Cinco años después…
Instalados alrededor de un fuego escaso, los pastores desgarraban a mordiscos la carne de un ganso capturado la víspera. Aquellas criaturas medio salvajes pasaban la mayor parte de su tiempo en las feroces regiones del Delta, donde la tierra y el agua se mezclaban íntimamente. Al revés de los habitantes de la ciudad, que otorgaban un cuidado muy particular a su aseo y su limpieza, los hombres de las marismas se dejaban crecer bigotes y patillas, y no llevaban por toda vestimenta otra cosa que un tosco taparrabos de fibra de palma trenzada, cuando no iban completamente desnudos. Peines y horquillas de hueso o de cuerno retenían sobre la cabeza sus largos cabellos, anudados en un moño. Su caprichosa dentición, provocada por el trabajo de las fibras, no contribuía a hacer más agradable su aspecto. Dominaban como nadie el arte del trenzado del papiro, con el que confeccionaban toda clase de objetos, y particularmente embarcaciones ligeras que utilizaban en las marismas para la caza de pájaros. Las espesuras de papiros albergaban numerosas especies de aves, que los altos dignatarios de las Dos Tierras se complacían en cazar.
Los habitantes de Mennof-Ra consideraban a los pastores como unos brutos inquietantes; sin embargo, no podían prescindir de sus servicios. Y en manos de estos individuos marginales confiaban los grandes rebaños de bovinos cuando la hierba del valle se volvía demasiado seca. Llevaban entonces los animales a los pastos todavía verdes del delta, atravesando los brazos de mar secos o invadidos por las aguas. Según los rumores, habían firmado un pacto con los cocodrilos.
En cuanto vieron a Djoser y sus acompañantes, los pastores se levantaron rápidamente y fueron a besar el suelo delante de él, como requería la costumbre. Su jefe alzó la cabeza y se expresó con soltura.
—Grande entre los grandes, amado de Horus y de Set, sé bienvenido. Los servidores que aquí ves esperaban tu llegada con impaciencia.
—Está bien, Mehru —respondió el joven—. ¿Has preparado las barquillas?
—Tu servidor las ha trenzado personalmente, oh bienamado señor.
Señaló, a la orilla de las aguas pantanosas, cuatro pequeñas embarcaciones hechas de tallos de papiro fuertemente atados entre sí, y lo bastante sólidas para llevar a dos personas cada una. Equipadas con bordos alzados a ambos lados y en la parte trasera, aquellos frágiles esquifes podían deslizarse fácilmente sobre las aguas poco profundas de las marismas. Asimismo, su ligereza permitía a sus ocupantes salvar cualquier obstáculo terrestre. Una espesa estera colocada en el fondo preservaba un poco de la humedad.
Djoser observó el cielo y se volvió hacia sus amigos.
—Creo que el día será bueno, compañeros. Las extrañas lluvias de estos últimos días parecen haberse calmado. Esta noche, comeremos buena carne de ganso. ¡Seguidme!
Aunque se acercase ya el final del año, en el aire quedaba un frescor humedecido, consecuencia de los abundantes chaparrones que habían caído los días precedentes sobre Mennof-Ra y el Delta. En algunas partes, habían asistido incluso a violentas granizadas. Este fenómeno insólito no había dejado de inquietar a los sacerdotes, siempre al acecho de signos anunciadores de catástrofes. Precipitaciones como aquéllas hacía mucho que no se habían producido. Las cosechas habían sufrido las tormentas. Las espigas de trigo y de cebada se habían estropeado, o incluso destruido. Repentinos torrentes de barro se habían llevado en su corriente muchas cabezas de ganado, que terminaron por ahogarse. Se habían encontrado los restos de numerosos cadáveres devorados por los cocodrilos, a los que esa inhabitual crecida de las aguas incitaba a invadir las orillas. También se había señalado la desaparición de varios niños, e incluso de adultos.
Se asociaba este fenómeno misterioso a un hecho: desde hacía cinco años, las crecidas del río-dios subían cada vez más alto. Pueblos enteros habían sido destruidos, y las semillas brotaban cada año más tarde. Las cosechas resultaban menos fructíferas y el hambre asolaba varios nomos[8]. Esta degradación inexplicable del clima provocaba malestar entre la población, que escrutaba los cielos con ansia cuando cohortes de enormes nubes oscuras devoraban un cielo que de ordinario era de un azul inmutable. ¿No trataría Nun, el océano originario, de engullir de nuevo el mundo de los vivos?
Estas perturbaciones misteriosas no impedían a los jóvenes nobles entregarse a su distracción favorita: la caza. Siguiendo al pastor Mehru, Djoser se dirigió hacia la ribera atestada de amplias espesuras de papiro[9], a los que Ra daba los reflejos suntuosos de la malaquita. De este modo, los múltiples brazos del Nilo parecían un gigantesco joyel expuesto encima de las aguas para el exclusivo placer del dios solar.
