Mientras unos dardabasíes planeaban en el cénit, proclamando el mediodía, los pescadores lanzaban sus trampas en las verdes aguas. Tanis dio las gracias con toda su alma a su maestro, Meritrá, que la había incitado a aprender numerosos oficios manuales. Aquellos saberes resultaban hoy muy útiles. Pahanjet, el patrón de la barca, no dudó un solo instante que había contratado a auténticos profesionales.
Siguiendo a las falúas venían las cañas erizadas de anzuelos, en los que habían empalado gusanos o ensartado trozos de carne. También utilizaban nasas flotantes, que dejaban derivar en la corriente de aguas glaucas.
Para no asustar a los peces todos guardaban silencio, cosa que convenía a la joven. Con el rostro grave, escuchaba el chapoteo de las pequeñas olas contra el costado de la barca, mientras vigilaba sus cañas muy atenta.
Por la mañana, Pahanjet había intentado hablar con ella, pero Tanis se había llevado los dedos a los labios con un gesto breve, indicando que no podía expresarse. Para rematar el engaño, Yereb hablaba por los dos, improvisando un discurso divertido, abundante en anécdotas, que iba inventando sobre la marcha. Por ejemplo, el incidente del cocodrilo que había mordido a Sahuré —nombre adoptado por la joven— adquirió, a través de su relato, una realidad sorprendente. Cautivados, Pahanjet y su compañero lo escuchaban llenos de interés. El esclavo poseía el don de la narración. Los divirtió con numerosas historias, sacadas de sus recuerdos, que tuvieron la ventaja de adormecer las eventuales sospechas de los pescadores. Confidencialmente les explicó que sólo él podía comunicarse con el joven, gracias a unos signos convenidos entre ellos. Con acentos patéticos contó cómo había recogido a Sahuré cuando todavía era muy joven, pobre huérfano abandonado a sí mismo. Lo había tomado bajo su protección y desde entonces no se habían separado. Según él, venían del lejano Alto Egipto, donde alquilaban sus servicios a los pescadores. Yereb esmaltó su historia con pintorescos detalles sobre los misteriosos peces que podían capturarse en aquellos lugares, donde el Nilo se hundía entre montañas inmensas y desérticas. Llenos de una curiosidad ingenua, los dos pescadores se dejaron capturar por la facundia del alto esclavo negro. No tardaron en considerar a Tanis como un pobre muchacho contra el que la vida se había encarnizado. Ambos hombres casi tenían lágrimas en los ojos.
Desde la mañana, en el río no se había manifestado ninguna agitación sospechosa. Tanis volvió a tener esperanza. Un sol de plomo inundaba la superficie tranquila del Nilo con una luz resplandeciente que estallaba en miríadas de ocelos móviles. Potentes aromas impregnaban las narices, relentes de pescados que las redes llenas arrojaban al fondo de las falúas, perfumes de las riberas cubiertas de papiros y bañadas por aguas casi inmóviles, olores a humedad de un esqueleto de animal semidevorado por un carnívoro.
De vez en cuando, unas siluetas sombrías y amenazadoras rozaban la superficie líquida, una cola monstruosa golpeaba el agua, luego desaparecía. Sobek, criatura de Set o bien de Horus, según su humor, se mostraba imprevisible. Sus ataques eran repentinos y muy a menudo mortales. Por eso el pescador extraviado en los campos de papiro redoblaba su prudencia ante la muerte por colmillos implacables que podían surgir bajo sus pasos.
A primera hora de la tarde, una embarcación vecina pagó el mal carácter de un saurio que, enredado en una nasa, se debatió con tal salvajismo que la falúa zozobró. Los hombres que habían caído al agua empezaron a gritar aterrorizados. Pero el animal, impresionado sin duda, escapó nada más librarse de la nasa. La barca de Tanis acudió inmediatamente en ayuda de los náufragos, a los que pronto hicieron montar en su barca, felices por salir tan bien librados del suceso.
A bordo había cinco hombres, uno de los cuales miró lleno de curiosidad a la joven. Era un mozancón alto de músculos fofos y dentadura escasa. Tanis se fijó en él cuando el muchacho le dirigió una sonrisa que quería ser afectuosa. Los pescadores utilizaban por regla general sus dientes para trenzar las fibras de palma con que fabricaban sus redes, y su dentadura se resentía. La mayoría de las veces, a los de más edad sólo les quedaban las encías.
