Por la tarde, la tempestad amainó de forma tan repentina como había empezado hacía cuatro días. Una bruma de arena flotó todavía unos instantes en el aire tórrido, luego se depositó con la lentitud de una caricia, dejando al descubierto un cielo de un azul profundo. Las lejanas colinas del oeste empezaron a existir de nuevo, garabateadas por una vegetación descarnada. Entonces, en las tiendas de los artesanos aliviados empezó a reinar una actividad llena de esperanza, y se extendió a lo largo de los muelles y de los canales secos.
Después de haberse despedido de Meritrá, Djoser y Tanis aprovecharon la calma para dar un paseo por la ciudad. Ninguno de los dos tenía ganas de volver al palacio real, donde con toda seguridad se encontrarían con los celosos cortesanos de Jasejemúi, que no dudaban en subrayar con ironía que Djoser había hecho mal cargando con aquella niña enclenque que le seguía a todas partes como un perrillo. Muchas veces Djoser había sentido ganas de hacerles tragar sus estúpidos comentarios. Pero aún no era más que un niño. Y sobre todo, a pesar de ser el hijo segundo del rey, apenas si se beneficiaba de la protección de su padre, que se preocupaba muy poco de su suerte. No obstante, esa indiferencia presentaba una ventaja: permitía a los dos niños ir donde deseaban, sin tener que rendir cuentas de lo que hacían a nadie.
Así pues, se dirigieron hacia el barrio de los artesanos, donde seguía reinando una alegre animación. Detrás de ellos iba el fiel Yereb. Regalado por Imhotep a Merneit poco antes de irse al exilio, había visto la luz en Nubia, muy lejos, en el Sur, más allá de la Primera catarata. Capturado cuando todavía era un niño, no conservaba más que un vago recuerdo de ese lejano país que los egipcios llamaban con desprecio la Miserable Kush. Después de haber servido con lealtad a ese amo, por quien, pese a los años, seguía conservando una admiración sin límites, había sido destinado por la joven Merneit a la protección de su hijita. Para Tanis, Yereb era más que un esclavo. Con el paso de los años, se había vuelto el amigo, el confidente. Como su condición bastarda sólo le había dado derecho a este único servidor, Yereb desempeñaba en cierto modo el papel de aquel padre ausente, y había volcado sobre su niña el afecto que ya no podía ofrecer a su antiguo amo. Poco a poco, a través de los relatos que le contaba Yereb, Tanis se había formado una idea maravillosa de su padre.
El barrio de los artesanos estaba formado por un dédalo de largas casas bajas de ladrillo rojo, ordenadas alrededor de callejas por cuyo centro pasaba un riachuelo que evacuaba las aguas residuales. Djoser y Tanis conocían a muchos obreros que trabajaban allí. Saludaron a Herykse, que les había enseñado el arte de montar las vasijas, con la ayuda de un torno que se hacía girar con la mano izquierda mientras con la derecha se modelaba la suave arcilla, gris o parda, extraída de las orillas del Nilo; Mernak, el ebanista, les había enseñado a trabajar la madera —en el sentido del diseño— así como la forma y la época en que había que cortar los árboles; Barkis, el tejedor, les había iniciado en la fabricación de las telas de lino, tan finas que dejaban transparentarse la forma del cuerpo, y otras, más rústicas, que se tejían con fibra de palma. Cada uno de ellos los saludó con una mezcla de deferencia y de familiaridad. Aunque Djoser fuese príncipe, le apreciaban por su sencillez y su generosidad.
Dejando a sus obreros, Barkis ofreció a Djoser y a Tanis galletas de miel y dátiles que aceptaron encantados. No habían comido nada desde por la mañana y el hambre empezaba a atenazarles. Se instalaron delante de la tienda del artesano para conversar. El hombre era un mozancón de rostro estriado por arrugas formadas por la risa. Como la mayoría de los egipcios, Barkis era de naturaleza alegre, siempre dispuesto a divertirse con todo.
