Capítulo 22

Puesto bajo la protección conjunta de la diosa y del astro al que ésta se hallaba asociada, Sedeb, el barco tenía por nombre la Estrella de Isis. Su proa, que miraba hacia el interior, representaba una cabeza de mujer rematada por cuernos en forma de lira que rodeaban un trono. En la parte delantera del casco, dos ojos de Horus la libraban de los malos espíritus marinos. Debía de medir más de sesenta codos. Una cuerda larga y gruesa, llamada troza, unía la proa y la popa, tendida sobre sólidas horquillas de madera. Estaba destinada a compensar las deformaciones del navío debidas al movimiento de las olas. El mástil, o cabria, estaba formado por dos perchas reunidas en la cima. Una verga única y amplia soportaba una gran vela rectangular, más alta que ancha, de fibras trenzadas, cuyos anchos estaban unidos horizontalmente. Unos obenques unían el mástil a la popa y a la proa, mientras los estayes, destinados a consolidar el barco con gran viento, lo amarraban a cada borda.

Sin embargo, la vela sólo podía utilizarse con viento de popa. Remeros esclavos repartidos de tres en tres en quince filas a cada lado, es decir, noventa hombres, aseguraban la parte esencial de la propulsión. La diversidad de su origen asombró a Tanis. Había entre ellos beduinos del desierto del Amenti, nómadas del Sinaí, nubios, e incluso algunos egipcios, condenados por crímenes de derecho común. De espaldas, manejaban los largos remos que hundían cadenciosamente en el agua, siguiendo el ritmo que imponía el contramaestre de boga. Era un joven robusto, de ojos oscuros y cráneo rasurado, que golpeaba acompasadamente un amplio tambor de piel, en el extremo posterior del tramo central. Detrás de él se alzaba el camarote del comandante.

En lo alto del doble mástil había un hombre de guardia, cuya misión consistía en vigilar el estado del cielo y la eventual presencia de otros barcos. Bajeles enemigos frecuentaban la ruta marítima del Oriente. De hecho, se temían los ataques de aquellos a los que llamaban Pueblos del Mar, que en ocasiones partían de sus lejanas costas para atacar a los bajeles mercantes, o realizar correrías en las costas del Levante. Por eso la tripulación contaba con una treintena de guerreros bien armados. Otra de sus misiones consistía en reprimir una eventual revuelta de la chusma.

Cuando el barco hubo franqueado los amplios rompeolas que protegían el puerto de Busiris, Tanis se creyó a punto de morir. Una náusea irresistible se apoderó de ella, amenazando con hacerle devolver las entrañas. Acostumbrada a las tranquilas aguas del Nilo, no comprendía la furia de aquellas pesadas olas azules que iban a estallar en medio de un gran estrépito contra los flancos del barco, rociándolo de paso con salpicaduras saladas. Le parecía que todo el universo estaba atrapado en un torbellino de locura, un movimiento incesante que hacía bascular el horizonte de un extremo a otro, siguiendo un penoso vaivén de balancín. Así pasó la primera mañana, desmoronada en el barandal, hasta el momento en que el remero de dirección se apiadó de ella.

—Parece que no van bien las cosas, muchacho.

Tanis respondió con un doloroso gemido. Una sonrisa divertida iluminó la cara del hombre, que metió la mano en sus bolsillos y sacó una bolsita de cuero con unas flores secas de color pardo, en forma de estrella, que le ofreció.

—Mastica estas plantas —dijo—, aminorarán el mal. Y sobre todo tienes que respirar profundamente y mirar a un punto fijo. Con el tiempo te acostumbrarás.

Tanis masculló una breve frase de agradecimiento y cogió las flores.

—Me llamo Quró —dijo el remero de dirección—. Sé bienvenido a bordo del Estrella de Isis.

—Yo… yo me llamo Sahuré.