Tanis, a disgusto, le devolvió otra breve sonrisa. La mirada astuta del otro no le decía nada que mereciese la pena. Sin embargo era imposible que supiese algo de la fuga. Yereb y Tanis ya formaban parte del equipo mucho antes de que se diese la alarma.
Poco después del incidente, la flotilla llegó a la orilla occidental. Una vez que hubo desembarcado, la veintena de pescadores se reagrupó para maniobrar la jábega. Era una red inmensa, de la altura de un hombre, y de cincuenta codos de larga[14], que desplegaron en el río.
Mientras la llevaban hacia la orilla describiendo un amplio arco circular, los ojeadores golpeaban el agua con palos para asustar a los peces que se precipitaban en las implacables mallas. Cuando arrastraron hasta la arena la masa hormigueante capturada, estallaron gritos de alegría. La pesca era magnífica. Una parte de los pescadores, entre los que figuraba Tanis, se puso a hacer la selección; luego abrieron el vientre de los peces, vaciándolo antes de ponerlos a secar sobre cañizos colocados sobre la arena. No tardó en difundirse un olor repugnante. Con los dedos manchados de sangre y de vísceras y la cara llena de cieno, la joven ya no se preocupaba de despertar sospechas. Poco a poco, sus temores fueron desapareciendo. Nunca se le ocurriría a Nekufer ordenar que la buscasen en la piel de aquel joven nómada.
De repente, su angustia subió hasta el cénit. Mientras los pescadores se dedicaban a tender de nuevo la jábega, una flota apareció por el sur. Tres barcos de gran tamaño con treinta guerreros cada uno bajaban por el río en dirección norte. Tanis esperó que sólo se tratase de un convoy militar con destino a las ciudades septentrionales. Pero sus esperanzas se desvanecieron cuando uno de éstos viró para dirigirse rumbo a ellos. Todos los hombres dejaron inmediatamente el trabajo, curiosos e inquietos a la vez. Una bocanada de adrenalina inundó a Tanis. Por suerte, Yereb se había quedado junto a la jábega. Y en la tripulación había otros tres nubios. Más muerta que viva, Tanis reformó enseguida su maquillaje de sangre y barro. El capitán del barco interpeló a sus compañeros. Pahanjet avanzó hacia él.
—¡Hola! Estamos buscando a una joven, la princesa Tanis, hija bastarda de Merneit. Se ha escapado del harén de nuestro señor, el gran Nekufer, jefe de la guardia real. ¿No habrías visto a la muchacha?
—¡Que la protección de Horus te acompañe, capitán! ¿Cómo es?
—Muy hermosa, alta, con pelo largo y negro.
Tanis dejó escapar un suspiro de alivio. El capitán no había dicho nada de Yereb. Pahanjet se inclinó con respeto y abrió los brazos en señal de impotencia.
—Perdóname, capitán, pero desde esta mañana no hemos visto nada que se le parezca. Hablando de señoritas, sólo nos hemos cruzado con señoras cocodrilos. Y no tenían el pelo largo y negro.
Sus compañeros se echaron a reír. El soldado explotó:
—¿Te burlas de mí, perro pescador?
Incómodo de pronto, Pahanjet respondió:
—No pienses eso, señor. Pero aquí todos somos hombres. No hemos visto una sola mujer desde que hemos salido de Mennof-Ra, salvo algunas campesinas, en la orilla. Tal vez se encuentre entre ellas.
Tanis deseó con ardor que el capitán quedase satisfecho con esta respuesta. Pero la broma de Pahanjet le había irritado a todas luces. Tras una maniobra de los remeros, el barco de guerra tocó la arena. El capitán saltó a tierra y avanzó hacia los hombres petrificados. Con el corazón en un puño, Tanis suspendió su tarea, dispuesta a saltar para huir. Pero ¿adónde habría podido ir? El soldado examinó a los pescadores con mirada recelosa. De repente, se plantó delante de la joven, mirándola con curiosidad. Tanis hubo de apelar a todo su talento de comediante para alzar hacia él un rostro sumiso, esperando que no se fijase demasiado en el brillo de sus ojos.
