Capítulo 24

—¿Qué son los demonios de las profundidades? —preguntó Tanis con voz débil.

—Unos monstruos enormes que se parecen a peces. A veces se los ve merodear alrededor de los barcos. Sus ojos son pequeños, negros como la muerte. Devoran todo lo que ven, y sus colmillos son más acerados que el más cortante de los sílex.

—¿Qué podemos hacer?

—Por desgracia, nada —respondió Harkos con voz lúgubre—. Van a matarnos uno tras otro. El espesor de la vela tal vez nos proteja, pero ¿hasta cuándo resistirá? Además, no es lo bastante sólida para llevarnos a los dos.

Una sensación espantosa se apoderó de Tanis. Harkos tenía razón. Admitiendo que su balsa resistiese, si los náufragos conseguían llegar hasta ellos, habría que rechazar a varios y sacrificarlos, so pena de condenar a los otros a una muerte segura. Pero ¿cómo, con qué criterio escogerlos? ¿Por qué tenía uno más derecho a vivir que otro? Mientras, había que ayudar a los más cercanos. Por el momento, sólo el remero de dirección parecía capaz de alcanzarles. Tanis se desgañitó llamándole:

—¡Quró! ¡Date prisa!

Quró redobló sus esfuerzos. Pero ya surgían varias aletas siniestras en el lugar donde había zozobrado la primera víctima. Un pánico sin nombre dominaba al resto de los supervivientes. Se olvidaban de nadar, escrutaban desesperadamente las olas a fin de localizar el peligro pérfido que se precipitaba contra ellos. Detrás del remero de dirección resonó un grito desgarrador, que se apagó en un borborigmo innoble. Aterrorizados, los náufragos lanzaban clamores angustiosos. Mientras, Quró había conseguido aferrarse casi al mástil. Tanis y Harkos retrocedieron para hacerle sitio. Por lo menos Quró se salvaría.

Tanis tendió la mano para ayudarle a subir a bordo. Pero de pronto, cuando iba a alcanzarles, Quró lanzó un grito horrible. Horrorizada, la joven vio deformarse su rostro bajo el efecto del dolor. De su boca salió una ola de sangre, y se hundió bajo el agua oscura.

—¡Quró! —gritó Tanis.

Un hervor abyecto, escarlata, daba testimonio del desesperado combate que se libraba bajo la superficie.

Muda de espanto, Tanis no se atrevió a hacer un gesto. De repente, el cuerpo del marino reapareció. Tanis soltó un grito de terror. En el sitio del brazo izquierdo sólo quedaba un muñón de carne sanguinolenta y huesos machacados. Su rostro expresaba un horror total, y Quró se hundió bajo las aguas, arrastrado por el predador.

Aterrorizados, impotentes para ayudarle, Tanis y Harkos asistieron a la matanza lenta y despiadada de los demás náufragos. El cruel destino había decidido por ellos. No tendrían que sacrificar a algunos de sus compañeros negándoles el acceso a la balsa. Pero eso no consolaba a Tanis. Desquiciada, se había acurrucado en el exiguo espacio situado entre las dos varas. Con cada aullido que le barrenaba los tímpanos, tenía la impresión de que era su propia carne la que se abría, sus propios huesos los que crujían bajo las mandíbulas implacables de los tiburones.

Al cabo de un rato, no aguantó más. Se levantó y lanzó un grito de cólera demencial.

—¡Marchaos! ¡¡Marchaos!!

Sus ojos reflejaban un principio de locura mezclada a un pánico total. Entonces el marinero la agarró brutalmente por los hombros y la abofeteó. Tanis volvió a caer entre los dos varales, atontada, luego estalló en sollozos. Pero la crisis había pasado. No tardaron en ser los únicos supervivientes.

—Perdóname —le dijo Harkos—. No podemos hacer nada. Tú no eres responsable de su muerte.

En el límite de sus fuerzas, Tanis se derrumbó sobre la vela, con la mente extraviada. Los cocodrilos no le habían causado un terror tan grande. Tal vez porque estaba acostumbrada a su presencia. Pero estos monstruos marinos eran más feroces todavía. Había entrevisto las fauces del que había matado al pobre Quró. Nunca olvidaría aquella mirada vacía, sin alma, la mirada misma de la muerte. Una náusea irreprimible se apoderó de ella y se puso a vomitar.

