Capítulo 7

El segundo de los días epagómenos, aniversario de Horus, la corte se dirigió a las llanuras pantanosas del Delta, donde los exploradores habían descubierto un toro que se correspondía con los criterios de Apis. Aromas acuáticos planeaban por el aire, olores a humedad de vegetales en descomposición, potentes fragancias que emanaban de las aguas glaucas.

Espantadas por el tumulto de los humanos, bandadas de ibis y de flamencos volaron en medio de un fragor de aleteos. Guiados por cohortes de sacerdotes, los cortesanos penetraron en el suelo fangoso. Durante largo rato aclamaron a los cazadores, vestidos con pieles de leopardo cuyas patas se anudaban sobre el pecho.

En medio de la multitud avanzaba la litera real, transportada por doce guardias. Sanajt posaba una mirada satisfecha sobre sus súbditos, a los que trataba de demostrar su valor cuanto antes. Siguiendo la tradición, llevaba un taparrabos corto tejido de hilo de oro, atado a la cintura por un delantal de cuero que ocultaba las partes genitales. Sobre su cabeza descansaba un pañuelo que le caía sobre los hombros, ceñido por una diadema decorada con el uraeus, la serpiente sagrada, símbolo del poder real. Según la leyenda, Ra había fijado bajo esta forma, sobre su propia frente, a su hija, la terrible leona Sejmet, cuando ésta había vuelto a su lado. Ella era su ojo divino, que fulminaba a sus enemigos.

A la derecha de la litera caminaba el portador de abanico, que llevaba en la mano un instrumento simbólico anunciando su cargo y el título honorífico con que su majestad le había honrado. Pero no cumplía ese oficio personalmente. Dos esclavos de su propiedad, de pie junto al rey, se encargaban de abanicarle.

Tanis permaneció el mayor tiempo posible en compañía de Djoser, lamentando no poder participar ella misma en la cacería. Porque, por supuesto, las mujeres no eran admitidas en ella.

Llegaron por fin a los lugares donde los ojeadores habían empujado al rebaño por la mañana. Como era costumbre durante las cacerías reales, las bestias habían sido rodeadas para que no pudiesen escapar. El arma empleada era un sólido lazo destinado a trabar al animal.

Sanajt ordenó a los guardias dejar la litera en el suelo, entregó sus adornos a los servidores, y cogió la cuerda que le tendía con deferencia un capitán promovido hacía poco tiempo al rango de portador de las armas del dios soberano.

En la llanura, más lejos, un pequeño hato de bovinos esperaba con inquietud. Alrededor se adivinaban siluetas humanas armadas con palos que trataban de empujarles en dirección a los cazadores.

Decidido a capturar al toro, el rey ordenó a los jóvenes nobles que participaban en la cacería permanecer detrás de él. Luego mandó al jefe de los ojeadores que separasen al toro y se puso en marcha. Delante iban guerreros escogidos entre los de su propia guardia. Su tarea consistía en mantener al animal a distancia mientras el rey lanzaba su lazo.

Sanajt apretó los dientes. Una alegría salvaje había invadido todo su ser. Debía demostrar a todos que era un gran cazador, de la misma forma que más tarde demostraría que era un monarca poderoso.

Acosado por los ojeadores, el toro se dirigió hacia los cazadores. Era un animal de tamaño impresionante, cuyo pelaje negro transpiraba sudor debido a la carrera que acababa de dar. Las hábiles maniobras de sus perseguidores habían conseguido separarle del rebaño. Se paró un momento, rascó furioso el suelo con sus pezuñas, luego se precipitó de repente hacia uno de los que le atormentaban. El hombre intentó huir, pero el animal le alcanzó, bajó la cabeza y la levantó con violencia. Por suerte, el ojeador se ladeó hacia el lomo del animal, donde después de efectuar una involuntaria cabriola cayó pesadamente al suelo, medio muerto. El toro se volvió, quiso cargar contra él, pero ya aparecían otras siluetas que, mediante gritos, lo empujaron hacia el rey.

Furioso, el animal distinguió a lo lejos la horda vociferante de sus enemigos. Volvió a lanzarse al galope. Sanajt y sus compañeros empuñaron sólidamente los lazos y se prepararon. La masa retumbante del animal se agrandaba a ojos vistas, mientras el suelo resonaba bajo sus pezuñas.

De pronto, en el último momento, el animal se desvió hacia el grupo de guerreros armados con largas pértigas. Uno de ellos lanzó un grito de angustia. El barro obstaculizaba su huida. Bajo las miradas horrorizadas de la concurrencia, el cuerno izquierdo del toro le golpeó con fuerza en los riñones, y se hundió de un golpe en la carne y los huesos. El desdichado lanzó un terrorífico grito de agonía mientras su cuerpo desarticulado se elevaba por los aires. Bajo el poder del ataque, el guardia se liberó del cuerno asesino y fue a caer delante del propio Sanajt. El moribundo tendió una mano desesperada hacia el rey, que, petrificado, no osó hacer el más mínimo gesto. Una ola de sangre escapó de la boca del hombre, cuya cabeza cayó hacia atrás. Pero el toro aún no había concluido su obra destructora. Excitado por el olor de la sangre, cargó de nuevo contra los guardias y derribó a varios. Los cazadores quisieron lanzarse hacia él para tratar de inmovilizarlo, pero Sanajt los detuvo con voz furiosa:

—¡Que nadie se mueva! Es mío.

