Capítulo 27

—Se diría que el Nun devora el desierto —dijo un guerrero atemorizado.

Por septentrión, mucho más allá de Kattará, el cielo sufría una extraña metamorfosis. Poco a poco, el azul inmutable y profundo que decoraba habitualmente el desierto se cargaba de una espesa barrera de nubes que progresaba de forma inexorable hacia el sur. Un golpe de viento brutal zarandeó de repente a los guerreros, como el soplo de un animal gigantesco.

—Todo esto no es normal —murmuró Semuré—. En el Amenti no llueve nunca.

Las borrascas habían aumentado, dando lugar a tornados que recorrían las extensiones de rocalla, levantando columnas de arena y de piedra. En el corazón de la depresión, los kattarianos parecían dominados por el pánico. Los fuertes vientos levantaban altas olas que recorrían el lago en todas direcciones. En medio de las palmeras curvadas por las ráfagas, varias tiendas fueron arrancadas y arrastradas por poderosos torbellinos.

Djoser recordó de repente las palabras del ciego: «Grandes perturbaciones se producirán.» No habría sabido explicar los motivos, pero sabía que la tempestad naciente estaba vinculada a ellos. ¿No había sido Mennof-Ra víctima de lluvias violentas en los últimos tiempos, antes incluso de que Tanis se marchara? Algunos sacerdotes veían en ellas el signo de terribles cataclismos.

Se volvió hacia Semuré.

—Regresa al campamento de Merura y cuéntale lo que hemos descubierto. Dile que trate de reunirse con nosotros.

—Las tormentas de arena nos retrasarán —objetó el joven.

—No temo los vientos, sino las lluvias. Tened cuidado y no sigáis el cauce de los ríos. Su nivel puede aumentar repentinamente.

Semuré asintió a estas palabras, y luego emprendió el camino de vuelta seguido por varios guerreros.

Djoser y sus compañeros clavaron sus ojos en Kattará. Una verdadera locura se había apoderado de sus habitantes, que corrían por todas partes intentando recuperar los animales asustados o las tiendas arrancadas.

—¡La cólera de los dioses! —dijo temblando de miedo un soldado—. El soplo de Apofis va a engullirnos.

—Este lugar es la entrada del reino de Osiris —dijo otro—. Estamos perdidos.

—¡Cerrad el pico! —ordenó Djoser.

El acantilado de nubes proseguía su avance inexorable, ocupando lentamente el cielo de un extremo a otro del horizonte. La claridad se modificó de forma rara, adquiriendo unos reflejos de azafrán antes de sumirse en un gris tenebroso. Pronto del cielo no quedó más que una zona de azul turquesa que se diluyó en las brumas palpitantes del sur. Las corrientes cálidas que ascendían creaban en la capa de las nubes inquietantes vórtices, que parecían animados de vida propia. Por el norte, una serie de relámpagos cruzaban el paisaje apocalíptico.

Djoser y sus compañeros se acurrucaron en el hueco de sus refugios. De repente, una enorme gota de lluvia estalló en el rostro del joven. A lo lejos, Kattará se diluyó detrás de una cortina de chaparrones prodigiosos, que avanzaba hacia ellos a sorprendente velocidad. Unos instantes después, se les unía el diluvio, superándolos, empapando un suelo ávido que rápidamente se transformó en una cloaca inmunda. Del suelo subían unos olores desconocidos por efecto del nuevo frescor. Los envolvió una semioscuridad desgarrada por el rayo.

De repente, un gruñido inquietante se añadió al estrépito de la tempestad. Djoser trepó hasta el límite de la escarpadura rocosa. Abajo se estiraba el río. El ruido fue concretándose. Por el este, una muralla de olas de barro devoraba el lecho seco, arrastrando en su furia enormes bloques de piedra que lanzaba río abajo. En la linde del oasis, algunos nómadas creyeron refugiarse del viento instalándose en la depresión creada por el curso de agua. No tuvieron tiempo de huir. Antes de que pudiesen comprender de dónde procedía el espantoso estrépito que hacía temblar el suelo a su alrededor, la ola cayó sobre ellos y los arrastró bajo la mirada impotente y enloquecida de los demás.

Djoser se reunió con sus compañeros. Después no habría sabido decir cuánto tiempo duraron aquellas trombas de agua. El diluvio se calmó por fin, transformándose en una lluvia residual. A su alrededor se alzaron columnas de vapor que sumieron el desierto en una singular bruma.

