Capítulo 30

—¡La furia de Hapi está sobre nosotros!

La repentina tempestad que se había abatido sobre el Amenti también había caído sobre el valle del Nilo. Cuando el ejército de Merura regresó a Shedet, el nomarca le acogió con lamentos, narrando con todo detalle las lluvias diluvianas que habían engrosado el lago Moer, dando lugar a una invasión de cocodrilos que había puesto en fuga a los aldeanos que seguían instalados en sus riberas.

El aspecto del palmeral se había metamorfoseado. Allí donde en otro tiempo se extendían campos y prados se estancaba ahora una zona pantanosa llena de casas aisladas por las aguas. Innumerables saurios merodeaban por los alrededores, al acecho de corderos extraviados. Ni siquiera la propia Shedet se había salvado.

Cuando los guerreros llegaron al río-dios, les esperaba un espectáculo alucinante. La crecida había desbordado ya ampliamente los canales de riego, transformando el valle en un lago inmenso en el que se reflejaba un cielo incierto. Pesadas nubes se arrastraban a baja altura, empujadas por el viento del norte. En varios lugares, las casas habían sido engullidas por las aguas negras y malolientes, sin dejar que emergiese otra cosa que su techo plano. Además, los puntos elevados habían formado pequeñas islas sobre las que habían encontrado refugio los rebaños.

Las cercanías de Mennof-Ra desaparecían bajo una vasta superficie argentada en la que espejeaban las murallas de ladrillo de la capital. Una muchedumbre de refugiados se amontonaba en sus rutas a fin de solicitar la ayuda del rey. El retorno victorioso del ejército no provocó el entusiasmo del pueblo, cuando ésa solía ser la costumbre. Una pequeña fila de honor se formó a modo de homenaje cuando entraron en Mennof-Ra, pero la inquietud provocada por la excepcional crecida acaparaba las mentes de todos.

Una vez llegó a la Casa de Armas, Merura mandó encerrar a los prisioneros y convocó a los escribas, cuya tarea consistía en contar su número y valorar el botín traído de la campaña militar. Además de los rebaños, los soldados habían descubierto una gran cantidad de piezas de tejido, mobiliario e innumerables joyas de oro, hueso o marfil, e incluso de plata.

De humor taciturno, Merura se encerró con sus lugartenientes en su cuartel general. El Horus no se había presentado ante él para felicitarle. Merura gruñó:

—En tiempos del dios bueno Jasejemúi nunca se había producido nada parecido. Tu padre respetaba a sus guerreros —añadió dirigiéndose a Djoser.

De pronto, en el patio sonaron unos gritos. El joven reconoció la voz de Letis. Se precipitó hacia el exterior. Un escriba de rostro inquisidor ordenaba a dos soldados encerrar a la joven nómada con los demás cautivos. En semejante aprieto, los guerreros no sabían qué decisión adoptar. En un mal egipcio, la joven trataba de hacerles comprender que ella esperaba al señor Djoser. El escriba no quería escucharla.

—Esta muchacha es una beduina. Debe ir con los demás. Os ordeno que la llevéis.

—Pero si nos ha servido de guía —replicó un soldado—. No forma parte de su tribu.

—Es una beduina —insistió el escriba agarrándola por el brazo.

Letis se desasió bruscamente y se arrojó a los pies de Djoser.

—¡Piedad, señor! ¡Letis no esclava! ¡Letis ayudar tu pueblo en la victoria!

—No temas nada —dijo él levantándola.

Djoser se dirigió al escriba.

—Esta muchacha dice la verdad. Su padre era el jefe de una tribu que nunca combatió contra Egipto. Sin ella, nunca habríamos dado con Kattará. ¿La recompensaremos reduciéndola a la esclavitud?

—Soy el director de los esclavos reales, señor Djoser —respondió el escriba en tono altanero—. He dado orden de censar a todos los prisioneros.

Merura, que había seguido a Djoser, increpó con rudeza al hombre.

—Entonces haz tu trabajo correctamente. Esta muchacha no es una cautiva, sino nuestra aliada. ¿Pretendes arrestar a todos los honrados extranjeros que pisan el suelo de los Dos Reinos, miserable garrapateador?

El hombre se quedó estupefacto ante el insulto. Luego, viendo que no conseguiría nada, se envolvió en su dignidad y retrocedió sobre sus pasos murmurando que se lo contaría todo a su majestad.

Merura se encogió de hombros y puso la mano sobre la de Letis.

—¿Qué van a hacer contigo? No tienes a nadie. Si te quedas sola en Mennof-Ra, los mercaderes de esclavos te cogerán.

—Hay que protegerla —intervino Djoser.

—Tu propuesta es generosa. Pero ¿dónde vivirá? Yo no puedo aceptar mujeres en la Casa de Armas.