El mástil y el espesor de la vela les ofrecían una seguridad relativa. En dos ocasiones, un escualo les había golpeado con violencia, pero su esquife improvisado había aguantado. Habían decidido no moverse. Quizá los demonios terminasen abandonándolos. Pero no duró mucho esa ilusión. Alrededor de la balsa, unas inquietantes aletas habían iniciado una ronda siniestra.

De repente, uno de ellos se acercó y fue a frotarse despreocupadamente contra la tela. Dividida entre la cólera y el terror, Tanis desenvainó su puñal. Con gesto poderoso y preciso, golpeó al monstruo, que se alejó bruscamente, dejando tras él un reguero rojizo. Al instante, otras aletas convergieron hacia él. Entonces, debajo de las olas, a escasa distancia de la balsa, se desarrolló un combate de violencia inaudita.

—¡Se devoran entre ellos! —gritó el marino—. Estas bestias están malditas.

De repente, Tanis se dio cuenta de que los dos varales se separaban inexorablemente.

—¡Harkos! —exclamó—. La tela se hunde. Estamos perdidos.

Las funestas aletas habían reanudado su ronda, acercándose cada vez más. De repente, ante los ojos de los náufragos se desarrolló un fenómeno incomprensible. Uno de los tiburones dio un salto fuera del agua, como proyectado por un poder desconocido. Los otros parecieron dudar, luego se reagruparon, se sumergieron y volvieron a aparecer un poco más lejos. Una efervescencia incomprensible agitaba las olas, reflejo de una batalla furiosa e invisible.

—Pasa algo —murmuró Tanis—. Se diría que están luchando.

Pocos momentos después, reaparecieron las aletas. Tanis lanzó un gemido de angustia.

—¡Oh, no! ¡Otra vez están ahí!

Luego soltó un grito de espanto cuando se dio cuenta de que los monstruos convergían hacia ellos. Volvió a sacar el puñal. No sucumbiría sin combatir.

—¡No! —exclamó Harkos—. ¡No son los demonios! ¡Mira!

Tanis reconoció entonces a los delfines. Volvió a envainar su arma.

—¡Han echado a los peces asesinos! —clamó el marinero—. ¡Nos han salvado! ¡Gracias sean dadas a los dioses!

—Pero… ¿qué quieren de nosotros? —preguntó la joven.

Los cetáceos daban ligeros golpes de hocico a la vela, como para incitarles a abandonar su precaria embarcación, que no tardó en descomponerse. Inquietos, Tanis y Harkos se deslizaron en el agua. Dos delfines fueron a apostarse cerca de cada uno de ellos, parloteando mucho. Tímidamente, Tanis puso la mano sobre la piel del suyo. Sorprendida por la suavidad fluida, agarró la aleta del animal, pronto imitada por su compañero. Entonces los delfines los arrastraron en dirección a la costa.

Mucho después, Tanis sintió con placer la firmeza del suelo bajo sus pies. Los delfines los habían depositado cerca de una playa, hacia la que se dirigieron vacilantes, a punto de desmayarse. En el límite del mar y la arena, se derrumbaron, con los miembros helados, abotagados por su estancia demasiado prolongada en el agua. A lo lejos, los cetáceos saltaron varias veces fuera de las olas, como para saludarles, luego desaparecieron.

—Cuando contemos esta aventura, nadie nos creerá —dijo Harkos—. Ya había oído hablar de delfines que salvaban a marineros de un naufragio, pero siempre creí que se trataba de mentiras. Por eso dicen que son sagrados.

Tanis no respondió. No lograba convencerse de que se hallaban fuera de peligro. Visiones atroces de mandíbulas y carnes desgarradas perturbaban su mente. Temblando, se replegó sobre sí misma, moral y físicamente. La ignominiosa ejecución de la mujer adúltera no superaba en horror al espantoso espectáculo del que acababa de ser testigo.

Después de haber recuperado sus fuerzas, Harkos se acercó a Tanis y la obligó a levantarse. Apoyándose el uno en el otro, llegaron a lo alto de la duna y estudiaron el lugar. De punta a punta del horizonte se veía una costa desértica, sembrada de dunas cubiertas de hierbas amarillas. Por oriente se extendía una llanura sombría y pantanosa, remojada por la reciente tempestad. A lo lejos se dibujaban, como acuarelas puestas sobre una capa de bruma translúcida, unas colinas arboladas. Más cerca, las siluetas de árboles de un verde intenso se alzaban en medio de una vegetación baja hecha de juncos y plantas acuáticas. Por ninguna parte divisaron huellas de una presencia humana. Harkos declaró:

—Por la orientación del sol, debemos de estar en las riberas del Levante. Más al norte se encuentra el puerto de Ashqelón. Con un poco de suerte, podemos llegar dentro de unos días.