Sin embargo, bajo la conversación jovial del tejedor, Djoser notaba inquietud. No necesitaba preguntarle para comprender qué era lo que le atormentaba. Incluso si el final de la tempestad había devuelto a su espíritu un poco de esperanza, Hapi se hacía esperar, y Barkis estaba angustiado por la cosecha de lino, de la que dependía su trabajo.
Desde que el huracán había cesado, se veían surgir de nuevo por todas partes las siluetas ágiles y furtivas de los gatos, que los habitantes de Mennof-Ra estimaban de una forma especial, porque representaban la imagen viviente de Bastet, diosa del amor y de la alegría. Además, su presencia impedía la proliferación de las ratas. Por eso los alimentaban. Según una leyenda, los gatos habían seguido a los lejanos antepasados orientales de los egipcios cuando éstos habían ido a instalarse en el valle sagrado.
Los pequeños felinos no se dejaban domesticar fácilmente. Aunque se mostraban familiares, seguían ferozmente apegados a su independencia. Sin embargo, Tanis parecía ejercer sobre ellos una extraña fascinación. Cuando les tendía la mano, los gatos acudían a frotarse contra sus piernas desnudas sin ninguna desconfianza, y con unos ronroneos sonoros. Cuando Barkis y Djoser trataron de acercarse a los pequeños animales, los gatos se alejaron despectivos. El artesano y el muchacho se echaron a reír.
—La señora Tanis posee un don mágico para los animales, declaró Yereb con una amplia sonrisa.
Desde luego, Djoser no iba a contradecirle. Los animales domésticos, perros, asnos y bueyes, se acercaban a comer en la mano de la niña. Pero había tenido ocasión de asistir a escenas insólitas durante las partidas de caza que sus compañeros y él mismo realizaban fuera de la ciudad.
Un día, la pequeña pandilla se encontró frente a un lobo de respetable tamaño. Preocupados, armaron sus arcos, sabiendo de sobra que sus armas de niño no conseguirían causar demasiado daño a la soberbia fiera que les observaba desde lo alto de un promontorio rocoso. Empezaban a retroceder cuando el animal saltó al pie del montículo. Atónitos, los muchachos le vieron vacilar y luego acercarse lentamente a Tanis, que no se había movido. Petrificados, no se atrevían a hacer un solo gesto, convencidos de que el monstruo iba a destrozarla de un bocado de su potente mandíbula. Djoser intentó acudir en su ayuda, pero la niña le hizo seña de quedarse atrás. Luego avanzó hacia el lobo hablándole en voz baja. El animal lanzó un gruñido suave, y fue a rozarse amistosamente contra Tanis, que le acarició la cabeza sin ningún miedo. Al rato, el lobo regresó hacia las profundidades del desierto, dejando a los jóvenes más muertos que vivos.
—¿Cómo lo has hecho?, —preguntaron todos a la niña.
—No lo sé. Tenía la impresión de que no quería hacerme ningún daño. Eso es todo.
Aquella aventura le había valido a Tanis la admiración de sus compañeros. Pero ese don extraño también se traducía por una plétora de animales de todas las especies, que invadían sin ninguna vergüenza la morada de Hora-Hay, esposo de su madre. En ella podían encontrarse perros y gatos, pero también roedores, pájaros, lagartos, e incluso algunas serpientes. Esta pasión por los animales no gustaba demasiado a los sirvientes. Pero no se atrevían a criticarla, porque el viejo general, afectado de senilidad avanzada, encontraba agradable la compañía de los animales.
