Ra, Aturn y Ptah le coronan en calidad de señor de las Dos Tierras en el lugar de aquel que lo engendró. El país está tranquilo, alegre, en perfecta paz. Los egipcios se alegran, porque ven en el soberano de las Dos Tierras al mismo Horus, cuando accedió al poder sobre las Dos Tierras, en el puesto de Osiris.
Un nuevo rey reinaba sobre los Dos Reinos. Su consagración había tenido lugar al día siguiente mismo del entierro de Jasejemúi. Kemit no podía estar sin soberano.
El primer acto de Sanajt fue mandar grabar estelas en honor del dios rojo, Set, afirmando así su voluntad de llevar a cabo una política guerrera. La iniciativa asustó a los antiguos ministros de Jasejemúi, que trataron en vano de hacerle entrar en razón. Los egipcios no eran un pueblo agresivo. La prudencia aconsejaba esperar. El estado de las finanzas de los Dos Reinos tampoco permitía considerar grandes operaciones militares. Además, el ejército real tenía pocos hombres. Estaba formado por la guardia real y el ejército regular, de escasos efectivos, acantonados en Mennof-Ra. Cada nomo poseía sus propias tropas; las grandes extensiones y los templos mantenían sus propias milicias. Pero la mayor parte del tiempo los soldados también eran campesinos, y sólo tomaban las armas en caso de necesidad absoluta. Aparte de los beduinos del desierto de Libia y los bandidos procedentes de las montañas de Oriente, Egipto apenas si tenía enemigos.
Pero Sanajt soñaba con la gloria. Aconsejado por el taimado Fera y el belicoso Nekufer, el joven monarca había decidido que un soberano sólo era grande si guiaba sus tropas a la victoria y aumentaba su territorio. Egipto debía de ser un país poderoso, el más poderoso del mundo. Sólo nuevas conquistas podían aportarle la riqueza. En el sur, Nubia, fuente del oro, daba muestras de un espíritu demasiado independiente. Por el oeste y por el este, numerosas tropas de bandidos atacaban las caravanas. Había que afirmar la soberanía de Egipto sobre esos distintos territorios, y proseguir una política de expansión en las regiones situadas al otro lado del mismo Sinaí.
Poco antes de la llegada de los días epagómenos, se decretaron nuevos impuestos, y fueron enrolados en el ejército hombres jóvenes.
También Djoser trató de hacer entrar en razón a su hermano. Egipto había sufrido malas cosechas los últimos años. Las crecidas del Nilo habían sido demasiado abundantes, inundando aldeas enteras, destruyendo los rebaños y ahogando a los habitantes por decenas. Buena parte del pueblo se moría de hambre. Algunos sacerdotes veían en todo esto los signos precursores de un cataclismo más terrible todavía. Pero Sanajt se negó a escuchar a su joven hermano, a quien ordenó preparar su regimiento para principios del año siguiente.
Con el tiempo, Meritrá se había debilitado. Todo su hálito vital parecía haberse refugiado en su mirada, que no había perdido una pizca de la energía y la sabiduría que vibraban en él. Sus miembros se endurecían un poco más cada día, y ya no tenía fuerza ni valor para dirigirse a palacio. Los dos jóvenes sospechaban sin embargo que ya no tenía ganas de aparecer por la corte. La compañía de sus fieles servidores, algunos tan viejos como él, y de sus animales domésticos le bastaba. Pasaba la mayor parte de su tiempo en el jardín, que nunca había estado tan hermoso, gracias a las inhabituales lluvias del último mes.
Aquel día, Djoser le encontró bajo los ramajes de un gran cedro, instalado en su sillón. El joven tenía gran necesidad de aliviar su corazón.
—Sanajt está ciego —le dijo a Meritrá—. Se niega a ver los sufrimientos de su pueblo y a oír sus gritos de hambre.
—Lo sé, hijo mío. Por desgracia, nadie puede enfrentarse a las decisiones del rey. Es la encarnación de Horus. Desobedecerle es ofender a los dioses.
—Sanajt está alejando uno por uno a los antiguos consejeros de mi padre. Ha nombrado a Fera gran visir. Es una verdadera catástrofe. Fera es un intrigante que cuenta con las victorias futuras del ejército para aumentar todavía más su fortuna. Semuré estaba presente cuando ha conseguido que mi hermano le otorgue la décima parte de las riquezas y de los esclavos capturados, en razón de los servicios prestados. Sanajt no sabe negarle nada. Y el otro le cubre de regalos. En cuanto a mi tío Nekufer, ha sido nombrado jefe de la guardia real y ministro de los ejércitos. Mi padre, que conocía su afición por la guerra, le había apartado del poder. Pero ha sabido ganarse el favor de mi hermano. Hasta el mismo Merura le debe ahora obediencia.
