perdido su hacha, luchó con arañazos y mordiscos. Un golpe brutal la alcanzó en la nuca. Un olor a sangre le llenó las fosas nasales. Su vista se nubló. Notó que la elevaban del suelo para dejarla sobre una cosa dura, de un olor penetrante. En medio de una bruma opaca que rompían resplandores rojos, tuvo tiempo de ver al gordo Mentucheb derrumbarse, golpeado por la espalda; luego, naufragó en la inconsciencia.
Cuando recobró el conocimiento, un agudo dolor de cabeza le taladró las sienes, mientras una náusea le retorcía las tripas. Ante sus ojos desfilaban imágenes inverosímiles. A ratos, era la visión de un precipicio que se sumía en una noche desgarrada por relámpagos deslumbrantes; en otros, la visión era de arbustos que le golpeaban la cara y los hombros. Un puño firme la mantenía agarrada. Acabó comprendiendo que había sido colocada de través sobre una de aquellas criaturas monstruosas en las que se desplazaban los Demonios. Sus muñecas, atadas a la espalda, le hacían sufrir de una manera horrible.
No habría sabido decir cuánto duró aquella carrera frenética en medio de la penumbra líquida. A su alrededor resonaban roncas carcajadas que gritaban una probable victoria, mezcladas con gritos de terror. Volviendo la cabeza, descubrió la presencia de numerosas criaturas, que también llevaban cautivos, en su mayoría aparentemente mujeres. Otros transportaban piezas de tejido, armas, sacos conteniendo sin duda el producto del pillaje, algunas ovejas que balaban de espanto.
La noche había caído casi por completo cuando la horda salió a una llanura barrida por los vientos y la lluvia. A lo lejos se divisaban las luces temblorosas de unas hogueras, sin duda el campamento de los asaltantes. Gritos entusiastas saludaron el retorno de los jinetes.
Un poderoso puño derribó a Tanis sobre el suelo de piedra. La sangre le pulsaba en las sienes. Unas manos con garras la arrastraron sin miramientos hasta un grupo en el que había una treintena de prisioneros, entre los que Tanis reconoció a Raf’Dhen y a Rekos, medio muertos. Los demás eran muchachas y adolescentes.
Aturdida, Tanis recobró el aliento. La lluvia había dejado de caer, pero un huracán furioso soplaba constantemente, ventisca feroz brotada de la oscuridad que le mordía los miembros con sus mandíbulas glaciales. Habían agrupado a los cautivos cerca de un conjunto de tiendas rústicas en cuyo centro se agitaba una multitud de siluetas fantasmales. Un pequeño grupo de mujeres proferían gritos de victoria, corrían en todas direcciones, bailando una zarabanda desenfrenada alrededor del botín traído por los guerreros. A Tanis le llamó la atención que no hubiera ningún niño. Los hombres proclamaban a voz en grito sus hazañas. Habían puesto a asar un cordero y una cabra, de cuyos cuerpos los vencedores cortaban trozos de carne jugosa y apetecible. Más allá se extendía una oscuridad impenetrable.
Una angustia casi palpable se había apoderado de los prisioneros. Los dos hicsos tenían heridas en la cabeza y en el torso. Tanis se acercó a ellos. Raf’Dhen abrió los ojos y le dirigió una sonrisa amarga.
—Lo siento mucho, princesa mía. No había previsto que atacarían por la retaguardia del convoy.
Ella se encogió de hombros.
—Sólo los dioses conocen el destino, Raf’Dhen. No te considero responsable.
Él la miró con los ojos enrojecidos donde se reflejaban las llamas de la cercana hoguera, y declaró con voz febril:
—No te preocupes. No seguiremos siendo prisioneros de estos monstruos por mucho tiempo. Huiremos. Tú vendrás conmigo. Iremos a mi país, y serás mi primera esposa.
Tanis respondió con una mueca.
—Ya hablaremos de eso más tarde. Ahora lo importante es saber dónde estamos.
El hicso no pudo dejar de admirarla. A pesar del frío y del hambre, a pesar del agotamiento por el combate, a pesar de la angustia que adivinaba en ella frente a su destino incierto, Tanis conservaba un perfecto dominio sobre sí misma. Ni siquiera se daba cuenta. Raf’Dhen habría querido protegerla, pero la fuerza indomable que vibraba en sus ojos le desarmaba. Siempre se había figurado, lleno de desprecio, que las mujeres cedían al miedo y a los gritos ante el menor peligro. Aquella mujer demostraba lo contrario. No le necesitaba. Poseía de manera innata la facultad de adaptarse a cualquier situación. Una imagen dominó su mente: Tanis le hacía pensar en un felino, una pequeña fiera imposible de domesticar a la que nadie podría dominar si antes ella no aceptaba someterse. Le invadió un sentimiento nuevo. Además del amor incondicional que sentía por ella, sentía respeto, y un verdadero orgullo ante la idea de poder figurar de ahora en adelante en el rango de sus amigos.
