Capítulo 21

Desde que el cínico Nekufer le había notificado, con una satisfacción morbosa, la muerte de Tanis, Djoser permanecía postrado, derrumbado en el suelo húmedo de su mazmorra. Un terrible sentimiento de culpabilidad le traspasaba. Pocos días antes, por mediación de Meritrá, le había sugerido que se fuese de Egipto para escapar de las garras de Sanajt. Tanis había seguido su consejo. Y por eso se había embarcado por el Nilo; los guardias reales la habían perseguido, y había perdido la vida. Su tío había saboreado el maligno placer de contarle la escena, insistiendo en la lucha desesperada de los guerreros tratando de escapar de los monstruos. De Tanis sólo habían encontrado un saco flotando en la superficie. Alrededor, las aguas parecían haberse transformado en una sábana ensangrentada.

Djoser nunca habría podido imaginar que se sufriese tanto por una herida moral. Ahora echaba en falta la risa fresca de Tanis, la suavidad de su piel, sus largas conversaciones. Al principio había rechazado la horrible noticia con toda su alma, aferrándose desesperadamente al hecho de que no habían encontrado rastro de su cuerpo. Luego habían ido transcurriendo los días, y se había ido imponiendo la idea de que no volvería a verla nunca, de que ya nunca más dormiría entre sus brazos.

Dentro de Djoser se había formado un vacío opresor, casi insoportable. Una parte de sí mismo había muerto allí, bajo las aguas negras del río. Invadió su alma un odio sordo, dirigido contra su hermano, y sobre todo contra el innoble Nekufer, aquel tío deshonrado que siempre había maniobrado en la sombra para apartarlo de su padre. Nekufer era un feroz partidario de Set, en quien veía al dios de la guerra. Soñando con conquistas y proezas de armas, no había logrado convencer a Jasejemúi, pero había encontrado un oído atento en su hijo, ebrio también con la perspectiva de victorias gloriosas. No había tenido ningún problema para convertirse en el amigo único del nuevo rey, ni para animar el rencor que alimentaba contra Djoser.

A pesar del afecto con que le rodeaban, sus compañeros de cautiverio se sentían impotentes. Apenas si hablaba, pasaba las horas con los ojos fijos en un extraño sueño interior. Semuré y Pianti, condenados igual que él por el rey, también se habían sentido afectados por la muerte de Tanis, a la que amaban como a una hermana.

A petición de Merura, Djoser y sus fieles habían sido trasladados a la Casa de Armas, donde Sanajt había ordenado que permaneciesen encerrados hasta la partida del ejército para la campaña que se preparaba. Gracias al viejo general, habían escapado de la rivalidad de los guardias reales, y se beneficiaban de una paz relativa. El rey había exigido que fuesen considerados como prisioneros, y tratados en consecuencia; pero sabían que Merura, que apreciaba su valor, no tardaría en ofrecerles la posibilidad de ejercer un nuevo mando cuando el ejército hubiese abandonado Mennof-Ra.

Sin embargo, esta perspectiva no aportaba ningún alivio a Djoser. Si soñaba con próximas batallas, era por otras razones. Su vida le parecía ahora carente de sentido. El ciego no había mentido: Tanis y él habían sido separados. El mensaje se le aparecía ahora con toda nitidez. Tanis había caminado sobre las huellas de los dioses, y alcanzado el reino de Osiris. La muerte era para él el único medio de reunirse con la joven. Los combates futuros le proporcionarían la ocasión.

Una mañana, un capitán vino a liberar a Djoser y a sus compañeros y les entregó sus armas.

—El general Merura desea hablarnos —dijo—. El Horus Sanajt nos envía al combate.

—Por lo menos eso nos permitirá salir de este agujero de ratas —gruñó Semuré.

Se unieron al resto de los soldados acantonados en el amplio patio de la Casa de Armas. Merura inspeccionaba sus tropas, rodeado por sus lugartenientes, de los que Djoser y sus amigos habrían formado parte a no ser por la condena de Sanajt. Pero se vieron obligados a ocupar un puesto entre los simples guerreros.

