Djoser y Tanis creyeron que no habían oído bien. Sobre los jardines se había abatido un silencio glacial. Entre la muchedumbre se produjo un movimiento de estupor. Nadie comprendía la decisión del rey. ¿Qué le importaba que Djoser se casase con Tanis? Jasejemúi había dado su conformidad poco antes de morir. En un lugar apartado, Sefmut palideció, pero no dijo nada.
—No… no comprendo, hermano mío —replicó Djoser.
—Me has entendido perfectamente —repuso Sanajt con voz molesta—. He dicho que no podías casarte con Tanis. Te olvidas que eres de sangre real, Djoser. Por lo tanto, no puedes desposar a una bastarda.
Un súbito rubor subió a la frente del joven. Sanajt insultaba deliberadamente a su compañera. Observó que, tras una orden discreta de Nekufer, varios guardias habían ido acercándose poco a poco. Respiró en profundidad y refrenó los deseos que tenía de saltar a la garganta del rey.
—Oh hermano mío —replicó poniendo adrede su parentesco por delante—, yo no considero a Tanis una bastarda. Es a ella a la que deseo tomar por esposa.
—¡Es imposible!
Djoser se rebeló y gritó:
—Te olvidas de que diste tu palabra a nuestro padre. No puedes traicionarla.
Dominado por un repentino acceso de furia, Sanajt se irguió, haciendo acto seguido una mueca bajo el efecto del dolor. Temblando de cólera, gritó:
—¿Quién eres tú para atreverte a discutir la decisión de tu rey? ¿No soy la encarnación de los dioses sobre la Tierra de Egipto? Si nuestro padre fue cegado por esa… por esa muchacha, a mí me corresponde restablecer la verdad y la justicia. Tomarás la esposa que yo diga, cuando haya elegido una para ofrecértela. En cuanto a ella, cuya madre se comprometió en el pasado con un hombre de baja extracción que fue condenado al exilio, no puede casarse con el hermano del rey. He decidido por tanto dársela a mi tío Nekufer. Él la desea, y yo le quedo agradecido por tomarla por concubina.
Sanajt miró con desdén a la concurrencia y luego clamó con fuerte voz:
—Que esto quede escrito y se cumpla.
Se adelantó un escriba, que empezó a anotar las palabras del rey.
—¡Nunca! —gritó Tanis.
En una fracción de segundo, la predicción del ciego se había concretado en todo su horror. Djoser y ella iban a verse separados. Pero rechazaba esa posibilidad con todas sus fuerzas. Se arrojó a los pies de Sanajt.
—¡Noble rey, no puedes hacer eso! —exclamó.
—¡Silencio! —rugió Sanajt, en el colmo de su ira—. ¡Apartad de mi lado a esta perdida!
Aparecieron unos guardias, que quisieron apoderarse de la joven. Djoser los rechazó y gritó:
—¡Le diste tu palabra a nuestro padre, Sanajt! Debes obedecerle, incluso después de su muerte. No olvides que hace dos días te salvé la vida. ¿Así es como me lo agradeces?
—¡Calla! —gritó el rey—. Me debes obediencia. Son los dioses los que hablan por mi voz. ¿Te atreverías a rebelarte contra su voluntad desafiándome?
Djoser gritó:
—No son los dioses, sino el odio que siempre has sentido contra mí. ¡Pero ten cuidado, porque puedes haber despertado su cólera!
—¡Basta! ¡Guardias! ¡Que se lleven a este hombre!
Era la señal que Nekufer esperaba. Un momento después, una escuadra de guerreros rodeaba a Djoser, cuya estatura les sacaba a todos una cabeza. Tanis se liberó de las manos de los guardias y se arrojó en sus brazos.
—Oh Djoser, no importa lo que él quiera, nunca seré de otro.
Tanis se volvió hacia el rey y clamó con una voz en la que vibraba la cólera más negra:
—¡Óyeme, Sanajt! ¡Nekufer no me tocará nunca! ¡Nunca! Pertenezco a Djoser desde siempre. ¡Y prefiero morir antes que ser mancillada por ese perro!
—¡Que hagan callar a esa hembra! —tronó el rey—. ¡Está insultando a mi tío!
Los guardias trataron de prenderla de nuevo, pero Djoser se interpuso. Un momento después, Semuré, Pianti y media docena de compañeros suyos se acercaron a la pareja. Semuré se dirigió al rey.
—En el día de hoy cometes una injusticia flagrante, primo mío. ¿Te habría abandonado la palabra de Ma’at?
Petrificada, la multitud de cortesanos no se atrevía a intervenir. Algunos habrían corrido en ayuda de Djoser y sus amigos, pero la presencia de numerosos guardias les disuadía de intentarlo.
—¡Que se lleven a estos hombres! —espetó Sanajt—. Han osado rebelarse contra mi autoridad. Serán castigados como merecen.