Atónito, el joven se preguntó si el soldado tenía razón. Aquel lugar terrorífico no podía ser otra cosa que la entrada al reino de los muertos. Sin embargo, la masa nubosa iba difuminándose, dejando tras ella un cielo desgarrado, donde la luna llena se cubría intermitentemente por velos diáfanos que los vientos deshilachaban. Aparecieron unas tímidas estrellas.

Después de tomarse un tiempo de reposo, Djoser y Pianti se aventuraron de nuevo hasta el borde de la escarpadura. En aquella luz azul, Kattará ofrecía un aspecto de devastación. El lago había crecido, invadiendo las riberas y ahogando los campamentos.

—Sería el momento ideal para lanzar el ataque —dijo Djoser en un soplo.

—Más valdría esperar a Merura —observó su amigo—. ¡No te creerás capaz de exterminar a toda esta chusma tú solo!

—Me temo que Merura no podrá llegar mañana. El diluvio le retrasará.

Sin embargo, hacia la mitad de la noche, el ejército se unía a ellos.

—Los dioses han venido en nuestra ayuda —declaró Merura—. A pesar de la lluvia, hemos conseguido pasar. Por Osiris, nunca había sufrido una tempestad semejante.

Se dirigió a la cumbre de la colina a fin de observar al enemigo.

—Atacaremos antes del alba —declaró—. Así, el efecto sorpresa será total.

Djoser asintió y explicó a Merura el plan que había ideado. El viejo general movió la cabeza satisfecho.

—No veo nada que objetar, oh Djoser —dijo—. El Horus Sanajt hizo mal retirándote tu mando. A veces tengo la impresión de que no puedes aprender nada de mí. Por lo tanto, voy a confiarte un destacamento.

El anciano reunió a su estado mayor y asignó a cada uno sus respectivas misiones. Una hora más tarde, amparados por los bloques de rocas sumidos en las sombras, el ejército avanzaba en silencio en dirección a Kattará.

Preocupados por los destrozos sufridos e incapaces de imaginar que un millar de hombres les asaltarían en pleno desierto, los bandidos no descubrieron su presencia sino en el último momento.

De repente, un ejército innumerable pareció surgir de la nada para rodear el oasis. Siguiendo las consignas de Djoser, filas de arqueros se desplegaron a ambos lados del río de barro, disparando flecha tras flecha. Luego, una tropa de soldados armados con lanzas se precipitó contra los defensores dominados por el pánico, que no tuvieron tiempo para organizarse. Por todas partes se produjeron combates feroces. Djoser fue el primero en desbordar las líneas enemigas. Manejando la espada y el hacha, asumía riesgos insensatos, siempre al frente de sus hombres, a los que arrastraba lleno de fogosidad al enfrentamiento más arriesgado. Si el número hablaba en favor de los kattarianos, la ciencia militar de los egipcios compensaba ampliamente esa desventaja. No tardaron mucho en invadir el oasis. Poco a poco, los bandidos supervivientes fueron rechazados en dirección al macizo rocoso, donde se habían refugiado las mujeres y los niños.

Cuando Ra inició su largo curso en un cielo de nuevo límpido, el enemigo había perdido más de la mitad de sus combatientes. Los arqueros egipcios habían causado estragos en sus filas.

Defendiendo sus cavernas con la energía de la desesperación, los kattarianos consiguieron contener una primera oleada de asalto. Junto a Djoser, Pianti recibió una mala lanzada y se desmoronó. Furioso, el príncipe se precipitó contra el adversario y le hendió el cráneo por la mitad de un hachazo. Después de haberse asegurado de que la herida de su compañero no era seria, dirigió sus tropas hacia las grutas, lanzándose como un demonio en medio de la pelea, sin preocuparse de su propia salvaguardia. A pesar de la falta de sueño, no sentía ninguna fatiga. Le parecía que se había desdoblado, arrastrando a sus hombres cada vez más lejos, hendiendo los grupos adversarios con una rabia que les hacía retroceder. Las imágenes de los cuerpos empalados no se iban de su mente.

Sin embargo, su fogosidad y su imprudencia no lograban el resultado apetecido. Mientras que muchos de sus hombres habían sido tocados, él no sufría ninguna herida, como si un espíritu benéfico le protegiese. A veces bandadas de flechas silbaban en su dirección. Ninguna le alcanzaba. Su audacia y su fuerza impresionaban a sus enemigos, galvanizaban a sus guerreros. Poco a poco, los bandidos desbordados retrocedieron. Los combates se desplazaron hasta el interior de las grutas.

