Capítulo 14

Un velo negro le oscurecía la vista. La rabia, aumentada por un insoportable sentimiento de impotencia, la ahogaba. Después del espectáculo abominable al que Nekufer la había obligado a asistir, la había devuelto a la morada de Hora-Hay, donde su madre la había recogido, totalmente anonadada. Un terror ciego la hacía estremecerse todavía. Los aullidos de la desdichada joven desgarrada por las mandíbulas implacables de los perros atormentaban su espíritu.

Desesperada, Merneit había intentado hacerla hablar, para saber qué había ocurrido, pero Tanis se había mostrado incapaz de articular una sola palabra. Se había refugiado en los brazos del fiel Yereb, entre los que seguía postrada como un animal dominado por el pánico.

Luego, poco a poco, el terror había ido dejando paso al odio. Un odio formidable, más doloroso sobre todo porque no podía encontrar una vía de venganza. Habría querido… sentir las garras y los colmillos empujando, su aliento transformándose en un soplo de fuego, para desgarrar, quemar, aniquilar al rey, al innoble Nekufer y a todos aquellos cretinos siniestros que habían asistido a la ignominiosa muerte de la joven. Esta vez le habría gustado metamorfosearse realmente en Sejmet, y destruir aquella corte imbécil y cobarde que no se había atrevido a rebelarse contra la injusticia de Sanajt. Dejando a un lado los leales compañeros de Djoser, nadie había esbozado el menor gesto para ayudarles. A Tanis le habría gustado…

Pero su cuerpo seguía siendo el de una muchacha hermosa sometida a los caprichos de un rey tiránico y de un loco cruel. De vez en cuando, un temblor convulso agitaba su cuerpo. Yereb temía que su ama enfermase. Su mirada fija le angustiaba. Ni un grito, ni un gemido habían escapado de sus labios desde su vuelta.

Acurrucada sobre su cama, Tanis había cortado todos los lazos con el mundo exterior. Nekufer había intentado asustarla, pero no había conseguido otra cosa que atizar su odio. Si aquel perro osaba ponerle una mano encima, lo mataría. Había conseguido una impresionante destreza en el manejo de las armas, y no vacilaría en utilizarlo. Nekufer lo ignoraba, pero pronto lo aprendería a sus expensas. No había ninguna duda de que Sanajt ordenaría ejecutarla de inmediato. Pero le importaba poco. El rey sabía perfectamente lo que hacía ofreciéndola a aquel individuo abyecto. Había querido vengarse de Djoser, porque le odiaba desde siempre. No había soportado la popularidad creciente de su joven hermano, no le había perdonado el haberle salvado la vida después de haberse cubierto de ridículo durante la captura del toro Apis.

Por un momento pensó en escapar para dirigirse al lugar donde Djoser estaba detenido. Pero no sabía dónde encontrarle. Sus amigos habían sido arrestados con él, y dos de ellos habían muerto. Ahora ya nadie la ayudaría. Estaba irremediablemente sola.

La silueta de un sirviente se dibujó en la entrada del cuarto, sombra negra contra la claridad de la luna llena. Su cara se iluminó cuando depositó una taza de caldo junto a la estera.

—No tengo hambre —rezongó Tanis—. Puedes llevártela.

—No has comido nada desde esta mañana, ama. Te sentará bien.

Tanis no respondió. Sus ojos oscuros se clavaron sin verla en la lamparita de aceite que Yereb había encendido. Alguien se sentó en la cama y acarició los cabellos negros que le llegaban más abajo de la cintura.

—Estás triste, hija mía. —La voz no era la de la sirviente.

Tanis se volvió.

—¡Meritrá! —exclamó.

El rostro apergaminado del anciano estaba inclinado sobre ella. Dejó a su lado el bastón tallado que declaraba su rango de sabio entre los sabios, y que además le ayudaba a caminar.

—No me ha resultado fácil venir a verte —le dijo—. Los guardias vigilan la casa. He tenido que insistir para que se decidiesen a dejarme entrar.

La joven se lanzó a sus brazos y, como las había contenido mucho tiempo, unas lágrimas rodaron por sus mejillas. El Maestro la dejó sollozar largo rato. El dolor y la pena debían salir. Por fin, Tanis recuperó el aliento, se secó los ojos, manchando sus mejillas con largos surcos de kohl. Meritrá le cogió las manos.

—Hoy me he dirigido a la Casa de Armas —empezó el anciano—. El general Merura me ha dicho que esperaba órdenes del rey. Todavía ignora dónde va a enviarle su majestad.

El matiz de desprecio de su voz no se le escapó a Tanis. Se incorporó sobre la cama.

—¿Has visto a Djoser?

—Le he visto, es cierto.

—¿Cómo está?

El anciano bajó los ojos, azorado.

—Le habían llevado al cuartel de los guardias del rey, donde ha… recibido latigazos.