—¿Estás herido? —preguntó señalando su vendaje manchado de sangre.
Pahanjet intervino.
—A este muchacho le ha mordido cruelmente un cocodrilo, señor capitán. Pero no puede contestarte, porque es mudo.
—Es mudo, pero su olor habla por él.
Se acercó y dijo:
—Enséñame esa herida.
Sin vacilar, Tanis se levantó ligeramente los vendajes, dejando al descubierto unas costillas marcadas por largas estrías sanguinolentas, vestigios de una mordedura que podía haber sido ocasionada por los colmillos de un saurio. El guerrero escupió sobre la arena con aire asqueado.
—Tienes suerte de haberte librado, muchacho —gruñó.
Luego regresó hacia el barco a paso lento, satisfecho del miedo que inspiraba a los pescadores. Una vez que subió a bordo, gritó:
—El señor Nekufer ofrece una buena recompensa a todo el que le proporcione información sobre esa joven. Tened los ojos abiertos. Si notáis algo, lo que sea, avisadnos inmediatamente.
—Cuenta con nosotros, señor —le aseguró Pahanjet.
Tras los esfuerzos de los remeros, la falúa militar abandonó la orilla y se reunió con las otras. Cuando Tanis la vio alejarse, lanzó un gran suspiro de alivio. Su disfraz no la había traicionado. Una vez más, su intuición había resultado útil. Previendo que algún curioso podría querer comprobar sus palabras, con ayuda de sangre, miel y pan, había simulado unas cicatrices mal cerradas, que supuraban lo suficiente para disuadir a cualquiera de acercarse para verlas mejor.
Por la noche, Pahanjet decidió que acamparían en aquel mismo sitio. Encendieron hogueras en la orilla para alejar a eventuales depredadores, como hienas o chacales. Al día siguiente continuarían con la pesca.
En medio de las conversaciones y las risas circulaban el pan y la cerveza; todos comentaban la jornada, que había resultado particularmente fructífera. ¿Había una región más hermosa que aquélla, donde bastaba lanzar la red para recoger cantidad de peces? Desde luego, los habitantes de la ciudad preferían la carne, y el trueque del pescado seco apenas reportaba beneficios. Pero por lo menos alimentaba a los pescadores, casi libres de la rapacidad de los escribas, mientras que llevaban una cuenta minuciosa de las cabezas de ganado y de las cosechas de los campos. Por lo menos con la pesca, uno podía permitirse hacer algunas trampas.
Tanis llevó a Yereb aparte para hacer un plan. Le preocupaba la presencia de la flota guerrera. Por el momento, no corría ningún peligro. Pero la expedición de pesca terminaría dos días más tarde. Y ellos no podían regresar a Mennof-Ra con los pescadores. La pequeña fortuna que Tanis guardaba, pegada a la piel debajo del taparrabos, le habría permitido comprar una falúa. Pero resultaba impensable hacer la menor propuesta sin provocar inmediatamente la alarma. No dejaría de extrañar que un joven de apariencia tan miserable poseyese semejante riqueza. Y el incidente de la tarde la denunciaría de inmediato. Por lo tanto decidieron esperar al final de la jornada siguiente para escapar del grupo de pescadores durante la noche y proseguir camino por tierra. Tal vez en ese momento, los navíos de la guardia real hubiesen regresado a la ciudad.
Cuando se reunieron con los demás, Tanis observó que el pescador de los dientes rotos la devoraba literalmente con los ojos. Para sus adentros le había bautizado como Fauces de lagarto. El individuo no le inspiraba ninguna confianza. Tras el paso de los guardias, debía redoblar las precauciones. Temió que el hombre hubiese descubierto su feminidad. ¿Iba a denunciarla? Pero se contentó con lanzarle, desde lejos, miradas equívocas. Por un momento, Tanis pensó en huir aprovechando la noche. Pero así no conseguiría más que despertar sospechas.
Para afrontar cualquier eventualidad, decidió pasar la noche aparte. Había visto, a cierta distancia, una pequeña plataforma rocosa que dominaba las aguas oscuras. Tumbada al lado del nubio, trató de recuperar fuerzas. La angustia de los dos últimos días la había agotado.
Un poco más tarde, una necesidad natural la despertó. Escrutó el paraje y luego se alejó en silencio de su compañero, en busca de un lugar aislado.