—Pienso comprar una casa con mi parte del botín. Podría dirigir a mis criadas.

Kebi tradujo. Pero la joven nómada ya lo había comprendido. Cogió la mano de Djoser y se la llevó a los labios.

Más tarde, Djoser dejó la Casa de Armas para dirigirse a la morada de Meritrá, a quien tenía prisa por contar sus hazañas, y la singular manera en que los dioses habían rechazado su muerte. Letis, que le acompañaba, abría unos ojos asustados ante la animación de la ciudad. Para ella todo era maravilloso.

Cuando entró en la sala de recepción, Djoser descubrió que en aquellos lugares reinaba una atmósfera poco habitual. Un viejo servidor corrió a su encuentro, con la cara desencajada. Se llamaba Usakaf, y desempeñaba el cargo de intendente. Cuando reconoció al joven, estalló en sollozos.

—¡Ay, señor Djoser! Qué tarde llegas. Nuestro amado amo se ha ido al reino de Osiris.

—¿Ha muerto… Meritrá?

—Poco después de tu partida, señor. Una mañana, fui a despertarle como tenía por costumbre. Su cuerpo estaba frío. Anubis se lo había llevado durante el sueño.

La noticia golpeó a Djoser como un puñetazo en la boca del estómago. Junto con Tanis, Meritrá constituía lo que para él era su verdadera familia. Y los dos habían desaparecido. En su garganta se formó un pesado nudo, por sus mejillas corrieron grandes lágrimas. Anonadado, se dirigió hacia el jardín, que las recientes lluvias habían cambiado. Numerosas flores abrían sus corolas por todas partes. Los nenúfares cubrían el estanque. Pero, bajo el gran cedro, el asiento de su maestro estaba vacío.

Con la mente desconcertada, se dirigió hacia el cedro, y luego se sentó en el suelo como solía hacer para escuchar las lecciones del anciano. No conseguía admitir la terrible verdad. Meritrá iba a venir, quizá algo más encorvado sobre su med. Iba a hablarle, a escucharle, a aconsejarle.

Poco a poco, la penosa noticia fue confirmándose dentro de él mismo. Hundió la cabeza entre los brazos y se echó a llorar como un niño, indiferente a la presencia de Letis y de Usakaf, que le habían seguido.

De repente, una suave mano se posó sobre él.

—No llorar, señor —dijo la vocecita de la joven nómada.

Apretó los dientes, se secó las lágrimas con el revés de la mano y se volvió hacia la muchacha. Djoser esbozó una sonrisa forzada y dijo:

—Ya ves que ahora me encuentro tan solo como tú. El Horus es mi hermano, pero no puedo decir que sienta mucho cariño por mí.

En ese momento, junto a la casa apareció una alta silueta.

—¡Sefmut! —murmuró Djoser, sorprendido.

El sumo sacerdote vino a su encuentro.

—Mi corazón se alegra de volver a verte sano y salvo, señor Djoser. He ido a la Casa de Armas en tu busca. El general Merura me ha dicho que te encontraría aquí.

Djoser se sorprendió. Era extraño que el sacerdote de más alto rango de los Dos Reinos se desplazase de aquel modo. El sacerdote contempló el jardín con admiración, y luego declaró:

—Ya sabes que nuestro amigo Meritrá se ha reunido con las estrellas hace casi dos meses. Su tumba se alza ahora en la explanada de Ra. Le habría gustado que tú estuvieses presente, pero te habías ido a combatir.

—Mañana mismo me acercaré a su tumba y le haré ofrendas. Meritrá fue como un segundo padre para mí, Sefmut. Le quería mucho.

—Y él te consideraba como el hijo que los dioses no le habían concedido. Porque, como sabes, no tenía heredero.

—Claro que lo sé.

—Por eso te ha elegido.

—¿Qué quieres decir?

—Poco antes de su muerte, Meritrá me hizo llegar unos documentos redactados por su escriba. Esos documentos estipulaban que te legaba toda su fortuna y sus tierras. De este modo te conviertes en el propietario de esta casa, así como de la aldea de Kennehut, situada en dirección sur, poco antes de llegar al camino que lleva al lago Moer, en el nomo vigésimo. Es una región muy rica. Dicen que fue en ese lugar donde Ra habría salido del caos para traer luz y armonía.

Estupefacto, Djoser no supo cómo reaccionar. Sefmut añadió:

—De haber muerto sin heredero, su fortuna debía corresponderle al rey. Éste, cuando se enteró, acogió la noticia muy enfadado. Luego declaró que aceptaba los términos del testamento, precisando que la herencia volvería a él por derecho en caso de que tú murieras durante los combates.

El sumo sacerdote sonrió dando a entender que sabía cuál era el fondo de las intenciones reales.

—Sin duda lo esperaba. Pero los dioses te han conservado la vida. Ahora, el rey ya no puede retractarse de lo dicho. Por lo tanto, aquí estás en tu casa.

