Capítulo 29

Después de haber hecho provisión de betún en las minas de los indígenas, la caravana partió de las orillas del Mar Sagrado para seguir una ruta que subía hacia el norte.

Tanis empezaba a sentir un cariño real por el gordo Mentucheb. Se había comportado de una forma admirable, contándoles a los amorreos que Tanis era una grandísima princesa de Mennof-Ra. Había añadido además que, cuando supiese que había escapado de la muerte, el rey le concedería inmediatamente permiso para casarse con el príncipe Djoser, su hermano. Atenuó de forma voluntaria la desgracia de que era objeto, hablando de una infame intriga del señor Nekufer, por quien personalmente no sentía simpatía alguna.

De rostro sonrosado, jovial, muy deslenguado, retorcido en los negocios y excesivamente parlanchín: así era Mentucheb, que se había convertido en su protector oficial. Tanis le admiraba y no lograba explicarse cómo podía ser tan gordo con la vida que llevaba. Aunque habría podido —a condición de encontrar uno para su tamaño— hacer el trayecto a lomo de asno, caminaba por la llanura con paso sólido y regular, sin por ello sofocarse más que el resto de sus hombres. Su obesidad no le impedía dar muestras de una agilidad sorprendente cuando había que escalar colinas de rocalla.

Desde el incidente del Mar Sagrado, Tanis experimentaba una nueva sensación de libertad. En el fondo sentía un gran alivio por no llevar ya aquel infernal vendaje que le oprimía los senos y la ahogaba.

La actitud de los caravaneros hacia ella se modificó. La tribu la había adoptado totalmente. Todos la consideraban una gran princesa, futura esposa de un príncipe de sangre. Sólo los egipcios y Ashar conocían la desgracia que la había llevado a huir de las Dos Tierras, pero todos guardaron silencio. Su bondad y su encanto naturales habían seducido hasta los más desconfiados de los nómadas, habituados sin embargo a tratar a sus esposas como a seres inferiores. Su curiosidad se había mudado en un respeto teñido de familiaridad. Fueron las mujeres sobre todo las que se acercaron a ella. Por la noche, en el campamento, iban en su busca para preguntarle por la ropa que utilizaban las egipcias, por sus secretos de belleza. En su compañía, Tanis no tardó en aprender a desenvolverse en su lengua.

Al principio, el viejo Ashar fingió ignorarla, como si le reprochase su conducta. Luego, a su pesar, se dejó prender de su carisma. Su erudición le sorprendía continuamente. Mientras que los saberes de las mujeres de su tribu se limitaban a mantener en buenas condiciones el hogar, Tanis poseía conocimientos que él mismo estaba muy lejos de dominar. Intrigado y curioso, terminó invitándola a compartir sus comidas. Entonces mantuvieron largas discusiones sobre los temas más diversos.

Le habló también de la extraña profecía que pesaba sobre su pueblo. Según sus palabras, su dios principal, Rammán, el Amo de la tormenta, estaba furioso con la actitud de los hombres. Estaba íntimamente convencido de que el dios iba a desencadenar sus rayos contra el mundo, y se resignaba a esa desgracia con fatalismo. La prueba de esa perturbación la tenía en el insólito clima que se había abatido sobre el país desde hacía unos años.

—Los sabios de distintas tribus han sido visitados por sueños misteriosos, en los que veían abrirse los vanos del cielo. Y las aguas divinas engullían todo lo que había sobre la tierra. Muy pronto va a castigarnos el dios, por nuestro desmesurado orgullo y por nuestras faltas imperdonables.

—Pero ¿qué faltas? —decía Tanis sorprendida—. Ya hace tres décadas que vivo en el seno de tu pueblo, oh Ashar, y todavía no he visto nada que me parezca condenable.

