En cuanto oyó el grito de su compañera, Djoser desenvainó el puñal, abandonó la navecilla y saltó a tierra.
No le costó mucho localizarla. Parecía petrificada por un espectáculo que él no veía. Cuando llegó a su lado, descubrió, tirado en el suelo, el cuerpo de un hombre, posiblemente de un pastor, cuya pierna había sido arrancada por un cocodrilo. Sin duda había conseguido arrastrarse fuera del alcance del monstruo, pero había sucumbido. Con la cara descompuesta, Tanis se lanzó a los brazos de Djoser, temblando de miedo.
Examinando al muerto, el joven no pudo reprimir un sobresalto. Al desdichado lo habían matado desde luego dos o tres días antes, y las carnes habían empezado a descomponerse. Las órbitas estaban vacías, sus ojos habían desaparecido. Acompañó a Tanis hasta el lugar donde se encontraban los otros, que ya habían desembarcado.
—Un cocodrilo ha matado a un pastor. No vayáis, no es nada agradable de ver.
Instaló a su compañera en la barquilla. Tanis se acurrucó contra él, incapaz de pronunciar palabra. Su mirada fija, casi alucinada, preocupó a Djoser. No era la primera vez que Tanis veía un cadáver. En aquel universo implacable, era frecuente encontrar cuerpos de infortunados, matados por bandidos o descuartizados por una fiera.
Pero en la memoria de la muchacha permanecía grabado un detalle horrible. Los ojos arrancados del hombre le habían recordado el rostro espantoso del ciego de la meseta. Cuando pensaba que ya la había olvidado, la funesta predicción reaparecía brutalmente en la superficie, engendrando una angustia violenta en la muchacha. Estaba convencida de que no había descubierto aquel cadáver por casualidad.
—Es una señal —consiguió articular por fin—. Estoy segura de que va a pasar algo.
—¡Tranquilízate! Es un accidente muy triste, pero por desgracia ocurre con bastante frecuencia. A veces los pastores se dedican a cazar solos, y es una imprudencia.
—¡No! Es una advertencia. Siento… una especie de amenaza sobre nosotros. ¡Oh, Djoser, quiero volver!
El joven dudó. Con el tiempo, había aprendido a fiarse de las intuiciones de Tanis. Les dijo a los compañeros:
—¡Regresamos a Mennof-Ra, compañeros! Lo siento por la caza.
Quizá sólo se trataba de una coincidencia…
Cuando Djoser y Tanis llegaron ante el palacio real por la tarde, un servidor enloquecido salió a su encuentro arrojándose a sus pies.
—¡Oh, bienamado señor, grande entre los grandes, tu servidor tiene que transmitirte noticias muy malas! El dios vivo en su horizonte, tu padre, ha sido atacado por una extraña enfermedad. Te llama.
Una oleada de adrenalina inundó al joven. Se volvió hacia Tanis. ¿Era aquél el sentido del presagio…?
—Espérame en mis aposentos —dijo—. Tengo que ir a verle. Me reuniré contigo más tarde.
Con la muerte en el alma, Tanis se dirigió a la alcoba de Djoser. La predicción del ciego la turbaba. Todas sus esperanzas descansaban en el cambio de actitud de Jasejemúi hacia ella. Si le ocurría algo, no se atrevía a pensar qué pasaría. Sanajt se convertiría en rey. Y detestaba a Djoser. En cuanto a ella, seguía considerándola como una bastarda, y no se privaba de manifestarle su desprecio. De ella se había apoderado una insidiosa angustia que su fiel Yereb no conseguía calmar. Le parecieron años las horas que la separaron de la vuelta de Djoser.
Por fin, al atardecer, su compañero volvió, lívido.
—Mi padre está muriéndose —dijo Djoser estrechando a la muchacha entre sus brazos.
Habría querido evitar las lágrimas que habían empezado a correr por sus mejillas.
—Ha ocurrido hace dos días, nada más marcharnos nosotros a las marismas. Después de la comida de la noche, una fiebre nociva se apoderó de él. Los médicos se han declarado impotentes. La enfermedad empeora día a día. Ya no puede comer.
