Capítulo 15

Los destellos rosáceos de la aurora habían empezado a derramarse sobre la ciudad cuando el corpulento capitán Jedrán se presentó ante la morada de Hora-Hay.

Desde hacía varios años, el viejo general ya no estaba en sus cabales, que se había llevado el golpe de una torpe jabalina durante una cacería de leones. Su cuerpo en otro tiempo vigoroso y endurecido por el rigor de las batallas se había ablandado, lo mismo que su cerebro. La mayor parte del tiempo se refugiaba en un estado de embrutecimiento total, con los ojos clavados en un extraño sueño interior. A veces salía de su embotamiento y lanzaba grandes gritos de terror. Su nombre iba unido a una reputación de inclemencia. Acaso huía de los espectros de todos los hombres que había mandado degollar o matar durante enfrentamientos sanguinarios. Apenas si dormía, como si quisiera huir del sueño y sus pesadillas, y aprovechar a cualquier precio los últimos soplos de vida que le quedaban.

Exigía con vehemencia que antes del alba le instalasen sobre la terraza de losas mal unidas que bordeaban su jardín, único lugar donde todavía encontraba algún alivio. Permanecía tumbado en un sillón que habían mandado fabricar especialmente para él. Como sufría de incontinencia, aquel sitio estaba agujereado en su centro, y detrás de la casa habían dispuesto un conducto que daba a un canal unido al Nilo.

Jedrán apartó sin miramientos al portero nubio y se dirigió hacia la terraza con paso conquistador.

—¡Que Set te sea favorable, oh Hora-Hay! Venimos, por orden del señor Nekufer, a buscar a la princesa Tanis.

El anciano le miró sin comprender, luego empezó a gritar para que le trajeran golosinas con miel. Avisada por el portero, Nerunet, su primera esposa, se acercó.

—Perdónele, capitán. Hace tiempo que mi marido no goza de toda su lucidez. Vamos a traerte a Tanis.

Dio unas órdenes a un servidor, que pocos instantes después volvía enloquecido.

—Am… ama. No hay nadie.

—¿Cómo que no hay nadie?

—El aposento de la señora Tanis está vacío, ama.

Furiosa, la mujer golpeó con su fusta la espalda del desgraciado, que escapó a todo correr. Merneit apareció en ese mismo momento. La otra la interpeló:

—¿Dónde está tu hija?

—Pues… en su cuarto. Anoche mismo la vi allí.

—Mientes —gritó Nerunet.

—Te aseguro…

Jedrán no continuó escuchando. Se precipitó hacia la zona de las mujeres, seguido por sus guerreros. Para comprobar que el esclavo no había mentido. Con el rostro rojo de rabia, gritó:

—Ha huido. ¡Guardias, registrad la casa!

Pero tuvieron que rendirse a la evidencia: Tanis había desaparecido. Nerunet dejó escapar una cólera que pagaron los riñones de los servidores y algunos jarrones y ordenó a Merneit que permaneciese encerrada en su propio cuarto. En realidad, y en secreto, estaba encantada con el incidente, que le permitía vengarse de su rival y reafirmar su autoridad.

Cuando se quedó sola, Merneit trató de comprender lo que ocurría. Tanis no había podido escaparse así, en plena noche. Una mezcla de angustia y de rabia invadía su espíritu. Aquella pequeña estúpida había cumplido su cabezonada. Sin duda, iría a refugiarse en alguna parte y a tratar de saber el lugar donde Djoser sería enviado para luego reunirse con él. Pero eso era una locura: los guerreros no tardarían en encontrarla. Sanajt no le perdonaría nunca semejante afrenta y mandaría ejecutarla.

Pero Merneit no podía dejar de admirar el valor de su hija. Ella no había tenido tanta audacia muchos años antes. ¿Podría haber intentado escapar con Imhotep? Tal vez. Pero no se había atrevido a arrostrar las iras de sus parientes ni del rey. Y lo había pagado muy caro. Entonces cerró los ojos y dirigió una vibrante plegaria a Isis para que la diosa protegiese a Tanis.

Furioso por su fracaso, Jedrán se volvió contra los centinelas que habían vigilado la casa. Le confirmaron que nadie había salido durante la noche, salvo el sabio Meritrá, que había visitado a la señora Tanis. Pero se había marchado enseguida, con sus dos escoltas. Jedrán explotó. Golpeó violentamente a uno de los soldados y gritó:

—¡Ha sido ese viejo loco el que la ha ayudado a escapar! ¡Seguidme!

Dejando precipitadamente la morada de Hora-Hay, se dirigió a casa del preceptor; en la entrada zarandeó a un esclavo que intentaba estorbarle el paso. En la sala de recepción, Meritrá se irguió ante él y le apostrofó secamente:

—¿Desde cuándo un simple capitán se introduce así en casa de un señor de alto rango? Te ordeno que salgas ahora mismo.

La dignidad y el tono sin réplica del anciano impresionaron a Jedrán. Dividido entre el miedo y la cólera, Jedrán vaciló. Meritrá había sido uno de los colaboradores más cercanos de Jasejemúi, que le honraba con el título de amigo único.

—Que el señor Meritrá perdone a su humilde servidor —gruñó en un tono que desmentía su repentina deferencia—. La señora Tanis ha desaparecido.

Una ligera sonrisa iluminó el rostro apergaminado del anciano.

—¿Desaparecido, dices? ¿Y crees que podría estar escondida en mi morada?

—Era alumna del señor Meritrá —insistió el otro, que no se encontraba a gusto en aquella situación.