La sombra del dios rojo de cabeza de monstruo pasó por delante de los ojos de Tanis, que rechinó los dientes:

—¡Que Sanajt sea maldito!

—Merura ordenó que le buscasen. Ha sido llevado a la Casa de Armas, donde están prodigándole cuidados. He podido verle. Me ha encargado que te diga la profundidad de su amor por ti.

—Podría tratar de verle.

—Es imposible, hija mía. Los hombres de Nekufer merodean por los alrededores de la guarnición. Te detendrían inmediatamente. Pero Djoser me ha confiado un mensaje para ti. Desea que te marches.

—Que me marche…

—Tienes que abandonar Egipto. Si te quedas aquí, sólo te espera la muerte. Nekufer no es más que un animal feroz. Sanajt no ignora que te rebelarás contra su crueldad, y que terminarás sucumbiendo bajo sus golpes. Así su venganza será completa, sin que él tenga tu sangre en sus manos.

—Pero ¿por qué me odia? —replicó Tanis—. ¿Qué le he hecho?

Meritrá suspiró:

—Algunos hombres detestan a las mujeres y se complacen en humillarlas. Tal vez porque les tengan miedo.

—Entonces, todo está perdido.

Tanis se dejó caer en la cama. Meritrá permaneció largo rato en silencio, y luego declaró:

—Debes tener confianza, Tanis. Estoy seguro de que Isis continúa dándote su protección.

—¿Permitiéndome que me convierta en la concubina de ese perro? —respondió la joven, en tono amargo.

—¡No! Por otra razón. ¡Escúchame! Nunca debes perder la fe que pusiste en los dioses. Porque de otro modo, se apartarían de ti, y entonces estarías realmente sola.

—¿Qué sabes tú de eso? ¿Protegieron a mi madre cuando Imhotep fue expulsado de Egipto hace dieciséis años?

Meritrá suspiró.

—No lo hicieron, porque tu madre dudó de ellos en ese momento. Lo sé. Tu madre fue alumna mía. Traté de abrirle los ojos, pero no quiso saber nada. Su familia la había rechazado, y ella se replegó sobre sí misma. Entonces los dioses la abandonaron.

—Yo puse toda mi confianza en Isis, oh maestro mío. Pero Isis no me ha escuchado. A pesar de esa confianza, he sido separada de Djoser. Para siempre.

—¿Lo crees así?

—Sanajt me ha condenado a casarme con Nekufer. ¿Qué quieres que haga? No puedo luchar contra la voluntad del rey. Me encuentro tan sola…

Un nuevo sollozo la sacudió. Meritrá la agarró por el mentón y la obligó a mirarle a la cara.

—La voluntad de los néteres se expresa en ocasiones de manera imprevisible, hija mía. Te habían enviado un signo mediante la profecía del ciego. Tal vez los dioses tengan otros designios para ti. Tal vez fuera necesario que afrontases la prueba en que hoy te encuentras. ¿No te dijo el ciego algo más?

Intrigada, Tanis se incorporó sobre un codo.

—¡También declaró que, si queríamos volver a encontrarnos un día, tendríamos que caminar sobre las huellas de los dioses! Pero eso no quiere decir nada —dijo con obstinación.

—Los enigmas que los dioses imaginan no siempre son fáciles de interpretar. Debes tratar de saber qué significa eso.

Meritrá hizo una pausa, luego añadió:

—Tanis, lo que hoy te sucede es lo mismo que le sucedió a Merneit hace dieciocho años, cuando Imhotep quiso casarse con ella. Su familia se opuso a ese matrimonio, porque él no era más que un joven noble sin fortuna. Nadie supo ver la mente extraordinaria que poseía. Jasejemúi le conminó a irse al exilio, y obligó a tu madre a casarse con Hora-Hay. No lo soportó y se apartó de los dioses. Quisiera que no cometieses el mismo error.

Atónita, Tanis le miró:

—¿Crees que si mi madre hubiera seguido dándoles su confianza los dioses habrían permitido el regreso de mi padre?

—Estoy seguro. Ha sido su actitud lo que ha mantenido a Imhotep lejos de Egipto. Escucha, pequeña Tanis. A Djoser y a ti os lo he enseñado, y no quisiera que lo olvidases nunca. Los templos, las estatuas, los ritos, las procesiones y las fiestas rituales van dirigidos al pueblo, porque constituyen una manera tangible de representar a los dioses. Se necesitan mitos e imágenes para simbolizar la potencia divina. Pero la verdadera esencia de los néteres se sitúa mucho más allá de su figuración en forma de un hombre con cabeza de halcón o con cabeza de ibis. Son muy pocos los que lo han comprendido. Los dioses son potencias invisibles con las que sólo se puede comulgar por el espíritu y por la fe más profunda. Si esa fe desaparece, los dioses no vuelven a manifestarse. Pero si se conserva una confianza plena y total, ellos responden. De la naturaleza de los pensamientos y de las plegarias que les dirigimos depende la naturaleza de su respuesta. Así, un hombre en el que sólo habitan pensamientos perniciosos y destructores siempre termina recibiendo una respuesta análoga, que se traduce por una vida marcada por desgracias y catástrofes. Algo así como el eco de las montañas, que devuelve un grito idéntico al que hemos lanzado. Pero también es igual cuando dirigimos a los dioses pensamientos benévolos. Incluso aunque a veces su reacción pueda parecer, en principio, nefasta, luego nos damos cuenta, con el tiempo, de que engendra acontecimientos favorables.