Permanecieron silenciosos largo rato en la penumbra del crepúsculo. Luego Djoser añadió con voz sorda:
—¡Oh, Tanis, me ha hablado! Y lo que me ha dicho es terrorífico. —Se tragó su dolor y explicó a la joven—: Sabe que te amo, y lamenta no haberme concedido permiso para casarme contigo. Me ha confesado que, durante mucho tiempo, me odió porque al nacer me había llevado la vida de mi madre. Nunca hasta hoy se había atrevido a hablarme de ese odio. Pero el sufrimiento le ha abierto los ojos, según me ha dicho. Cree que ha sido injusto conmigo.
Djoser agachó la cabeza.
—Todos estos años perdidos… es demasiado estúpido.
Tanis llevó su mano a la mejilla del joven. Le conocía demasiado bien para no adivinar que había otro motivo en la turbación que Djoser sufría.
—Pero te ha dicho algo más…
Después de vacilar, el joven contestó:
—Me ha aconsejado que desconfíe de mi hermano Sanajt. Sabe que me detesta, y que hará cuanto pueda para perjudicarme cuando haya subido al trono de Horus. Mi padre… me ha dicho además que le habría gustado que fuera yo su sucesor. Pero ahora es demasiado tarde…
Tanis se acurrucó entre sus brazos.
—¡Oh Djoser, prefiero que no seas rey! El Horus no podría casarse con una bastarda.
Él la agarró bruscamente por los hombros.
—Te prohíbo que hables así, Tanis. Eres mi hermana, y deseo tomarte por esposa. Tu nacimiento no importa. Isis aprobó nuestra unión, ¿no lo recuerdas?
La muchacha no contestó. La profecía del ciego que había predicho profundos trastornos, seguía obsesionándola. ¿Había tenido poder para adivinar la muerte de Jasejemúi?
Djoser declaró:
—Mi padre me ha enviado en tu busca. Desea verte.
En la alcoba del rey había una numerosa y silenciosa reunión de personas. Sanajt, con el rostro impasible, estaba rodeado por sus fieles, entre los que se encontraba el malvado Fera, un rico terrateniente, y sobre todo el siniestro Nekufer, hermanastro de Jasejemúi; Sefmut, el sumo sacerdote Sem, la dignidad religiosa más alta del imperio, se hallaba junto al lecho real, en compañía de tres médicos; al fondo de la sala, los príncipes y los grandes señores mostraban unos rostros en los que se mezclaban una tristeza a veces sincera y un profundo malestar. Con el advenimiento de un rey nuevo, los favores cambiarían de destinatarios. Todos estaban más inquietos por su suerte antes que por la del rey.
Jasejemúi descansaba en un lecho de madera de cedro, de pies tallados en forma de patas de león. Su cabeza se apoyaba en un cabezal cubierto por un cojín para atenuar la dureza de la madera. El aspecto del objeto recordaba un hipopótamo, símbolo de Tueris la Blanca, la Gran Diosa que preside el nacimiento y la muerte. Un color amarillento había invadido los rasgos surcados por arrugas del rey. Finos regueros de sudor corrían por su frente, por la que con suavidad un esclavo pasaba una esponja. Jasejemúi le apartó con un gesto.
—Acércate, Tanis —dijo la débil voz de Jasejemúi.
La joven obedeció y se arrodilló cerca del rey, que puso su mano entre las de ella.
—Te has vuelto muy hermosa, Tanis. Y me alegro de que mi hijo te haya elegido entre todas las mujeres para hacerte suya. Tu presencia y tu risa han traído la alegría a este palacio durante los últimos años. Y querría decirte cuánto lamento haber sido injusto con tu madre y contigo.
Tanis agachó la cabeza, para levantarla al cabo de un instante con los ojos anegados en lágrimas.
—Oh gran rey, tu sirvienta no conserva ningún recuerdo de esa injusticia.
Jasejemúi suspiró y sonrió.
—Déjame hablar mientras me duren las fuerzas, hija mía. Pronto voy a reunirme con mi padre Osiris en el misterioso reino del Amenti. Mi tumba ya está preparada. Pero antes de partir, quería que supieses que apruebo tu unión con mi hijo Djoser. Eres digna de él.