Ashar le detalló entonces las austeras leyes que debían regir la vida de los hombres, leyes de las que muchos individuos se burlaban de la forma más descarada. Desde luego, la mayoría eran martos, seres innobles y salvajes. Pero también ellos debían obedecer ciegamente los mandatos de Rammán, porque su poder, según Ashar, se extendía sobre la totalidad del mundo. De este modo descubrió Tanis la noción de pecado, que hasta ese momento desconocía. Respondió a su nuevo amigo que a ella semejante sujeción a un dios le parecía excesiva e injustificada. Los néteres egipcios no exigían que los hombres estuviesen sometidos a ellos de aquel modo.

—Te equivocas, oh Tanis. Los dioses crearon a los hombres para que les sirvieran, y su poder también se extiende a Egipto. La cólera también se abatirá sobre tu país.[22]

Tanis le escuchaba muy seria. Aquella predicción funesta se parecía demasiado a la del ciego. Las últimas crecidas del Nilo habían resultado desastrosas. ¿No podía ser que estos distintos sucesos tuviesen alguna relación entre sí?

Los hicsos se mantenían aparte. Raf’Dhen se encontraba dividido entre dos sentimientos. Ahora todos sabían que, durante el concurso del tiro con arco, había sido derrotado por una mujer. Era una afrenta imperdonable. Pero tampoco conseguía borrar de su memoria la visión del cuerpo desnudo de Tanis, su silueta delgada y esbelta, de miembros perfectamente proporcionados. Por la noche, apenas conseguía dormirse, atormentado por la fiebre del deseo. En su clan, las mujeres debían obediencia ciega a los hombres. Pero ninguna poseía la belleza y la gracia de aquella princesa egipcia. Le acosaba en sus sueños, y por la mañana se despertaba con pensamientos amargos. Las ganas que tenía de estrecharla entre sus brazos, de hacerla suya, le corroían el alma y el corazón. Varias veces se le ocurrió la idea de raptarla y llevársela hacia el norte. Pero los amorreos eran muchos y no se lo habrían permitido.

Entonces, Raf’Dhen sufría, como un lobo silencioso y paciente, esperando una señal del destino.

Tres días después de haber abandonado las orillas del Mar Sagrado, la caravana llegaba a las cercanías de Jericó, construida sobre una eminencia rocosa en medio de una vasta llanura donde crecían el centeno y el trigo, y donde los rebaños de corderos y de cabras pastaban en praderas de hierba rala. Una espesa muralla de ladrillo rodeaba la ciudad, bordeada por un amplio foso lleno de agua. En el centro de la ciudad se alzaba una imponente torre provista de una escalera. En la cima se levantaba un templo consagrado al dios de los martos, Ammuru. En el interior del recinto se amontonaban unas casas bajas donde vivía todo un pueblo de artesanos y comerciantes.

Mientras los caravaneros plantaban sus tiendas en la llanura, un grupo de guardias se presentó a Ashar, portadores de un mensaje de Potar, el rey de la ciudad. El monarca invitaba a los egipcios y a los jefes amorreos a una fiesta que deseaba dar en su honor. El anuncio concluía con una glorificación de la paz que entonces reinaba entre los diferentes pueblos del Levante. Evidentemente, el viejo nómada no podía rechazar la invitación. Sin embargo, Tanis percibió un profundo apuro en su rostro surcado por los años. La joven no ignoraba que Ashar detestaba a los martos, pero adivinaba, tras aquella reacción, un motivo que no conseguía explicarse.

Por su parte, Mentucheb y los comerciantes se felicitaron por la noticia. La ciudad escondía innumerables tesoros que ellos podrían trocar por una parte de sus mercancías. Egipto siempre compraba bien todos los productos procedentes de los países de Oriente. Pero Ashar templó su entusiasmo.

—No os alegréis demasiado pronto —dijo—. El rey Potar no ignora que transportáis productos de gran valor. Espera que le deis como regalo algunos de ellos. En cuanto a comerciar con los habitantes, no tengáis muchas esperanzas. En los tiempos pasados, Jericó fue famosa por la habilidad de sus artesanos y sobre todo de sus tejedores. Pero desde que la conquistaron los martos, reinan en esta ciudad, como en muchas otras, costumbres deplorables que se han difundido incluso entre el pueblo. Aquí no encontraréis nada que pueda compararse con las manufacturas egipcias.

