Capítulo 26

Hacía más de diez días que el ejército de Merura había dejado las verdes orillas del lago Moer para adentrarse por el desierto del Amenti. Con objeto de ahorrar fuerzas, viajaban de noche, bajo la claridad blancuzca de la luna, que transformaba las rocas en inquietantes siluetas de monstruos dormidos.

Durante el día se refugiaban bajo las tiendas instaladas a la sombra precaria que ofrecían algunas escasas elevaciones rocosas. Un sol despiadado abrumaba a los guerreros agotados. El aire parecía hecho de brasas incandescentes que penetraban en los pulmones en forma de polvo impalpable.

En ese universo infernal no existía ninguna pista verdadera. Por ambos lados del horizonte se extendía un paisaje salvaje, donde unos montículos recortados por los vientos secos y ardientes se alzaban en medio de una inmensa extensión de garabatos de rocalla cuyo color variaba durante el día. Al alba, cuando Jepri se hinchaba por oriente, la menor elevación, la menor protuberancia se recortaba como sombra tenebrosa sobre el suelo de un ocre luminoso. Mediado el día, una luz resplandeciente hería los ojos, sumiendo el paisaje en un halo cegador. Por la noche, cuando el ejército seguía silenciosamente las depresiones esculpidas por la erosión, el desierto se revelaba como una armonía claroscura de azules y grises angustiosos, donde cualquier anfractuosidad podía ocultar un peligro.

A veces, el simún se levantaba, barriendo la árida llanura, infiltrándose silbando en las gargantas. Todos se refugiaban en las anfractuosidades de la roca, con la cara y los miembros arañados por millones de agujas. El horizonte desaparecía entonces detrás de una pantalla de arena que seguía flotando en el aire recalentado mucho después de que se hubiese calmado el viento infernal.

Sin embargo, la vida se aferraba con ferocidad a aquel mundo temible, multiplicando formas ingeniosas que le permitiesen captar la menor humedad. Las escasas plantas tenían la consistencia del cuero. Jerbos y zorros convivían con innumerables escorpiones, lagartos y serpientes. En el cielo daban vueltas grandes pájaros negros acechando las carroñas.

Merura enviaba de forma regular grupos de exploradores para intentar descubrir huellas de alguna presencia humana. Pero las búsquedas resultaban infructuosas la mayoría de las veces. Apenas si un día capturaron a unos nómadas enloquecidos, cuyo reducido número no sirvió para nada.

Una mañana, el ejército llegó a una región extraña, donde quedaban cauces secos de riachuelos efímeros, que sólo corrían durante los raros chaparrones. Entonces se henchían en violentos torrentes de barro que se dirigían hacia el lago Moer sin alcanzarlo nunca, absorbidos mucho antes por las arenas. Estas crecidas irregulares alimentaban una vegetación enclenque que albergaba todo un pueblo de roedores, de gacelas, pero también de víboras de las que había que desconfiar a cada paso.

A trechos había algunas charcas de agua bordeadas por palmerales curiosamente desiertos, pero que, a todas luces, habían estado ocupados poco tiempo antes. Intrigado, Merura decidió explorar minuciosamente la región.

Siguiendo sus órdenes, Djoser y sus compañeros partieron para reconocerla. Adentrándose con decisión por el oeste, franquearon una sucesión de colinas resecas y luego descubrieron un valle en cuyo fondo había un río fangoso que llevaba hacia un pequeño oasis escondido en una depresión. Esta vez, la población que lo habitaba estaba allí. Pero no se marcharía nunca.

Un joven soldado se apartó para vomitar. Como en Karún, a orillas del estanque se alzaban unas estacas siniestras donde terminaban de pudrirse unos cuerpos irreconocibles. Algunos ya estaban reducidos al estado de esqueletos. Molestados por la llegada de los guerreros, algunos buitres abandonaron a sus víctimas y se elevaron sin prisa, llevados por las corrientes de aire cálido. Conteniendo las arcadas, los guerreros avanzaron entre los cadáveres.

—Esta carnicería es antigua —gruñó Semuré—, ocurrió hace más de una luna, desde luego.

—Pero ¿quién ha podido hacerlo? —dijo Djoser—. ¿Ahora los bandidos se matan entre sí?

Se dedicaron a analizar los restos del campamento. De pronto, llamó su atención un gemido insólito, procedente de un montículo cercano, lleno de anfractuosidades.

—Parece que allí hay alguien —exclamó un guerrero.

—¡Lo necesito vivo! —gritó Djoser.