A los diecinueve años, Djoser se había convertido en un coloso que sacaba a sus compañeros más de la cabeza. La rigurosa disciplina exigida por el general Merura le había modelado un cuerpo de atleta, que mantenía gracias a la lucha a manos desnudas, su deporte favorito. Durante las fiestas organizadas por el Palacio o por un gran señor, Djoser no dudaba en medirse con los luchadores encargados de distraer a los invitados.
De mentón decidido, de rostro cuadrado enmarcado por una abundante melena rizada de un negro azabache, exhalaba una sensación de fuerza tranquila y serena. Djoser se había convertido, entre los jóvenes nobles que los azares de la fortuna habían destinado a la carrera militar, en un cabecilla, en una persona a la que los demás se unían. Este estatuto informal no se debía para nada a su filiación, sino sólo a su autoridad natural. Merura no se había equivocado cuando, hacía un año, le nombraba capitán.
Djoser y Tanis subieron a la primera barquita; inmediatamente se les unió un soberbio lebrel cuya tarea consistía en recoger la caza. Pianti y Semuré embarcaron en la segunda, y sus compañeros en las otras dos. Luego, con la ayuda de unas pagayas cortas cuya pala terminaba en punta, la pequeña flotilla abandonó tierra firme para adentrarse por el laberinto vegetal.
Como era su costumbre, Pianti se mostraba charlatán, evocando para sus camaradas los animales fabulosos que todo cazador soñaba con inscribir en su cuadro de caza, pero que nunca había abatido nadie. Por ejemplo, estaban convencidos de que en las altas cañadas de las montañas del Amenti, vivía una gacela alada, mientras que las profundidades del desierto albergaban animales asombrosos como el achech, mitad felino mitad pájaro, o incluso la sag, cuyo cuerpo de leona soportaba una enorme cabeza de halcón. Los asombrosos relatos de Pianti, que siempre declaraba conocer a un viajero que había visto esas criaturas extraordinarias durante una expedición al lejano Kush o al misterioso país de Punt, cautivaban a sus compañeros, porque dominaba el arte de narrar historias.
Tanis adoraba aquellas partidas de caza durante las que siempre compartía la barquilla con Djoser. Para gran desesperación de sus amigos, éste nunca aceptaba más compañía que la de Tanis. La destreza de ambos les valía la mayoría de las veces volver con el mayor número de piezas de caza. Con una sonrisa cómplice, los dos jóvenes prepararon sus arcos y sus flechas de punta de sílex o de cobre.
Djoser había cumplido su palabra. Desde hacía cinco años, cuando el escarabajo Jepri, el dios del alba, se alzaba por el aabet, el oriente, arrastraba a su compañera fuera de la ciudad, hasta una cañada rocosa situada en el límite del desierto del oeste. Según una antigua costumbre, las mujeres no debían tener contacto alguno con las armas. Podían preguntarse por el motivo de esa costumbre. Tanis había resultado una excelente alumna. Había adquirido un perfecto dominio de la lanza e incluso del hacha corta de hoja de cobre. Pero su extraordinaria habilidad con la honda y con el bumerán se había repetido con el arco. En este juego, había superado incluso a Djoser. Tan resistente como sus jóvenes compañeros masculinos, era muchas veces la primera en lanzar sus dardos, y no vacilaba en meterse en las aguas glaucas para recuperar la presa abatida, cuando Amot, el lebrel de Djoser, ya estaba ocupado. Su temeridad le había valido además algunas soberbias cicatrices.
Djoser y Tanis sólo habían compartido el secreto de las armas con sus dos amigos más cercanos, Pianti y Semuré. Los dos eran de la misma edad que Djoser. Tanis sentía por ambos una amistad fraterna. Junto con su madre, Djoser y el fiel Yereb, constituían lo que ella denominaba su familia.
Pianti, el rubio, era hijo de Junehuré, un comerciante a quien el rey había elevado hacía poco al rango de dueño del Granero. Su cargo consistía en controlar, por medio de un ejército de meticulosos escribas, el contenido de los silos de grano que pertenecían al rey. Pianti, su hijo mayor, había ingresado en el ejército a la edad de trece años. De temperamento alegre y despreocupado, era amigo de Djoser, quien apreciaba su alegría de vivir.
Semuré, el moreno, pertenecía a la familia real. Primo carnal de Djoser, era el hijo menor de una hermana de Jasejemúi. De apariencia frágil, la compensaba con una elegancia natural de la que se ocupaba llevando ropa a la última moda, que muchas veces él mismo creaba. Por ejemplo, había lanzado el taparrabos doble de lino plisado y adornado con rayas verticales. En sus brazos y en su cuello resplandecían brazaletes y collares que le valían notables éxitos entre las señoritas, cuyos favores acumulaba continuamente. Criado en el espíritu de la corte, conservaba una actitud cínica que le hacía dirigir al mundo una mirada algo pesimista. Como a Djoser, le entristecía la degradación lenta de la ciudad. Pero, al revés que su primo, no se sentía capacitado para cambiar el rumbo de nada. Los encendidos discursos de Djoser le divertían mucho, y no dudaba en refrenar el entusiasmo de su primo con bromas cariñosas recordándole que sus delirantes ideas no tenían ninguna posibilidad de ser puestas en práctica.