—Sin embargo, nos vemos obligados a ofrecer presentes al rey —concluyó Mentucheb con amargura.

—Exacto. Nos concede hospitalidad y el derecho a cruzar su reino. Es un gran honor el que nos hace. Pero si considera que vuestros regalos son de escaso valor, ordenará a sus guardias apoderarse de la totalidad de vuestros bienes. Y tenéis suerte si no manda ejecutaros…

—Somos egipcios —replicó Ayún—. ¿No teme represalias por parte de nuestro rey?

Ashar se encogió de hombros.

—Egipto está muy lejos. Y Potar no tiene miedo a la cólera de vuestro soberano. Se cree tan poderoso como él.

—Eso es falso —continuó Ayún—. Mennof-Ra es por lo menos diez veces mayor que esta ciudad. El Horus Sanajt nunca dejaría sin castigo un crimen semejante.

—Tranquilízate —ordenó Mentucheb—. No ganaremos nada enfrentándonos con este rey. No somos guerreros. Ya encontraremos regalos que ofrecerle.

Al día siguiente, los jefes amorreos y los mercaderes egipcios penetraron en el recinto fortificado. Tanis observó enseguida que el muro se había derrumbado en varios puntos, y que nadie se había preocupado de volverlo a levantar. Ni siquiera el propio palacio real tenía punto de comparación con las ricas mansiones de Kemit. Su arquitectura era tosca, y ningún fresco o estera pintada decoraba sus paredes. Las losas de la sala del trono estaban sueltas, amenazando el equilibrio de los invitados. Tufos de comida estropeada, de frutas podridas y de excrementos, mezcladas a fragancias de esencias de flores, componían una sinfonía repugnante en aquellos lugares en cuya suciedad no parecían reparar los ocupantes. Si todas las ciudades del Levante eran como Jericó, Tanis comprendía por qué los amorreos preferían llevar una vida errante.

En el fondo de la sala, el rey, sentado en un trono rústico, acogía a sus invitados. Era un hombre gordo de aspecto vulgar, labios gruesos y barba sucia. En su rostro abotagado por los excesos se abrían dos ojos pequeños inyectados en sangre. Su voz rasposa ponía de manifiesto dificultades de respiración. Tanis pensó que se parecía a una babosa, pero su mirada astuta y calculadora recomendaba desconfianza. Alrededor del trono, una multitud abigarrada observaba a los que llegaban con una curiosidad no disimulada. Era raro ver egipcios en Jericó. Los negociantes que comerciaban con el poderoso reino de Sumer tomaban sobre todo la ruta de Biblos.

Tanis monopolizaba las miradas. Poco antes se había puesto un vestido de lino de inmaculada blancura, bordado con hilo de oro, que Mentucheb había insistido en ofrecerle. Le había dicho:

—Como ahora viajas con tu verdadera identidad, dama Tanis, debes declarar tu rango. Eso incitará a nuestro anfitrión a respetarte.

Y además le había dado un espejo de obsidiana pulido y un neceser de maquillaje, para que se presentase con todo su esplendor. Él mismo la había ayudado, mientras ella realzaba sus ojos de esmeralda con el kohl y el bálsamo verde de malaquita. El barbero de Mentucheb le había recortado la melena. Un flequillo ponía de relieve el óvalo de su cara. Entre las joyas que Tanis había llevado figuraba una magnífica diadema de electro engastado de turquesas y de lapislázuli que se había puesto sobre el pelo.