»Los néteres no obligan a los hombres a encaminarse hacia ellos. No exigen ninguna clase de adoración, como imaginan con excesiva frecuencia los espíritus crédulos. Son reservas de energía infinita a las que todo el mundo puede apelar, a condición de vivir y pensar en armonía con ellas. Eso se llama la Ma’at. ¿Lo has olvidado?

—No, oh mi maestro.

Tanis meditó las palabras del anciano. Bajo la acción de la voz cálida y bienhechora de Meritrá su cólera había ido desvaneciéndose poco a poco. Quizá por primera vez comprendía realmente por qué le consideraban un sabio. Sabía abrir los ojos de la mente.

—Entonces ¿qué debo hacer?

—Escuchar lo que te dicten tu corazón y tu conciencia, y obrar en consecuencia. Dejar que hable en ti esa voz sutil que llamamos intuición, incluso aunque a veces te murmure cosas que puedan parecer ilógicas. Porque nadie es capaz de indicarte claramente el camino a seguir. Es una búsqueda que todos debemos realizar solos. E incluso si ese camino está sembrado de emboscadas, debes saber que esos obstáculos son otros tantos escalones que te permitirán conocerte a ti misma, y triunfar.

Tanis alzó el rostro hacia él. La ternura y el calor que leyó en sus ojos la alteraron. Él la besó en la frente, y luego se alejó.

—Pequeña Tanis, es posible que no volvamos a vernos nunca más. Si es así, guárdame un sitio en tu corazón.

—Tus palabras siempre permanecerán grabadas en mí, oh Meritrá.

El anciano se diluyó en la oscuridad. Tanis permaneció inmóvil, con la mirada clavada en la abertura sombría de la puerta. Luego se rehízo. El caldo estaba entibiándose. Dudó, y luego se lo bebió.

Unos instantes después, una nueva silueta entró en el cuarto: Merneit. Las señales de su rostro decían que había estado llorando. Se sentó al lado de su hija.

—Lo siento mucho, Tanis. A nadie se le podía ocurrir que el rey tomase semejante decisión. Pero ¿qué podemos hacer? El rey es la encarnación de los dioses.

Tanis estuvo a punto de contestarle que ella nunca aceptaría unirse a Nekufer. Pero comprendió que sería inútil. Su madre habría intentado convencerla de lo contrario. Las palabras de Meritrá daban vueltas en su mente. Merneit se había apartado de los dioses. Había dejado de creer en ellos y había aceptado su destino sin luchar. Tanis prefirió cambiar de conversación.

—Madre, háblame de mi padre.

—¿Ahora? Es tan tarde…

—¡Háblame de él! —insistió Tanis.

No habría sabido explicar por qué sentía la necesidad de oír a su madre hablarle del exiliado. Tal vez porque las acercaba. Los ojos de Merneit se pusieron a brillar.

—Imhotep era la inteligencia más hermosa que se puede imaginar. Nadie comprendió que yo pudiese unirme a él. Sólo era el hijo de un pobre noble sin fortuna. Pero era el más dulce y solícito de los enamorados. Sus ojos brillaban con una inteligencia profunda y con una vida extraordinaria, como si un fuego interior estuviese ardiendo en ellos de manera permanente. Cuando hablaba, en su voz vibraba tal pasión que te veías obligada a escucharle. Pero lo que decía parecía algo tan enloquecido…

Merneit soltó una risita:

—Hablaba del espíritu de la piedra, se entusiasmaba con el trabajo de los canteros, pero también se interesaba por el de los alfareros, los tejedores, los arquitectos, e incluso el de los médicos. Sus conocimientos eran innumerables. ¡Cuántas veces trató de hacerme comprender los misterios de esas ciencias incomprensibles que él llamaba geometría, o astronomía…! Yo no entendía nada, pero adoraba su voz, porque era cálida y mágica. Me sentía tan bien a su lado.