Curiosamente, nadie parecía preocuparse de ellos. Salvo las ataduras de las muñecas, podían disponer libremente de sus movimientos. Tanis examinó la situación. A un lado se extendía el campamento, al otro se abría el infinito de la noche montañesa. Si trataba de huir, ¿quién lo impediría? Las monstruosas monturas no habían podido recorrer una gran distancia en tan poco tiempo. Tal vez fuese posible alcanzar la caravana…
Aprovechando el aparente desinterés de sus carceleros, Tanis se apartó del grupo. Raf’Dhen trató de retenerla, pero ella le ordenó silencio y se deslizó reptando en las tinieblas. De repente, quedó clavada. Un gruñido sordo parecía emanar de la montaña entera. A la luz de las hogueras, distinguió entonces una multitud de estrellas amarillas y brillantes que la observaban. Poco a poco fueron dibujándose las siluetas amenazadoras de unos perros enormes que impedían cualquier intento de fuga. Temblando retrocedió lentamente y volvió a ocupar un sitio entre sus compañeros. Ahora comprendía por qué no se preocupaban de vigilarlos.
—Son dogos —le dijo Raf’Dhen—. Nosotros los hicsos los utilizamos para cazar el lobo y el jabalí. Te despedazarían en unos instantes.
Mucho más tarde, mujeres vestidas con harapos de pieles de animal, aparentemente esclavas, les trajeron unas groseras escudillas de madera llenas de un caldo infame, sobre el que sin embargo los cautivos se lanzaron con avidez. Tanis tragó su pitanza con asco. Pero no había comido nada desde aquella mañana. El infecto alimento, a base de leche de cabra y grasa, sació su hambre. Agotada, se tumbó sobre el suelo. Cuando Raf’Dhen le propuso que durmiese pegada a él, aceptó. El hicso la acunó entre sus brazos para darle un poco de calor. Por un momento Tanis temió que el contacto de su cuerpo despertase en el guerrero un deseo del que ella habría prescindido de buena gana. Pero el agotamiento y el aire helado debían calmar sus ganas. El hicso se limitó a estrecharla contra sí. A pesar de la frialdad y de la angustia que le roía las entrañas, Tanis terminó por hundirse en el sueño.
Al día siguiente, al despertar, comprobó que el campamento de sus captores estaba formado por más de cincuenta tiendas instaladas en una llanura rocosa y cubierta a trechos por placas de hierba y arbustos enclenques. Algo más lejos empezaba un espeso bosque de pinos y de cedros, a los que se mezclaban robles quermes. Por el norte se alzaba un muro de montañas que la aurora teñía de malva. La tempestad de la víspera había dado paso a un cielo límpido. Sólo un acantilado de nubes ocultaba el horizonte por oriente. El huracán se había debilitado. Un frío intenso destrozaba los miembros de los prisioneros. Tanis se dio cuenta de que los perros no habían abandonado su sitio de la noche y seguían vigilándoles con sus ojos despiadados. Algo más allá divisó las monturas de los Demonios, vagando libremente por la llanura. No se había equivocado. Recordaban vagamente a los asnos, pero su tamaño era más impresionante. A veces, uno de aquellos animales se lanzaba a un galope desenfrenado, luego se detenía para resoplar de forma ruidosa. A pesar de su inquietante aspecto, Tanis no pudo dejar de encontrarlos hermosos.
—¡Son caballos! —le dijo Raf’Dhen—. Existen algunos rebaños salvajes en el este de Anatolia. Nosotros los cazamos por su carne. Pero no sabía que fuera posible domesticarlos.
Poco a poco, el color malva que iluminaba las cumbres se aclaró para convertirse en un rosa teñido de reflejos dorados, que fluyó lentamente hacia el pie de los relieves montañosos antes de inundar la llanura. Entonces apareció el sol. Un sol helado, lejano, muy distinto del astro incomparable que iluminaba el valle sagrado de los Dos Reinos.
Bajo la amenaza de unos látigos cortos, los cautivos fueron llevados al centro del campamento, donde se había reagrupado la tribu. El aspecto de los guerreros acabó de asustar a los cautivos. Vestidos con unas pieles rústicas, mostraban unos bigotes espesos y largos, bajo unos cráneos rasurados, adornados con una larga cola de caballo plantada en la parte superior de la cabeza y anudada por unas tiras de cuero.
Un coloso con cara de bruto, probablemente el jefe, dio una breve orden. Se adelantó una joven, con la cabeza gacha. Su rostro pálido y delgado denunciaba su condición de esclava. El gigante empezó a hablar con voz gutural. La muchacha tradujo sus palabras a la lengua de los amorreos.
—El poderoso Pashkab manda decir que a partir de ahora sois sus servidores. Tiene derecho de vida y muerte sobre vosotros, de la misma manera que el dios Assur dispone de todo lo que vive en el mundo. Cualquier intento de fuga será castigado con una muerte atroz. Ordena que obedezcáis a cualquier miembro de su clan como a él mismo. También dice que no sois más que perros impuros e indignos del nombre de ser humano.