Luego avanzó hacia el animal, que volvía a la carga. A pesar de la prohibición, Djoser siguió a su hermano. Nunca conseguiría capturarlo solo. El paso de Sanajt no era seguro. La muerte del guardia delante de sus propios ojos le había impresionado. Djoser adivinaba en él una mezcla de miedo y rabia, que amenazaba con resultarle fatal. Ni por un momento se le ocurrió a Djoser que, en caso de que su hermano resultase muerto, él le sucedería.

Rechazado por las lanzas de madera, el animal volvió hacia los cazadores. Sanajt cogió con fuerza su arma, una cuerda equipada con un nudo corredizo, y esperó. No pudo sin embargo dejar de temblar. La bestia era enorme. Hizo dar vueltas al lazo, pero a sus gestos les faltaba seguridad. De pronto, lanzó su trampa. Torpemente. Ante los ojos impotentes de los espectadores, la cuerda fue a enrollarse alrededor del rey, que dio un traspiés y cayó en el barro aullando de terror. Tenía el animal encima.

Pero Djoser había visto el peligro. Corrió hacia la bestia, que ya atacaba al rey caído. El joven saltó sobre el animal y le agarró por los cuernos, mientras los demás acudían a librar al soberano del furor del monstruo. La lucha entre el hombre y la fiera duró largo rato. A duras penas conseguía Djoser mantener contacto con el suelo, cuyo estado deslizante no le servía para afirmarse. Además, los cuernos cubiertos de sanare resbalaban entre sus dedos. Pero poseía una fuerza fuera de lo común. Por fin, y gracias a un esfuerzo sobrehumano, consiguió torcer la cabeza del toro hacia arriba. Y cargando con todo su peso, le obligó a tenderse en el suelo.

Pianti, Semuré y otros pasaron sus cuerdas alrededor de las patas del animal, que quedó inmóvil sin dejar por ello de resoplar de cólera. Chorreante de barro y de sangre, Djoser, sin aliento, pudo por fin levantarse.

Mientras tanto, habían apartado al rey de aquel lugar. Gemía de dolor. Djoser se dirigió hacia él y lo examinó. Por suerte, los cuernos no le habían alcanzado. Sanajt sólo tenía miedo y unas cuantas costillas rotas.

—Hemos capturado al animal, oh hermano mío. Pero he llegado a temer por tu vida. Has sido imprudente.

Sanajt no respondió enseguida. El dolor y el miedo se leían en su mirada enloquecida. Luego, clavando en Djoser sus ojos, profirió con voz ronca.

—Tú eres el gran vencedor del día, hermano mío. Debes saber que nunca olvidaré lo que has hecho por mí.

—¡Oh, Luz de Egipto, también sobre ti recae la gloria! Yo no soy más que la mano que tú has guiado.

Los labios de Sanajt, cubiertos de tierra, se estiraron en un rictus que pronto se transformó en mueca de dolor.

Mientras llevaban al rey sobre unas parihuelas, Tanis, indiferente al barro que le cubría de la cabeza a los pies, fue a arrojarse en brazos de su compañero. Una ovación triunfal saludó la hazaña de Djoser. En ese día, había salvado la vida del rey. Sefmut, el sumo sacerdote, le felicitó con entusiasmo.

—Príncipe Djoser, una vez más has demostrado tu valor. Desde el reino de Osiris donde ahora continúa su vida, tu padre, el Horus Jasejemúi, estará orgulloso de ti.

Todos volvieron hacia Mennof-Ra. Tanis no se apartaba de su compañero. Después de una proeza semejante, Sanajt no podría sino aceptar su matrimonio. No prestó ninguna atención a las miradas que se clavaban en ella. El amor la hacía más seductora todavía, y muchos hombres se daban cuenta ahora de que había heredado la belleza de su madre. Entre ellos, los ojos de ave de presa de Nekufer no se apartaban de su rostro.

De repente, Semuré se acercó a Djoser y le dijo en voz baja:

—No te fíes, oh mi primo bienamado. Tengo la vaga impresión de que nuestro rey no aprecia demasiado que le hayas privado del éxito de esta captura. Ha hecho el ridículo. Mira que dejarse coger los pies en su propia trampa…

—Déjate de sarcasmos, Semuré. Ha estado a punto de perder la vida.

—Más hubiera valido que fuese él quien capturase el toro. Le habría puesto de buen humor. Ahora, sin embargo, puede volverse contra ti por haberle salvado.

Djoser se encogió de hombros.

—No digas tonterías, primo mío.