Pero era más fácil decirlo que hacerlo. El grupo de rebeldes había hecho un círculo alrededor de Tanis y se aprestaba a defenderla a la menor provocación de los guardias. De repente, uno de ellos se lanzó hacia adelante. Djoser se apoderó de él, lo levantó por el aire y lo lanzó sobre un grupo de guerreros. Por orden de Nekufer, la escuadra se precipitó hacia los jóvenes. Ante los ojos de una concurrencia enloquecida tuvo lugar una violenta batalla. Muchos cortesanos prefirieron marcharse. Después de todo, el rey era el único amo de los Dos Reinos y no se podían rebelar contra su autoridad.
A pesar de su valentía, Djoser y sus compañeros sucumbieron ante el gran número de guardias. Con la cara tumefacta y los miembros doloridos, el joven se hundió en la inconsciencia. Sus amigos se rindieron. Dos de ellos resultaron muertos por las hachas de los guardias, que por su parte habían perdido cinco hombres. Sanajt volvió a levantarse y clamó:
—Que estos hombres sean llevados y encarcelados en la Casa de la Guardia Real. Más tarde decidiré su destino. En cuanto a la muchacha, que la lleven a casa de Hora-Hay, donde deberá prepararse para ir a la morada del señor Nekufer.
Tanis volvió a gritar. Unas manos brutales la aferraron. Se defendió mordiendo y arañando a todo lo que se ponía a su alcance. Pero no podía luchar contra la fuerza de cuatro hombres que la habían agarrado. De pronto, la alta silueta de Nekufer se irguió ante ella. Una sonrisa de carnívoro estiró sus labios.
—¡Una auténtica leona! —dijo con un gruñido—. Ese viejo loco de Shudimu hizo bien confiándote ese papel. Pero me divertirá domarte, hermosa mía.
Tanis le lanzó una mirada encendida y trató de liberarse, aunque fue inútil. Entonces, le escupió a la cara. Él se enjugó con el revés de la mano y la abofeteó con energía. Un violento dolor hizo vibrar la cabeza de la joven, mientras un líquido cálido y salado empezaba a chorrear por su boca. Aturdida, Tanis apenas oyó rugir a Nekufer:
—¡Lleváosla!
Semiinconsciente, sintió unas manos que la elevaban y la llevaban. Como en una pesadilla, percibió la cara gesticulante de Sanajt que apretaba los dientes en un rictus de satisfacción.
Una curiosa mezcla de exaltación y descontento agitaba al rey. Dominaba la satisfacción: había dado muestras de autoridad humillando públicamente a aquel hermano al que odiaba desde siempre. Además, Djoser sólo era su hermanastro, el hijo de la segunda mujer de Jasejemúi, una esposa a la que su padre había amado más que a su propia madre. Sanajt nunca se lo había perdonado, pero había mitigado su rencor cuando vio a Jasejemúi relegar a aquel hijo menor que al nacer había matado a Nema’at-Api. Y, además, Djoser se había mostrado siempre más brillante que él. Más grande, más inteligente, más hermoso, más popular. Sanajt sabía en el fondo que, de no ser por la animosidad de Jasejemúi, éste hubiera designado a Djoser para sucederle. Por lo tanto, había que alejarlo del trono, eliminarlo. Lo había conseguido. Conocía de antemano la reacción de su hermano ante su decisión. Esperaba que Djoser se rebelase. Pero en Sanajt subsistía una cólera incontrolable. Como todos los débiles investidos de un poder que no controlan por completo, Sanajt no aceptaba que se discutiesen sus órdenes. Todo debía doblegarse ante él. ¿No era la imagen viva de Set y de Horus?
Más tarde, cuando los cortesanos hubieron abandonado el palacio, la cólera todavía no le había dejado. El dolor que le taladraba el pecho y sus dificultades para respirar agudizaban su rabia. Reunió a sus consejeros en la sala del trono.
—Es inconcebible que se hayan atrevido a rebelarse así contra mi palabra —soltó—. ¡Que nunca más vuelvan a presentarse ante mí esos perros! ¡General Merura!
El anciano avanzó y respondió con voz cansada:
—Tu servidor te escucha, oh Luz de Egipto.
—Te harás cargo inmediatamente del mando de Djoser. A partir de hoy no es más que un simple guerrero. Y lo mismo serán sus compañeros, incluido Semuré. Prepárate para salir hacia el destino que ya te indicaré. Es hora de preparar el ejército para grandes batallas.
Merura se inclinó. Su rostro de mármol no dejaba traslucir nada de sus pensamientos.
—Se hará según tu voluntad, oh mi rey.
Se retiró silenciosamente. Una vez se hubo marchado, se acercó Fera.
—¡Qué hábil maniobra, oh gran hijo de Horus, amo mío! Te permite de una sola jugada alejar a ese viejo chocho. Puedes contar con él para calmar los ánimos de todos esos jóvenes. Los combates les harán mucho bien. Su rabia nos conseguirá victorias.