Djoser y Tanis salieron de la ciudad para dirigirse hacia los canales de riego, donde se afanaban numerosos obreros y esclavos, en su mayoría enemigos capturados durante las batallas. Armados de palas y de cestos, los trabajadores se dedicaban a quitar de los canales resecos la gran cantidad de tierra que los atascaba, para que las aguas negras pudiesen irrigar los campos y los prados. Un canto ritmado se alzaba entre sus filas:
—Preparemos el lecho de Hapi, para que las aguas de Isis nos traigan de nuevo la vida. Que reverdezca la hoja, que se abran el loto y el papiro.
De este modo trataban de animarse para el trabajo, pero las voces estaban roncas por la aridez de las gargantas.
Más adelante, los niños se cruzaron con un grupo de pescadores que vaciaban la pesca del día. Un olor intenso agredió sus narices. Cuando la inundación llegase, los sacerdotes inmolarían grandes toros negros en honor de Hapi, y ellos lanzarían lotos al río. Durante cuatro días, de las nuevas aguas se desprendería un olor fétido, y entonces no podrían utilizarse las cañas. Por eso los pescadores se apresuraban a capturar la mayor cantidad posible de peces.
El final de la tempestad había devuelto la paz a los espíritus. Hapi estaba a punto de manifestarse. Y sin embargo, en sí misma la inundación también constituía un peligro. Dentro de un día, de dos tal vez, el color del Nilo cambiaría, pasaría a convertirse en un color pardo oscuro. Las aguas empezarían a elevarse, lenta, inexorablemente, llenando los canales de irrigación excavados desde tiempos inmemoriales para tratar de domar los caprichos del río-dios. Pero nadie sabía dominarlas. Durante los años fastos, extendían una capa luminosa en la que iba a reflejarse la ciudad. Entonces se formaban innumerables islas sobre las que estaban construidas las casas de los campesinos. Los habitantes y los rebaños se refugiaban en ellas. Esperaban el descenso de las aguas, que abandonaban tras de sí una tierra maravillosa, un barro fértil en el que bastaba hundir el pie para sembrar cebada, espelta o trigo. Los árboles volvían a vivir, se cubrían de hojas, las ramas crujían bajo el peso de los frutos. La ofrenda generosa de Hapi…
Pero algunas veces el nivel de las aguas no cesaba de subir. Entonces las islas se reducían, se borraban, las casas quedaban anegadas, los rebaños aislados se ahogaban, junto con los pastores y los labradores, como si Nun, el océano primordial, tratase de tragarse una vez más el mundo. Por supuesto, el Nilo siempre terminaba bajando. Pero dejaba sobre las tierras abandonadas miríadas de cadáveres humanos y de animales todos revueltos. Era el tributo que a veces había que pagar a los dioses.
Y esta vez nadie podía predecir hasta dónde llegaría la amplitud de la crecida esperada con tanta impaciencia.
Con su mano cogida por la de Djoser, Tanis contemplaba la superficie todavía clara del río. ¿Era posible que su padre Imhotep hubiese imaginado un sistema que permitiría estimar la amplitud de las crecidas divinas? ¡Y el rey, el padre de su compañero, había desterrado a aquel hombre excepcional…!
Contempló de reojo a Djoser. Aunque todavía no hubiese alcanzado la edad adulta, no podía haber hombre más seductor que él. Tenía la sensación de conocerlo desde siempre. Desde el fondo de su memoria, la niña recordaba cada instante compartido.
Entre los innumerables muchachos que frecuentaban el palacio, Tanis se había fijado en él cuando no era más que una niñita. Se había sentido atraída por su fuerza tranquila y por la luz que emanaba de sus ojos oscuros y decididos. Los hijos de los demás señores la trataban, en el mejor de los casos, con una condescendencia despectiva. Algunos la molestaban con sus malicias, otros la rechazaban como se rechaza a un animal o a un esclavo. Djoser nunca había tenido esa actitud. Ni una sola vez le había hecho tener conciencia de que no era más que una bastarda, hija de un exiliado y de una princesa réproba. Al contrario, con ella se había portado con gran delicadeza. Enemigo por temperamento de la injusticia y de la cobardía, en más de una ocasión había asumido su defensa.