Por último, el anciano subió a un estrado y clamó:

—Soldados, escuchadme. Hace unos días, las tribus del desierto del Amenti han atacado los poblados situados en las orillas del lago Moer. Los supervivientes han ido a pedir justicia al Horus en su morada, que les ha concedido oído benévolo. Así pues, mañana nos pondremos en marcha y exterminaremos a esos perros. Que todos se preparen para el combate.

El Moer, también llamado lago de Sobek, el dios cocodrilo, hijo de Neit, no se hallaba muy lejos de Mennof-Ra. El ejército de Merura, con un millar de hombres, recorrió las treinta millas en dos días. Varias aglomeraciones pequeñas se habían instalado a orillas de ese lago, nacido de las aguas extraviadas del río-dios. La región, abundantemente regada, estaba cubierta por una vegetación floreciente, dominada por palmeras, higueras, sicomoros y acacias.

Shedet, un poblado de alguna importancia, se alzaba en el centro del palmeral, dominando la entrada del fértil pasillo que unía el lago con el valle. El nomarca acogió a Merura con calor y volubilidad, explicando que la milicia del nomo era muy escasa para enfrentarse a las hordas de bandidos que les amenazaban desde hacía varios años.

—Pero nunca habían lanzado un ataque de esta envergadura, señor Merura —se lamentó—. Tres poblados han sido arrasados. Esos perros volvieron luego al desierto, pero mucho me temo que arremetan ahora contra Shedet. Por eso agradezco al Horus Sanajt (Vida, Fuerza, Salud) que haya accedido a mi demanda. Es un dios justo y bueno. Ahora estoy tranquilo.

Merura, de temperamento taciturno, no compartía el optimismo del gobernador. Una vez cometidos sus crímenes, los bandoleros habían huido hacia el desierto, y el viento había borrado toda huella de su paso. Sería muy difícil descubrir sus madrigueras en aquel infierno de arena y rocalla. Además sospechaba que tenían espías entre la población.

Por la noche, en el campamento, Merura mandó llamar a Djoser y a sus compañeros.

—Príncipe Djoser, a pesar de tu valor debo obedecer al rey y no puedo devolverte tu mando. Sin embargo, conozco tus cualidades de rastreador, y me gustaría que te encargases de la dirección de un pequeño grupo de exploradores, con Pianti y Semuré.

—Gracias a ti, oh Merura.

—Os dirigiréis a las orillas del lago. El ejército permanecerá en Shedet. En cuanto tengáis alguna idea del lugar de donde han venido esos bandoleros, nos lanzaremos tras ellos.

Djoser sentía un gran respeto por el anciano general. Hombre de palabra y de deber, exigía mucho de sus hombres, pero tenía cuidado de no sacrificarlos nunca inútilmente. Profundamente honrado, había defendido sus intereses con encarnizamiento ante dos reyes a los que había servido con toda fidelidad, y, desde que dirigía el ejército de Mennof-Ra, nadie había tenido motivos para quejarse de no haber cobrado su sueldo. Estratega astuto y audaz a un tiempo, en el pasado había sido el sólido jefe sobre el que Jasejemúi se había apoyado para derrotar a las tropas del usurpador Peribsen. Djoser le debía toda su ciencia militar y su conocimiento del manejo de las armas. A pesar de su avanzada edad, Merura no dudaba en manejar personalmente la lanza y la espada para instruir a los jóvenes reclutas.

Por la tarde, Djoser y sus compañeros, seguidos por una veintena de soldados, dejaban Shedet rumbo al lago de Sobek, así llamado por el impresionante número de cocodrilos que frecuentaban sus orillas.

Se dirigieron hacia Karún, un poblado situado en la punta occidental, en el límite del desierto. Esa aglomeración le intrigaba. Contra toda lógica, el nomarca aseguraba que los bandidos no habían tocado ese pueblo. Podía parecer extraño, debido a que era el más expuesto a los ataques de una tribu procedente del oeste. Pero sus habitantes habían asegurado que no habían visto hordas de bandidos hacía muchos meses.

—Se diría que se han equivocado —dijo Semuré cuando el pequeño grupo, después de haber bordeado las orillas del lago, llegó al lugar.

—¡Por los dioses! —exclamó Djoser.