Se llevó las flores a la boca y siguió las indicaciones del remero de dirección. El remedio con sabor a anís no tardó en calmar sus tormentos digestivos. Algo más tarde, se había habituado a los movimientos agresivos del barco, y se desplazaba por él con soltura, para contrariedad de los mercaderes, habituados a los viajes marítimos, a quienes la desgracia de aquel joven de aspecto afeminado divertía mucho.

Como Quró era el único de a bordo que le había manifestado simpatía, Tanis se instaló en la popa, no lejos de él. A pesar de su aspecto huraño y su rostro devorado por la barba como el de un pastor de las marismas, le inspiraba confianza. Sus ojos, de un gris descolorido parecían ver todo lo que ocurría en el barco.

Tanis no cesaba de asombrarse ante aquel mundo nuevo para ella. Un olor fuerte y fresco bañaba el puente, con mayor insistencia todavía que en el puerto de Busiris. Era un perfume de vida, hecho de mil más, tan intenso que parecía penetrar por los poros de la piel. Lamiendo en sus labios las finas perlas saladas dejadas por las salpicaduras del mar, se divirtió contemplando las evoluciones de las chillonas gaviotas que acompañaban el barco en busca de alimento. A veces, una de ellas se hundía en el corazón de los ocelos de luz que constelaban la cambiante extensión, luego volvía a aparecer con una presa en el pico. Quró le explicaba que las aves acechaban el desplazamiento de los bancos de peces dispersados por el paso del barco.

El curso inmutable de las olas, lento y majestuoso, fascinaba a la muchacha. Le parecían todas idénticas, y sin embargo ninguna era igual a la anterior. Acunado por las olas que se renovaban sin cesar, su espíritu fue liberándose poco a poco de cualquier relente de miedo y se sintió impregnada por una paz bienhechora. Una idea maravillosa iba imponiéndose en su mente: el poder del rey y la obstinación de Nekufer no le habían impedido escapar.

Había triunfado. ¡Era libre! ¡Libre!

Dos marineros a las órdenes del remero de dirección conducían el barco con la ayuda de dos largos remos metidos en unos estrobos a un lado y otro de popa[17]. Uno de ellos no dejaba de observar a Tanis a hurtadillas. Su piel tostada, bajo la que se movía una vigorosa musculatura, contrastaba con el oro descolorido de su abundante cabellera, atada en la nuca por un lazo de cuero y denotando un origen septentrional. Su insistencia la molestaba. Sin embargo, nada en él dejaba traslucir tendencias homosexuales. Su mirada gatuna, con reflejos azules, parecía atravesarla de parte a parte. Pero ahora, ¿qué peligro podía representar? Tanis fingió ignorarle.

La forma inhabitual del barco no dejaba de sorprenderla. Al revés de los barcos que subían o bajaban por el Nilo, con escaso calado debido a los frecuentes bancos de arena, éste disponía de calas profundas donde se habían almacenado las mercancías, compuestas principalmente por muebles, piezas de vajilla de loza, montones de esteras de tejidos coloreados destinadas a adornar las paredes de las casas, y numerosas tinajas de vino y cerveza, cosas todas ellas a las que eran muy aficionados los habitantes de los países del Levante, como le explicó el capitán Sementuré. Hijo mayor de Serifert, era dado a la buena comida y a la cerveza, y mostraba con orgullo una confortable barriga que habría podido conferirle un aspecto afable si su rostro no mostrara, en cualquier circunstancia, una mirada severa y penetrante como la de un águila. Encargado por su padre de dirigir el flete y negociarlo, el barco le pertenecía.

Entre Quró y él existía una sólida complicidad debida a largos años de navegación en común. Sementuré no toleraba ningún fallo de disciplina en su barco. Cuando no estaba en el gran camarote situado en popa, caminaba arriba y abajo por el puente vigilando el estado del mar y el comportamiento de sus remeros. Cuando alguno de ellos no realizaba correctamente su trabajo, descargaba despiadadamente su bastón sobre la espalda del desdichado. Sin embargo, permanecía atento al estado de cansancio de su tripulación. Cuando uno le parecía demasiado agotado, mandaba sustituirle.