Entonces, ella le había seguido a todas partes. Como era el hijo menor del rey, a su alrededor siempre había muchos niños. Al principio no le había prestado a Tanis demasiada importancia, pero ella se había obstinado, siguiéndole como su sombra, fiel como una perrilla. Enfrentándose a su propio miedo, le había acompañado por los caminos del desierto cuando sus compañeros y él salían a la caza de la gacela. Llevaba, llena de cariño, el carcaj donde él guardaba sus flechas. Poco a poco, se le había vuelto indispensable. Cada mirada de su ídolo hacía correr por sus venas una ola de calor que no habría sabido explicar. Sin saberlo, ya le amaba con toda su alma, con todas las fibras de su cuerpo. Le pertenecía.
Sin embargo, durante años que le habían parecido siglos, Djoser se había interesado poco por ella. Hasta un día que quedaría grabado en letras de fuego en su memoria.
Tanis no había cumplido aún los siete años. Aquel día, llevaba llena de orgullo el palo que servía de lanza a su ídolo. Como la mayoría de las veces, la pandilla de la que Djoser era el jefe indiscutido se dirigía, para jugar, a los vestigios de una antigua población situada al sur de Mennof-Ra.
Nada más franquear los límites de las ruinas, unas altas siluetas se irguieron ante ellos. Entre esas siluetas Tanis reconoció al príncipe Sanajt, en compañía de media docena de amigos suyos. Tanis lo detestaba. En varias ocasiones le había visto complacerse humillando a su joven hermano, aprovechándose para ello de su superioridad física.
Su mirada turbia brillaba como los ojos de un chacal al acecho de su presa. Evidentemente, había seguido a la pandilla para divertirse a su costa. Tanis lanzó un aullido de terror cuando los agresores, armados de palos, se lanzaron en medio de grandes gritos en persecución de los niños como fieras que persiguen a sus presas. Asustados, los chiquillos echaron a correr en todas direcciones en medio de los muros derrumbados. Despreciando el dolor de sus pies desnudos sobre los guijarros, Tanis trató de permanecer cerca de Djoser, dividida entre la rabia y el miedo. Con la respiración jadeante y la vista enturbiada por la arena y el calor, le pareció que Sanajt y sus cómplices se habían metamorfoseado en affrits. Abusando de manera cobarde de su fuerza y de su velocidad, pillaron uno tras otro a varios muchachos, para aplicarles unos cuantos palos en la espalda y en las nalgas. Éstos, mortificados y doloridos, se iban llorando. Luego los cazadores se lanzaban en persecución de una nueva presa.
Desamparado, Djoser trató de reunir a sus huestes en fuga. Pero la perspectiva de unos cuantos palos no encantaba a nadie. Cuando quiso hacerle frente, se encontró solo, salvo su inseparable Pianti y su primo Semuré, sobrino del rey. Pero la cólera había hecho su trabajo. Ebrio de rabia, se lanzó contra su hermano, que se libró de él como de un cachorro agresivo. Sanajt soltó una carcajada. Sabía que no tenía nada que temer de la cólera de su padre.
Tanis era la única chica de la pandilla. Pero cuando vio a Sanajt atacar a Djoser, no pudo soportarlo. Saltó fuera del refugio donde se había escondido y cargó contra los adolescentes repartiendo patadas y puños con todas sus fuerzas, cosa que sólo tuvo por efecto redoblar su hilaridad. Como requería la costumbre, Tanis no llevaba ningún vestido. No comprendió lo que luego había ocurrido, sólo que una náusea le bloqueó la respiración mientras los jóvenes se apoderaban de ella.