Así adornada, la joven parecía una reina. En cuanto la vio, el rey Potar se levantó resoplando y, como un hipopótamo, avanzó hacia ella con una sonrisa gozosa. Pronunció algunas palabras en un dialecto que Tanis no comprendió, pero al que Ashar respondió prosternándose sobre las baldosas; acto seguido, todos los suyos le imitaron. Las palabras del viejo nómada parecieron contrariar al monarca, cuyo rostro se ensombreció. Un embarazoso silencio invadió a los reunidos. Ashar se volvió hacia la egipcia y tradujo:

—El rey Potar se ha equivocado contigo, dama Tanis. Piensa que tus compañeros desean ofrecerte a él como esclava.

La joven se echó a temblar. Si los mercaderes deseaban librarse de ella, habían encontrado el mejor de los medios. ¿Quién se ocuparía entonces de arrancarla de las garras del rey marto, si la creían muerta? Pero su angustia desapareció en el momento en que Mentucheb intervino…

—Respóndele que dama Tanis es una princesa de sangre real, prima del Horus, que cumple una misión oficial ante los soberanos de Sumer. Dile que se considera honrada por la acogida que se le ha hecho. Por su boca, el gran Sanajt da pruebas al rey de Jericó de su amistad.

Ashar movió la cabeza y trasladó estas palabras al monarca, que por un instante dio muestras de asombro e irritación. Luego dirigió una falsa sonrisa a la joven e hizo una reverencia. Tanis lanzó un suspiro de alivio. Hábil diplomático, Mentucheb había suavizado la decepción del soberano halagando su orgullo. Sus invitados ya no eran unos jefes de caravana, sino una representación oficial de la corte de Egipto. Tanis decidió entrar inmediatamente en el juego e hizo una seña a Moshem y a sus hermanos. Éstos entregaron los presentes destinados al rey, envueltos en unas mantas. Para acelerar el efecto, Tanis ordenó a los jóvenes nómadas descubrir ante todo una magnífica colección de esteras coloreadas, destinadas a adornar las paredes del palacio. Las esposas del monarca se arremolinaron parloteando alrededor de las piezas de tejido, que se arrancaban de las manos como si estuvieran en la feria. Pero Potar siguió de hielo, con la mirada enfurruñada. Tanis descubrió entonces un conjunto de vajillas de loza azul y verde, desconocida en Jericó. Los ojos del rey empezaron a brillar. Pero Tanis había guardado el presente más hermoso para el final. A una orden suya, Moshem presentó un soberbio sillón de madera de ébano incrustado de nácar, cuyos pies estaban tallados como patas de buey y los brazos en forma de cabeza de león.

—Aquí tienes un trono digno de un gran rey como tú —dijo Tanis—. El Horus Sanajt (Vida, Fuerza, Salud) se sentiría orgulloso de que lo aceptases.

Potar exultó de alegría y batió palmas de una manera pueril. Nunca había contemplado una maravilla semejante. Hizo una seña a sus esclavos, que cogieron el sillón y lo instalaron en el lugar del antiguo asiento real, mucho más rústico. Potar se sentó en él, acariciando con evidente placer las cabezas de león. Luego se lanzó a un largo discurso que Ashar tradujo, en el que ponía de relieve que estaba muy satisfecho de los presentes ofrecidos por el gran soberano de Egipto, cuyos súbditos podrían atravesar de ahora en adelante su reino cuantas veces quisieran. Tanis y Mentucheb intercambiaron una mirada cómplice. Habían evitado lo peor.

Dieron comienzo los festejos. A una señal del rey, varias esclavas sirvieron platos de carne asada en unas escudillas no demasiado limpias, otras trajeron jarras de una cerveza amarga de alta graduación que no tardó en subírseles a la cabeza.

Sentado junto a Tanis, el viejo Ashar no despegaba los labios. Tanis adivinaba en él una profunda inquietud, casi angustia. Comprobó que no había mentido cuando afirmaba que las costumbres de los habitantes de Jericó diferían mucho de las de su tribu. Las estrictas leyes de que Ashar había hablado a la joven no tenían curso, desde luego, en Jericó. El alcohol no tardó en convertir la fiesta poco a poco en orgía desenfrenada. Sin ningún pudor, tanto hombres como mujeres se deshicieron de sus ropas y se entregaron a relaciones sexuales frenéticas bajo las miradas estupefactas de los mercaderes egipcios, que sin embargo estaban habituados a los festejos de su país. Los cortesanos intentaron arrastrar a los invitados a su depravación, pero el viejo Ashar vigilaba. Había adoptado una actitud rígida, delicada, no tocaba ningún alimento. Debido a la limpieza bastante sospechosa de las escudillas, Tanis le imitó.