—No tengo ningún interés en perderlos —le dijo a Tanis a quien hizo inspeccionar el navío—. Los esclavos cada vez son más caros en estos tiempos. Hay que decir que el buen dios Jasejemúi no era muy dado a los combates. Por suerte, parece que el Horus Sanajt (Vida, Fuerza, Salud) piensa emprender nuevas guerras. Es una buena cosa. Tal vez capturen por fin nuevos prisioneros.

Tanis respondía de manera lacónica. Le costaba un gran esfuerzo hacer su voz más masculina de lo que era. Salvo al remero de dirección, su disfraz y su pelo corto parecían haber engañado a Sementuré y a sus pasajeros. Las ropas que había adoptado le habían facilitado la tarea. La longitud de su taparrabos llegaba hasta las rodillas y preservaba de un modo más fácil su intimidad. Había conservado el vendaje alrededor de los senos, pero además llevaba una especie de capa de cuero blando, unida en la parte delantera por un broche de cobre labrado, que cubría la parte superior de su cuerpo.

La noche de la primera jornada, Sementuré invitó a sus pasajeros a su camarote para compartir la comida, compuesta, en esencia, de pescados y de frutos secos, acompañados de pan y cerveza. Los mercaderes se dirigían a Biblos, una antiquísima ciudad que había caído dos siglos antes bajo protectorado egipcio. Allí se formaban las grandes caravanas que iban en dirección al país de Sumer.

—Y tú, oh joven Sahuré, ¿cuál es tu destino? —preguntó de pronto Mentucheb, un grueso comerciante de conversación jovial y rostro abotagado.

Tratando de impostar una voz lo más grave posible, Tanis respondió:

—Me dirijo a Uruk, donde está instalado mi padre.

—¿Uruk? —dijo sorprendido Ayún, otro comerciante, tan delgado como gordo era el primero—. Es un viaje largo y peligroso para un adolescente.

—Sé defenderme —replicó con sequedad Tanis llevándose la mano a la empuñadura de su arma.

Mentucheb se echó a reír.

—¡Vaya, vaya, el chico no tiene siquiera pelos en la barbilla y ya pretende enfrentarse a los temibles bandidos del desierto! No te falta valor, joven amigo.

—¡No tengo miedo a pelear!

—Pero ¿sabes a lo que vas a tener que enfrentarte? ¿No has oído hablar nunca de los Demonios de las Rocas malditas?

—¿Ni de la Bestia de Srit? —añadió otro.

—Aquí, en el Gran Verde, los peligros son innumerables —continuó Mentucheb—. Los Pueblos del Mar no dudan en atacar a los bajeles mercantes. Por ese motivo los barcos se alejan cuanto pueden de la costa.

—Pero hay otros peligros más graves —continuó Ayún—. En alta mar se corre el peligro de topar con monstruos terroríficos, como el Rémora.

—¿El Rémora?

El hombrecillo de cara demacrada puso los ojos en blanco y concretó:

—Es un pez enorme, más grande todavía que este barco, cuya cabeza está cubierta por una ventosa que fija sobre el casco de los navíos. Luego arrastra a su víctima debajo de las olas, para devorarla. Y lo engulle todo, barco y pasajeros.

Un tercero añadió:

—También cuentan que, muy lejos, en dirección oeste, hay islas malditas donde existen criaturas extrañas, con cuerpo de pájaro y cabeza de mujer. Las llaman Sirenas. Atraen a los marineros con melodiosos cantos a los que resulta imposible resistirse. Pero cuando creen que las han alcanzado, el barco se estrella contra unos arrecifes invisibles, y las criaturas se sacian con la sangre y la carne de los marineros.