Se vio violentamente proyectada contra el suelo rocoso, las piedras le rasguñaron la espalda y nalgas. Unas manos le agarraron los muslos para separárselos. Y un sentimiento de horror la inundó cuando un repugnante olor a sudor la hizo asfixiarse; unos dedos ávidos magullaban su piel desollada. Se dejaron oír unas risas obscenas. Tanis gritó, se defendió a mordiscos, pero no podía luchar. Un terror inconmensurable se apoderó de ella.
De repente sintió un choque. Luego un líquido caliente y salado, de gusto acre, corrió por su boca y por su garganta. El adolescente que estaba encima de ella dejó escapar un hipo siniestro, para derrumbarse a continuación sobre el cuerpo de Tanis. Aquella sangre era suya, y chorreaba de una herida repentinamente abierta en su frente por una piedra lanzada con buena puntería. Un momento después, los otros echaron a correr. Tanis tuvo tiempo de ver a Djoser, a unos pasos de ella, con su honda en la mano. De la honda surgió una segunda piedra, que golpeó a Sanajt en la sien con una precisión terrorífica. Con la mente confusa, Tanis se liberó del cuerpo de su agresor y se deslizó hacia su compañero, también cubierto de cardenales. Había conseguido escapar de su hermano. Pianti y Semuré ya habían huido, pero él se había quedado para protegerla.
Cuando se recuperaron, los adolescentes se lanzaron en su persecución. Embargados por el miedo, los dos niños echaron a correr. El corazón de la niñita palpitaba en sus sienes, como si fuera a explotar. Una curiosa mezcla de terror y de exaltación se había apoderado de ella. Djoser la llevaba de la mano y la arrastraba cada vez más lejos y cada vez a mayor velocidad.
De pronto, delante de ellos se abrió un barranco cuya abrupta pendiente llevaba hacia un curso de agua seco, lleno de arbustos. Sin vacilar, corrieron hasta el fondo del valle y se escondieron bajo la vegetación. Por suerte, los otros no les habían visto saltar. Escondidos detrás de un espeso arbusto, los dos niños les oyeron pasar, jadeantes y jurando; luego sus gruñidos de despecho se difuminaron en la lejanía.
Más tarde, refugiados en un hueco formado por unas rocas en la ladera, Djoser y Tanis recuperaron el aliento. Entonces la niñita se echó a llorar. Un violento dolor le barrenaba la carne, entre los muslos, y en casi toda la superficie de la espalda. Djoser la riñó:
—Estás loca. Habrían podido… hacerte mucho daño.
Ella dijo entre hipos:
—No quería que te pegasen.
La mirada llena de lágrimas que Tanis alzó hacia Djoser provocó en el muchacho una sensación extraña, desconocida hasta entonces. Nunca se había fijado en los ojos tan brillantes y tan bonitos de su compañera. Durante un breve instante, olvidó su mecha de niño inclinada hacia la oreja. Un misterioso calor se apoderó de él, irradiando por todo su cuerpo. La estrechó contra su cuerpo y murmuró:
—Yo sé pelear, Tanis. Pero tú eres una chica. Y además eres tan frágil…
—No quería que te pegasen —repitió ella. Con mano torpe, Djoser apartó la arena y las piedrecillas incrustadas en la piel de la pequeña, llena de rasguños. Luego la arrastró hacia un estanque que conocía, donde empezó a lavarla con gestos de dulzura infinita. Tanis olvidó entonces su sufrimiento y el dolor de sus miembros.
Desde ese día, Djoser había mirado de modo distinto a su pequeña compañera de juegos. Le había enseñado a manejar la honda y el bumerán, armas con las que Tanis no tardó en realizar prodigios. Muy pronto, fue capaz de abatir un pájaro en pleno vuelo. De este modo se ganó la admiración de sus camaradas, que empezaron a tratarla como una de los suyos.