Meritrá sonrió.
—Supongo que todo esto no debe gustarle nada a ese viejo león.
—Está de un humor execrable. Dice a todo el que quiera oírle que las guerras previstas por Sanajt constituyen un grave error. El país no está preparado, la gente carece de alimentos. Pero es un hombre leal, que juró fidelidad a Jasejemúi. Por lo tanto, obedecerá a su hijo.
—Y tú, Djoser, ¿qué piensas hacer?
El joven cerró los puños.
—¿Qué quieres que haga? Incluso aunque yo desapruebe su política, él sigue siendo el rey. Merura ha sugerido que me nombren comandante de una guarnición. Sanajt ha rechazado la propuesta. Por tanto, sigo siendo capitán, y debo estar preparado para salir de campaña.
—¿Y quién es el enemigo?
—Imagino que todos los que se le pasen por la cabeza. Los beduinos, los nubios, los bandidos… Ha enviado un mensaje a los gobernadores de los nomos para ordenarles que pongan sus milicias a disposición del rey.
El anciano suspiró. Sanajt detentaba un poder absoluto que amenazaba con llevarle a cometer errores. Este sistema, puesto en práctica muchas generaciones antes por el gran Horus Narmer, y reforzado por sus sucesores, también tenía grandes debilidades. Meritrá dudó en decir en voz alta todo lo que pensaba desde hacía mucho tiempo: Djoser era mucho más digno que Sanajt para suceder a su padre. Pero renunció a hacerlo. La situación de las Dos Tierras ya era suficientemente crítica como para añadirle encima un enfrentamiento entre los dos hermanos. Además, el joven tenía razón: estaba atado de pies y manos.
—¿Ha fijado ya la fecha de tu matrimonio con Tanis?
Djoser sofocó un refunfuño de despecho.
—Cada vez que le hablo de ese matrimonio, elude mis preguntas. Afirma que tiene preocupaciones más importantes. Se diría que trata de ganar tiempo.
Dio unos pasos nerviosos.
—Me temo lo peor, oh Meritrá. Empiezo a creer que la predicción del ciego era verdadera. En Egipto van a producirse profundas alteraciones. ¿Quiere eso decir que Tanis y yo seremos separados? ¿Crees que mi hermano se negará a dármela?
—Dado que eres príncipe de sangre, necesitas el beneplácito del rey para casarte con Tanis.
—Sin embargo, no puede traicionar el compromiso que asumió a la cabecera de nuestro padre moribundo, delante de Sefmut y los grandes príncipes. ¡Dio su palabra! —afirmó Djoser con fuerza.
El anciano abrió los brazos en señal de impotencia.
—No quiero ni pensar que traicione el recuerdo de Jasejemúi. Sin embargo, mejor sería celebrar ese matrimonio cuanto antes. Debes insistir, hijo mío.
El rostro de Djoser se iluminó.
—Quiero aprovechar la fiesta de Hator que tendrá lugar durante los últimos días del año para pedir a Sanajt que confirme una fecha delante de toda la corte. No podrá escurrir el bulto. Si me niega a Tanis, corre el peligro de provocar la cólera de los dioses.
El viejo preceptor meneó la cabeza.
—Cierto, no puede permitirse ofender a Hator. En ella siempre dormita la diosa de la cólera, la terrible leona Sejmet.
—Antes debe tener lugar una gran cacería para capturar un toro en honor de Ptah, —continuó Djoser—. Y yo participaré en ella.
—Ahí tienes una ocasión para cubrirte de gloria, hijo mío.
—Pero también Sanajt participará. Quiere demostrar al pueblo que es un gran cazador y un gran guerrero.
Según las creencias egipcias, Ptah, el dios de hermoso rostro, se imponía como uno de los néteres principales de Mennof-Ra. Dios de la sabiduría, inspiraba al soberano, cuyo papel consistía en asegurar la buena marcha de su reino, en la verdad, la justicia y la armonía, simbolizadas por Ma’at.
Reconocían en él al Maestro de los artesanos, los herreros y los orfebres, a los que había ofrecido el poder de la creación, que se traducía mediante el trabajo de la piedra, de la madera, de la arcilla… ¿No se decía del escultor que es «el que da vida» cuando talla una estatua?
