Capítulo 31

Para alivio de Tanis, la caravana no se entretuvo mucho en Jericó. Después del espectáculo al que habían asistido, los mercaderes egipcios no tenían muchas ganas de comerciar con los habitantes de una ciudad tan depravada. La leyenda afirmaba, desde luego, que en la época de los primeros reyes egipcios, su muerte entrañaba la de sus servidores y de sus esposas, que eran sepultados al lado del monarca con el fin de que continuasen sirviéndole en el reino de Osiris. Pero se trataba de un rito sagrado, que de todos modos había sido abandonado hacía mucho tiempo.

El convoy tomó de nuevo la pista del norte, que bordeaba el Hayardén. Este río bastante estrecho intrigo a Tanis; al revés del Nilo, corría de norte a sur.

Raf’Dhen se mostraba más amistoso con ella. Le hacía compañía tratando de entablar conversación en lengua amorrea, cuyos rudimentos había captado. A Tanis le habría gustado alejar aquella presencia molesta, pero temía herir su orgullo. Por eso aprovechó sus charlas para aprender los principios de la lengua de los hicsos. Raf’Dhen no cesaba de elogiar la belleza de su país, Anatolia, en el que, según decía, era jefe de una tribu poderosa y temida.

—Pero para ti —añadía— seré un esclavo. Ordena, y yo obedeceré.

Esta abnegación excesiva ponía en apuros a la joven. Había percibido con toda claridad el deseo que brillaba en los ojos oscuros del guerrero. El único muro que podía oponerle era el ascendiente que ejercía sobre él. En Jericó, la había visto revestida con sus ropas de princesa. Si semejante espectáculo había avivado su adoración, también había dado lugar al nacimiento de un respeto que le impedía mostrarse demasiado atrevido.

Desde la salida de Ashqelón, el tiempo se había mostrado conforme con la estación en que estaban. Sin embargo, diez días después de salir de Jericó se desencadenó una tempestad de extremada violencia. En una región donde la lluvia apenas caía en aquella época del año, sobre el valle se abatieron chaparrones torrenciales, obligando a los caravaneros a detenerse. Refugiada en su tienda mojada, Tanis se preguntó cuándo cesarían. Duraron dos días y dos noches. Por fin, al amanecer del tercer día la lluvia se detuvo, pero el cielo seguía cargado de amenazas.

El convoy continuó su ruta en medio de una cloaca que no facilitaba el avance. Una capa de barro cubría a los viajeros agobiados. El viejo Ashar, que caminaba al lado de Tanis, salmodiaba extrañas plegarias exhortando al dios Rammán a la clemencia. Pero ni siquiera él parecía creer en la eficacia de aquellas oraciones. ¿Para qué seguir, si la muerte había de abatirse inexorablemente sobre el mundo? La joven habría querido animarle a la lucha, a no aceptar de aquella manera su destino. Su dios no podía mostrarse tan inflexible. Pero sabía que nadie la escucharía.

El valle, por regla general seco, estaba inundado. No tardó en estrecharse, para terminar desapareciendo. La caravana franqueó una sucesión de montañas arboladas poco altas, luego volvió al camino que bordeaba la costa. Redoblaron la prudencia. Por suerte, según las tribus locales, los Pueblos del Mar no parecían haber desembarcado en los alrededores. Bordeando la costa, la caravana terminó llegando por fin a Biblos.

Cosmopolita y animada, la ciudad acogía a los representantes de toda clase de pueblos que trataban de comunicarse en otras tantas lenguas. Sin embargo, la mayoría de la población hablaba egipcio. Encantada de encontrar una verdadera ciudad, Tanis se aventuró por sus calles en compañía de Mentucheb y de Ayún. Las casas, construidas con ladrillo crudo, se ordenaban alrededor de un inverosímil embrollo de callejuelas estrechas, escalonadas en distintos niveles unidos por escaleras. Por ellas caminaban artesanos locuaces, marineros de todos los horizontes, mujeres de vestidos tornasolados, esclavos de ojos tristes, guerreros de uniformes heteróclitos. Miríadas de niños abordaban a los viajeros mendigando regalos o golosinas; cabras retozonas vagabundeaban entre los tenderetes coloreados y fragantes, en compañía de corderos y de algunos cerdos. También había extraños individuos de ojos oblicuos y bigotes, y armados de largos puñales de cobre. Mentucheb explicó a Tanis que procedían del Lejano Oriente.