Sanajt se adelantó. Unos ojos sombríos y demasiado grandes brillaban en su rostro anguloso, confiriéndole el aspecto de un batracio. Sus labios finos y desdeñosos acentuaban la impresión de crueldad que siempre desprendía todo su ser. Dijo en tono sibilante:
—¡Luz de Egipto, ni lo sueñes! ¡Esta muchacha sólo es una bastarda! No puede convertirse de ninguna manera en esposa de un príncipe de sangre.
Un acceso de cólera hizo erguirse al soberano en su lecho. En tono seco interpeló a Sanajt.
—¡Que mi hijo calle! Mientras Selket me conceda un soplo de vida, sigo siendo el rey. Y te ordeno que no intentes nada para impedir el matrimonio de Djoser y Tanis cuando yo haya alcanzado las estrellas. ¿Me has oído bien, Sanajt?
Pálido de rabia, Sanajt quiso responder, pero la mirada sombría de Jasejemúi le detuvo. Todavía no era rey, y convenía utilizar la prudencia. Se inclinó y respondió:
—Tu voluntad será respetada, oh Horus viviente.
—¡Exijo que me des tu palabra!
Sanajt dudó un momento, luego añadió:
—Tienes mi palabra, padre mío. Djoser se casará con la que escoja.
Luego retrocedió. Tanis le lanzó una breve mirada. Lo que descubrió en los ojos saltones disparó en su corazón una angustia casi incontrolable. Jasejemúi se volvió hacia ella y añadió:
—Vete en paz, pequeña Tanis. Me habría gustado poder asistir a tu enlace con mi hijo. Pero los dioses no me lo han concedido. Sin duda, han querido castigarme por mi ceguera. Ojalá te protejan.
Alterada, Tanis no se atrevía a abrir la boca. Nunca le había hablado el rey durante tanto tiempo, ni con tanta bondad. Y tenía que ser precisamente en el momento de su muerte. Ahora comprendía qué era lo que Djoser podía sentir cuando evocaba los años perdidos. Padre e hijo habían vivido uno al lado del otro sin conocerse realmente. La invadió una profunda tristeza y se mordió el interior de las mejillas para no ceder a las lágrimas. Si aquel terrible malentendido no se hubiese producido, habría amado a Jasejemúi. Habría sido aquella hija que el rey nunca había tenido. Desde la muerte de su última esposa, Nema’at-Api, había decidido no tomar ninguna otra mujer. Tal vez por ese motivo nunca había emprendido grandes obras públicas en Mennof-Ra. Para él la vida había perdido todo significado. En ese breve instante, Tanis comprendió que antes de ser el dios hacia el que se volvía todo un pueblo, el rey era un hombre capaz de ceder al dolor de la pérdida de un ser querido. Se juró venerar su memoria.
En un arranque, se llevó la ardiente mano del soberano a los labios y la besó.
—Te quiero, gran rey.
Una sonrisa cálida estiró el rostro de Jasejemúi, luego cerró los ojos y empezó a respirar profundamente. Sus rasgos se habían distendido.
Una larga procesión ascendía hacia la meseta de los muertos, donde se alzaba la mastaba erigida por el difunto rey. Al frente marchaban las mujeres de la casa real, entre las que, por fin, Tanis había sido aceptada, lo mismo que su madre Merneit. De sus filas subían lúgubres lamentos. A continuación iban Djoser y Sanajt, caminando en silencio uno al lado del otro, sin mirarse, seguidos por los hombres de la familia real y los altos dignatarios de las Dos Tierras. Detrás avanzaban los sacerdotes que salmodiaban plegarias a la gloria del soberano difunto. Rodeaban una gigantesca litera llevada por veinte de los mejores guardias reales. Sobre la litera había un sarcófago cubierto, según la costumbre, por coronas de flores.
Detrás del cortejo fúnebre caminaba el pueblo, abrumado por el dolor y las altas temperaturas. Se acercaban los días epagómenos y la sequía asolaba ahora el país.
Por fin la procesión llegó a la meseta de Ra donde se alzaba la mastaba de ladrillo rojo, de forma trapezoidal, cuya única puerta se abría hacia el oeste, en dirección del reino de los muertos[10].