Ptah era también Tatenen, es decir la primera tierra salida de Nun, el océano primordial. Fue él quien, en el origen, creó el cielo, la tierra, los dioses y los hombres mediante el poder de su pensamiento. Luego pronunció su nombre y, a partir de la sustancia inerte de Nun, que en potencia ocultaba todas las energía vitales, la tierra, los dioses y los hombres existieron. Pero, además de su apariencia material, Ptah los dotó también de un espíritu y de la inmortalidad[11].
Para los egipcios, Ptah se encarnaba en el cuerpo de un toro, Apis, que estaba considerado como su imagen viviente. En Mennof-Ra, un prado daba acogida a un rebaño dirigido por ese toro sagrado. Cuando moría por vejez, su cuerpo era momificado y sepultado en una grandísima galería subterránea[12].
Después de su desaparición, había que sustituirlo por un animal salvaje que tenían que capturar vivo. Por eso Sanajt había ordenado una cacería, destinada a conseguir para la ciudad la encarnación viviente de Ptah. El toro debía presentar unas características muy particulares: pelaje negro, con el vientre y las patas blancas, una mancha en forma de águila sobre la espalda, un triángulo blanco en la frente y, debajo de la lengua, la marca del escarabajo divino, Jepri, símbolo de renacimiento. Por eso ya habían salido exploradores para encontrar un animal que correspondiera con esa descripción.
La víspera de la cacería, Djoser, Tanis y sus compañeros, Pianti y Semuré, daban un paseo por la ciudad. A pesar de la estación, no hacía demasiado calor. Un poderoso viento soplaba del norte, anunciando la próxima crecida. Sin embargo, a pesar de los festejos previstos durante los días epagómenos, consagrados a los dioses, sobre la ciudad pesaba una atmósfera de angustia y de malestar. En las calles, predicadores improvisados anunciaban el fin de los tiempos y la vuelta inminente de Nun, el Caos. Por regla general, estos personajes iluminados no preocupaban mucho a los ciudadanos, a quienes sus encendidos discursos más bien divertían. Los egipcios eran un pueblo feliz, convencido de encontrar la vida en el más allá, cosa que no les impedía aprovechar plenamente todo cuanto su existencia terrestre podía ofrecerles.
Sin embargo, en esta ocasión prestaban oído atento a los profetas de toda clase que arengaban a la muchedumbre, encaramados en muretes de ladrillo. Entre ellos también se encontraban pobres desgraciados que denunciaban firmemente la política del rey.
Cuando Djoser y sus compañeros llegaron a la plaza del mercado, un hombre vestido con harapos lanzaba vituperios, acusando a los grandes de enriquecerse de manera desvergonzada a costa del pueblo.
—A pesar de las malas cosechas, los impuestos se han duplicado. Los escribas cada vez exigen más, se apoderan de vuestras tierras y de vuestro ganado. ¡Los sacerdotes y los nobles almacenan el grano sólo para su propio provecho! Todo esto tiene que cesar, porque, en caso contrario, todos nos moriremos de hambre.
Al ver a Djoser, el hombre le tomó por testigo.
—¡Escucha al servidor que tienes delante, oh hijo y hermano de rey, noble entre los nobles! Sé que tu corazón es puro. ¿Es normal que los niños lloren de hambre mientras los grandes señores se quedan con las semillas para revenderlas cada vez más caras a los que las plantan? Nos vemos obligados a cederles nuestras tierras para poder subsistir.
Un profundo malestar invadió a Djoser. Ya era perfectamente consciente de la iniquidad de los grandes propietarios, para quienes los últimos años habían sido una ganga. Abusando de la debilidad de Jasejemúi, habían atesorado en beneficio propio una importante parte de las cosechas, con el objetivo de hacer frente a la carestía. Los silos seguían rebosando de semillas. Ahora, con el beneplácito de Sanajt, revendían el grano a los campesinos jugando a una especulación descarada; por ello, éstos se veían obligados a vender sus tierras a bajo precio para poder conseguir algo con que sembrar. Inexorablemente, los campesinos libres se transformaban en trabajadores sometidos a los poderosos terratenientes, que poco a poco iban aumentando sus haciendas. El siniestro Fera era el más rico de todos. Mantenía a su alrededor un verdadero ejército de escribas, de espías y de esbirros a sueldo. Su fortuna superaba sin duda la del propio rey.
A pesar de su desánimo, Djoser no podía cambiar nada. Si hubiera estado en el lugar de su hermano, habría hecho todo lo posible para desembarazarse de aquel personaje despiadado y calculador, verdadero pulpo insaciable que drenaba para su uso privado las riquezas de Egipto. Pero Fera sabía adular a Sanajt, a quien colmaba de cumplidos y de beneficios. El nuevo soberano no daba un paso sin pedirle consejo.