Tanis asintió con la cabeza. Apretó los dientes para dominar los estremecimientos que la invadían. A pesar de su solicitud, aquel individuo la preocupaba. No debía dar muestras de debilidad. Se palpó discretamente el vientre. El cinturón de cuero que contenía sus riquezas seguía estando allí. Sus ropas llenas de sal y arena se le pegaban a la piel. Enamorada de la limpieza como todos los egipcios, habría pagado muy cara la posibilidad de tomar un baño y darse un masaje. Pero era dudoso que pudiera satisfacer ese deseo antes de mucho tiempo. Se dio cuenta de que su compañero la contemplaba con mirada extraña. Tanis le lanzó una mirada sombría.

—¡No eres un hombre! —terminó diciendo el otro.

Tanis no respondió. Harkos sonrió y añadió:

—Ya lo había sospechado en el barco, por tu forma de caminar. Y luego, cuando nos hemos refugiado en el mástil, no te has preocupado por disimular tu voz, que sólo puede pertenecer a una mujer.

Dominada de nuevo por la angustia, llevó su mano a la guarda del puñal. El otro se echó a reír.

—Vamos, cálmate. No quiero hacerte ningún daño. Además, comprendo por qué te ocultabas de ese modo. Un viaje como el nuestro es muy peligroso para una mujer sola, sobre todo cuando es tan hermosa y tan joven. Y los demonios del mar no son los únicos peligros que hay que temer.

Tanis vaciló. La actitud de su compañero no tenía nada de amenazador. Decidió otorgarle una confianza relativa.

—Es verdad —admitió—, soy una mujer.

—Entonces dime cuál es tu verdadero nombre.

—Es mejor para ti que no lo sepas —respondió ella con tono arrogante.

Y echó a caminar. Harkos suspiró y la siguió. Tanis no tenía ganas de hablar con él. No olvidaba que la había abofeteado. Desde luego, aquella bofetada había calmado instantáneamente su crisis de locura, pero no podía… no tenía ninguna gana de perdonarle. Harkos no parecía alterado siquiera por la matanza a que acababan de asistir. Tanis detestaba su sonrisa, su mirada azul pálido, poco frecuente entre los egipcios. Las mujeres enloquecían por ellos, y Harkos debía conseguir buenas conquistas. Su tono protector la irritaba. Ya conocía aquel tipo de hombres. A Harkos no le desagradaba, desde luego, encontrarse a solas con ella. Debía imaginarse que tenía que vérselas con una aventurera, con una de esas mujeres sin ataduras que viven libremente. No escaseaban en Egipto. Sin embargo, si estaba pensando en divertirse con ella, se equivocaba de pies a cabeza.

Tanis adivinaba la mirada del hombre clavada en ella, en su espalda. Llena de rabia, aceleró el paso. Para comprobar pocos instantes después que se quedaba sin aliento. La arena no le facilitaba la marcha. A Harkos no le costó gran esfuerzo alcanzarla. Abrió los brazos en señal de impotencia.

—¿Por qué huyes de mí? No soy tu enemigo.

Tanis se negó a responder. De repente, él la agarró del brazo y la obligó a detenerse.

—Escucha, mujer cuyo nombre ignoro, deja de tener miedo. Aunque te encuentre bella y atractiva, tenemos cosas más urgentes que hacer que andar con galanteos, ¿no te parece?

Tanis se desasió bruscamente y le miró a los ojos. Habría querido rechazarle, ponerle en su sitio. Pero se necesitaban el uno al otro. Tras una duda, Tanis declaró:

—Tienes razón, Harkos. Perdóname.

Continuaron andando en silencio. Tanis no comprendía siquiera su propia conducta. Habría querido poder tratar a Harkos como a un compañero de infortunio. En cambio, le reñía con un salvajismo inexplicable. Pensamientos múltiples libraban en su mente un combate insensato, caótico: reminiscencias aterradoras, angustia, horror, incertidumbre, a las que venía a mezclarse un sentimiento incoherente que no lograba definir. Entonces Tanis reaccionaba por instinto, sin reflexionar.

