La noche del cuarto de los días epagómenos clausuraba los festejos consagrados a la diosa Hator, representada por una mujer con cabeza de vaca[13], o por una mujer cuya cabeza rematan unos cuernos en forma de lira encerrando el disco solar. Hator simbolizaba el amor, lo mismo que Isis, con la que a veces se confundía. Esposa de Horus, también era la morada, el recinto sagrado donde tomaba forma la vida.
Divinidad de múltiples caras, podía asumir diferentes personalidades. Con el nombre de Uadjet, se volvía la mujer en todo su esplendor y en toda su seducción. Con el nombre de Bastet, se volvía gata, y simbolizaba la dulzura del amor tierno y de las caricias.
Pero su forma más temida era Sejmet, la leona, imagen de la cólera de los dioses, la Devoradora de Sangre cuyo ardiente aliento podía devastar países enteros, según se decía. Durante los cinco días que concluían el año, su furia podía manifestarse en forma de epidemias o de cataclismos. La fiesta de Hator, destinada a mantener las buenas disposiciones de la diosa hacia los hombres, revestía una gran importancia. La calificaban con epítetos a cuál más resplandeciente: la Bella, la Dama del Amor y la Alegría, la Dama de la Música, el Oro de los Dioses, la Maestra de las Danzas y los Estribillos Alegres.
Los regocijos empezaron, por la noche, con una larga procesión que dio varias vueltas al templo dedicado a la diosa. Las jóvenes sacerdotisas de Hator caminaban al frente agitando sistros, especie de instrumentos inspirados en los papiros, cuyos tallos de metal producían un zumbido característico. Divinidad de la fertilidad y de la fecundidad, su poder debía volver a dar vida, fuerza y salud a la tierra de Egipto y a sus habitantes.
La fiesta continuó, al crepúsculo, con una representación de la leyenda de Sejmet. Ese año habían elegido a Tanis para encarnar el papel de la diosa. El organizador del espectáculo, un viejo gruñón llamado Shudimu, había descubierto que la muchacha poseía una voz magnífica, la única capaz de interpretar los cantos de la pieza que él había escrito para la ocasión. Había empezado haciéndole ensayar el papel antes de la muerte de Jasejemúi, que aprobaba la elección.
Una vez llegado al poder, Sanajt había intentado echar a la joven para poner a una de sus protegidas. Pero el viejo Shudimu la había rechazado sin contemplaciones. No era digna de encarnar a la diosa, le había respondido con toda firmeza al monarca. Shudimu había sido el organizador de los espectáculos de su padre, a quien había dedicado toda su existencia. Por lo tanto, no podía criticarse la calidad de sus creaciones para satisfacer los caprichos de un rey al que había conocido en la cuna. Su nueva situación impresionaba poco al anciano, que sólo vivía para la puesta en escena de los misterios sagrados. Tanis era Sejmet, y ella sería quien encarnase el papel. Tragándose su rabia, Sanajt tuvo que inclinarse ante esa decisión.
En la hora en que Ra-Atum declinante inundaba la ciudad con sus rayos de oro rosa, una multitud tan imponente como impaciente se reunió en la gran plaza que se extendía delante del palacio. En la tribuna real había tomado asiento el rey sobre un sillón de madera de ébano con incrustaciones de marfil. Tocado con el uraeus y con las magas, las dos coronas roja y blanca que simbolizaban la unión de los reinos del Norte y del Sur, sostenía en la mano el cayado y el flabelo, insignias de su poder. Según la tradición, llevaba una corta barba postiza, como era obligatorio en todas las manifestaciones oficiales. Con el rostro serio, Sanajt no disimulaba su mal humor, que las heridas recibidas dos días antes no contribuían a mejorar. No perdonaba a Shudimu haberle impuesto a aquella pérdida de Tanis, y menos todavía haberle amenazado, a él, el dios viviente, con abandonar todo si no cedía a su voluntad. Para este año, era demasiado tarde, pero el año próximo habría un nuevo organizador de espectáculos.