De repente, un individuo gesticulante se irguió ante Djoser, armado con una maza. Por la riqueza de sus ropas, el joven comprendió que tenía delante al rey Bashemat, origen de las matanzas. Se lanzó contra él con determinación. Trabaron una furiosa batalla. Pero el bandido no poseía la fuerza suficiente para contener el odio de su adversario. Bajo un golpe más violento que los otros, el hacha chorreante de sangre de Djoser se hundió en la cara de su enemigo, partiéndole la caja craneana. Ante los ojos estupefactos de sus hombres, Bashemat batió los brazos, vaciló y luego se desmoronó en el polvo de la caverna. Aterrorizados, sus hombres soltaron las armas.

La jornada acabó con una victoria total. Si los egipcios habían perdido un centenar de hombres, habían matado cuatro veces más bandidos. Los supervivientes fueron desarmados y atados, los rebaños fueron reunidos. Se cargó el botín a lomo de asnos. Sólo los niños y los viejos serían abandonados en aquel lugar.

A fin de evitar toda veleidad de evasión de la mente de los prisioneros, Merura ordenó cortar la cabeza de todos los jefes de las tribus que se habían unido a Bashemat y las expuso alrededor del lugar donde habían acampado.

Cuando por fin pudo descansar un poco, Djoser se dirigió al lugar donde Pianti yacía herido. Por suerte, las costillas habían desviado la hoja de la lanza. De la herida, no le quedaría más secuela que una soberbia cicatriz.

Cuando cayó la noche, Merura recibió a Djoser en su tienda. Como de costumbre, su rostro estaba sombrío. Aunque había logrado la victoria, lamentaba la muerte en combate de sus guerreros, entre ellos dos de sus lugartenientes.

—Tu plan ha tenido éxito, oh Djoser. Nuestras pérdidas son graves, pero habrían podido serlo más todavía.

—Tu aprobación me satisface, oh Merura.

—A ti te debemos esta victoria. Sin embargo…

—¿Sin embargo?

—Has asumido riesgos estúpidos —añadió el anciano en tono seco—. Podrían haberte matado cien veces.

El joven agachó la cabeza.

—Es verdad. Los dioses me han sido favorables.

Merura le contempló largo rato sin decir una palabra, luego le puso una mano en el hombro.

—Entonces deberías confiar en sus signos. No desean que mueras.

Djoser levantó los ojos hacia el general, que le interrumpió con un gesto.

—No digas nada, hijo mío. Sé por qué hoy has buscado la muerte. Pero Osiris no lo ha querido. Por lo tanto, debes luchar, debes recuperar el gusto por la vida con la misma rabia que hoy has demostrado durante el combate. No olvides que eres un príncipe de Egipto, y que Egipto necesita de tu valor.

—Un príncipe de Egipto al que Horus ha rebajado al rango de simple soldado —replicó Djoser con amargura.

—¿Te he tratado yo así? Si mi lealtad me obliga a obedecer al rey, sigo siendo el único dueño para decidir el puesto de cada uno de mis hombres. Sanajt se enterará de tu conducta gloriosa en este día. Le pediré que te devuelva tu grado de capitán. La hermosa victoria que le llevamos, el botín y los esclavos deberían inclinar en sentido favorable su decisión.

—Hace dos lunas realicé una hazaña salvando la vida del Horus —respondió Djoser con amargura—. Me recompensó separándome de la mujer que amaba. Ella ha perdido la vida huyendo de la innoble suerte a que quería reducirla. Dudo mucho que me perdone este nuevo triunfo.

—Las circunstancias son distintas —replicó Merura—. Cuando querías casarte con Tanis, te rebelabas contra su voluntad. Esta vez, le llevas una victoria que ha deseado.

—Me odia. Hará cuanto esté en su mano para destruirme.

—No puede prescindir de un guerrero de tu valor.

Merura permaneció callado un momento, luego continuó:

—Me hago viejo, oh Djoser. Pronto deberá sustituirme un hombre más joven. Eres el único capaz de hacerlo. No me gustaría que el ejército de Egipto pasase a ser mandado por un individuo como Nekufer.

El desprecio que había dejado traslucir al pronunciar el nombre del jefe de la guardia real, no se le escapó al joven.

—Ese Nekufer se cree un gran estratega. Pero es un imbécil lleno de orgullo que llevará a Egipto al desastre si Horus le confía la dirección de la Casa de Armas. Por eso quiero hacer todo lo que esté en mi mano para que me sucedas. Cuando volvamos, hablaré con el rey.