Durante las varias millas que recorrieron, prácticamente no intercambiaron una sola palabra. La angustia roía el alma de la joven. Por momentos, un deseo insensato la dominaba: habría querido detenerse, acurrucarse en los brazos de su compañero para olvidar, para borrar las visiones infernales que la traspasaban. Pero siempre rechazaba violentamente ese deseo; hubiera sido la prueba flagrante de su debilidad.

Hacia el anochecer, recogieron algunas conchas, recolectaron frutos silvestres y se instalaron en el hueco de la duna, al abrigo del viento. Como la madera a su alcance aún estaba demasiado húmeda, no habían podido encender fuego. Apretados uno contra otro para mantener el calor, tragaron con voracidad su alimento. Poco a poco, Tanis se relajó. Harkos daba muestras de una delicadeza que la joven no hubiera sospechado en un marinero. Le abría sus conchas, le elegía los mejores frutos. Para romper el silencio que los separaba, Harkos empezó a contar su vida.

—No soy egipcio —dijo—. Nací en un país montañoso, situado muy lejos, al otro lado del Gran Verde. Siendo muy joven, fui capturado por un pueblo del norte, los hicsos. Me convirtieron en esclavo, pero, llegado a la edad adulta, conseguí escapar. Me dirigí a Biblos, donde me contraté como marinero. Es un oficio difícil y peligroso, pero por lo menos soy libre.

Harkos se volvió hacia ella:

—¿Has sido esclava?

—No —respondió Tanis.

Harkos le contó algunas de sus aventuras, en las que deslizó notas de humor que provocaron algunas sonrisas a Tanis. A pesar de su rostro rudo, que habría podido tomarse por el de un bruto, poseía una especie de sabiduría forjada sin duda por la experiencia de sus viajes. Pero Tanis sentía en él sobre todo un amor desmesurado por la vida que le llevaba a no tomarse nada en plan trágico. Sentía una gran estima por Quró, y su muerte le entristecía, pero la aceptaba con fatalismo.

Poco a poco, el sentimiento absurdo que atormentaba a Tanis volvió a manifestarse de forma solapada, inexplicable. Habría querido seguir detestándole, pero ya no conseguía recordar la razón de su sentimiento. Aquellas pocas horas pasadas juntos se lo mostraban más humano, y también más atractivo. A pesar suyo, hubo de admitir que no era indiferente a los pequeños rasguños que marcaban su rostro, a su piel bronceada por el sol y la sal, a su potente musculatura, esculpida por un duro trabajo. Se sorprendió por amar su risa cuando Harkos le contaba una anécdota divertida. Insensiblemente, su voz, el calor varonil contra su costado, su aliento regular y profundo despertaron en el fondo remoto de su carne un deseo equívoco, que también él debía de sentir. Tanis le quedó agradecida por fingir ignorar el deseo incontrolable que latigaba sus entrañas.

¿Era, pues, tan difícil ser una mujer?

Cuando, extenuados de fatiga, se tumbaron en la arena, Harkos la envolvió entre sus brazos. Ella le dejó hacer, ansiosa, pero también feliz por recoger de aquella manera un poco de consuelo. Por un instante temió que Harkos abusase de la situación, pero no lo hizo. El cuerpo del hombre pegado al suyo difundía una tibieza agradable, en la que a Tanis le hubiese gustado fundirse por completo. A pesar de la estación, un frío insidioso le mordía los brazos y los muslos. Sin embargo, terminó por sumergirse en el sueño, agotada por las pruebas del día.

Mediada la noche, unas imágenes de pesadilla invadieron sus sueños. Rostros desfigurados y cuerpos lacerados pasaban ante sus ojos, mientras se oían chillidos desgarradores. Unas mandíbulas ensangrentadas trataban de atraparla. Se sintió dominada por una terrible sensación de ahogo, que la oprimió. Despertó jadeando, presa del pánico. Dos brazos la agarraron y la devolvieron al seno de un calor acogedor.

—Cálmate —murmuró una voz tranquilizadora—. Sólo era una pesadilla.

Con la mente confusa, se acurrucó pegándose más contra él, y pasó los brazos alrededor de su cuello. Su aliento tibio le calentaba la nuca. Entonces el pánico desapareció dejando paso a una turbia emoción carnal. Tanis habría querido expulsarla, pero era demasiado tarde. El olor de la arena y del mar, mezclada a la de su piel, la embriagaba. Tenía demasiada necesidad de la protección de un hombre.