Sus sentimientos hacia Djoser eran complejos. Dado que pertenecía a su familia, se sentía igual a él. Consideraba extravagantes los proyectos de construcción destinados a metamorfosear Mennof-Ra. Sin embargo, en el fondo, y aunque se negase a confesarlo, Semuré admiraba a Djoser. Le envidiaba aquella fuerza luminosa y aquella formidable exaltación que atraía a los otros hacia él.
Con el paso del tiempo, Tanis se había convertido en una muchacha hermosísima, de piel dorada, a la que una vida de salvaje más ocupada en correr por las marismas y el desierto que en frecuentar los palacios había esculpido de una forma ideal. Como exigía la nueva moda lanzada por el elegante Semuré, había adoptado la falda corta de lino bordada en oro fino. Sin embargo, durante las partidas de caza, se la quitaba para llevar únicamente un sólido taparrabos que no ocultaba gran cosa de su feminidad. Sus senos firmes y su delgada silueta atraían la atención de los hombres. Pero ninguno se habría arriesgado a importunarla. Era la compañera oficial de Djoser.
Merneit consideraba una pequeña revancha secreta el hecho de que el segundo hijo del rey estuviese enamorado de su hija. Al principio, había temido que el rey cortase de un hachazo sus relaciones e impusiese un esposo a la muchacha. Pero no había hecho nada. Aunque no aprobaba su unión, la toleraba, y nunca había intentado obligar a su hijo menor a tomar esposa. Sin embargo, cuando las demás muchachas de su edad ya estaban casadas en su mayoría, Tanis debía contentarse con el título de concubina. Así lo había decidido el rey.
Djoser no podía desposar a una bastarda so pena de ganarse la cólera de los dioses. Los dos jóvenes habían tomado una decisión, dado que esa situación les permitía estar siempre juntos.
Sin embargo, desde hacía un tiempo Jasejemúi mostraba una actitud distinta respecto a Djoser. El viejo general Merura le había hablado calurosamente de las raras cualidades de mando del joven y había conseguido su nombramiento de capitán. Insensiblemente, el rey había ido acercándose a su hijo, y algunas veces le pedía opinión. La extraña mezcla de fogosidad y de lucidez de Djoser le seducía, y llegaba a arrepentirse de su comportamiento pasado.
Este extraño cambio también se había manifestado respecto a Tanis. En varias ocasiones, Jasejemúi había tenido hacia ella palabras amables, como si la cercanía de la vejez le hubiese vuelto más tolerante. Preocupados por imitar al rey, los cortesanos celosos se abstenían ahora de dirigirle palabras poco respetuosas. La situación de Tanis había mejorado. Esas sutiles marcas de atención le habían devuelto la esperanza. Esperaba que, con el tiempo, le otorgarían el derecho a casarse con Djoser.
Casi habían olvidado la extraña predicción del hombre de las órbitas vacías, que parecía haberse desvanecido en las arenas rojas del desierto. Nadie había vuelto a verle nunca más; según los rumores, estaba muerto, pero también se cuchicheaba que grandes personajes seguían consultándole. Tal vez por el temor a ver resurgir un viejo fantasma, los dos jóvenes no habían querido saber nada más del asunto. Y el recuerdo del crepúsculo maldito se había diluido en las brumas de su memoria.
¿No habían pedido la protección de Isis sobre ellos? Esta diosa, como madre de Horus, era suficientemente poderosa para apartar los sucesos funestos de su camino. Siempre llevaban el nudo Tit, el amuleto rojo que simbolizaba la sangre de Isis. Y desde hacía casi cinco años, no había ocurrido nada que pudiese inquietarles.
Una formación de gansos salvajes echó a volar de pronto a lo lejos, con un gran zumbido de alas. Con gesto tranquilo, Tanis y Djoser tensaron sus arcos. Las flechas silbaron y fueron a herir a dos de aquellas aves. Pianti y algunos otros soltaron un juramento: sus dardos habían fallado el objetivo. Amot se lanzó al agua, seguido por Tanis.
—¡Espera! —gritó Djoser—. Los cocodrilos.
Pero Tanis no le escuchaba. Si algún cocodrilo hubiese vagado por aquellos parajes, los perros ya les habrían avisado. Compitiendo en velocidad con Amot, la joven nadó en dirección al lugar en que habían caído los gansos. No tardó en llegar a una franja de tierra firme, en la que se puso de pie, chorreante de agua. Se sacudió con una gran carcajada, ignorando las advertencias de su compañero que, estorbado por los altos tallos de papiro, trataba de reunirse con ella.
—Busca, busca —le decía a Amot, que empezó a huronear por el suelo, y luego echó a correr hacia un matorral de altas hierbas.
Tanis le siguió; sus pies desnudos chapoteaban alegremente en la tierra fangosa. De repente se quedó clavada, lanzó un grito, y luego se volvió para vomitar.