Durante los días precedentes, los sacerdotes habían preparado el cuerpo del difunto para el largo viaje que le aguardaba. Habían extraído sus entrañas, que se habían colocado cuidadosamente en cuatro canopes de piedra, cada uno de ellos protegido por las divinidades que presiden la muerte, Amset, Hapi, Duamtef y Kebehsenuf. Se creía que estos dioses, hijos de Horus, preservaban al muerto del hambre. Seguidamente su cuerpo era lavado y tratado con natrón, por último era vendado para preservarlo de la putrefacción. Según la tradición egipcia, el Ka, es decir, el doble espiritual del hombre, debía tener la posibilidad de reencarnarse en los despojos privados de vida a fin de seguir gozando de los placeres cotidianos.
La voz grave de Sefmut, el sumo sacerdote, declaró:
—Semejante a los dioses, se ha ocultado en su horizonte. Todos los ritos de Osiris se han cumplido con él. Ha navegado en la barca real y ha ido a descansar al oeste. Hator la Bella, el Alma femenina de los cuatro rostros, le ha acogido bajo su árbol, el sicomoro sagrado, cuyos follajes le amparan desde ahora eternamente. ¡Ella le da a beber su vino y su leche, y, gracias a ella, vivirá por siempre!
Luego trajeron un gran toro negro cuyas patas ataron para inmovilizarle. Un maestro carnicero se acercó al animal y de un golpe le cortó la vena yugular, recogiendo luego la sangre en unos recipientes. El animal fue descuartizado y llevaron cada una de las partes a la primera sala de la mastaba, donde se depositaban las ofrendas.
Dentro de esa primera cámara, también se instalaron toda suerte de muebles y utensilios que el difunto podría necesitar en su vida futura: un trono de madera de cedro para que pudiese sentarse, arquetas, joyas, objetos usuales, vajillas.
Una segunda cámara más pequeña, el serdab, contenía una estatua representando el Ka del soberano. Como Anubis, el dios de los muertos, era de color negro, y estaba adornada con joyas de oro. Una pequeña rendija unía las dos cámaras, a la altura de un hombre, para que el Ka pudiese vigilar esas riquezas. En la primera sala se depositarían de forma regular ofrendas de alimento y bebidas, con objeto de que el muerto pudiese comer. Según una antigua creencia, un muerto que no recibía alimentos corría el riesgo de verse atormentado por el hambre y la sed hasta el punto de verse obligado a devorar sus propios excrementos y a beber su propia orina. Esta perspectiva causaba estremecimientos y horror, y todos se afanaban en llevar vituallas al difundo, fuese rey u hombre del pueblo. Luego dispusieron unas cazoletas en las que mandaron quemar incienso, cuyos efluvios, según creían, alegraban al Ka del desaparecido.
Ante la muchedumbre silenciosa, los sacerdotes cogieron el sarcófago donde dormía el cuerpo embalsamado del soberano y penetraron en la mastaba. En una tercera sala se abría un pozo donde bajaron el ataúd. Sólo los sacerdotes iniciados, bajo la guía de Sefmut, tenían derecho a penetrar en la cámara funeraria. Cuando el sarcófago ocupó su sitio, llenaron el pozo con piedras y lo cubrieron con una pesada losa.
Los sacerdotes colocaron luego, en la primera sala, una estela en la que estaban inscritos el nombre de Jasejemúi y poemas elogiando sus proezas. Para sus súbditos se convertiría en el dios bueno, el dios grande.
En la primera fila, Djoser, con el rostro enjuto, observaba los ritos funerarios. No tenía duda de que su padre se había reunido con Osiris, soberano del reino de los muertos. Para él, como para el resto de los egipcios, la vida después de la muerte era una certeza. ¿No había sido el propio Osiris el primero de los resucitados, cuando su esposa, la bella Isis, había reunido las partes dispersas de su cuerpo y les había vuelto a dar vida con la ayuda de su hermana Neftys y de Anubis, el dios de cabeza de lobo?
Pero una pesada bola bloqueaba la garganta y el estómago del joven. ¿Por qué había sido preciso que Jasejemúi alcanzase el término de su vida antes de darse cuenta de que amaba a su segundo hijo? ¿Cuántas cosas no habían podido compartir juntos por culpa de la ceguera en que se había encerrado?
No se dio cuenta de que, a unos pocos pasos, Sanajt le observaba con mirada sombría.