Las plazas de mercado rebosaban de artículos procedentes de distintas provincias: muebles, piezas de vajilla, rollos de tejidos, armas, incienso del país de Punt, joyas de marfil, de oro, turquesas, lapislázuli, topacios… También había esclavos, asnos, enormes tinajas conteniendo semillas, betún, aceite, olivas, cerveza, vino… Algunas estaban selladas con precintos de arcilla que indicaban su contenido. Unos escribas barbudos y vestidos con largas túnicas los inventariaban, luego ponían sobre los precintos la impronta de unos sellos muy curiosos, en forma de cilindro, rematados por figuritas. Intrigada, Tanis contempló las pequeñas placas de arcilla. Llevaban motivos repetidos, debidos al rollo del cilindro, además de signos de escritura desconocidos, en forma de rasguños. En otro lado, un hombre contaba animales, luego introducía una especie de fichas en una esfera de arcilla hueca, que luego sellaba.

—Son sumerios —le explicó Mentucheb—. Son extraordinariamente organizados. Por ejemplo, la bola contiene tantas fichas como animales hay en el rebaño. Cuando éste llegue a su destinatario, podrá comprobar el número rompiendo la bola.

—Es un sistema ingenioso.

—Los sumerios son un pueblo muy notable —insistió Ayún—. Dicen que sus ciudades son tan hermosas como las nuestras.

—¿Has estado en Uruk alguna vez? —preguntó Tanis.

—Por desgracia no —respondió Mentucheb—. Sólo conozco Biblos. Pero confieso que… —Se quedó callado un momento y se volvió hacia la joven—. Si vas a Sumer con la próxima caravana, corres el peligro de encontrarte muy sola, sin amigos que te protejan. En última instancia, no hay nada que me obligue a regresar ahora mismo a Egipto. Podría negociar aquí otras mercancías, que revendería en Sumer con una sustancial ganancia.

El semblante de Tanis se iluminó.

—Y vendrías conmigo…

—Si me aceptas por compañero de viaje.

Por toda respuesta, Tanis se echó a sus brazos y le besó llena de afecto. Ayún, que era tan delgado como Mentucheb gordo, gruñó con aire contrito:

—¿Y a mí, qué? Tampoco yo conozco Sumer. ¿Admitirías al pobre Ayún por compañía, dama Tanis?

También abrazó a Ayún, ante las miradas divertidas de los papanatas.

Los días siguientes, Mentucheb y su compañero se dedicaron a negociar nuevas mercancías con los egipcios que acababan de desembarcar. Tanis, que no deseaba ser reconocida, no intervino en sus discusiones. Por la misma razón, evitó el palacio, donde fueron recibidos por el gobernador. Como éste había sido nombrado por el propio Sanajt, Tanis temía caer en manos de un partidario del rey.

Mientras, sus amigos le trajeron informes recientes sobre la situación en Egipto. De este modo supo que el soberano había reclutado un importante ejército contra los bandidos del Amenti. Trató de conseguir noticias de Djoser, pero sólo se sabía que Djoser había dejado Mennof-Ra a las órdenes del general Merura.

Por su parte, el viejo Ashar hizo saber a los egipcios que consideraba cumplida su tarea, y exigió cobrar su parte de las mercancías transportadas. Mentucheb y Ayún tuvieron que contratar nuevos porteadores. Tanis hervía de impaciencia. Tenía prisa por llegar a Uruk y encontrar a su padre. Pero las negociaciones se alargaban. Para los caravaneros el tiempo no tenía ninguna importancia. Y el cielo cargado de pesadas nubes no animaba a nadie a abandonar la seguridad de la ciudad.

Por la noche, los egipcios se reunían en la taberna que habían elegido por domicilio, en compañía de los jefes caravaneros. De un grupo a otro iban esclavos llevando cubiletes de cerveza y brochetas de carne asada. En el fondo de la sala, unas bailarinas desnudas evolucionaban al son de unas notas que desgranaban flautas y tamboriles. Otra encantaba a una cobra con ondulaciones lascivas.