Entre Djoser y ella había nacido una verdadera complicidad. Tanis sabía permanecer inmóvil cuando él se mantenía al acecho, le ofrecía las flechas en el momento oportuno, le animaba cuando él flaqueaba. Al cabo de cierto tiempo, el muchacho no podía prescindir ya de la presencia de Tanis. Declaraba a todo el que quisiera oírle que la niña le daba suerte. Cuando de noche se encontraba solo en sus aposentos reales, el eco de su ligera risa permanecía en su memoria y le daba el gusto de vivir hasta el día siguiente, cuando estaba seguro de volver a encontrarse con ella.
Tanis le había contado la maravillosa aventura que había reunido a su madre con aquel desconocido llamado Imhotep. Djoser, emocionado y conmovido por la injusticia de que habían sido víctimas la joven mujer y su hija, se había acercado a ellas. Con el tiempo, Merneit había terminado por sustituir en su corazón a su madre, desaparecida demasiado pronto. Él no la había conocido, pero le habría gustado que se pareciese a Merneit, que era dulce, acogedora, generosa, y que, a pesar de los años, seguía conservándose bella. Indudablemente, en el fondo de sí misma conservaba la esperanza de que Imhotep volvería un día para arrancarla a su destino.
Merneit sólo revelaba sus recuerdos a su hija y a Djoser. A través de sus relatos, Imhotep se convertía en un personaje de leyenda, en un hombre fuera de lo común cuyos saberes superaban con mucho los del más erudito de los sabios de Egipto.
La desventurada historia de Merneit había influido en la imaginación de Djoser. Lo que esa mujer no había podido vivir con Imhotep, él lo viviría con su hija. A Tanis todos la rechazaban. Entonces, su espíritu de rebeldía le había encaminado hacia ella. Con los años, esa reacción de desafío se había convertido en verdadero amor. Despreciado él mismo por su padre, había encontrado en Tanis un consuelo, un apoyo que nunca habría esperado encontrar en una chiquilla. A pesar de su fragilidad aparente, había descubierto en ella una prodigiosa reserva de vitalidad, de energía y de audacia, que reforzaba además un temperamento optimista y generoso. Tanis se negaba a ver el mal. O, por lo menos, no le daba ninguna importancia. El ostracismo de que era objeto habría podido generar en ella amargura y rencor. Y sin embargo, no había hecho otra cosa que agudizar su amor por la vida.
Djoser no se daba cuenta de que era él precisamente la razón de aquellas ganas de vivir. Mientras Djoser estaba a su lado, Tanis no temía a nada. Su presencia bastaba para colmarla. Y esto se traducía en un humor siempre constante, una mente dispuesta a maravillarse ante cualquier cosa, que se expresaba ampliamente durante las lecciones del viejo Meritrá, a quien él la había impuesto. Pero también el anciano se había dejado seducir pronto por la pequeña.
Con el tiempo, su relación había evolucionado. Otra imagen volvió a la memoria de Tanis.
Hacía menos de un año, durante una tempestad de arena, Tanis había sentido miedo. Los dos se habían refugiado entonces en las ruinas de una vieja mastaba abandonada. Se había acurrucado contra el cuerpo de Djoser, con la piel arañada y tensa por los golpes de arena. Djoser le había dado masajes en sus músculos doloridos, porque se había torcido el tobillo contra una piedra. Pero el dolor de su piel, el dolor sutil y enervante que emanaba de su cuerpo habían alterado los sentidos del muchacho. Tanis no era ya la pequeña compañera de juegos que se estremecía bajo sus dedos, sino una mujer en flor, cuyo perfume tibio despertaba en el muchacho una emoción nueva, desconocida. Entonces la fiebre se había apoderado de los dos. Y su juego inocente se había metamorfoseado en otro, mucho más cálido, mucho más fascinante. Emocionados y sorprendidos, habían descubierto que sus cuerpos podían ofrecerles sensaciones alucinantes, más fuertes además porque conservaban un sabor extraño a prohibido.