—Todo eso no es nada comparado con Kraken —continuó Mentucheb—. Es una serpiente de colosal tamaño, que vive en el fondo del Gran Verde. Es tan grande que puede meter en sus fauces un barco entero. Casi nunca sube a la superficie. Pero los días de gran tempestad, suele aventurarse por debajo de los barcos en apuros. No se la puede ver, porque no aparece. Con su aliento, desencadena torbellinos terroríficos, que aspiran a los barcos hacia las profundidades para tragárselos. Pero lo peor es que también absorbe las almas de los marineros que devora, y sin alma no pueden encontrar el camino del reino de Osiris.

Intervino entonces Sementuré:

—Todo eso es muy interesante, oh Mentucheb. Sin embargo, contrariamente a lo que dices, en varias ocasiones me he alejado de la costa para dirigirme a las grandes islas del oeste. Y nunca me he cruzado con esos monstruos abominables de que hablas.

El gordo comerciante se volvió hacia él, con cierta inquietud en el rostro.

—No deberías hablar así, Sementuré. ¿No temes ofender a los dioses del mar?

—Isis nos protege.

—Pero ¿se extiende su poder hasta el Gran Verde? —replicó Ayún—. ¿Te acuerdas del capitán Jasab, que mandaba el Espíritu de Hator? También él se burlaba de los demonios que habitan en las profundidades. Pero pronto hará dos años que salió de Biblos. Y nunca llegó a Busiris. Encontraron a un marinero de su tripulación vagando por la costa, no lejos de Ashqelón. Se había vuelto loco. Contaba que, alrededor, el mar mismo se había transformado en una multitud de criaturas espantosas, cuyos colmillos se habían cerrado sobre sus compañeros. Unos tras otros, todos fueron destrozados. El agua se había cubierto de sangre, y había visto el cuerpo seccionado del capitán Jasab pasar muy cerca de él. Le faltaba la mitad de la cara.

Incómoda, Tanis se despidió, dejó el camarote y llegó a la popa donde Quró, sentado en el suelo, oteaba el horizonte con preocupación. A su lado había una lámpara de aceite. Dirigió a Tanis un ligero saludo con la cabeza y volvió a sumirse en su meditación silenciosa. Detrás, el marino rubio estaba solo en su puesto. Su compañero había debido tomarse un descanso durante la noche. Dándole ostensiblemente la espalda, Tanis se instaló junto al remero de dirección.

—Dime, Quró, ¿es cierto que en las profundidades del mar viven unos monstruos terroríficos?

Quró tardó en responder. Entonces Tanis observó que, delante de él, había una docena de amuletos de hueso de forma alargada. Rascándose la hirsuta barba, el remero de dirección dijo:

—Nadie lo sabe, oh Sahuré. Es cierto que muchos bajeles han desaparecido sin dejar rastro. Pero dices que esos mercaderes han querido asustarte. Siempre ocurre lo mismo cuando un hombre realiza su primer viaje. Le cuentan toda clase de historias para que se le erice el pelo de la cabeza.

—Entonces han mentido…

—Quizá. Personalmente, nunca me he topado con esas criaturas. Pero hacen mal burlándose así de los dioses extraños del Gran Verde. Esconde muchos otros peligros.

Movió la cabeza varias veces, señal en él de profunda inquietud.

—¿Qué quieres decir?

El marinero no hizo caso a la pregunta y cogió los huesos que había delante de él, repartiéndolos entre los dos puños y lanzándolos sobre el puente. Los estudió largo rato y luego soltó un juramento.

—Ya le había dicho al capitán que hoy no era prudente hacerse a la mar. No era un día fasto. Andan merodeando espíritus maléficos.

Un estremecimiento recorrió a Tanis, que recogió su capa alrededor de los hombros. El marinero continuó con voz sombría:

—Espero equivocarme, pero presiento que sobre nosotros pesa una grave amenaza.

Se llevó la mano al nudo Tit que llevaba al cuello y murmuró:

—Que Isis nos proteja.