El espectáculo que se ofrecía a sus ojos habría hecho estremecerse al más duro de los combatientes. Las casas habían sido incendiadas, y los rebaños habían desaparecido. En medio de las ruinas ennegrecidas habían alzado pilotes, sobre los que los bandidos habían empalado a toda la población, sin distinción de edad y de sexo. Los rasgos del rostro mostraban expresiones de horror, varias decenas de hombres, mujeres y niños se retorcían en posturas grotescas, con los pies bailando en el vacío y el cuerpo desnudo. Algunos estaban cubiertos por bandadas de pájaros negros, que los guerreros espantaron a gritos, descubriendo entonces rostros desfigurados de órbitas vacías.

Djoser soltó una andanada de juramentos. Una oleada de odio le inundó, más fuerte sobre todo porque resultaba impotente. Con la muerte en el alma, recorrió el poblado.

—Esta carnicería es reciente —observó Pianti—. Todavía hay fuego bajo las cenizas.

—Y esos imbéciles de Shedet no han visto ni oído nada —espetó Semuré con rabia.

—Están demasiado lejos —observó Djoser—. Hemos recorrido más de cinco millas.

Hacia el noroeste se extendía un panorama de rocalla barrido por los vientos. Nunca se atrevía nadie a aventurarse por las pistas invisibles de aquel desierto inhóspito. Sin embargo, había tribus que vivían en aquel infierno, en unos oasis que nadie podía encontrar, situados en el corazón de depresiones rodeadas de palmerales. Algunas no eran hostiles, y mantenían con los egipcios relaciones amistosas, basadas en el comercio. Otras, por el contrario, sólo vivían del pillaje. Eran muy difíciles de localizar debido a sus hábitos nómadas. Desde el alba de los tiempos, una guerra larvada enfrentaba a las Dos Tierras con aquellos hombres salvajes, sobre los que, no sin motivo, corrían los relatos más espantosos.

Por orden de su jefe, los soldados buscaron indicios, algún arma olvidada, algún trozo de tela o cualquier otra cosa que pudiera proporcionarles algún dato sobre la tribu de origen de los asaltantes. Pero todo resultó inútil.

—No comprendo nada —declaró Pianti—, han atacado esta noche, deberíamos encontrar las huellas de su paso. Pero nada. Es como si hubieran caído del cielo.

De repente, Djoser declaró:

—No han venido del desierto, sino del lago. ¡Mirad!

Siguiendo la orilla en dirección norte, Djoser les señaló una brecha entre los matorrales de papiros.

—¡Es imposible! —exclamó Semuré—. Esas aguas están infestadas de cocodrilos.

—Contaban con barcos —replicó Djoser—. Por eso han podido atacar los poblados anteriores sin pasar por aquí. Han debido embarcar en algún punto situado en la orilla norte. Está inhabitada. Estos desdichados no les han oído llegar.

—Pero entonces, ¿de dónde vienen?

—Quizá del país de los ríos-que-no-corren. ¡Seguidme!

Poniéndose al frente de la pequeña columna, se dirigió hacia la orilla septentrional del lago, mucho menos hospitalaria que el sur. La franja de vegetación era más reducida, y se convertía enseguida en un desierto de rocalla. Con los pies magullados, los soldados no tardaron en llegar a un punto donde todavía quedaban las señales del paso de una numerosa tropa. Registrando los alrededores, descubrieron, hábilmente disimuladas en la vegetación, una treintena de pequeñas embarcaciones de papiro.

—Así han atravesado el lago —masculló Djoser—. No corrían peligro de que los pescadores vieran estos barcos, porque nunca se aventuran en este río.

Seguido por sus guerreros, rastreó las huellas recientes, que llevaban en dirección noroeste. Pero pronto se perdieron entre las arenas y los guijarros. Con la mandíbula apretada, Djoser observó el lugar. Hasta el horizonte se extendía un paisaje desolado, que parecía conducir al fin del mundo: el terrible desierto del Amenti, cuyas leyendas decían que formaba los límites del reino de Osiris, la tierra de los muertos. ¿Sería posible encontrar allí a unos bandidos que estaban moviéndose constantemente?