Con las armas en la mano, fueron acercándose hacia el montículo rocoso. Se oyó una nueva queja, pronto ahogada. De repente descubrieron, agazapados en el hueco de una cavidad, acurrucados el uno contra el otro, un niño y una muchacha con los ojos aterrorizados, únicos supervivientes sin duda de la matanza. El niño no debía tener tres años todavía. Su delgadez esquelética denunciaba su hambre.

Djoser se acercó a la muchacha y le habló con dulzura. Ella hizo un patético gesto de defensa y se echó a temblar. Djoser sacó entonces algunos frutos secos de su morral y se los tendió. Los cogió con precaución, sin dejar de mirarle, luego los compartió con el niño. Pero no tardaron en lanzarse sobre el alimento con avidez. Al comprender que nadie quería hacerles ningún daño, la joven se lanzó a pronunciar un discurso incomprensible. Por suerte, Kebi, un guerrero originario de Shedet, conocía el dialecto de los beduinos del desierto. Escuchó atentamente y luego tradujo:

—Se llama Letis, hija del sabio Mussef, jefe del clan que hemos descubierto. El niño es hermano suyo. Hace más de una luna, llegaron unos hombres de la tierra lejana de Kattará, donde reina el rey del Pueblo de las Arenas. Exigían que todos los guerreros sanos se uniesen a ellos. Mussef se negó. Entonces, mataron a toda la tribu. Letis pudo huir y esconderse con el crío. Luego ha sobrevivido cazando roedores e insectos. Tiene miedo a la vuelta de los de Kattará, pero también a que los espíritus de los muertos vengan para atormentarla, porque no ha tenido valor para darles sepultura.

—¿Por qué les han matado los de Kattará?

—Según ella, el Pueblo de las Arenas siempre ha vivido en paz. Sólo algunos clanes se dedicaban al saqueo. Pero hace dos años murió el viejo rey, sin heredero varón. Le sucedió un joven jefe, procedente de una nación belicosa. Ella oyó lo que le decía a su padre. Después de haberse proclamado rey del desierto, decidió reunir a todas las tribus para guerrear contra el pueblo del gran río de oriente. Todos los que se niegan a plegarse a su autoridad, son despiadadamente exterminados.

—Por eso los nómadas se han ido de los oasis de los ríos secos. Han debido unirse a las filas de ese perro.

—Esta muchacha puede sernos útil, señor, afirma saber dónde está Kattará. Su tribu iba muchas veces para el trueque.

—¿Podemos confiar en una beduina? —intervino Semuré, escéptico—. ¿Y si nos condujese a una trampa…?

La muchacha siguió farfullando algunas palabras.

—No lo he comprendido todo —dijo Kebi—, pero parece que cita el nombre de un tal Bashemat deseando que los cerdos le coman los intestinos.

Djoser se volvió hacia Semuré.

—En su lugar, ¿no desearías vengarte?

Cuando Djoser volvió a reunirse con Merura, éste mandó interrogar a Letis. De sus palabras se desprendía que Kattará se hallaba a veinte días de marcha al otro lado del país de los ríos fantasma. Ella había acompañado hasta allí a su padre poco antes de la muerte del rey Hussir. Una vez al año, las tribus se reunían en Kattará para comerciar. Era una amplia hondonada bordeada de colinas y de dunas de arena, en cuyo fondo se extendía un gran lago de aguas verdes. A orillas del lago se alzaba un macizo rocoso.

Aunque los jefes reinaban sobre los clanes de modo absoluto, en teoría todos ellos debían obediencia al rey de Kattará. En la práctica, estos vínculos de vasallaje apenas se ejercían. El desierto garantizaba la independencia de cada tribu. Sin embargo, las recientes matanzas demostraban que el rey Bashemat había sabido imponer su ley a los demás.

Cuando cayó la noche, el ejército se puso en camino, guiado por la pequeña Letis. Unos guerreros apiadados se habían hecho cargo de su joven hermano. A pesar de su agotamiento, Letis caminaba orgullosa al lado de Djoser, sin quejarse nunca.

Durante el día, cuando el calor era más fuerte, Letis dormía en la tienda de Djoser hecha un ovillo y estrechando al niño entre sus brazos. Desde hacía unos días comía con ganas, aprovechando animales abatidos por los cazadores, gacelas o facóqueros, y su cuerpo había recuperado algunas redondeces. Por desgracia, no ocurría lo mismo con su hermano, cuyo estado iba degradándose poco a poco. Djoser sabía que estaba condenado. Sólo tenía la piel sobre los huesos.