Luego la muchacha se volvió hacia el coloso, que la apartó con la mano como se aparta a un animal, antes de volver a su tienda.
Un poco más tarde, llevaron a los prisioneros a una especie de depresión herbosa en cuyo centro se alzaba una tienda cochambrosa. Allí había una veintena de esclavos vestidos con pieles de animales desgarradas. Una cautiva se puso a gemir, prediciendo con voz lúgubre que iban a servir de alimento a las monstruosas criaturas montadas por los Demonios de las Rocas malditas. La angustia encogió el corazón de Tanis. ¿Podía tener razón la nómada? Poco deseosa de escuchar sus incesantes lamentaciones, se mantuvo apartada, envolviéndose en lo que quedaba de su capa de cuero.
De pronto, una silueta se acercó a ella y le tendió una manta de pelo de cabra, bastante estropeada, pero suficiente para calentarla. Se envolvió en ella y luego, intrigada, alzó los ojos. Delante estaba la muchacha que había servido de traductora al jefe de la tribu. Su larga cabellera morena enmarcaba un rostro muy joven y agradable. La muchacha le sonrió y se dirigió a ella en su lengua.
—Eres egipcia, ¿verdad?
—Sí.
—Lo he visto en tu ropa.
Hablaba con un acento extraño, un poco cantarín.
—Me llamo Beryl. Soy acadia. ¿Cuál es tu nombre?
—Tanis.
La muchacha la rodeó con un brazo amistosamente.
—No te alarmes. Esa mujer se equivoca. Los caballos sólo comen hierba. —Y soltó una breve risa cristalina—. Los nuevos prisioneros siempre se imaginan cosas inverosímiles de estos animales. En realidad, son mucho más simpáticos que sus amos.
—¿Cómo conoces la lengua de esos perros?
—Pronto hará dos años que soy su prisionera. En el pasado, fui la compañera de juegos de la princesa Anehnat, la hija del rey de Tell Joja. Pero un día la princesa se enfadó conmigo y me vendió a un mercader egipcio, que me enseñó su lengua. Cuando se marchó de Akkad para volver a su país, me llevó consigo. Pero la caravana fue atacada. Mi amo murió ante mis ojos. Desde entonces soy cautiva de los amanios.
—¿Los amanios?
—Así se llaman las tribus que viven en estas montañas.
Apretó los dientes y añadió:
—Los detesto. Son un pueblo salvaje y despiadado. Adoran a un dios cruel llamado Assur. Su gran fuerza reside en el hecho de que han logrado domesticar a los caballos, que les permiten desplazarse a la velocidad del viento, y surgen siempre donde menos se les espera. Saquean, y luego huyen igual que han aparecido.
—¿Por qué no tratan de comerciar con las ciudades del sur?
Beryl se encogió de hombros.
—Nos odian. Afirman que, tiempo atrás, sus antepasados reinaban en las grandes llanuras del Levante y en el valle del Éufrates. Pero llegaron nuestros pueblos, y los rechazaron hacia las montañas. Desde entonces muchas de sus tribus se han extinguido. Nos consideran como seres demoníacos. Para ellos, valemos menos que animales.
—¿Qué harán de nosotros?
—Pashkab ya lo ha dicho. De ahora en adelante seréis sus esclavos.
—Pero ¿por qué una mayoría de mujeres? ¿Van a… tomarnos por la fuerza?
—¡Oh, no! Para ellos, las extranjeras son impuras. Un amanio que tuviese una relación con una de ellas sería ejecutado inmediatamente por los demás. Sólo toman esposa entre las mujeres de sus clanes. Conservan mi vida porque soy la única que he aprendido su lengua, pero…
Tanis descubrió una fisura en la voz de su nueva amiga. Adivinó que no le decía toda la verdad, mas no se atrevió a seguir preguntándole. Beryl le agradaba. Todo en aquella muchacha denotaba cierta educación.
—¿Por qué no hay niños con ellos?
—Aquí sólo hay cazadores. Se traen algunas mujeres para satisfacer sus necesidades, pero su pueblo se encuentra muy lejos, en dirección norte. Tras la campaña de caza de otoño, regresarán a su aldea.
—¿Nunca has pensado en escaparte?
—Es imposible —suspiró la acadia—. Sus molosos nos acechan constantemente. Un prisionero que consiguiese huir engañando a los perros no tendría ninguna posibilidad de escapar a sus perseguidores. Los caballos son rapidísimos. Algunos de nosotros ya han intentado huir por las buenas. Pero todos fueron capturados, sin excepción.
Inclinó la cara hacia el suelo, como si estuviera en un apuro.
—¿Y entonces qué ocurre? —insistió Tanis.
—Conozco la suerte que reservan a los que huyen. Es demasiado horrible. Créeme, más vale no intentarlo.
Acongojada, la joven egipcia se replegó sobre sí misma. Aquel padre misterioso que deseaba encontrar parecía desvanecerse un poco más cada día, como un fantasma inaprensible.
Sin embargo, tenía que haber un medio de escapar…