—Tanis fue alumna mía, cierto, lo mismo que Djoser, el hermano del rey. También es cierto que esta noche la he visitado, para consolarla de la injusticia de que es víctima. Sin embargo, si deseas registrar mi casa, tendrás que volver con una orden firmada por el propio rey. ¿Crees que voy a dejarme intimidar por un vulgar soldado que apesta a cebolla y a cerveza mala? Te ordeno que salgas de mi casa inmediatamente.

—El señor Nekufer se pondrá furioso.

—¡Dile a tu amo que a mí su cólera me deja indiferente! —clamó Meritrá.

Jedrán se tragó su rabia y se marchó. Un poco más tarde, una buena parte de la guardia personal del rey recorría la ciudad en busca de Tanis. No debía ser difícil localizar a una muchacha tan hermosa.

Por la tarde, Nekufer en persona se presentó en casa de Meritrá, provisto de una orden firmada por Sanajt.

—¡Estoy seguro de que la tienes escondida! —gritó el jefe de la guardia real.

Para gran sorpresa de Nekufer, el anciano no puso ninguna objeción a que registrasen su morada. Los soldados se dispusieron a la tarea con un celo digno de elogio. Pero todo fue inútil.

Nekufer echaba espuma de rabia. Necesitaba a la muchacha. Aunque tuviese que registrar la ciudad casa por casa, sus guardias debían encontrarla. Al principio, todo aquello no había sido más que una venganza imaginada por el rey, que deseaba aplastar a su hermano y matar en su germen una popularidad creciente que amenazaba con hacerle sombra un día.

Nekufer nunca había prestado la menor atención a aquella Tanis, a la que por lo demás se veía muy poco en la corte, y siempre en compañía de su maldito sobrino. Lo mismo que su divino hermano, por aquella bastarda no sentía otra cosa que desprecio. Pero Jasejemúi había terminado cambiando de actitud respecto a ella. Nekufer no había comprendido las razones de ese cambio.

Luego la había visto interpretando el papel de la diosa Sejmet. Había oído su voz de una pureza cristalina, había adivinado, bajo la piel de leona, sus senos firmes, su cuerpo magníficamente proporcionado, su piel desnuda, sus piernas largas y finas. Había olido su fragancia femenina y salvaje cuando Tanis había subido a la tribuna real. Aunque sus miradas no estuviesen destinadas a él, la llama de sus ojos le había encendido. Vibraba en ellos una vida, una sensualidad que Nekufer nunca había encontrado antes, y que le habían permitido vislumbrar otra cosa, algo así como la imagen de un éxtasis que podía alcanzar. Nunca una mujer le había parecido más hermosa, y más deseable. Entonces se apoderó de él un terrible sentimiento de celos. Aquella muchacha tenía que ser suya.

Había abierto su corazón a Sanajt, que inmediatamente había dado el visto bueno a su deseo. Era un medio imparable de llevar a Djoser hasta la rebeldía.

Pero Tanis había escapado. ¡Escapado! Nekufer daba vueltas como un león enjaulado. Se había mostrado demasiado débil. Habría debido ordenar llevarla a su casa inmediatamente después de la ejecución de la mujer infiel. Entonces sí que habría sabido enseñarle quién era el amo. Pero Tanis tenía un aspecto tan alterado, tan impresionado… Había expresado su deseo de volver a ver a su madre. Y él había cedido. En ese instante, no había tenido ninguna duda de que se plegaría a su voluntad. Era demasiado poderoso para la muchacha, que se arrastraría a sus pies. Nekufer la había creído. Y se había engañado. Ella había hecho una escena de terror para preparar mejor su fuga. Y era esto, sobre todo, lo que ardía en las venas de Nekufer. Pensaba en el momento en que por fin la muchacha estuviese a su merced, en que Tanis se arrojaría a sus pies implorando su clemencia. Entonces le haría sufrir tal castigo que nunca volvería a pasársele por la cabeza la idea de volver a empezar. ¡Porque Tanis era suya! ¡Sanajt se la había dado!

Jedrán le mantenía informado regularmente de la evolución de las pesquisas. Pero al final del día, nadie había encontrado ninguna huella de la fugada. Nekufer tronó:

—¡No sois más que unas hienas apestosas y unos incapaces! ¡Poned patas arriba toda la ciudad si es necesario, pero traédmela!

Jedrán temblaba. Nunca había visto a su amo en semejante estado. Pero no podía hacer nada. Había registrado todos y cada uno de los barrios de la ciudad, todas y cada una de las casas. Nadie había visto a la muchacha. Pero no podía pasar desapercibida de aquella forma. Jedrán no comprendía nada.

Hostigando a sus guerreros, volvió de nuevo a sus pesquisas, zarandeando a los artesanos, maltratando a los aldeanos y a los comerciantes del mercado. Merneit había sido interrogada personalmente por el rey. No sabía nada. Había aconsejado a su hija obedecer las órdenes de su soberano. Tanis le había dado la impresión de resignarse. Pero había desaparecido. Lo mismo que su esclavo nubio, al que nadie había vuelto a ver desde la víspera. Nekufer consideró entonces la posibilidad de que hubiera podido recibir ayuda de algún gran señor. Aunque era poco probable. ¿Qué dignatario del imperio osaría alzarse contra la autoridad omnipotente del rey escondiendo a una bastarda? Ni siquiera aquel viejo chacal de Meritrá la había acogido.

Entonces ¿dónde se escondía?