No sobrevivió diez días. Una tarde, un grito despertó al joven. Letis le lanzó una mirada de súplica señalando al niño, acurrucado en una postura extraña. Se acercó a él, pero era demasiado tarde. La deshidratación había hecho su trabajo. Letis estalló en sollozos, luego se acurrucó contra Djoser.

Cuando las piedras del desierto cubrieron el cuerpo del niño, Letis permaneció un largo rato inmóvil, con la mirada fija en la sepultura. En sus ojos brillaba una determinación feroz, reflejo del odio que la invadía. Ya no le quedaba nadie en el mundo. Los de Kattará le habían arrebatado todo. Su silueta recordaba un poco a la de Tanis. Debía de tener su misma edad. Djoser sintió un vivo dolor. Apretó los dientes para aliviarlo. Los combates eran inminentes. Pronto acabaría todo.

Una mañana, el ejército se encontró a sólo una jornada de Kattará. Merura reunió a su estado mayor.

—La próxima noche nos acercaremos todo lo que podamos, y atacaremos mañana —declaró—. Que los hombres recuperen fuerzas.

Djoser intervino.

—Hay una cosa que me extraña, oh Merura. Las aldeas fueron atacadas con algunos días de intervalo. Por lo tanto, los bandidos acampaban cerca del lago. Pero desde que hemos salido de Egipto no hemos encontrado ninguna banda enemiga. Es como si hubieran regresado a Kattará. Pero ¿por qué?

Merura se tomó su tiempo para responder.

—Tu observación es exacta, señor Djoser. ¿Qué conclusión sacas?

—Pienso que querían atacar Shedet, pero que no eran suficientemente numerosos para hacerlo. Ese maldito Bashemat ha debido ordenar a sus tribus reunirse aquí, para preparar una gran ofensiva contra las Dos Tierras. Y esta vez no se contentarán con unas cuantas aldeas. Deberíamos permanecer vigilantes. Si son más numerosos que nosotros, seremos derrotados. Poseen un perfecto conocimiento de estos lugares. Más valdría enviar exploradores para tratar de evaluar sus fuerzas.

El viejo general se mesó la barba y respondió:

—¡Y, por supuesto, te ofreces para esa misión!

—Con tu permiso, oh Merura.

—Está bien. Esperaremos tus informaciones.

Djoser reunió su tropa de fieles. En el momento de la partida, Letis fue a su encuentro. Le tomó febrilmente las manos y pronunció unas palabras que Kebi tradujo.

—Te ruega que seas prudente, señor. Dice que llevas el deseo de vengarte en tus ojos, porque tienes en el corazón una gran pena. Tiene miedo de no volver a verte.

Djoser no contestó.

Siguiendo el relieve irregular que se alternaba con amplias extensiones de rocalla y de barrancos excavados por nuevos riachuelos efímeros, la pequeña tropa se dirigió hacia el lugar indicado por Letis. La joven beduina no había mentido. Hacia la media tarde, llegaron a la cima de una colina desde la que descubrieron el oasis de Kattará. Ocultos tras los repliegues del terreno, estudiaron los lugares. En el centro se extendía un gran lago bordeado de palmeras. Por el este, emergiendo de la depresión de suelo rojizo, se alzaba un macizo rocoso excavado por cavernas. Unos caminos unían las orillas del lago a los habitáculos troglodíticos, dispuestos en las fallas naturales de la roca. Una gran multitud daba al lugar el aspecto de un hormiguero. En las orillas se alzaban varios centenares de tiendas.

—Son más numerosos que nosotros —observó Pianti—. Ni siquiera atacando de noche podemos tener la seguridad de vencerlos.

—Debemos aniquilar este nido de abejorros —replicó Djoser—. Tenemos la ventaja de la sorpresa. Ese perro de Bashemat no esperará que nadie venga a presentarle batalla en su guarida.

Y señaló el cauce incierto de un río seco que llevaba hasta el lago.

—¡Mirad! Ocultándonos en el cauce de ese barranco, podremos llegar hasta el corazón del campamento sin que puedan vernos.

En su mente iban formándose ya los planes de la futura batalla, con líneas de arqueros protegiendo a las tropas de asalto, hileras de escudos y de lanzas invadiendo el oasis, y antorchas incendiando sus tiendas. La única oportunidad descansaba en el factor sorpresa.

Iban a regresar cuando un fenómeno extraño llamó su atención.

—¡Por los dioses! —murmuró Djoser—. ¿Qué pasa?