De repente se sobresaltó. Delante de ella se erguía una alta silueta. Fauces de lagarto la observaba con una sonrisa encantada, con la dentadura mellada reluciente bajo la luz de Tot. A buen seguro que había estado espiándola desde que se había alejado con Yereb. Fauces de lagarto gruñó con voz ronca.
—Buenas noches, guapito. He pensado que te gustaría tener un poco de compañía.
Tanis no contestó. El otro reaccionó.
—Ah, es cierto, se me olvidaba que eres mudo.
Tanis suspiró aliviada. Seguía tomándola por un muchacho. Por lo tanto, no sospechaba de ella. Pero su actitud no le gustaba nada. De repente comprendió la razón de su interés cuando Fauces de lagarto se quitó el taparrabos sin ninguna vergüenza y apareció, completamente desnudo, en medio de la claridad metálica de la luna. Entre sus piernas carnosas colgaba un pene enorme, que exhibió lleno de orgullo. Como el viejo Hora-Hay, prefería los hombres. Tanis no sentía ninguna antipatía hacia los homosexuales. El valiente Mujtar que había sido muerto cuando asumió su defensa, tenía gustos idénticos. Pero Fauces de lagarto le repugnaba.
Su altura la sobrepasaba dos cabezas. De aquel sexo se apoderó un principio de erección, que terminó por asquear a la joven. No podía gritar sin traicionarse. Retrocedió, aterrada. El otro avanzó emitiendo una risita.
—Venga, no tengas miedo, guapito. Terminarás haciéndome creer que no te gustan los hombres. ¿Qué haces entonces con ese negro grande? Mira, cosita, ¿no me ha dotado bien la naturaleza? ¿No te gustarían unas caricias?
Dio una vuelta completa sobre sí mismo para que Tanis pudiese admirar su cuerpo. Enloquecida, la mujer echó una ojeada alrededor. Pero estaba sola. Los demás pescadores descansaban junto a las hogueras que todavía despedían llamas, al otro lado de la ensenada. Desde donde estaban, no podían verles. El saco con sus armas se había quedado al lado de Yereb, que dormía más arriba, en el río. Con un gesto firme, ordenó al otro que se fuese. Fauces de lagarto se echó a reír burlón, luego saltó sobre ella. Pero Djoser le había enseñado la lucha cuerpo a cuerpo. Esquivó el ataque, y respondió con una violenta patada en las partes genitales. El miembro del que tan orgulloso se había mostrado Fauces de lagarto se encogió instantáneamente mientras su propietario se ponía a respirar desesperado un aire que faltaba a sus pulmones. Una fracción de segundo más tarde, su nariz y su boca estallaban bajo el impacto de un pie vengador. Rodó por el suelo entre juramentos. Sentado en tierra, el hombre tenía la cara entre las manos. Entre sus dedos corría un hilillo de sangre.
Algo molesta, Tanis vaciló. El otro aprovechó para recuperar el aliento. Luego, en el momento en que la mujer menos se lo esperaba, saltó, la agarró por los tobillos y la derribó. Tanis no tuvo tiempo de evitar el asalto. Un momento después, una masa grasienta y sudorosa la clavaba contra el suelo. Se sintió agredida por un olor ácido de transpiración, mientras unas manos como garras se clavaban en sus brazos, en sus músculos, para inmovilizarla. Trató de soltarse, pero el peso del individuo la asfixiaba. No podía siquiera pedir auxilio. El aliento fétido de aquel animal apestaba su nariz. En el colmo de la abyección, sintió que su taparrabos se deslizaba por sus muslos, mientras el otro la obligaba a volverse boca abajo. Unos dedos ávidos se insinuaron entre sus piernas, hurgándole el sexo.
De pronto, el otro se detuvo en seco y gruñó con voz ronca:
—¡Pero… si eres una mujer!
Sus ojos relucientes la miraron minuciosamente y luego emitió una risa contenida de placer.
—¡Eres la joven que buscan los guardias!
Tanis comprendió al punto que el otro iba a alertar a sus compañeros. El capitán había hablado de una buena recompensa. Durante un segundo el pánico hizo presa en la joven. No podía soltarse. Fauces de lagarto la mantenía firmemente agarrada.