Alrededor, los cortesanos, sentados en sillas plegables, acechaban la menor de sus palabras con avidez. El carácter lunático del nuevo soberano incitaba a mostrarse prudente y a decirle que sí a todo si uno quería seguir gozando de sus favores. Fera y Nekufer, los dos únicos amigos del rey, instalados a ambos lados del trono, miraban de arriba abajo a los demás con una especie de desprecio y de condescendencia. No habían tardado mucho en imponerse como los favoritos de su majestad y pretendían desde luego conservar sus prerrogativas. Habrían podido convertirse en rivales, pero no habían tardado en comprender que se complementaban admirablemente y habían tejido entre ellos lazos de complicidad, si no de confianza. La astucia del uno se asociaba a la fuerza brutal del otro. Ya se sabía que para conseguir un favor del rey, era indispensable dirigirse primero a ellos.
Al otro lado de la plaza, frente a la tribuna, se alzaba un estrado de madera magníficamente adornado y cubierto de telas pintadas. Unos paneles móviles ilustraban los diferentes decorados de la obra, que unos esclavos irían desplazando a medida que evolucionase la acción. A la izquierda del escenario, Junehuré, el padre de Pianti, vestido con una larga túnica de lino adornado con hilo de oro, hacía el papel de narrador. Shudimu le había elegido por su voz grave y potente. Por todas partes habían instalado unos jarrones con aceite, que bañaban la gran plaza con una luz dorada.
Cuando Shudimu le comunicó que todo estaba preparado, Sanajt alzó sus enseñas reales, dando así la señal para que empezara la representación. Entonces la voz de Junehuré se dejó oír, y la escena empezó a animarse.
Según la leyenda, Ra, furioso por el comportamiento de los hombres, había soltado contra ellos a su hija Hator, que entonces se había metamorfoseado en una leona terrorífica, Sejmet.
El primer cuadro, que representaba una ciudad, describía con gran lujo de detalles las fechorías de los humanos: crímenes, robos, violaciones, uniones contra natura, y muchas otras. De pronto sonó un formidable trueno desencadenado por los tambores. Saltó Tanis a escena, vestida con piel de leona y con la cara maquillada de una forma terrorífica. Mientras los habitantes de las ciudades, impresionados, empezaban a retroceder, la joven empezó a soplar contra ellos en medio de un gran tumulto de percusiones y de sistros. Como por encanto, a lo largo de toda la escena se encendieron entonces unos fuegos que parecían devorar a los humanos, que se retorcieron de dolor gritando y simulando una muerte atroz. La ilusión producida era tan perfecta que la concurrencia de espectadores empezó a temblar. Hubo mujeres que gritaron de terror cuando sobre los cuerpos desnudos de los comediantes, aparecieron manchas de sangre, procedentes de unos frascos hábilmente disimulados en el suelo.
Luego los fuegos disminuyeron para empezar a enrojecer, reforzando más todavía la atmósfera de desolación. Mientras la voz cálida de Junehuré declamaba un largo poema ilustrativo de la cólera de Ra, la diosa avanzó en medio de los cadáveres repitiendo de manera cantada algunas palabras del relato.
Hasta el momento en que tomaba conciencia del acto terrible que acababa de realizar en nombre del dios sol, y hasta donde alcanzaba su vista, sólo había muerte y tormentos. Todos los humanos habían perecido. Entonces, se apoderaba de ella el remordimiento, y decidía retirarse a una comarca remota para expiar su falta. Imperceptiblemente, el decorado de la ciudad desapareció, para ser reemplazado por la visión de un desierto sombrío y rojo, iluminado por nuevos fuegos ingeniosamente dispuestos por los artificieros. Sola en el centro de la escena, Tanis cantó un largo poema en el que expresaba su tristeza y su dolor.
—Oh padre divino mío, ¿qué me has obligado a hacer? Toda vida ha desaparecido de la superficie del mundo, y me encuentro desesperadamente sola…
La pureza de la voz de la joven turbaba a la muchedumbre, y fueron muchas las mujeres que dejaron correr sus lágrimas ante la desolación de la diosa. A pesar de su crimen, la comprendían, la amaban.
El primer acto concluyó en medio de atronadores aplausos.