Djoser dio unos pasos admirando la belleza del jardín. Numerosas ideas iban y venían por su mente, mezclándose a sentimientos contradictorios que unían la pena a la alegría. Agarró al sumo sacerdote por los hombros.

—Siempre te has beneficiado de la estima y de la amistad de Meritrá, Sefmut, y veo que su decisión te alegra. Por eso deseo que seas mi amigo, como lo fuiste de mi maestro. Esta casa será tuya cuantas veces te apetezca venir.

—Te lo agradezco, joven Djoser. No sé muy bien cómo se dirigen unos dominios como éstos. Pero si mis consejos pueden resultarte útiles, no vaciles en acudir a mí. Siempre será una alegría.

Por la noche, después de haber dado cuenta a Merura de su decisión de instalarse en la morada de Meritrá, Djoser tomó posesión de sus nuevas propiedades. Los servidores libres y esclavos le reservaron una acogida calurosa. Habían temido ver la soberbia propiedad reducida a parcelas que se habrían disputado los grandes señores ávidos que gravitaban en torno al rey. Por eso se alegraban de servir a un amo cuya fama de generosidad y de justicia conocían.

Emocionado, Djoser recorrió las numerosas dependencias de la casa: las cocinas, donde los panaderos y otros sirvientes se habían puesto a trabajar con ardor, los aposentos, que las esclavas habían limpiado para su venida, los establos, donde jóvenes pastores le presentaron un magnífico rebaño de cabras y corderos. Se entretuvo mucho rato en el despacho de Meritrá, acariciando con nostalgia los numerosos libros que tanto le gustaba consultar. Le parecía que el espíritu del anciano maestro vagaba todavía por aquellos lugares, le animaban a hacerlos suyos y a que les diese nueva vida.

Más tarde, se hizo servir una colación en la salita donde Meritrá solía hacer sus comidas, y desde donde podía disfrutar con la vista y los aromas del jardín. Letis se había situado, en silencio, no lejos de Djoser, respetando su meditación. No prestó atención a las miradas brillantes que la muchacha le dirigía. Como tampoco se fijó en que era muy hermosa.

Por primera vez desde hacía mucho tiempo, Djoser experimentaba un sentimiento de paz. El dolor de la pérdida de Tanis no se había borrado, pero la sensación de vacío se había suavizado; y habían desaparecido sus deseos de morir. Poco a poco iba dominándole la idea de que era propietario de una gran hacienda, con todas las responsabilidades que de ello se derivaban. Estaba seguro de que la decisión de Meritrá no era inocente. Incluso después de su muerte, había querido proseguir su obra. Al joven le quedaban todavía muchas cosas por aprender. La dirección de una hacienda no era tarea fácil. Pero conocía a los servidores del anciano, y sabía que podía encontrar apoyo en su competencia.

Al día siguiente, se dirigió a la explanada de Ra a fin de visitar la tumba de Meritrá. Seguido por una decena de esclavos, penetró en el edificio, más modesto que el de Jasejemúi, y depositó frutos secos y la carne de cordero que había mandado sacrificar al alba. Luego ordenó a un cortador de piedra, que había llevado consigo, que grabase una estela funeraria.

Visitó luego la tumba de Jasejemúi, al que también hizo ofrendas. Una pequeña muchedumbre de fieles le saludó a su paso. Lleno de satisfacción se dio cuenta de que los egipcios seguían honrando con devoción la memoria de su padre.

Entre los fieles se encontraban numerosos campesinos y artesanos. De repente, uno de ellos avanzó hacia él y le hizo una profunda reverencia.

—Señor Djoser, permite a tu servidor que veas que te habla.

—Te escucho.

—Desde tu marcha, el Horus Sanajt ha decretado nuevos impuestos. Pero este año las cosechas no serán buenas. La crecida es demasiado fuerte. ¿No podrías intervenir ante el dios para que lo tenga en cuenta? Algunos de mis vecinos ya han tenido que revender sus tierras para comprar semillas.

—Ya lo sé —respondió Djoser—. Te prometo hacer cuanto esté en mi mano para que cambie su decisión. Pero ya sabes que apenas me hace caso.

—Por desgracia para nosotros. Perdona mi franqueza, señor. El dios Neterui-Inef[23] habría debido elegirte para sucederle. Tú eres un hombre bueno.

Por la tarde, Djoser fue recibido en palacio en compañía de Merura y sus lugartenientes. En la sala del trono se encontraban los cortesanos habituales. Afirmando su rango de amigos únicos, Nekufer y Fera flanqueaban al soberano. Djoser apretó los dientes. Dentro de su corazón no se habían apagado la rabia y el odio. Nunca perdonaría la muerte de Tanis. Pero se veía impotente para vengarla. Aunque le costase, debía comportarse como un súbdito fiel.