No lejos de la joven, un enorme cortesano se vio dominado por un hipo irresistible, que desencadenó la hilaridad de sus compañeros, hasta el momento en que se puso a vomitar, antes de quedarse completamente inmóvil con los ojos fuera de las órbitas. De su nariz fluía un hilillo de sangre. Los demás, estupefactos, comprobaron que estaba muerto. El rey Potar, cuyo rostro se había enrojecido, estalló en una carcajada estúpida, que servilmente repitieron los otros. Unos esclavos fatigados se hicieron cargo del cuerpo y se lo llevaron.

Además, tres hombres se habían apoderado de una joven esclava a la que obligaron a sufrir sus redoblados asaltos por todas las posibilidades ofrecidas por la naturaleza. La muchacha chilló hasta el momento en que la furia demencial de uno de sus agresores la ahogó. Su cuerpo fue dominado por unas convulsiones desordenadas, sus manos se agarraron a los muslos velludos del hombre, que no sentía la sangre que fluía de las laceraciones. Tanis, impotente y asqueada, asistió de lejos a la lenta agonía de la esclava.

Pero el colmo de la ignominia se alcanzó un poco más tarde. Hasta el fondo de la sala llevaron a otra esclava que no debía de tener doce años. La niñita chillaba como un animal al que llevan al matadero. Petrificada de espanto, Tanis vio cómo los guardias le ataban los pies y luego la colgaban, cabeza abajo, de una viga. Un guerrero se acercó a ella, blandiendo un largo cuchillo. Tanis lanzó un grito, que los cortesanos borrachos ni siquiera oyeron. Quiso levantarse, intervenir, tratar de hacer algo. Ashar la retuvo por el brazo.

—¡No te muevas! No podemos hacer nada. Te matarían a ti también.

Fascinada por el horror, la joven vio al guerrero empuñar los cabellos de la desventurada y degollarla como habría hecho con un cordero. La sangre de la sacrificada fue a parar a unos recipientes que unos cortesanos de miradas demenciales acababan de poner bajo su garganta goteante. Luego se los llevaron a los labios y bebieron aquella sangre caliente, indiferentes a los regueros de color escarlata que maculaban sus cuerpos desnudos y fofos. Asqueada por la obscenidad innoble de la escena, Tanis se apartó para vomitar. Sólo tenía un deseo: huir de aquel lugar abominable, donde el placer del sexo se conjugaba con la muerte y la abyección. Se apretó contra el viejo nómada y murmuró con voz llena de miedo:

—Quiero marcharme, Ashar. Llévame contigo lejos de aquí.

—¡Todavía no! Debemos esperar a que estén todos borrachos. En caso contrario, corremos el riesgo de que el rey se irrite. A pesar de tu rango de embajadora, no vacilaría en mandar que te degollasen como han hecho los guardias con esa esclava.

Apretó los dientes y añadió:

—Uno de mis amigos, jefe de una tribu nómada, intentó interrumpir una fiesta parecida el año pasado. El rey Potar mandó despellejarlo vivo inmediatamente, y redujo su tribu a la esclavitud.

—¡Malditos sean! ¡Los odio! —masculló Tanis.

—¿Comprendes ahora los motivos de la cólera de Rammán?

Tanis asintió con la cabeza.

—Dentro de poco tiempo —añadió el anciano— hará fluir las aguas del cielo sobre estos perros, y los borrará de la superficie del mundo.

—Pero ¿qué será de los tuyos?

Ashar suspiró.

—Quizá nuestro dios se apiade de nosotros…

Pero en su voz no había convicción.