Esta vez fue un sollozo lo que hizo un nudo en su garganta. Se secó los ojos y continuó:

—Imhotep tenía todas las cualidades para enamorar a una mujer. Era difícil comprenderle. Sólo se le podía amar. Había en él una curiosa mezcla de locura y de clarividencia. A veces, se le habría podido tomar por un niño, o por un adulto al que se le hubiese olvidado crecer. Se reía mucho, como si lo que decía fueran las cosas más simples del mundo. Sus palabras estaban teñidas siempre de la mayor sabiduría. Jasejemúi habría debido convertirle en uno de sus consejeros. Pero nuestra familia nunca admitió que desease casarse conmigo. Le reprochaban su condición modesta, cuando en realidad, por la riqueza de su mente, era más afortunado que el más rico de los príncipes. Entonces… le forzaron a dejarme, y a huir de Egipto para no volver nunca más.

Tanis respetó el dolor que corría por las mejillas de su madre. Luego ésta, con una risa forzada, añadió:

—Sólo compartí dos breves años con él, hija mía. Pero bastan para colmar mi existencia. Tú has tenido más suerte con Djoser, con quien has pasado toda tu infancia. Su recuerdo alumbrará tu vida futura.

Tanis ignoró las últimas palabras y preguntó:

—Pero… ¿sabes dónde se encuentra ahora mi padre?

Merneit no respondió de inmediato. Por fin se decidió:

—He preguntado por él a los viajeros. Sé que encontró refugio en el rey de Sumer, en Uruk. Es un país situado muy lejos, hacia oriente. Durante mucho tiempo, intercambiamos cartas, que traían y llevaban los viajeros. Pero desde hace cinco años, no sé qué ha sido de él. Tal vez siga allí. No sé. Ya no sé…

Merneit volvió a echarse a llorar. Tanis la estrechó contra su pecho. Una bocanada de rabia la dominó durante un breve instante. La expulsó mediante un violento esfuerzo de voluntad. Las lágrimas no eran el mejor remedio para luchar contra la adversidad. Estaba viviendo la misma aventura que su madre. Pero no reaccionaría de la misma manera. Ella lucharía. Ahora se le aparecía con toda claridad el verdadero sentido de las palabras de Meritrá.

Merneit abrazó a su hija y se levantó.

—Deberías dormir, Tanis. Mañana, Nekufer te llevará a tu casa. Te ruego que trates de mostrarte dócil. No quisiera perderte. Eres… todo lo que me queda de Imhotep.

Tanis estuvo a punto de responderle que ya la había perdido, pero se contuvo. Era inútil aumentar su pena. Merneit volvió a abrazarla una vez más y se fue.

Cuando su madre se hubo marchado, Tanis no pudo conciliar el sueño. La obsesionaba una idea. A pesar de todo lo que había dicho Merneit, no podía poner un rostro al nombre de Imhotep, aquel padre que acaso ignoraba que tenía una hija. A medida que avanzaba la noche, una idea nueva e insensata fue imponiéndose en su mente: debía escaparse. Meritrá tenía razón. Si se quedaba en Mennof-Ra, no podría escapar de las garras de Nekufer. Se le prohibiría para siempre ver de nuevo a Djoser. Además, desconocía hacia qué destino lo enviaría Sanajt. Por lo tanto, debía abandonar Egipto.

Pero ¿adónde ir, si no a Sumer, donde acaso encontrase el rastro de aquel padre al que no conocía?

Una violenta exaltación se apoderó de todo su ser. Semejante viaje no carecía de peligros para un hombre. ¿Qué sería entonces para una muchacha de su edad? Sin embargo, aquel viaje constituía la única manera de escapar a su destino. Una voz interior le decía que debía intentarlo. ¿Era la intuición de la que había hablado Meritrá?

¿Se encontraba Imhotep todavía en Uruk? Nadie podía asegurárselo. Pero únicamente lo sabría yendo allí. Sabía que Egipto mantenía relaciones comerciales con Sumer. Por lo tanto, no debía ser imposible encontrar caravanas que se dirigiesen allí. Pero esto mismo constituía un gran peligro.

Poco a poco, en su mente fue diseñándose un plan alucinante, que la colmó con una seguridad nueva. Nada la detendría. Debía triunfar. Además ¿no conocía el arte del combate? Poseía sus propias armas, regaladas por Djoser, y escondidas en su cuarto. Ahora comprendía por qué había insistido tanto para que le enseñase lo que sabía.

Mediada la noche, había tomado una decisión. De repente, se incorporó en la cama y despertó a Yereb, tumbado a sus pies. Ahora era la única persona en la que podía apoyarse. Rápidamente le puso al corriente de su decisión. Al esclavo se le salían los ojos oyéndola, luego salió de la habitación para ir a buscar discretamente todo lo que Tanis necesitaba.

Una vez sola, Tanis caviló sobre su proyecto. No se volvería atrás. Pero, en ese período de finales de año, la noche era muy corta. Nekufer se presentaría con toda seguridad con las primeras luces del alba.

Entonces ¿no era ya demasiado tarde?