Desde entonces, Djoser no podía dormirse sin evocar la fragancia de los cabellos de Tanis. Sentía bajo sus dedos la suavidad sedosa de la piel de su vientre, la finura y la firmeza de sus muslos. Seguía oyendo su risa cristalina, de la que ahora sabía que ya nunca podría prescindir.
No habían comprendido inmediatamente que se amaban. Sabían sólo que juntos estaban maravillosamente bien, como dos niños que experimentan el placer de saborear la presencia del otro. Luego habían hecho un paralelo entre la historia de Merneit y la suya. Y habían sabido que el sentimiento misterioso que los unía se llamaba amor.
Entonces se habían jurado no separarse nunca. Un día serían el uno del otro. Para siempre.
Abandonando las orillas del Nilo, los dos niños subieron en dirección de una llanura que se llamaba la Explanada de Ra, desde donde se podían admirar espléndidas puestas de sol. Ese espectáculo siempre los había fascinado. Allí se alzaban vestigios de mastabas donde, según se decía, habían descansado los cuerpos de los antiguos Horus. De ese modo podían conservar su cuerpo para la vida que les esperaba más allá de la muerte. Pero el usurpador Peribsen los había destruido en nombre del dios rojo.
Una emoción extraña se apoderó de Djoser. Algo mágico, algo inefable flotaba sobre aquellos lugares.
—Este sitio es sagrado —dijo de repente—. Nosotros no los vemos, pero los néteres están aquí más que en cualquier otra parte.
—También yo los siento —respondió Tanis.
Instintivamente, sus manos se enlazaron. No sentían ninguna angustia. Sólo una impresión inexplicable, como si aquel lugar sagrado tratase de transmitirles algo.
De repente, como surgida de ninguna parte, una silueta renqueante se dirigió hacia ellos. El desconocido no traía más que un taparrabos roto por todas partes, una manta de pelo de cabra raída y descolorida y se apoyaba en un bastón tan torcido como él. Tanis ahogó un grito cuando distinguió su rostro. La cara del hombre tenía las dos órbitas de los ojos vacías. Durante un momento, les dominó el deseo de huir. Pero una fascinación malsana los tenía clavados en el sitio.
—¡Tengo miedo, Djoser! Viene hacia nosotros como si nos viese. ¡Pero si es imposible!
—Cálmate, hermana. Es un mendigo. Sólo quiere una limosna.
Yereb quiso echar al desconocido, pero Djoser le contuvo con un gesto que no supo explicar. Cuando estuvo a su lado, el vagabundo expulsó el aire de su pecho como un perro que va tras la presa, luego volvió su cara destruida hacia Tanis y su voz resonó, con un acento singularmente grave:
—Te doy miedo, pequeña. Pero no tienes nada que temer de mí.
—¿Qué quieres de nosotros? —preguntó Djoser con tono seco.
El mendigo ignoró la pregunta. Con su paso torpe, dio una vuelta alrededor de la pareja moviendo la cabeza. Su piel seca como un viejo papiro se estriaba a trozos en regueros blancuzcos, reflejos de antiguas cicatrices. Djoser se preguntó si no tenían que habérselas con un affrit, uno de esos espíritus funestos que viven en las orillas del desierto. Estrechó a Tanis contra él, y posó la mano en el mango de su puñal. Yereb le imitó. Pero el individuo ignoró esos movimientos. De repente, empezó una historia extraña:
—Hace mucho tiempo yo tenía ojos, como vosotros. Pero un día, los bandidos del Amenti vinieron a mi pueblo. Mataron a todos los hombres y violaron a las mujeres antes de degollarlas. Yo era muy joven entonces. Mi madre se plantó delante de mí para protegerme. Entonces, la golpearon y la destriparon a hachazos. La última imagen que de ella conservo es la de su sangre que manchaba mi cuerpo, mientras las risas de sus asesinos sonaban en mi cabeza como las de Set el Rojo cortando a Osiris. Estaba aterrorizado, y empecé a gritar. Entonces me cogieron, me ataron al suelo… y me hundieron una antorcha en llamas en los ojos.