Sanajt mostraba por primera vez un rostro satisfecho. El importante botín y los esclavos traídos por los vencedores, debidamente consignados por sus escribas, le llenaban de alegría. Merura le contó con todo detalle las diferentes peripecias, insistiendo en el valor y en la audacia de Djoser. Contrariamente a lo que el joven había temido, su hermano no parecía celoso de su victoria.

—Hoy tengo un humor jovial —declaró por fin—. Tus soldados serán recompensados, general Merura. En cuanto a ti, hermano mío, aunque hayas provocado mi cólera hace poco, estoy decidido a perdonarte debido a tus hazañas. Asimismo, Merura me ha hecho saber que deseaba devolverte tu mando. Yo lo apruebo y te nombro capitán.

Djoser se inclinó.

—Tu servidor se alegra, gran rey.

Intervino entonces Nekufer.

—Te estamos muy agradecidos por tu valentía, sobrino mío —dijo con dulzura fingida—. Sin embargo, nos parece que ya has obtenido la recompensa con la consiguiente herencia dejada por tu maestro Meritrá.

Fera insistió:

—Es una lástima que, al no tener hijos, haya preferido transmitirte sus bienes antes que ofrecérselos a su majestad.

Djoser no les dejó tiempo para que prosiguiesen.

—¡Un momento, señor Fera, reflexiona! El rey de las Dos Tierras no puede desear apoderarse de un bien que ya le pertenece. ¿No posee el Horus Sanajt, por su condición divina, todo Egipto, incluidas tus posesiones? Por lo tanto, ha obrado con prudencia respetando la voluntad de uno de los más fieles y más antiguos servidores del reino.

Sin saber qué replicarle, Fera y Nekufer palidecieron. Ante sus caras contrariadas, Sanajt se echó a reír. Djoser añadió:

—Además, he decidido entregar mi parte del botín a mis compañeros. Con el acuerdo de mi divino hermano, naturalmente.

—Que así sea —declaró Sanajt.

Negándose a darse por vencido, Fera contraatacó.

—Sin embargo, me da la impresión de que esperas quedarte con una beduina que debería formar parte del lote de esclavos que corresponden a su majestad. El director de esclavos se me ha quejado de los malos tratos que ha sufrido en la Casa de Armas.

Antes de que Djoser tuviese tiempo de responder, intervino Merura.

—Exceso de celo por su parte, señor Fera. Esa joven nómada no es una esclava. Su comportamiento durante la campaña fue ejemplar, y nos permitió conocer el lugar en que se escondía Bashemat. Su nombre es Letis, hija del noble Mussef, que siempre ha mantenido excelentes relaciones con el nomo de Shedet. Su tribu fue aniquilada por los de Kattará por no querer unirse a ellos para entrar en guerra con Egipto. Letis es la única superviviente. Por eso, desearía que nuestro divino soberano le concediese la posibilidad de convertirse en egipcia y le ofreciese una recompensa.

—¿Dónde se encuentra esa muchacha a quien, si debo creerte, debemos la victoria? —preguntó Sanajt.

—¡Espera a serte presentada, oh gran rey!

A una orden suya, hicieron entrar a Letis y a Kebi, que aguardaban en el exterior del salón. Vestida con una larga túnica de lino blanco y con los ojos realzados mediante el kohl, la joven avanzó con un paso orgulloso que indicaba su origen noble. Cuando llegó ante Sanajt, se inclinó respetuosa.

—¡Sé bienvenida, Letis! El señor Merura nos ha dado cuenta de la ayuda que le prestaste. Desea que te eleve al rango de egipcia y que te ofrezca una recompensa. ¿Qué deseas tú?

Por medio de Kebi, Letis respondió:

—El gran soberano de Egipto me hace un honor muy grande. No deseo ninguna recompensa, sino permanecer al servicio del señor Djoser, si él así lo quiere.

Sanajt movió la cabeza.

—¡Pues que así sea!

Nekufer y Fera pusieron mala cara. Era evidente que habían conspirado para tratar de desacreditar una vez más a Djoser ante el rey. Pero éste, encantado con la victoria, no les había escuchado.

Djoser se inclinó para dar las gracias a su hermano. Sin embargo, la atmósfera de la corte le parecía más insoportable que nunca. Había comprendido que los ricos terratenientes, dirigidos por el gran visir Fera, habían tejido su tela de araña alrededor del rey. No tenía ningún deseo de permanecer en su compañía. La herencia de Meritrá le proporcionaba la posibilidad de hacerlo. A partir de ese momento iba a consagrarse a una nueva tarea: impedir que las gentes de su hacienda sufriesen el destino de los campesinos que dependían de aquellas aves rapaces. Y decidió dirigirse cuanto antes a su aldea de Kennehut.