Sanajt lanzó un gruñido por toda respuesta. Sin embargo, su cólera empezaba a calmarse. Fera prosiguió:
—Tu decisión estaba impregnada de la mayor prudencia. Djoser representaba un grave peligro para ti. ¿Qué habría ocurrido si hace dos días no te hubiese salvado?
—El trono de Horus recaería en él —murmuró Sanajt.
—Precisamente. Ahora, es una idea que podría ocurrírsele. Pienso que…
—¿Qué piensas?
—Djoser es impetuoso, casi inconsciente. En una batalla es fácil recibir una mala herida.
Sanajt miró a su consejero con los ojos fuera de sus órbitas. Su rabia contra Djoser era grande, pero le resultaba impensable hacerle morir.
—Querrías que le ocurriese… un accidente.
—Por los dioses, no, oh Luz de Egipto. Pero nadie puede predecir cuál será el resultado de una guerra asesina. Lo que quiero decir es que, en caso de que Djoser… desapareciese, sólo el hijo que un día tengas podrá sucederte.
—Por lo tanto, conviene que tenga un hijo…
—Exactamente, señor. Y si lo deseas, estoy dispuesto a ofrecerte mi propia hija, Inmaj.
—Sólo tiene doce años.
—Pero ya es fecunda, oh gran rey. Y puedes juzgar de su belleza por ti mismo.
—Pensaré en ello.
La sequedad de tono indicaba claramente que retirarse era lo más prudente. Fera se inclinó casi hasta el suelo y retrocedió. Sanajt rumió las palabras de su consejero. Había hecho mal. Djoser representaba un peligro mientras el rey no tuviese un heredero. Iba a aceptar la oferta de Fera, Inmaj no era desagradable. Sin embargo, un curioso malestar le frenaba. No lograba olvidar la visión de Tanis cuando se presentó ante él, en todo el esplendor de su belleza. Debía confesarse que nunca había visto una mujer tan resplandeciente. Habría podido tomarla para él, convertirla en su propia concubina. Hubiera sido una prueba más humillante todavía para Djoser. Pero se la había prometido a su tío. En él descansaba todo su poder. No podía convertirle en enemigo. Además, de cualquier modo, la muchacha no era más que una bastarda. Sacudió la cabeza con rabia. Puesto que no podía tenerla para él, más valía ofrecérsela a Nekufer, cuya brutalidad ya conocía. El orgullo de la muchacha pronto quedaría domado entre sus manos.
De repente, la silueta sombría de Sefmut se irguió ante él. El sumo sacerdote Sem se inclinó sin ostentación, luego le miró fijamente.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó Sanajt.
—Abrirte los ojos, oh Horus vivo. Estimo que has hecho mal oponiéndote a ese matrimonio.
—¿Cómo te atreves…?
—¡Escúchame! —dijo el sumo sacerdote sin perder la calma—. En los astros han aparecido signos extraños. Comprendo que te hayas sentido… decepcionado por tu fracaso durante la captura del toro sagrado, y conozco tus temores por lo que se refiere a tu hermano. Pero Djoser y Tanis son amados por los dioses. Y tú acabas de ofender gravemente a Hator y Bastet negándoles que se casen. Mucho me temo que despierte el espíritu de Sejmet.
La voz fría de Sefmut desarmó un poco a Sanajt. El anciano era célebre por su sabiduría y su clarividencia. Pero no podía permitirle que contradijera al rey.
—Yo mismo soy un dios, oh sumo sacerdote. Que Sejmet se enfade si lo desea. No olvides que Set me protege y me inspira. Pronto, gracias a su ayuda, nuestros ejércitos caerán sobre nuestros enemigos, y Egipto crecerá.
—¿Qué enemigos, señor? —respondió Sefmut.
—Las hordas salvajes del Sinaí, los nubios, los beduinos de Libia… Enemigos no faltan.
—Una guerra no se improvisa. Hubiera sido más prudente dar satisfacción a tu hermano. Se habría vuelto el más leal de tus súbditos y habría llevado tus ejércitos hacia la victoria. Ahora te has convertido en objeto de su odio. Ten cuidado para que tu decisión no se vuelva un día contra ti.
Sefmut se inclinó, y luego, sin esperar respuestas, se retiró discretamente. Sanajt le vio irse, con los dientes apretados. En el fondo de sí mismo, una voz le gritaba que había cometido un grave error. Pero se negaba a escucharla. Un sentimiento de cólera hacia sí mismo fue creciendo en su interior. Había satisfecho su orgullo y su odio, pero ¿a qué precio? Estaba enfadado por esa rabia, la rechazaba. Era preciso dejarla expresarse, que encontrase una víctima expiatoria. Se dirigió en tono seco a su tío:
—Cuento contigo para que mi hermano comprenda que hizo mal en rebelarse contra mí. Que sea castigado como conviene.
Nekufer se prosternó servilmente ante Sanajt, mientras esbozaba una sonrisa.
—Tus órdenes serán respetadas, oh gran rey.