A la luz de las lámparas de aceite y en medio de un gran barullo, los viajeros evocaban los peligros del camino. Además de los espíritus malignos, de las fieras gigantescas y de la serpiente Srit que acechaba en las lindes del desierto, el peligro más temido seguía siendo los ataques de aquellas criaturas que llamaban los Demonios de las Rocas malditas. Con los ojos desorbitados de espanto, un nómada explicó a los egipcios:

—Los demonios no son hombres sino monstruos vomitados por los dioses de las tinieblas. Siempre surgen en el momento en que menos se espera. Desconocen la piedad, y corren más rápido que el viento. Su cuerpo es el de un animal gigantesco, dotado de cuatro patas, pero su torso recuerda al de un humano. La ruta es poco más o menos segura hasta Ebla; luego tendremos que bordear el macizo de Amán, donde se encuentra su territorio.

A pesar de múltiples dudas, tergiversaciones y palabras, la caravana iba adquiriendo forma poco a poco. Tanis abandonó sus zapatillas egipcias, demasiado frágiles, y trocó un brazalete de cobre por unas botas forradas de piel de cordero y gruesas suelas de cuero. Al principio le costó habituarse a ellas. Desde su más tierna infancia, nunca había llevado prácticamente zapatos. En Egipto, hasta los personajes de mayor alcurnia iban con los pies desnudos, seguidos por un servidor porta-sandalias. Pero las botas resultaban indispensables, teniendo en cuenta las amplias extensiones rocosas que debería atravesar.

Por fin una mañana, aprovechando una breve calma del tiempo, la caravana se puso en marcha en dirección nordeste. Diez días más tarde, después de haber cruzado el río costero Orantes bajo un aguacero, la caravana llegó a Ebla, ciudad encrucijada entre las rutas del Septentrión, Levante y Oriente. En dirección este, la pista llevaba hacia Acadia y Sumer. Por el norte, atravesaba los montes de Amán para dirigirse hacia Anatolia, patria de los hicsos.

Ciudad fronteriza entre Occidente y Oriente, Ebla había hecho su fortuna imponiendo una tasa sobre todas las transacciones negociadas en su territorio. Se decía que su rey era uno de los personajes más ricos del mundo. En cuanto el convoy llegó, un número infinito de escribas puntillosos se desperdigó por el campamento como un ejército de hormigas para inventariar minuciosamente las riquezas transportadas, en eblaíta y en sumerio. Se inscribieron con escrupuloso cuidado innumerables tablillas de arcilla que irían a engrosar los archivos de la ciudad, orgullo del monarca. Mentucheb soportaba aquellas pesquisas con irritación mal disimulada.

—Estas gentes nos roban, dama Tanis —gruñía—. Que el dios rojo les pudra las tripas.

En principio, los hicsos tenían previsto dirigirse hacia su país. En Ebla, Raf’Dhen cambió repentinamente de opinión, dando lugar a la incomprensión de sus compañeros. No podía confesarles que Tanis seguía atormentando sus noches. En muchas ocasiones había intentado hablar con ella, pero Tanis eludía sus torpes avances con una sonrisa llena de encanto e indulgencia. Y él no podía soportar aquella situación. De grado o por fuerza, Tanis sería suya. En cierto modo, la temía. De la joven emanaba una personalidad que se imponía de forma natural. Acechaba la menor de sus miradas, el más fugaz de sus gestos, como un perro rastrero busca la atención del amo. La odiaba por sentirse tan débil, tan desarmado frente a una mujer, y se odiaba a sí mismo por ello.

En sus fantasías había pensado en raptarla y llevársela consigo. Pero los egipcios velaban por su princesa con unos celos feroces mientras que sus propios hombres no habrían arriesgado su vida por ayudarle. Por eso había decidido dirigirse también él a Sumer, esperando que el tiempo le proporcionaría la ocasión de saciar su deseo.

Rekos, uno de sus compañeros, trató de disuadirle de su proyecto. Su negocio les había proporcionado suficientes ganancias. Habían conseguido una treintena de esclavos y abundantes bienes. Por lo tanto, prolongar el viaje era inútil. Raf’Dhen se enfadó y se negó a escucharle. El guerrero comprendió que su jefe estaba dominado por una verdadera locura. Pero, como sentía afecto por él, se decidió a seguirle.