No fue él quien tomó la iniciativa. Más tarde, cuando Tanis volviese a pensar en esa noche fuera del tiempo, debería confesarse que había sido la única responsable.

Echaba en falta las caricias de Djoser. Pero estaba tan lejos. Acaso no volviese a verle nunca. Su rostro era vago, casi inaccesible en su memoria. Y el calor que irradiaba su vientre era fuerte, imperioso. Habría querido no flaquear, pero su carne se volvía más exigente a cada momento. Entonces, vencida, murmuró:

—¡Ámame!

Harkos vaciló un momento. Luego, con gestos lentos y suaves, se tumbó sobre ella, sus manos se posaron en su pelo, en su pecho, en su vientre. Una fiebre cercana al delirio se apoderó de Tanis.

Al día siguiente, un nuevo bienestar había expulsado el malestar de la víspera. La noche mágica le había dejado un regusto extraño. Contrariamente a lo imaginado, Harkos había sido muy delicado. Conocía a las mujeres, sabía perfectamente conducirlas hasta el placer.

Sin embargo, Tanis no conseguía explicarse cómo había podido ceder a los imperativos de su cuerpo con aquel hombre al que no conocía. Seguía amando a Djoser, y nunca había imaginado que pudiera traicionarle. Pero había ocurrido. ¿Por qué era tan frágil?

—Escucha —dijo por fin—. No seguiremos. En Egipto hay un hombre que me espera. No comprendo cómo…

—Sé que amas a otro hombre —respondió Harkos con una sonrisa amarga—. Esta noche has murmurado su nombre.

Tanis se estremeció. Él la cogió de los hombros con ternura.

—Tranquilízate, no te pido nada. Sólo un insensato o un orgulloso podría imaginarse capaz de arrancar el amor del corazón de una mujer. Yo no soy ni lo uno ni lo otro, y no deseo intentar la aventura, a pesar de no haber encontrado nunca una mujer tan fascinante como tú.

Y tras una breve pausa, añadió:

—Además, ¿qué puede esperar un desdichado marinero de una princesa de Egipto?

Ella le miró sorprendida.

—Entonces ¿sabes quién soy?

—Ya lo había sospechado antes de naufragar. Hará unos diez días, mensajeros del Horus Sanajt llegaron a Busiris con la noticia de la fuga de la princesa Tanis. Luego corrió el rumor de tu muerte, y dejaron de buscarte. Eso fue antes de tu llegada. Pero cuando te vi en el puente de la Estrella de Isis, pensé para mis adentros que acaso no estuvieras tan muerta como decían. ¿Qué mujer, salvo una princesa de alto rango, se atrevería a emprender sola un viaje tan peligroso?

—Y no dijiste nada…

—No siento mucha simpatía por los guardias reales. Además de que ya me habían contado tu historia. Y esta noche tú misma las has confirmado, pronunciando el nombre de Djoser.

Tanis se apretó contra él con cariño.

—No te sientas culpable —prosiguió Harkos con una sonrisa melancólica—. A veces, circunstancias extremas nos llevan a cometer actos que nos parecerían inconcebibles en tiempo normal.

—¡Qué extraño lenguaje emplea tu boca, oh Harkos! Nuestros marineros no dan muestras habitualmente de semejante lucidez. ¿Dónde has conocido tan bien la vida?

—Cuando estaba cautivo entre los hicsos, me pusieron al servicio de una anciana que dirigía el Consejo de los Mares. Era una persona muy prudente y muy sabia. Me enseñó la lengua y las costumbres de los hicsos. Aprendí mucho con ella, sobre todo a respetar a las mujeres.

Tanis no respondió. Acababa de aprender una lección. No debía juzgar a un hombre sólo por su rango. A veces los individuos más modestos podían mostrarse muy sabios.

—Vamos a ponernos de nuevo en marcha —dijo su compañero—. Todavía nos queda mucho camino por recorrer. Pero más vale que sigas utilizando tu disfraz masculino. No todos los hombres son tan considerados como yo.

Tanis le abrazó con ternura.

—Eres un verdadero amigo, Harkos. Seguiré tu consejo.

Temblando de frío por la noche, agostados por el sol, el viento y la sal durante el día, los dos náufragos prosiguieron su camino. No divisaron ningún alma viviente.

Necesitaron cinco días para llegar a la vista de Ashqelón.