En la segunda parte, en la que Tanis no participaba, el decorado representaba una nueva ciudad, para simbolizar aquella época legendaria en que los néteres vivían en medio de los hombres. El dios Ra, encarnado por Nehuseré, el padre de Semuré, se mostraba inconsolable por la desaparición de su bienamada hija. Deseaba que volviese a su lado. Pero todos los exploradores que sistemáticamente enviaba eran devorados por la terrible diosa, que se negaba a ver a nadie. Como último recurso, Ra pedía a Tot, el dios mago de cabeza de Ibis, y a Bes, el enano que preside los nacimientos, que intentasen hacer entrar en razón a Sejmet. Tot y Bes se ponían entonces en camino rumbo al lejano desierto.
Aprovechando su libertad temporal, Tanis se reunió con Djoser. El brillo de su sonrisa contrastaba con su terrorífico maquillaje.
—Has estado magnífica —le dijo el joven, impresionado—. En ciertos pasajes he creído realmente que era la misma Sejmet la que estaba en el escenario.
La joven asintió.
—Tenía la sensación de no ser del todo yo misma, como si la propia diosa expresara su dolor a través de mi voz. La vista de la sangre derramada me causaba horror. Ya no veía a los espectadores, sólo veía aquellos cuerpos tendidos, sin vida, cubiertos de sangre. El remordimiento y el dolor de Sejmet me han invadido hasta el punto de que me he echado a llorar. Comprendo lo que debió sentir.
El entusiasmo vibrante de la voz de la joven aumentaba su belleza. En la tribuna real, todos los ojos estaban clavados en ella. Bajo su piel de leona, no llevaba más que un cortísimo taparrabos que no ocultaba gran cosa de su feminidad. Tanis no se fijó en la mirada brillante de Nekufer, que la devoraba con los ojos.
Empezó la tercera parte. Tanis había vuelto a ocupar su sitio en el escenario. Tot y Bes avanzaron hacia ella. La gente apreciaba mucho a esos dioses, y temblaba por ellos. Una vez más sonaron los tamboriles, reflejando la cólera de Sejmet. Pero se necesitaba algo más para impresionar al Mago. En cambio, el enano temblaba de una forma exagerada y cómica, que hacía reír mucho a la concurrencia. Según la leyenda, Tot y Bes habían ofrecido cerveza egipcia a la diosa leona, que, nostálgica del gusto de esa bebida, había aceptado. Pero la cerveza mágica la había embriagado. Cuando cayó en un profundo sueño, Tot y su compañero la habían encadenado para llevarla con su padre a Egipto.
Los tres se pusieron en camino. Mientras que las dos divinidades cantaban poemas a la gloria de la belleza de las Dos Tierras, Sejmet-Tanis, cargada de cadenas, caminaba dando traspiés entre ellos, pero luego, lentamente, empezaba a entonar los melodiosos cantos. Poco a poco, a sus espaldas fue cambiando el decorado. El desierto fue borrándose para dejar paso, detrás de una bruma artificial, al reflejo de la inmensa ciudad habitada por los dioses. Simultáneamente, Tanis abandonaba con lentitud sus despojos de leona para metamorfosearse en gata, encarnación de la diosa Bastet. A medida que la ciudad se concretaba, bailarines y bailarinas invadieron la escena, gritando su alegría por ver regresar a su bienamada diosa bajo los rasgos de la más dulce de las divinidades. Shudimu no había dejado nada al azar. Brotaron pétalos de flores de loto, iluminando con su color malva el camino de la diosa aplacada. Por último, Ra apareció en todo su esplendor para recibir a su hija, que se arrojó a sus brazos. La muchedumbre lanzó gritos de alegría. La terrorífica Sejmet se había olvidado una vez más de su furia, para convertirse en la dulce Bastet.
La representación acabó de una manera triunfal.
Entre los nombres innumerables de Hator, había uno que revestía un significado particular: Dama de la Ebriedad. En efecto, al final de los festejos se solía honrar a la divinidad bebiendo gran cantidad de vino y cerveza, para así entrar en comunión con su poder regenerador. Cuando la representación hubo concluido, la muchedumbre se dispersó en medio de una gran algarabía por las calles. Hicieron su aparición las jarras, y los ciudadanos de Mennof-Ra empezaron a beber alegremente.
Abandonando el pueblo a sus libaciones, Tanis, Djoser y sus compañeros regresaron a palacio, adonde ya se había retirado el rey. Una viva emoción inundaba el pecho de los dos jóvenes. Esta vez, Djoser estaba decidido a obtener de su hermano la mano de su compañera.