Tanis lanzó por la borda todo lo que contenía la barca, nasas y redes. Pero todo ello suponía poca cosa. Las siluetas de los barcos militares se dibujaron en la luz rasante y rosada del alba. Los gritos de victoria de los guerreros llegaban ya a sus oídos, llevados por el agua. Ambos se apoyaron en los remos para ganar un poco de velocidad. Pero era trabajo perdido. Sus perseguidores se acercaban de forma inexorable. Una voz les interpeló.
—¡Señora Tanis! Hemos descubierto tu engaño. No podrás escapar. Dejad los remos y preparaos para el abordaje.
—¡Nunca! —aulló como respuesta.
Uno de los barcos trataba de doblarles por la orilla oriental. De pronto, una flecha, precisa y mortífera, cayó sobre ellos. El nubio lanzó un grito espantoso. El dardo había ido a clavarse en su garganta. La joven lanzó un grito de terror. Con un esfuerzo sobrehumano, Yereb trató de levantarse y se agarró al mástil. Sus ojos se clavaron en su ama, como en busca de una ayuda desesperada. Con lentitud espantosa, titubeó, para luego caer en las aguas glaucas del río. Tanis corrió para socorrerle. Pero el cuerpo de su compañero se había ido al fondo. Mientras, los guardias lanzaban gritos de triunfo. La falúa perdía terreno de forma irresistible. No le quedaba más recurso que rendirse, o zambullirse también en el río. El capitán de los guardias gritó:
—¡Señora Tanis! Es el señor Nekufer quien nos envía. Tenemos orden de llevarte a Mennof-Ra. No se te hará ningún daño.
La joven no se dignó responder. Nunca caería viva entre sus manos. Con un gesto febril, se apoderó del saco que contenía sus cosas, se pasó el puñal a la cintura y se dejó caer al agua.
El comandante de la flotilla ordenó a los remeros forzar la marcha y dirigirse hacia la falúa abandonada. Escrutando con avidez la superficie del río, trató de localizar a la fugitiva. Estaba seguro de que se dirigiría hacia la ribera oriental, más cercana. Media docena de guardias se zambulleron en las verdes aguas y empezaron a explorar los alrededores. Fue inútil. De repente, a bordo de una embarcación, un guardia lanzó un grito de terror. Una inquietante forma se deslizaba suavemente hacia los nadadores. Lanzó una llamada enloquecida a sus compañeros. Pero era demasiado tarde. Uno de ellos lanzó un grito de terror. Un dolor abominable le machacaba la pierna. Su cuerpo dio un salto fuera del agua, para luego hundirse en las aguas oscuras bajo la mirada horrorizada de sus compañeros. Se vio una nube de burbujas que no tardó en desvanecerse mientras las aguas se teñían de una capa rojiza, que pronto se llevó la corriente.
—¡La venganza de Sobek! —gimió un hombre que había permanecido a bordo.
—¡Subid al barco! —chilló el capitán.
Pero la sangre había atraído a otros saurios, que convergían hacia los nadadores aterrorizados. Uno tras otro, todos fueron atacados, desgarrados por las fauces voraces de los cocodrilos, ante la mirada impotente de sus camaradas. Uno de ellos se puso a vomitar por encima de la borda. El Nilo se había teñido de color púrpura, único reflejo de la carnicería.
Angustiado, el capitán escrutó el río buscando a Tanis. Pero no había nada. Sin duda también había sido devorada. El saco de cuero era la prueba. Una brusca subida de adrenalina le cortó la respiración. El señor Nekufer había exigido que la trajesen viva. Ya estaba temiendo el momento en que tendría que anunciar su muerte. Nunca se lo perdonaría.
La cólera de Nekufer fue terrorífica. Todos y cada uno de los guerreros que habían participado en la operación fue condenado a cincuenta latigazos. El capitán recibió cien. Murió a los pocos días. Pero la rabia del jefe de la guardia real no se aplacó por eso. Una rabia dirigida tanto contra él como contra sus hombres.
Al principio Nekufer había pensado que Tanis trataría de ver a Djoser y por eso había ordenado vigilar la Casa de Armas. Pero nadie había visto nada. Entonces se había figurado que la mujer había salido de la ciudad. Envió patrullas tanto en dirección sur como en dirección norte. Una flotilla la había encontrado no lejos del Delta. Pero había fracasado. Tanis había perecido entre las mandíbulas de los cocodrilos. Al evocar esta imagen, una náusea se apoderaba de él, machacándole las entrañas. Aquella pequeña imbécil había conseguido escapar. De manera definitiva. La habría llorado.
Por fin, sus pensamientos se volvieron hacia Djoser. También él debía ser avisado de la muerte de su compañera. Y anunciárselo se convertiría en un placer para Nekufer. Llamó a sus porteadores.
—¡Que me lleven a la Casa de Armas! —gritó.