De repente, el pescador lanzó un grito de sorpresa. Dos potentes manos le habían levantado con violencia. Liberada de pronto, Tanis pudo por fin recuperar el aliento. Se volvió. Como en medio de una bruma, vio a Yereb lanzarse contra el hombre al que acababa de lanzar lejos de Tanis. Antes de que Fauces de lagarto pudiera levantarse, el nubio le dio una patada en el pecho. El otro cayó sobre la arena y reptó en busca de la huida. Yereb se arrodilló brutalmente sobre su espalda, le aferró la cabeza y ejerció un violento esfuerzo de torsión. Se produjo un crujido siniestro. Enloquecida, Tanis sintió la convulsión agónica que lo agitaba. Luego el cuerpo del hombre cayó al suelo, inerte.
—Le has matado —balbuceó Tanis.
—Que mi ama me perdone —respondió Yereb.
Vacilante, fue a acurrucarse entre los brazos de su compañero y estalló en sollozos. Era la segunda vez, en tres días, que asistía a una muerte violenta. Yereb le acarició el pelo con dulzura.
—El ruido de la lucha me ha despertado, ama. He visto que no estabas y entonces he venido.
Tanis tragó saliva con esfuerzo.
—Se ha… se ha dado cuenta de que soy mujer. Quería entregarme a los soldados.
El esclavo escupió sobre el cadáver.
—Entonces merecía la muerte dos veces —gruñó Yereb.
Inquieta, Tanis miró en dirección de las hogueras del campamento. Pero todo parecía tranquilo. Aparentemente, nadie había oído el ruido de la lucha.
—¿Qué vamos a hacer con él? —gimió Tanis.
—Los dioses del Nilo nos librarán de su cuerpo —respondió el nubio.
Levantó el cadáver sobre sus hombros y se dirigió hacia el río. Pocos instantes después, regresaba.
—La sangre atraerá a los cocodrilos —dijo—. Los demás pensarán que ha sufrido un accidente. De aquí a mañana, no tenemos nada que temer.
Regresaron en silencio al lugar que habían elegido para dormir. Muy aturdida, Tanis se acostó de nuevo. La dominaba un temblor convulso que ya no conseguía controlar. Nunca habría imaginado que pudiese ser tan difícil. Desde que se había visto separada de Djoser, la muerte parecía acompañar sus pasos. Primero, aquella desdichada arrojada a los perros hambrientos, cuyos gritos de agonía permanecían grabados en su memoria. Y esa misma noche, Yereb había matado a un hombre para salvarla.
Trató desesperadamente de recuperar el sueño. ¿Qué debía hacer? Si huía en ese momento, se adjudicaba la autoría de la desaparición del pescador. Pero si se quedaba, los otros se harían preguntas. Los compañeros del desaparecido debían saber que la había seguido. La acusarían, y la entregarían a los soldados.
De pronto se volvió hacia el nubio para decirle:
—Yereb, tenemos que irnos.
—¿De qué modo, ama?
—Robaremos una falúa.
El esclavo movió la cabeza, luego se levantó y recogió las cosas.
Poco después, ambos se deslizaron en silencio a lo largo de la orilla, hasta el lugar donde habían quedado varadas las embarcaciones. Lanzaron sus sacos a bordo y empujaron una de ellas hacia el agua. Por suerte, no había ningún pescador durmiendo cerca. La cerveza de la víspera los había dejado sin sentido.
Guiando la falúa hacia el centro del río, se dejaron llevar por la corriente. Con un poco de suerte estarían lejos cuando se levantase la aurora. Extenuados por la fatiga, se dejaron caer en el fondo de la barca.
Los primeros rayos de Ra vinieron a deslumbrarles. Tanis se despertó en el acto. Luego lanzó un grito de horror. A sus espaldas, río arriba, la flotilla guerrera a la que habían pasado durante la noche se había lanzado en su persecución. Sin duda los pescadores, al darse cuenta de la desaparición de una de sus barcas, habían dado la alarma. En un abrir y cerrar de ojos, Tanis evaluó la situación. Propulsados por los remeros, los poderosos barcos les ganaban en rapidez. Ni siquiera izando la vela tenían posibilidades de escapar. El viento que soplaba del norte era, además, desfavorable.