En el momento en que Djoser iba a intentar calmar al orador y a la multitud, el desgraciado fue arrojado con contundencia al pie de su improvisado estrado. Los palos se abatieron sobre su espalda, a pesar de los abucheos de la concurrencia. Djoser se alzó frente a los soldados y gritó con voz poderosa:
—¡Os ordeno que soltéis ahora mismo a este hombre! ¡Su cólera es legítima!
El capitán de los guardias puso una mano decidida sobre el hombro del campesino medio muerto y replicó altivamente:
—Señor Djoser, el señor Nekufer nos ha dado la consigna de encarcelar a todos los promotores de disturbios. No hago más que cumplir sus órdenes.
—¡Silencio! ¡No olvides nunca quién soy yo, capitán, y cuál es tu rango! Si no obedeces ahora mismo, sabré obligarte.
El guardia insistió todavía, pero menos seguro:
—El señor Nekufer es tío tuyo, y el jefe de la guardia real. No puedes enfrentarte a sus decisiones. Se pondrá furioso.
—Debes de saber que sus estados de ánimo me importan poco. ¡Ahora, sal de esta plaza inmediatamente, o mando a mis soldados que te detengan!
Tomó en sus manos el hacha que colgaba en su costado y la blandió con gesto amenazador. Semuré y Pianti le imitaron. Alrededor de su jefe, los guardias observaron una neutralidad prudente. Viéndose abandonado por sus hombres, el capitán dejó en paz a su víctima gruñendo.
—¡Estoy seguro de que al señor Nekufer no va a gustarle nada este gesto!
Luego dio media vuelta y se marchó en medio de los abucheos. Djoser alzó los brazos y enseguida consiguió que se hiciera el silencio.
—Ciudadanos libres de Mennof-Ra, conozco vuestras desgracias. Os prometo que hablaré en vuestro nombre al rey.
Una ovación entusiasta le respondió.
Pocos instantes más tarde, también Djoser y sus amigos abandonaban la plaza. Semuré se encogió de hombros y sus labios esbozaron una sonrisa sarcástica.
—Una vez más, primo mío, has asegurado tu popularidad entre el buen pueblo. Pero sabes de sobra que Sanajt se negará a escucharte.
Djoser se enfadó:
—No puede permanecer insensible al hambre y a la expoliación que amenazan a los campesinos.
—No le importan nada.
—Eso es falso. Sería un error gravísimo. La gente trabaja mucho mejor una tierra cuando le pertenece.
—Por lo que a mí se refiere, comparto totalmente tu opinión. Por desgracia, a Sanajt le importa un bledo la suerte de los campesinos. Sólo escucha a Fera y a sus amigos. Tus argumentos no serán de mucho peso frente a los regalos con que cubren a tu hermano.
—¡Me escuchará! —decía Djoser obstinado.
—Lo mismo que te ha escuchado cuando le has dicho que abandone sus proyectos de guerra.
Semuré se echó a reír con una risa cínica y pasó el brazo alrededor de la cintura de Tanis.
—Oh hermosa prima, explícale a este cabezota que sus palabras no tendrán más consecuencias que escribir sobre las aguas del Nilo.
Tanis no respondió. Quería mucho a Semuré, pero no le gustaba su forma de llevar la contraria a Djoser. Semuré no creía en nada. Tanis se veía obligada a admitir que su primo tenía razón, pero no le daría la satisfacción de contar con su apoyo. Se liberó de su abrazo y se volvió hacia su compañero. Pianti puso una mano tranquilizadora en el brazo de Djoser. Su rostro estaba serio.
—Tu iniciativa es generosa, pero muy imprudente, amigo mío. Aunque me cueste confesarlo, creo que Semuré tiene razón en lo que ha dicho. El rey no te hará caso. Y tú acabas de ganarte un enemigo en la persona de ese capitán. Es un hombre de Nekufer. ¿No temes que tu hazaña te atraiga su cólera?
Djoser se encogió de hombros.
—Nekufer sólo es el hermanastro de mi padre. Siempre me ha odiado, como yo le odio a él. Es una persona ambiciosa, que sólo ve por los ojos del dios rojo. Me gustaría mucho corregirle.
Pianti no respondió. Djoser quería creer de todo corazón que aún había medios de influir en su hermano mayor para que fuera justo. Se negaba a admitir que su rango de hermano del rey no le sirviera de protección. Pero Nekufer gozaba del favor del soberano. Hubiera sido más prudente desconfiar. Pero Djoser, llevado por su espíritu generoso, desconocía la prudencia.