Tanis dejó escapar un grito de espanto. Petrificados, los dos niños no se atrevían a nada. De pronto, el mendigo soltó una estridente carcajada, que se ahogó en una tos ronca. Djoser se dirigió a él:
—¿Por qué nos cuentas eso?
—No temas, príncipe. No soy un espíritu malo. Sólo soy un pobre ciego. Pero, ¿puedes creerlo?, los beduinos me hicieron un gran favor privándome así de la vista. Porque ahora veo mucho mejor que cualquiera de vosotros.
Probablemente, el desdichado había perdido además la razón. Djoser buscó en el morral que llevaba Yereb y tendió al mendigo uno de los panecillos que Barkis les había regalado. El mendigo se abalanzó sobre el pan con avidez.
—Eres generoso, mi joven señor. Pero la información que quiero darte vale mucho más.
—¿De qué información hablas? —preguntó Djoser, intrigado a su pesar.
El mendigo reanudó su paso renqueante y prosiguió con una voz exaltada:
—¡Os veo! Os veo mucho mejor que con los pobres ojos que me arrancaron aquellos bárbaros sanguinarios. Vosotros sois jóvenes. Sois hermosos. Y os amáis.
Emitió una risita temblorosa y añadió con tono incisivo:
—¡Pero tened cuidado! Antes de que Hapi, el dios del río, haya cubierto cinco veces la tierra sagrada de Kemit, se producirán grandes perturbaciones. Entonces seguiréis dos caminos solitarios, en busca de vosotros mismos. ¡Y si fracasáis en esa búsqueda, permaneceréis separados el uno del otro para siempre!
—¡Nooo! —gritó Tanis.
—¡Mientes! —exclamó Djoser—. ¿Cómo puedes saber todo eso, si ni siquiera eres capaz de percibir la luz?
El ciego emitió un sonido burlón.
—Los ojos del corazón y del alma ven más que los otros. Saben penetrar el secreto de las fuerzas ocultas. Los dioses me hablan en mis sueños, y me muestran el futuro. Muy pronto, este mundo conocerá acontecimientos alucinantes, en los que ambos os veréis mezclados. Seréis separados uno del otro. Para sobrevivir, necesitaréis conseguir la protección de los dioses, aliaros a ellos para no formar más que un solo ser con sus espíritus. Quizá entonces consigáis vencer a las Fuerzas del Mal.
Alzó hacia ellos un dedo descarnado y cargado de amenazas.
—¡No lo olvidéis! ¡Antes de que el Nilo haya cubierto cinco veces este valle, os veréis separados! ¡Vuestra única oportunidad de reuniros de nuevo será caminar sobre las huellas de los dioses!
—¿Qué quieres decir? —preguntó Djoser con voz angustiada.
—¡Deberéis descubrirlo por vosotros mismos!
Antes de que el muchacho pudiese hacerle nuevas preguntas, el ciego lanzó un gruñido y luego, indiferente, les volvió la espalda y tomó de nuevo el camino del desierto, como si para él los dos jóvenes hubiesen dejado de existir.
Alterados, Djoser y Tanis se refugiaron en la sombra de una pequeña mastaba abandonada, seguidos por el nubio. La niñita se acurrucó en los brazos de su compañero y estalló en sollozos.
—No es verdad. Ha mentido. Nosotros no podemos separarnos.
—Nada puede separarnos, Tanis. Tú eres mi hermana bienamada. Siempre te conservaré a mi lado.
Echó una ojeada en dirección al ciego. Pero no había nadie ni nada. Sólo una columna de arena que todavía levantaba un residuo de la tempestad. A lo lejos, las colinas se teñían de sangre, mientras la imagen roja de Ra descendía lentamente hacia el horizonte del desierto occidental, el temible Amenti, el reino de los muertos.