Finalmente, después de haber satisfecho las molestias de los escribas eblaítas, la caravana pudo ponerse en marcha de nuevo. Para evitar el terrorífico desierto meridional, cuyas piedras cortantes de origen volcánico impedían cualquier travesía, la ruta de Sumer bordeaba las montañas cretáceas que se elevaban al norte. Pasado Ebla, la ruta tomaba el valle tórrido del Éufrates que llevaba hacia el país de Akkad. Al revés que el fértil valle del Hayardén, la ruta atravesaba unas veces una estepa salvaje cubierta de amplias extensiones de rocas, otras llanuras de hierba rala. Al norte se alzaban unas montañas cubiertas de espesos bosques poblados de pinos, cedros y robles.

Nadie habitaba aquel territorio hostil, reino de la piedra y del viento. De vez en cuando los exploradores divisaban una pequeña tropa de nómadas procedentes del norte, que empujaban delante de ellos algunas cabras y musmones de pelo largo. Pero huían en cuanto se acercaba la poderosa columna. Con objeto de desanimar eventuales ataques de bandidos, los caravaneros habían alquilado los servicios de una milicia de Biblos, formada por un centenar de mercenarios armados hasta los dientes.

Como para confirmar la profecía del viejo Ashar, el cielo seguía cargado y bajo, recorrido por hordas frenéticas de nubes oscuras. Una medianoche permanente bañaba el mundo. Aquel incomprensible deterioro del tiempo sumía a los nómadas en una gran ansiedad. Por regla general, aquellos lugares eran famosos por su aridez. Los huracanes habían redoblado su potencia, barriendo las inmensas extensiones desérticas después de haber rodado cuesta abajo por las pendientes llenas de grietas de las montañas.

Esta atmósfera hostil había provocado el nacimiento en Tanis de una inagotable sensación de angustia. Por el aire merodeaba un peligro terrorífico, al que no podía identificar. ¿Se trataba de la siniestra predicción de los amorreos, que parecía materializarse un poco más cada día en las tinieblas grises que habían invadido el mundo? Pero presentía otra cosa, un peligro que parecía emanar de las montañas mismas. La espesa capa de nubes traídas por la tormenta ocultaba sus cumbres, dejando ver a ratos únicamente algunos picos dentados, semejantes a gigantescos colmillos.

El tercer día, violentas borrascas de lluvia se abatieron de nuevo sobre los viajeros, dando lugar a veces a auténticos lagos de barro que había que rodear acercándose cuanto era posible a los contrafuertes del macizo. El agua se infiltraba por todas partes, bofetadas brutales y heladas de los incesantes chaparrones, agua fangosa de los lagos engrosados por las inundaciones, agua pérfida que chorreaba por las pieles cosidas de las tiendas, que caía gota a gota sobre los ojos, y mojaba las ropas y los alimentos.

Por la noche, cuando a duras penas trataba de encontrar el sueño, Tanis escuchaba, acurrucada bajo su tienda en una gruesa manta de lana, el estrépito de los furiosos vientos golpeando sobre los montes rocosos. Los aullidos angustiosos de los lobos se mezclaban a los bufidos de los grandes felinos que merodeaban por los alrededores del campamento. La joven estaba convencida de que aquellas bestias invisibles no eran otra cosa que encarnaciones de espíritus malignos que frecuentaban aquellos lugares.

Sin embargo, a pesar de los huracanes, a pesar del barro, a pesar de las lluvias diluvianas que a veces la detenían, la caravana seguía avanzando. Poco a poco la pista se adentró por unos valles encajonados rodeados por impresionantes montañas de un blanco sucio. En el cielo planeaban águilas y buitres, a la busca de roedores o de carroñas abandonadas por los predadores.

Era en aquellos montes estériles donde vivían los Demonios de las Rocas malditas. Como medida de precaución, grupos de milicianos realizaban patrullas de reconocimiento a fin de descubrir a un eventual agresor. Pero por regla general volvían sin haber divisado ni la sombra siquiera de un enemigo. A veces encontraban rastros de un campamento así como unas huellas que recordaban las de los asnos, pero de un tamaño mucho mayor. Sin duda se trataba de animales monstruosos. Esos vestigios, que las intemperies habían borrado enseguida, mantenían la leyenda horrorosa de que los Demonios no eran humanos.

Sobre la caravana flotaba una angustia. Raf’Dhen no dejaba de mirar a Tanis. El jefe hicso había logrado convencer a la joven de que lo mejor era viajar en la cola de la caravana. Pensaba que un eventual agresor atacaría la cabeza del convoy.

Se equivocaba.